César empieza a envolverse el brazo izquierdo con neopreno. En los inicios de su trabajo lo hacía con camisas viejas, como en los telefilmes, pero resultaba poco práctico: a veces se desanudaban, obstruyéndole los movimientos; otras veces se deshilachaban en la boca del perro. Era más descuidado, en aquella época.
Falta poco para la hora. Da la última vuelta, se lo sujeta con dos dedos, lo aprieta contra su barriga, toma un rollo de cinta aislante y fija el neopreno con un par de vueltas. La rasga con los dientes, devuelve el rollo al asiento del copiloto, lo deja junto a unas cintas viejas de su hermana (Baladas heavy #2, Cañeras 91), una lata vacía de Dr. Pepper de cereza, un tubo también vacío de leche condensada y un mapa del Empordà muy gastado en las dobleces. Fuera del coche ha empezado a oscurecer, el cielo se vuelve del color del hígado de pollo hervido. Unas nubes rasgadas, grises, lo cruzan en vertical, como interferencias. En menos de media hora será de noche.
Llegó a primera hora de la tarde, para asegurar la zona una cuarta vez. No le gustaba dejar cosas sueltas. Un paraje solitario en mitad del campo podía, de un día para otro, alojar una feria, una siega, los cimientos de otra casa. Una calle podía cerrarse por obras. En una finca podría haber un corte de luz. No podías eliminar lo imprevisto, pero sí reducirlo a unos decimales, a unas variables, que resultaran insignificantes.
Llegó aquí por una pequeña carretera provincial que unía a cinco o seis pueblos diminutos, satélites de Figueres. Los coches, grandes y de modelos nuevos, le adelantaban o se cruzaban con él a gran velocidad. En esta parte del país la gente conducía como si llegara tarde a un asunto de vida o muerte. El hombre a quien iba a visitar aquella noche era uno de ellos.
Miró hacia el cielo. Hacía sol, pero no cegaba; podía ver sin bajar el parasol de plástico. Al fondo se veían las montañas del Canigó, recubiertas de blanco azucarado. Matorrales de zarzas recubrían las vallas de carretera aquí y allá, derramándose sobre el asfalto. Vio pinares que de repente daban paso a olivos desperdigados, torcidos sobre sí mismos, como si les acabaran de pegar un puñetazo en la barriga. Amarillos y ocres de otoño, mostaza espesa y verde chicle. Pretiles de piedra de medio metro delimitaban algunos campos.
Llevaba la ventana abierta, un codo fuera. Repiqueteaba con los dedos sobre la chapa. Sonaba una de las cintas de su hermana: Vértigo ’90. Estaban en la guantera cuando él se quedó el coche. No le encantaban, pero a veces las ponía, cuando estaba aburrido. A veces incluso tarareaba: oh-ohlivin on a prayer.
Le vino a la cabeza la imagen de su hermana cantándola a gritos en el coche, a cien por hora por la autovía de Castelldefels, de camino a la discoteca Vértigo, una de las primeras veces en que le llevó con ella. Él acababa de cumplir quince y ella dieciocho. Paloma llevaba unos años con los ataques, desapareciendo y apareciendo, pero aún no había entrado en su fase extrema. La vio: melena embarullada al viento, un codo fuera de la ventanilla, como él estaba ahora, y ella le miraba, apartando la vista de la vía, y se echaba a reír al ver su cara de espanto, gritaba Take my hand, se inventaba la parte siguiente, nunca supo hablar inglés, luego seguía chillando Livin on a PRA-A-A-YER.
César apagó el radiocasete con un gesto brusco. No quería pensar en eso. Solo se oía el motor, y el viento que lo envolvía. Puso tercera en un cambio de rasante y, cuando asomó al otro lado, distinguió la señal que marcaba la entrada al sendero: una cruz de piedra de dos metros, revestida de liquen, recuerdo de la Guerra Civil. Aminoró la marcha y, después de señalizar, sin distinguir a nadie por el retrovisor, desvió el coche hacia allí. El entorno cambió de sonido, sintió un masticado de guijarros bajo las ruedas del Ibiza.
No se distinguía ningún ser vivo, ni hombres ni vacas, ni siquiera aves. Vio un puñado de masías sueltas en la lejanía, esparcidas por entre los campos sin simetría. Los campos de alfalfa estaban recién segados, y unos cuantos rollos se acumulaban aquí y allá, como cortes gigantes de brazos de gitano. A lo lejos vio cisternas de pienso, grandes embudos de metal oxidado, elevándose por encima de las naves chatas de las granjas de cerdos.
Aparcó en una pendiente, al lado de una riera desecada. Las cañas ocultaban el coche. Encajó el freno de mano y salió. Tuvo que realizar una contorsión, la de siempre, para no arrearse con la coronilla en el techo. Se tocó la oreja derecha, la espachurrada por el rugby. Siempre le picaba cuando había humedad. El aire olía a aguas fecales y abono, pero también a tomillo, alfalfa seca y pinos. Un perro ladró. Quizás el del hombre que iba a ver.
