SEGUNDA PARTE
LA FASE DE INFLUENCIA

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EL PROYECTO DE REFORMA DE ARIAS-FRAGA (1975-1976)

UN FUTURO INCIERTO

El 26 de febrero de 1975, cuando la muerte del general Franco se consideraba un acontecimiento próximo, el Servicio Central de Documentación de la Presidencia del Gobierno (SECED) envió un informe estableciendo las posibles vías de evolución del régimen[114]:

De las tres variables: inmovilismo, ruptura o evolución prudente y progresiva, parece que la mayoría del país se muestra partidaria de la tercera, dentro de la cual espera lograr soluciones concretas a sus aspiraciones.

Con ser una solución que va a encontrar un apoyo mayoritario, aunque el ritmo de la evolución no deje de suscitar polémicas, no deja de ser una solución difícil desde el punto de vista de la lucha contra la subversión, puesto que la definición de límites dinámicos y progresivos, entre lo lícito y lo ilícito, no exime de la necesidad de defender esos límites así trazados. Se hace entonces necesario conciliar la generosidad en la definición del campo con la energía en su mantenimiento. Otra cosa no sería evolución, sino rendición incondicional ante los propósitos de ruptura.

Con todos los riesgos que esta actitud conlleva, se estima ventajosa comparada con las otras dos variables señaladas.

Pocos meses después, otro informe —al que tuvo acceso el futuro Rey— negaba que la reforma del régimen fuera la vía adecuada, porque no iba a ser aceptada por la oposición —como así fue—, colocando al entonces príncipe de España en una situación «imposible». Ante esta tesitura, «se verá forzado a dar un verdadero “golpe de Estado”, lo que no es posible aun suponiendo que tuviere éxito momentáneo, pues su persona quedaría inutilizable para el futuro. El Príncipe no puede romper la legalidad actual que ha jurado sostener, y de la que él es su pieza fundamental, pues de hacerlo caería con descrédito, arrastrando con él la posibilidad de una monarquía en España». El documento terminaba con una reflexión final de enorme importancia[115]:

Estas consideraciones, que son absolutamente realistas, nos traen de la mano el gravísimo problema a resolver en estos momentos, si se quiere que la monarquía vuelva a España, y que es el siguiente: cómo el Príncipe puede «despegarse» del régimen sin que su persona quede inutilizada para el futuro. Se trata de una operación delicadísima, que hay que estudiar y proyectar de forma objetiva, tratando de adivinar con acierto las realidades íntimas que van a mover a la sociedad española en el futuro inmediato. Esta labor de adivinación del futuro está dificultada en el presente por la existencia de una cáscara oficialista muy opaca y las posturas insinceras de los españoles capacitados para hacer algo con vistas al porvenir, tanto de los que ya han actuado en la política del régimen como de aquellos que pertenecen a la oposición conocida.

Por tanto, en 1975 no existía un proyecto definido de cómo debería hacerse la transición del franquismo hacia un régimen político más acorde con los existentes en Europa Occidental. Es más, ni siquiera estaba claro cuál debería ser el instrumento para realizar esa transformación. Así, por ejemplo, Miguel Herrero de Miñón defendía el poder constituyente del Rey y su capacidad para cambiar el sistema mediante un referéndum[116]. Esta opción, sin embargo, podría considerarse una ruptura con el sistema constitucional franquista, abriendo una ventana de oportunidad para una intervención de las Fuerzas Armadas amparada en el artículo 37 de la LOE. Por el contrario, Jorge de Esteban, como el SECED, apostaba por una reforma de las Leyes Fundamentales que abriese el camino a la democracia[117]. No obstante, existía un punto en que estaba de acuerdo la totalidad de la élite franquista política, económica y militar: cualquier reforma debería hacerse desde la legalidad y de forma pacífica.

En esta situación de indefinición se produjo la muerte del general Franco el 20 de noviembre de 1975.