Un movimiento de algo vivo, de repente, en una esquina de su ojo, activó su alarma. Solo era una urraca que daba saltitos por el camino de tierra. El viento, al agitar las hojas de los hayedos, producía un sonido parecido al de un coche acercándose. César no se distrajo. Volvió a meterse en el coche y cerró la puerta con suavidad. Los ruidos del exterior se amortiguaron. Se dispuso a esperar a que se hiciese de noche.
César está al lado de la casa, inmóvil. Lleva un traje de faena gris con rayas reflectantes en pernera y antebrazos. Su brazo derecho sostiene, a un lado de su cuerpo, una bolsa tubular. Si no sabes que no es un operario de telefónica o del gas, no te extraña su presencia, ni siquiera en mitad del campo y a esas horas. Se ha situado en la parte trasera, ante una puerta metálica cerrada con cadena gruesa y robusto candado. Tras el muro de cemento está la mansión, de un solo piso y cuatro tejados, parking con puerta eléctrica de tres por dos, una canasta cosmética. Demasiadas alarmas, que ya desconectó.
Luna en cuarto creciente. No necesita linterna. Abre la bolsa y toma un bote de líquido congelante, rocía el candado. Un sonido suave, podría venir de un arroyo. El candado se congela; puede sentir cómo sus moléculas se abrazan. César agarra un martillo, cierra los dedos sobre el mango. Tiene que hacerlo en un golpe seco, dirigido al candado; las cadenas no se rompen, ni siquiera cuando están congeladas. Tensa los músculos, golpea. El candado se parte. César lo recoge para que no caiga al suelo. Acompaña las cadenas con la misma mano para que no golpeen contra la puerta. Deposita candado y martillo dentro de la bolsa. Oye un gruñido, al otro lado del muro. Lo esperaba. Va aumentando de volumen, se acerca poco a poco. Pezuñas que tamborilean sobre cemento.
Abre la puerta y el pitbull está allí. Su raza y presencia en la casa son tan previsibles que César no puede evitar fruncir el ceño. El perro levanta los belfos, exhibe encías, dientes y baba. La cara derretida. Sus orejas recortadas están erectas hacia arriba: no tiene miedo. No ladra. Los pitbulls ladran poco, gruñen mucho, muerden más. No es que le quedase ninguna duda de quién era el hombre, César revisó los informes una y otra vez, realizó indagaciones no rastreables en los lugares donde tocaba realizarlas, pero la presencia del pitbull es como un sello al final del documento. No todos los que tienen pitbulls son culpables, pero todos los culpables tienen pitbulls.
César se inclina y le presenta el brazo izquierdo, como invitándole a un baile de salón. El pitbull se abalanza sobre él, hinca los dientes en el antebrazo. No deja de gruñir. Los colmillos se clavan en la ropa de César, pero no logran atravesar el neopreno. No nota dolor de mordisco, pero sí la presión de las quijadas, y la fuerza de la bestia en un brazo, tirando de él.
No se desestabiliza. Un antiguo instructor israelí le dijo que para dominar un golpe tenías que practicarlo al menos diez mil veces. Pega un puñetazo al hocico del perro. Siente el crujido, pero no se suelta. «Repite la acción tantas veces como sea necesario», le dijo aquel judío. Pega ahora uno, dos, tres puñetazos más en la trufa húmeda de la nariz. El pitbull se suelta, César salta a su derecha y le pega dos patadas en las costillas flotantes. Una con la punta del zapato reforzado, la otra con la planta.
Algo se rompe dentro del perro. Gimotea y se retuerce sobre sí mismo, las gruesas patas contraídas, agarrotadas hacia el cielo. Agita la cabeza de un lado a otro; César se acuerda de un vídeo de Stevie Wonder. El sonido lastimero que sale de sus pulmones aplastados no encaja en el animal sanguinario que lo produce.
Una puerta se abre y, al momento, se vuelve a cerrar en la casa. Alguien gira la llave de una cerradura reforzada; las barras se ajustan al dintel. Él se mete la mano en el bolsillo, agarra una media de mujer, se la coloca en la cabeza con ambas manos, se vuelve, deja el perro tirado allí y anda, con zancadas bruscas y largas, hacia la casa.
La cinta aislante le ata los brazos al respaldo de la silla. Ha cesado de agitarse, mira a César con ojos muy abiertos bajo las cejas hinchadas, pupilas inyectadas en adrenalina, cabeza erguida. Una gota de sangre de la nariz cruza el pedazo de cinta gris que le cubre la boca y se detiene en el mentón. Lleva un flequillo largo, ladeado, canoso, que le cubre la ceja izquierda, un peinado inapropiado para su peso y su cara, porcina y vieja. Mal afeitado. Llevaba gafas pero salieron volando al primer guantazo. Se muerde las uñas. No ahora. Su piel tiene textura de carn d’olla.