EL GOBIERNO DE ARIAS NAVARRO: LIBERALIZACIÓN VERSUS RUPTURA

En 2003, Javier Tusell publicó una de sus últimas obras, centrada en el periodo de Gobierno de Arias Navarro durante el reinado de Juan Carlos I. Su título no podía ser más acertado: Tiempos de incertidumbre. Porque fueron precisamente la indecisión, la irresolución y la duda las características de la Historia de España entre diciembre de 1975 y junio de 1976. Ni siquiera el nuevo jefe del Estado tenía claro lo que había que hacer. En su primer discurso, pronunciado el 22 de noviembre, no dudaba en reconocer que era Rey de España por «la tradición histórica, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles», pero a la vez se iniciaba «una nueva etapa» basada «en un efectivo consenso de concordia nacional»[118]. Por tanto, era evidente que apostaba por un cambio político que permitiese la liberalización del régimen, aunque desde su propio entramado institucional. Así, sus dos primeras decisiones fueron muy significativas. Por un lado, logró colocar a su hombre de confianza, Fernández-Miranda, como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, sustituyendo a Rodríguez de Valcárcel. Este cargo era fundamental en aquellos momentos por dos razones. La primera, porque cualquier modificación de las Leyes Fundamentales debía ser aprobada por las Cortes. Y la segunda, porque el Consejo del Reino era el órgano encargado de elaborar la terna sobre la que el Monarca elegía al presidente del Gobierno y también al de las Cortes. Por otro, y vinculada con la anterior, ratificó a Arias Navarro como presidente del Gobierno, ya que había precisado de su ayuda para que Fernández-Miranda fuera incluido en la terna del Consejo del Reino. No obstante, desde el entorno del Palacio de la Zarzuela, el general Armada y el coronel de Caballería Nicolás de Cotoner y Cotoner —marqués de Mondéjar—, secretario y jefe de la Casa, respectivamente, y ambos supernumerarios del Opus Dei, intentaron devolver el poder a los tecnócratas, poniendo en marcha la «Operación Lolita», cuyo objetivo era convertir a López-Bravo o a López de Letona en presidentes del Gobierno. Este intento fracasó por la oposición de Fernández-Miranda, que consideraba excesivamente traumático sustituir a la vez a los hombres que encabezaban las dos principales instituciones del Estado[119], y porque se negaba a dejar el Ejecutivo en manos de inmovilistas.

El nuevo Gobierno de Arias Navarro, constituido el 13 de diciembre de 1975, estaba compuesto —por influencia del Rey— por las principales figuras del reformismo, como Fraga Iribarne (vicepresidente segundo para Asuntos del Interior y ministro de Gobernación) y José María de Areilza (ministro de Asuntos Exteriores), pero también por políticos más jóvenes que tendrían gran importancia en el futuro, como Adolfo Suárez (ministro-secretario general del Movimiento), Rodolfo Martín Villa (ministro de Relaciones Sindicales) y el católico Alfonso Osorio (ministro de la Presidencia). La suma de este conjunto de personalidades tan diferentes fue la razón por la que este Gabinete jamás funcionó de forma eficiente, como advirtió Armada[120].

No obstante, el Rey no solo mostró interés en la incorporación de civiles identificados con la liberalización del franquismo, sino que también cuidó especialmente la presencia de las Fuerzas Armadas, pues su apoyo era imprescindible para el desarrollo exitoso de ese proceso. El resultado fue que en el nuevo Gabinete se incluyeron a cuatro ministros militares, incrementándose así la presencia castrense. El de mayor jerarquía era el monárquico teniente general del Ejército Fernando de Santiago. Sobre su presencia en el Gabinete existen dos hipótesis. Para Fraga, su nombre fue sugerido por el entonces general de división y comandante general de Ceuta Gutiérrez Mellado, ya que era su amigo y estaba convencido de que apoyaría la reforma política[121]. Por su parte, Díez-Alegría apuntó que el nombramiento lo sugirió Armada, afirmando: «De Santiago no tiene garra. Es un inmovilista total»[122]. Esta conjetura resulta de gran trascendencia, pues los militares al servicio del Rey, tras no lograr que un tecnócrata ocupase la Presidencia del Gobierno, lograron situar en la Vicepresidencia a un militar monárquico, pero partidario del mantenimiento del franquismo. Respecto a sus funciones en el Gobierno, no estaban definidas, porque no quedaron bajo su competencia ni el Alto Estado Mayor ni los ministerios militares[123].

Como ministro del Ejército, se nombró al teniente general Álvarez-Arenas, capitán general de la I Región Militar, el 20 de noviembre de 1975, quien mantuvo una actitud ambigua, aunque nunca mostró una actividad refractaria ante el cambio político.

Para el Ministerio del Aire se eligió a un teniente general de apellido simbólico, Carlos Franco Iribarnegaray, sobrino del general y formado por este en la Academia General Militar —era de la misma promoción que Gutiérrez Mellado—. Su labor como ministro puede definirse como neutra. En ningún momento se opuso al cambio político, quizá por ser un fiel representante del ala más liberal de las Fuerzas Armadas.

Finalmente, el Ministerio de la Marina siguió ocupado por el almirante Gabriel Pita da Veiga, sin duda el más importante de los militares que formaban parte del Gobierno y el que estaba dotado de una personalidad, tanto política como profesional, más acusada. Martín Villa lo definió como «Franco aparte, el militar más importante que he conocido»[124]. Ideológicamente era poco afecto a la monarquía como institución[125], por lo que sorprende su inclusión en el primer Gobierno de Juan Carlos I. Pero Pita da Veiga era, sin duda, el líder de la Armada y por ello continuó en el ministerio[126].

Tanto el Rey como Arias Navarro consideraron que la presencia de estos cuatro militares era suficiente para asegurarse el apoyo, o, al menos, la neutralidad, de las Fuerzas Armadas en el proceso de transformación del sistema político que se disponían a realizar. No obstante, cometieron un gran error: no informaron al resto de la élite militar —los capitanes generales—, circunstancia que tendría importantes consecuencias.

El programa del Ejecutivo se basaba en una «evolución prudente y progresiva» para adaptar el franquismo a las nuevas condiciones de la sociedad española y del entono internacional en el que se desenvolvía el país, pero respetando el entramado constitucional del régimen, como siempre habían defendido tanto aperturistascomo reformistas. Así lo expuso el teniente coronel Cassinello, jefe de la División de Operaciones del SECED, en un informe del 5 de diciembre: «No podemos llamar constituyente a este periodo que abordamos, puesto que el sistema constitucional ya está establecido en el marco de la Corona y de lo que se trataría, en su caso, sería de su perfeccionamiento a través de sus propios mecanismos correctores. Tampoco va a ser, previsiblemente, de puesta en marcha del sistema tal y como está conformado»[127]. Este planteamiento coincidía con la postura de Estados Unidos manifestada a través del secretario de Estado del presidente republicano Gerald Ford, Henry Kissinger, en un encuentro con Areilza el 24 de enero de 1976: «No hagan caso a las exigencias de los europeos más que en aquello que realmente les convenga a ustedes. Bastarán probablemente para que entren en la Comunidad y luego en la Alianza Atlántica. En Europa no funciona bien la democracia parlamentaria y hay que ponerle remedios para que se salve, al menos, la libertad […]. El ejemplo portugués supongo ha de servirles. ¡Vayan despacio! Go slowly!»[128].

Sin embargo, este proyecto político se vería sacudido por dos circunstancias que lo convirtieron en inviable. La primera, su indefinición. Fraga, su autor intelectual —dada la falta de liderazgo y de ideas de Arias Navarro— aspiraba a un conjunto de modificaciones del entramado legal franquista y sus elementos principales serían una Ley del Derecho de Asociación Política[129], que permitiría legalizar los partidos políticos de la oposición, aunque con exclusión de los comunistas; una reforma del Código Penal para despenalizar la militancia en partidos y las actividades de la oposición, y una profunda reforma de la Ley Constitutiva de Cortes, que permitiría el establecimiento de un sistema bicameral. Por un lado, la Cámara de Diputados, con 300 representantes elegidos por sufragio universal con un mandato de cuatro años. Por otro, el Senado, con 285 miembros, de composición corporativa, con miembros natos y otros electos con criterios orgánicos (sindicatos, ayuntamientos, cabildos, diputaciones, universidades colegios profesionales, reales academias, etc.). La duración de su mandato sería de seis años. Pero ambas cámaras tendrían las mismas competencias y, dado el carácter corporativo y manifiestamente franquista del Senado, suponía un límite muy claro al proceso de democratización del sistema. Un Tribunal de Garantías Constitucionales y un Consejo Económico y Social completarían este nuevo entramado institucional[130]. Pero, más allá de su contenido, el proyecto adolecía de un problema muy grave: su carácter confuso, resultando extremadamente complicado determinar el resultado final. Precisamente, la incertidumbre que generaba explica la actitud de desconfianza y rechazo con la que fue percibido por la élite franquista más conservadora: los «azules», como Rodríguez de Valcárcel, y los tecnócratas, que no habían sido invitados a formar parte del nuevo Gobierno. Especialmente significativa fue la posición en contra de López-Bravo[131].