César le da la espalda, rebusca en su bolsa tubular, que ha colocado encima de la mesa redonda del comedor. Lleva aún la media. Ya terminó de recitarle la acusación, las consecuencias de lo que hizo, el dolor y sufrimiento que causó a la familia de la niña, cómo su acción destrozó aquel mundo para siempre, les dejó sin nada que amar. La cara del hombre aún combinaba la indignación con la confusión, cuando le recitó aquello. César saca un martillo sacaclavos de fibra de vidrio, lo sostiene en la mano enguantada en látex, lo aprieta entre sus dedos, realiza un par de golpes de prueba al aire, se vuelve, mira al hombre, que ha empezado a negar con la cabeza.
Anda hacia el hombre. Se coloca ante él con las piernas abiertas. Levanta el martillo sobre su cabeza, el hombre empieza a gemir y a gritar bajo la mordaza, trata de escapar. César le golpea la rodilla, un chasquido húmedo, el gordo grita, sus ojos se cubren de líquido, su aullido no traspasa la cinta aislante, el flequillo ridículo se levanta en el aire, como una falda, vuelve a caer y oculta parte de su cara. César piensa que será de los que se lo soplan todo el rato, irritando a sus interlocutores.
Deja reposar el brazo del martillo a un lado de su cuerpo. Sigue sin pronunciar palabra. Eso les aterroriza. El hombre agita la cabeza de nuevo, pero hacia delante y hacia abajo, como si rezara ante el muro de las lamentaciones. Gime. Los pies, sujetos con cinta a las patas de la silla, están abiertos hacia fuera. Se le ha salido un zapato; lleva calcetines ejecutivo negros. Uñas de los pies largas, se clavan en la tela.
César se yergue. Observa la estancia. Un televisor de plasma inmenso, como un cine empequeñecido, descansa sobre una mesilla de metacrilato traslúcido. Un tiesto con juncos japoneses secos. Cuadros impersonales: obreros sentados en la viga de un rascacielos a medio hacer; unos novios se besan en París; una playa del Pacífico, desierta. Ni libros ni deuvedés en las estanterías. Tampoco fotos de familiares, ni de ningún otro tipo. Persianas eléctricas. Mandos de Nintendo. Una Coca-Cola Zero en botella grande, medio vacía, hendida en un lateral. Una caja de pañuelos de papel. Varios pañuelos de papel arrugados y humedecidos sobre la mesilla de centro bañada en oro falso.
César toma el mando a distancia, pulsa el encendido. Un vídeo de internet se materializa en la pantalla. Una adolescente tailandesa de cuarenta kilos está siendo ensartada por un hombre blanco peludo, tripón, de mucho mayor tamaño. Está acuclillada, pies diminutos y algo sucios sobre los amplios muslos del tipo, mira al vacío con ojos huecos. Parece imposible que esa polla pueda caber allí. El vídeo reza: Daddy punishes Thai stepdaughter for bad grades. César levanta una ceja, chasquea la lengua contra el paladar, pulsa el apagado, deja el mando sobre la mesilla, se vuelve hacia el gordo. El hombre solo le mira, un ojo enloquecido, el otro cubierto por el flequillo, mientras se forma un charco a sus pies, y el pantalón de traje se pinta en dos tonos, como la carne magra.
César levanta el martillo y golpea la otra rodilla. Un crac carnoso. Grito, gemido, convulsión, la silla se desequilibra y el gordo se precipita al suelo. Se queda allí abajo, tumbado de lado, temblando y gimoteando, sin dejar de mirarle.
Él se agacha, le toma de ambos brazos y le devuelve a la posición anterior. Se sube la media hasta que queda por debajo de la nariz. Se quita saliva de las comisuras de los labios con dos dedos en forma de V. Se vuelve, regresa a la mesa grande, limpia el martillo y lo coloca dentro de una bolsa de plástico con cierre hermético. Trastea de nuevo en la bolsa tubular. Se vuelve hacia el hombre, le señala con un cuchillo eléctrico a pilas, doble hoja serrada, de los que se usan para cortar el rosbif.
Y cada uno fue juzgado según lo que había hecho, le dice.
El traqueteo del cuchillo eléctrico ocupa la sala. Se acerca al hombre y le arranca la cinta aislante de la boca: su grito se mezcla con el zumbido. Cómo le baila el flequillo. Parece un músico inglés de los ochenta.
Puedes gritar, si quieres, le dice.