La segunda circunstancia fue la actitud de la oposición. El Gobierno había decidido obviar la cooperación de estos grupos en la dinámica liberalizadora del franquismo y, paralelamente, estos tampoco estaban dispuestos a colaborar en el mantenimiento del régimen. A la muerte de Franco, las fuerzas contrarias al franquismo se encontraban divididas en dos grandes bloques. La Junta Democrática, creada el 29 de julio de 1974 en torno al PCE y Comisiones Obreras (CC OO), era el más poderoso. Un año después, el 11 de julio de 1975, se creó la Plataforma de Convergencia Democrática, en torno al PSOE. Ambos organismos terminarían fusionándose bajo la denominación de Convergencia Democrática el 26 de marzo de 1976. El objetivo que perseguía era la «ruptura democrática», lo que implicaba derribar el franquismo y poner en marcha un proceso constituyente ex novo. Por eso, a partir de diciembre de 1975, iniciaron un ciclo de protestas laborales de carácter revolucionario para provocar el colapso del régimen, protestas que fueron alimentadas por el progresivo deterioro de la situación económica[132]. Sin embargo, resulta muy significativo que el SECED, el 5 de diciembre de 1975, consideraba que este proceso rupturista era «imposible»[133]. La razón era obvia. Si la legitimidad democrática justificaba la postura de la oposición, el régimen franquista también tenía su propia legitimidad tanto de origen —victoria en la Guerra Civil— como de ejercicio tras treinta y seis años gobernando. Con esa legitimidad se identificaba entre el 40 y el 50 por ciento de la población española, mientras que aproximadamente un tercio de la misma podía considerarse opuesta al régimen y partidaria de un sistema democrático[134].

Sobre esta base, el triunfo de la ruptura se antojaba imposible, pues no solo debía desbordar a las Fuerzas de Orden Público y a las Fuerzas Armadas, sino imponerse a la mitad de la población. A pesar de que el fracaso de su táctica fue evidente, estas movilizaciones tuvieron una influencia trascendental en el proceso de cambio político. No solo demostraron que la continuidad del franquismo, aunque fuera liberalizado, no iba a ser aceptada por la oposición ni por un sector importante de la población, sino que, además, el empleo del aparato represivo para neutralizarlas —como exigía el SECED— provocó un deterioro de la imagen del Gobierno que llegó a afectar al propio Rey.

El punto culminante de este proceso se produjo en Vitoria, población que la oposición estaba «utilizando como banco de pruebas de una acción revolucionaria sostenida»[135]. El 3 de marzo de 1976, miembros de la Policía Armada dispararon contra los huelguistas, matando a cinco personas. Este luctuoso incidente demostraba la incapacidad y falta de entrenamiento de las Fuerzas de Orden Público para resolver problemas sin causar graves daños: «Tirar botes de humo dentro de una iglesia y tapar la puerta con una formación cerrada de policías es una barbaridad. Salieron en estampida, arrollaron los cordones de seguridad y hubo disparos y muertos». Esos disparos provocaron también un deterioro enorme de la imagen del Gobierno, a pesar de que el SECED había abogado por defender el ordenamiento jurídico: «Estos acontecimientos, con otros similares, los sentimos como derrotas propias; a nadie se le ocurría presentarlos como ejemplos para sentar la autoridad»[136]. Pero, además, tuvieron otra consecuencia: el capitán general de la VI Región Militar, el teniente general Prada Canillas, que quería «hacer méritos», pidió autorización para poner orden en las calles. El Gobierno no se la dio[137]. La actitud de este teniente general demostraba el profundo malestar de la élite militar con el deterioro de la situación, que, según su visión de España, se había producido tras la muerte de Franco.

EL MALESTAR MILITAR: LA ACCIÓN DE LOS INMOVILISTAS

Para el Gobierno, el proceso de cambio afectaba a la organización política del régimen, pero sin modificar las bases fundamentales de su estructura constitucional y sin afectar al ámbito militar, que mantendría su carácter de poder autónomo. Esta posición se plasmó en dos hechos de particular importancia. El primero de ellos fue la elaboración del anteproyecto de Ley Orgánica de la Defensa Nacional, de mayo de 1976, bajo la dirección de Fernando de Santiago. Sus contenidos más reseñables eran, por un lado, la desaparición de los tres ministerios militares y su sustitución por un nuevo Ministerio de Defensa, y, por otro, el papel del Rey como mando supremo efectivo de las Fuerzas Armadas, siendo el Gobierno mero administrador y gestor de los recursos humanos y materiales puestos a disposición de los Ejércitos[138]. Este planteamiento se ajustaba de forma muy precisa al proyecto de reforma militar de González de Mendoza —no al de Díez-Alegría—, que había sido asumido por Fraga desde la década de los años sesenta[139]. También se adaptaba al proyecto de liberalización del régimen defendido por el político gallego, en el que el Monarca conservaba el poder ejecutivo dentro de un sistema democrático limitado[140].

El segundo acontecimiento importante fue el proceso contra los miembros de la UMD. El 8 de marzo de 1976 se inició el consejo de guerra por la Causa 250/75, en el acuartelamiento de Hoyo de Manzanares (Madrid), contra los nueve detenidos en Madrid. El 10 de marzo, un día después de declararse concluida la vista, se dictó sentencia, declarándose probado que «los inculpados constituían un grupo de la UMD, entidad subversiva que pretende obtener la intervención de las Fuerzas Armadas en un proceso de ruptura para cambiar las instituciones fundamentales de la nación, no permitiendo al Gobierno una pacífica evolución, propósito de los procesados que, de haber prosperado, podría haber originado un conflicto armado»[141]. Además, el consejo calificó los hechos probados como «un delito consumado de conspiración para la rebelión militar»[142]. Es decir, se presentó a los procesados como «golpistas», con el objetivo de desprestigiarlos aún más ante el resto de la institución militar y de imponer penas de prisión muy duras, además de la separación del servicio y la suspensión de cargo público, profesión, oficio y derecho de sufragio durante el tiempo de la condena. Las penas de reclusión fueron las siguientes: el comandante Otero Fernández, ocho años; los capitanes Ibarra Renes y Valero Ramos, siete años y seis meses, y cinco años, respectivamente; Fernández Lago, cinco años; Martín-Consuegra, cuatro años y seis meses; Fortes Bouzán, cuatro años; Reinlein, cuatro años; García Márquez, tres años, y Jesús Ruiz Cillero, dos años y seis meses. Ni a García Márquez ni a Ruiz Cillero se les impuso la pena de separación. Pero para los otros siete condenados implicó «la baja definitiva en los Ejércitos, con pérdida de todos los derechos adquiridos en ellos, salvo los pasivos que les correspondan por sus años de servicio»[143].

Solo un miembro de la élite militar intentó defender a los condenados. Gutiérrez Mellado, entonces jefe del Estado Mayor Central, envió una misiva al ministro del Ejército, Álvarez-Arenas, el 21 de julio de 1976, abogando por su perdón[144], con el objetivo de salvaguardar la unidad de las Fuerzas Armadas —la «obsesión por la unidad»[145]—, pero también como una forma de demostrar el poder autónomo del Ejército, ya que el asunto de la UMD era estrictamente militar. Sin embargo, su recomendación no fue tomada en consideración. La cúpula militar estaba satisfecha con el encarcelamiento de los oficiales, a los que despectivamente la mayoría de sus compañeros denominaban «úmedos»[146], y consideraba el tema zanjado, salvo por las sanciones que pudieran imponerse a otros miembros de la organización que fueran descubiertos con posterioridad.