El plástico del auricular entra en contacto con su oreja deforme. Escucha el sonido espaciado y regular de llamada. Está en una gasolinera de tres surtidores junto a una entrada a la A2, dirección Barcelona. Le llega el sonido del tráfico, no muy denso a esta hora. La gasolinera tiene un reflejo de sí misma al otro lado de la carretera. Una caseta de cemento con el techo de Cepsa y Elf, dos vías, puertas tapiadas y esbozos de grafiti en las paredes. No lleva desierta mucho tiempo, ni siquiera han empezado a crecer las malas hierbas. Tras ella, la luz de la luna solo permite distinguir cambios de tono entre un prado y el otro, el perfil oscuro de una torre eléctrica.
Las copas de los chopos se agitan. Sopla un viento frío que viene directo del golfo de Roses. César se levanta el cuello de la chaqueta de operario.
Hola, dice una voz al otro lado de la línea, tras descolgar. Es Fundador, el hombre que le encarga los trabajos.
Hey, responde él. Un vaso de papel del Burger King rueda arrastrado por el viento y choca contra su talón. Él lo aparta a un lado, como si fuese un perro molestoso, y el vaso sigue dando tumbos por el asfalto hasta que queda enredado en un matorral.
¿Qué es ese ruido?
Tramontana. Ha empezado ahora. Bastante potente.
¿Cómo ha ido?
Según lo previsto.
¿De qué nivel de justicia estamos hablando?
El castigo se ha ajustado al crimen. No te preocupes por eso.
O sea, que nuestro amigo sigue respirando en el mundo, dice la voz. Sedosa, profunda, de locutor radiofónico. Hoy suena viva, casi alegre, como si aquella información le hubiese sacado por un momento del tedio del despacho.
Sí, pero no va a ponerse más al volante del Lexus. Ni de ningún otro coche. No hasta que no inventen uno que pueda conducirse con una sola mano.
¿Puedo decirle eso mismo a la familia de la niña?, dice.
César reconoce en la voz del otro el tono de sonreír y esforzarse por no hacerlo.
Sí, le contesta.
¿Y tú?
Yo qué.
¿Tú bien?
Intacto. No era de esos. Mucho perro y luego nada. Decía que se arrepentía. Que no fue capaz de frenar a tiempo, que en aquella época tenía un problema con el alcohol, que le podría haber sucedido a cualquiera. No ha sido difícil.
¿Te ha visto?
La barbilla.
Magnífico. ¿Crees que ha aprendido la lección?
No estoy seguro. Nadie quiere ser el malo de su propia historia, como dices tú.
Nadie es un villano en su corazón.
Eso. Bueno, hasta otra, dice César.
Espera. De nuevo, el tono casi jovial, de apego reforzado por la obstinación. Puedes pasar ya, dice, en unos días. Tengo mucho más trabajo. No sé cómo te lo haces, todos te quieren a ti. Bueno, en realidad sí lo sé. Un día tendrías que tomarte un descanso. Te invito a una cerveza, y nos relajamos un poco, hablamos de los viejos tiempos. La parte buena de los viejos tiempos, quiero decir. Nada de emboscadas ni pesadillas ni bombas trampa, dice. Nada de eso.
César no contesta. Se rasca una ceja. Las cejas siempre le pican, empezó a abrírselas a los catorce, cuando comenzaba a jugar. Ya entonces era uno de sus pocos puntos débiles, su hándicap de rugbista. Cuando se parten no tardan en cubrir sus ojos de sangre, y cegarle. Es un mal negocio.
Y tengo la otra mitad de lo que acabas de hacer, se apresura a decir la voz, para llenar el silencio incómodo. ¿Lo dejo donde siempre?
Sí.
Vale, allí lo dejo junto con un nuevo informe, dice la voz, ya resignada a que esto va a ser todo, como de costumbre. El próximo también parece fácil. Mal barrio, vigilancia nula, sin porteros, puertas de papel. La infracción: terrible. Imperdonable. Lo apreciarás, es justo lo que te interesa. No tardes en recogerlo, dice.
Tranquilo. Ya hablaremos.
César no espera a escuchar la despedida del otro, cuelga el teléfono en la hendidura del aparato. Es una cabina abierta, con pie metálico. Empieza a andar hacia la ventanilla de la tienda. De repente le apetece un Dr. Pepper de cereza. Sin darse cuenta, según anda hacia el cristal reforzado, se encoge sobre sí mismo, como hacía en el colegio, para disminuir su envergadura y pasar desapercibido. Sus dos hombros se cierran hacia su pecho, la cabeza y el cuello se contraen hacia la clavícula, como si quisiesen meterse dentro de su caja torácica. Parece una tortuga gigante.
Aquel truco no funcionaba entonces, y ahora, con su volumen triplicado, menos. Solo ver al gigante feo, la forma en que se dirige hacia él a grandes pasos, el chico de la gasolinera mueve la mano hacia el timbre de alarma. Y se queda así. Parado, alerta.