LA PRIMERA CONSPIRACIÓN MILITAR DE LA TRANSICIÓN

Precisamente ese poder que tenían las Fuerzas Armadas quiso ser aprovechado por los inmovilistas para intentar detener el proyecto liberalizador de Arias-Fraga. Los primeros en actuar fueron los «azules». El lunes 12 de enero de 1976, Girón e Iniesta Cano invitaron a almorzar a De Santiago y a Álvarez-Arenas en el restaurante Casa Gerardo, en Las Rozas (Madrid), abierto exclusivamente para esa reunión, para que los comensales gozaran de total intimidad[147]. Se hicieron muchas cábalas sobre las causas de aquel almuerzo, aunque la opinión mayoritaria se inclinó por aceptar que Girón e Iniesta pretendían advertir a ambos ministros de la grave responsabilidad histórica en la que incurrirían si permitían que se modificasen las Leyes Fundamentales[148]. El 14 de enero, el SECED hizo un informe para Arias Navarro a propósito de esta reunión, donde su director, el teniente coronel Valverde, insistía en que De Santiago se estaba convirtiendo en el guardián del régimen[149].

Tres días después intervinieron los tecnócratas. López Rodó habló con De Santiago para explicarle que existía una situación prerrevolucionaria en Getafe-Villaverde y San Fernando de Henares. Además, le puso en antecedentes de la situación en Cataluña, que conocía personalmente, afirmando que se hacía propaganda separatista en la prensa y que un sector de la sociedad catalana pedía la autodeterminación, «como si Cataluña fuera como el Sahara»[150]. Ante esta amenaza para el orden social y la unidad de España, el teniente general, que «veía la situación muy confusa»[151], afirmó de forma tajante: «El Ejército no consentiría que se quebrante el orden institucional. Yo no soy el general Berenguer. He advertido al Gobierno que no se muestre complaciente con la propaganda subversiva, y luego, cuando las cosas se pongan feas, recurra al Ejército con el expediente de la militarización». Y finalizaba con una amenaza: «O jugamos todos o rompo la baraja. La ley hay que cumplirla»[152].

Este deterioro del orden público empezó a afectar a todos los ministros militares, que observaban con cierta prevención el proyecto de reforma del Gobierno. Sus colegas civiles intentaron suavizar la situación celebrando numerosas reuniones con ellos, sin mucho resultado[153]. Esta posición no era distinta de la del resto de los miembros de las Fuerzas Armadas, especialmente los tenientes generales y almirantes, como se pondría de manifiesto cinco días después de los sucesos de Vitoria.

El 8 de marzo tuvo lugar una reunión en el domicilio del «azul» teniente general Pérez Viñeta, a la que asistieron De Santiago, Iniesta Cano, el general de división Liniers, comandante general de Melilla; y el «azul» general de brigada de Infantería Juan Cano Portal, entre otros. Durante el encuentro se debatió sobre el deterioro de la situación de España que se había producido desde la muerte de Franco y la necesidad de rectificar la línea política del Gobierno de Arias Navarro. Para ello acordaron enviar un escrito al Rey en el que se plasmasen las inquietudes del Ejército y se pidiese ese cambio político. El escrito, redactado bajo la supervisión de Pérez Viñeta y con la aprobación de De Santiago, fue presentado por este al jefe del Estado. El Rey recomendó al vicepresidente que se atuviera a sus competencias y no se entrometiese en las del presidente del Gobierno[154]. Este intento de influence fue denominado por Javier Tusell «la primera conspiración militar de la Transición»[155]. Juan Carlos I informó inmediatamente de lo ocurrido a Arias Navarro, que no dudó en dirigirse a los militares del Ejecutivo durante un Consejo de Ministros para indicarle que se hicieran cargo de la gobernación de España: «El general De Santiago se pone nervioso y musita unas excusas diciendo que jamás las Fuerzas Armadas aceptarían hacerse cargo del poder»[156]. No obstante, aunque esta intervención militar no tuvo éxito, sirvió para poner de manifiesto tanto la desconfianza de las Fuerzas Armadas hacia el Gobierno como la censura de Arias Navarro hacia los militares, lo que implicaba su inhabilitación política.

Fraga comprendió de forma inmediata la situación y decidió postularse como sustituto del presidente del Gobierno. Para ello tomó dos decisiones que demostraban que el desarrollo del proceso de liberalización del régimen no había transcurrido por los cauces correctos. Por un lado, decidió buscar el apoyo de los militares y negociar con el búnker, sostenes imprescindibles para culminar cualquier proyecto de modificación del franquismo. Así, almorzó con Girón y Francisco Ruiz Jarabo, pero también con los ministros militares y los generales Álvaro de Lacalle Leloup y Manuel Esquivias Franco, dos aperturistas conservadores[157]. A la vez ordenó las detenciones de varios líderes de la oposición política y sindical, como Marcelino Camacho, Simón Sánchez Montero, Luis Solana Madariaga o Raúl Morodo. Areilza percibió inmediatamente el significado de esos arrestos: «Tengo la impresión de que lo que Fraga ha pactado a su manera es, en realidad, el apoyo militar a su candidatura en el caso probable de que Arias renuncie. Y que las detenciones son otras tantas “buenas notas” de conducta que trata de obtener con objetos de reforzar su posición para esa eventualidad»[158].

Pero el político gallego también había comprendido que cualquier proceso de cambio político debía contar con el apoyo de la oposición. Por eso, el 10 de junio, Manuel Fraga hizo unas declaraciones al periodista estadounidense Arthur Sulzberger, afirmando que el PCE debería ser legalizado algún día. Nueve días después se hicieron públicas[159]. Los cuatro ministros militares, encabezados por Pita da Veiga, exigieron a Arias Navarro que Fraga rectificase públicamente, a lo que este se negó. Suárez se solidarizó con los representantes de las Fuerzas Armadas y llamó a Osorio para que hiciera lo mismo. Este telefoneó al entonces ministro de Marina. En la conversación, el almirante le dijo: «No se puede, bajo ningún concepto, pensar en la legalización del Partido Comunista, y como ministro de Marina sabe que esto podría causar una terrible conmoción en la Marina y, por tanto, acarrear graves daños a la deseable evolución política del régimen e incluso a la monarquía»[160].

Estas palabras debieron de causar una fuerte conmoción en el Rey, pues un conflicto con los militares era lo último que deseaba en esos momentos de incertidumbre. Don Juan Carlos entendió que había llegado el momento de cesar a Arias Navarro, lo que se produjo el 1 de julio, aunque ante la opinión pública el cese se presentase como una dimisión. Algunos autores afirman que este acontecimiento fue el resultado de la incapacidad del presidente para sacar adelante su proyecto de reforma[161]; otros que fue causado por el deterioro de su imagen pública, un deterioro ocasionado por la dura represión ejercida sobre las movilizaciones sociales que, a la vez, impidió a la oposición poner en marcha un proceso de ruptura democrática[162]. No obstante, la clave final que explica la decisión del Rey fue el malestar de las Fuerzas Armadas, transformado en oposición abierta al Gobierno tras las declaraciones de Fraga.

En todo caso, el periodo de gobierno de Arias Navarro fue clave para definir la dinámica de cambio político que se avecinaba, marcado por el equilibrio de fuerzas entre Gobierno y oposición que abriría el camino del consenso. El proyecto liberalizador por el que había optado don Juan Carlos había mostrado dos grandes limitaciones. La primera, la imposibilidad de modernizar el régimen franquista desde sus instituciones. La segunda, el rechazo total de la oposición y los límites de enfrentarse a esta utilizando la violencia como instrumento político por el deterioro que suponía para la imagen de España y del Monarca. En este sentido, resulta indudable que la coincidencia cronológica entre la Transición y la crisis económica de los setenta obligó a la élite franquista a aceptar una reforma política que en circunstancias de mayor estabilidad económica jamás habría asumido. Pero, por otro lado, los grupos opositores tampoco habían podido imponer su programa, pues sus llamamientos a la movilización masiva contra el régimen habían fracasado completamente.

Además, durante este período se puso en marcha una segunda línea de actuación que tendría gran influencia en la Transición: el intento de Manuel Fraga de alcanzar la Presidencia del Gobierno para liderar el proceso de cambio político. El político gallego fue el primero en percibir la necesidad de contar con el apoyo de los miembros de las Fuerzas Armadas y de pactar con la clase política franquista, pero también con la oposición, para culminar cualquier programa de reformas. Sin embargo, se equivocó en los tiempos, porque quiso hacerlo paralelamente y fracasó. Suárez, que en el episodio de las declaraciones de Fraga sobre la legalización del PCE había apoyado a los ministros militares para ganarse su confianza, optó por conseguir esos apoyos de forma sucesiva, primero el de la élite militar y política franquista; después, el de la oposición. Eso le permitió culminar su proyecto con éxito, aunque con importantes consecuencias negativas para su persona.

LA ELECCIÓN DE ADOLFO SUÁREZ

El 2 de julio de 1976, el nuevo presidente de Estados Unidos, el demócrata James Carter, recibía el informe diario de Inteligencia en el que, en el apartado dedicado a España, pudo leer[163]:

La renuncia ayer del primer ministro Arias, supuestamente a petición del rey Juan Carlos, puede dar un nuevo impulso al programa de reforma del Gobierno. La medida fue una sorpresa para el Gabinete, que también debe renunciar.

El candidato más probable parece ser el ministro del Interior, Fraga, el arquitecto principal del programa de reforma y la fuerza dominante en el Gabinete de Arias.

Juan Carlos ha estado disgustado por algún tiempo con el fracaso de Arias de proporcionar un liderazgo fuerte para los esfuerzos de liberalización del Gobierno. El Rey ha dudado hasta ahora en reemplazar al primer ministro porque no podía estar seguro de que el Consejo del Reino, dominado por la derecha, un cuerpo asesor de diecisiete hombres, aprobaría un sucesor reformista. Aparentemente, Juan Carlos se siente ahora más seguro de poder prevalecer en el Consejo para nominar a alguien de su elección.

El Rey seleccionará al nuevo primer ministro de una lista de tres nombres que el Consejo debe presentar dentro de diez días. El secretario del Rey le dijo al embajador Stabler que el hombre elegido sería uno de los ministros del Gabinete actual.

Sin embargo, Fraga se enfrenta a la oposición de la derecha por su fuerte apoyo a la reforma y de la izquierda por su papel como jefe de las Fuerzas de Seguridad del Estado.

Otro candidato es el ministro de Asuntos Exteriores, Areilza, pero la derecha y los militares desconfían de él por su fuerte imagen liberal.

Si el Consejo decide que tanto Fraga como Areilza son demasiado liberales, un candidato de compromiso podría ser el joven ministro del Movimiento Nacional, Adolfo Suárez, que favorece la reforma gradual.

Así pues, el mismo día de la dimisión de Arias Navarro, y por boca de un interlocutor de tanta importancia como Armada, el embajador de Estados Unidos había recibido información de los tres posibles candidatos que Juan Carlos I consideraba para ocupar la jefatura del poder ejecutivo, dando más opciones a Suárez que a los otros dos. Pero ¿fue realmente así? ¿El Rey jugó con tres posibles candidatos para la Presidencia del Gobierno o su único candidato era Suárez?

En el caso de Areilza, sabemos que el Monarca le dijo el 1 de julio: «Yo tenía que tomar una decisión difícil, pero ya la he tomado. La pondré en ejecución de golpe, sorprendiendo a todos; ya estás advertido, te callas y esperas»[164]. Evidentemente, con estas palabras le estaba informando de forma implícita que sería el próximo presidente del Gobierno. Esto explica por qué el político vizcaíno celebró al día siguiente en su chalé de Aravaca (Madrid) este nombramiento por anticipado[165]. Pero resultan difícilmente comprensibles si en ningún momento el jefe del Estado consideró su persona para ocupar la Presidencia del Gobierno, salvo que con ellas quisiera desviar la atención sobre cuál era su candidato, para facilitar su inclusión en la terna del Consejo del Reino. Por su parte, Fraga parece que no tuvo ninguna información previa sobre la dimisión de Arias Navarro, ni tampoco sobre su posible sucesor[166]. Esto nos lleva a considerar que Suárez era el único y verdadero candidato del Monarca y de Fernández-Miranda[167], pero que manejaron otros nombres para no revelar cuál era su opción.

En la reunión del Consejo del Reino del 2 de julio, y tras una amplia deliberación, se eligió una terna con representantes de las tres principales familias políticas del franquismo: López-Bravo (tecnócrata), Silva Muñoz (católico) y el propio Adolfo Suárez («azul»). Juan Carlos I, tal como había decidido, se inclinó por el tercero.