Una mañana entre el 14 y el 19 de abril de 1945, algunos días después de la liberación, una llamada áspera, emitida a través del megáfono del campo de concentración de Buchenwald, convocaba al camarada Semprún a comparecer inmediatamente en la biblioteca del campo.
Presté atención a la llamada que me dirigían por el circuito de altavoces. Con voz enojada, el responsable de la biblioteca del campo me pedía que devolviera los tres libros que todavía obraban en mi poder. Me esperaba aquella misma mañana, sin falta. Era imprescindible, decía, que los libros volvieran ese mismo día a la biblioteca. A decir verdad, mi intención había sido la de quedarme con esos libros. No tenía ningún interés especial en los recuerdos, pero se trataba de unos libros que me podían ser de utilidad. De unos libros que tenía intención de seguir utilizando. De hecho, en ningún momento había pensado en devolverlos.1
El campo de concentración de Buchenwald, situado en las cercanías de Weimar, fue liberado por las tropas americanas en abril del año 1945.2 Un tropel de presos cadavéricos, insomnes y armados, una legión famélica, sonámbula y desarrapada, deambulaba por las carreteras limítrofes al campo sin un claro destino al que dirigirse. Un joven de veintidós años, en una suerte de trance alucinado, llegaría al cabo de los días a París, a una ciudad recién liberada en la que transcurrirían varias semanas sin que tuviera clara conciencia de los límites entre la realidad y la ensoñación. Dieciocho días entre la liberación y el retorno a París sumidos en una bruma de olvido demente y alienado, tiempo necesario para que la conciencia recobrara cierto atisbo de claridad. Así lo describe en sus memorias, muchos años después, un cuarto de siglo tras los sucesos de aquella primavera gélida en las colinas de Buchenwald:
establecer la fecha inicial de este periodo resulta fácil. Figura en los libros de historia: 11 de abril de 1945, día de la liberación de Buchenwald. Es posible calcular la de mi llegada a París, pero les ahorraré las referencias empleadas [...]. El hecho, sin embargo, está ahí: no conservo de ese periodo más que recuerdos dispersos, sueltos, con los que llenar apenas unas horas de aquellas dos largas semanas.3
Buchenwald, el «bosque de las hayas», el mismo lugar en el que Johann Wolfgang von Goethe caminaba junto a Eckermann durante sus largos paseos por el Ettersberg, el mismo lugar en el que Goethe revelaba a su interlocutor una certeza cuestionable: «Veo más y más que la poesía es un bien común de la humanidad y que aparece en todas partes y en todas las edades en cientos y cientos de personas»,4 como si la lectura y la apreciación de la belleza intrínseca de la composición literaria fueran universalmente evidentes.
El campo de concentración de Buchenwald, una de las posibles encarnaciones del infierno humano en la tierra; la Hausgarten de Goethe en la calle Frauenplan 1 de Weimar, apenas a 11 kilómetros del averno, símbolo de todos los refinamientos humanistas de la época. La oposición tangible y casi inescrutable entre la posibilidad real del mal absoluto y la esperanza siempre agazapada de la fraternidad, tema que en el fondo se convertiría en el hilo conductor de las obras de aquel joven a lo largo del resto de su vida. La escritura como reflexión y rememoración, como ejercicio de examen y averiguación, como remota posibilidad de comprensión. Sin embargo, como él mismo relata, aunque su primer impulso —durante aquel mismo verano posterior a la liberación— fue el de escribir, la turbación, el vértigo y el dolor insondable que le provocaba aquel ejercicio de retrospección le alejaron durante mucho tiempo de la escritura. Demasiada lucidez puede calcinar. Demasiada proximidad al foco de luz puede achicharrar. «A lo largo de todo el verano del regreso, del otoño», escribe en su suerte de memorias noveladas, «hasta el día soleado, en Ascona, en el Tesino, cuando decidí abandonar el libro que trataba de escribir, las dos cosas que pensaba que me atarían a la vida —la escritura, el placer— me alejaron por el contrario de ella, me remitieron sin cesar, día tras día, a la memoria de la muerte, me devolvieron a la asfixia de esta memoria.» El doble filo de la escritura, por tanto: fundamento de la memoria capaz de ordenar y dar sentido a lo que carece de orden y significado pero, también, congoja derivada del contacto mismo con los materiales de la memoria y del esfuerzo por reagruparlos y entenderlos.
En el campo de concentración de Buchenwald había una estancia absurda, aparentemente irracional en un ecosistema del desvarío y la inhumanidad: una biblioteca situada en el Bloque 5, entre la Schreibstube, la oficina de la secretaría, y la Arbeitsstatistik, la oficina encargada de los recuentos y estadísticas del campo de concentración. En un diminuto habitáculo, un bibliotecario, Anton Gebler, uno de los Kapos del campo que se había reservado las labores administrativas, podía ejercer el oficio del préstamo y la reclamación de ejemplares. Una biblioteca como una especie de oasis en un campo de desolación y degradación, un lugar que invitaba a la lectura en un espacio de envilecimiento y desmoralización. ¿Qué inspiró al Cuerpo de Inspección de los Campos de Concentración, al Inspekteur der Konzentrationslager, IKL, a Theodor Eicke5 y a Heinrich Himmler a incluir en el diseño de los campos de concentración una biblioteca, una invitación a la lectura? ¿Qué clase de supuesto poder inherente a los libros y a la lectura parece tan universalmente evidente que hasta los responsables del despliegue y mantenimiento de los campos de concentración decidieron añadir una biblioteca al diseño carcelario? ¿Sirven los libros y la lectura para una cosa y su contraria, para compartir la poesía y la belleza de la vida, como sugería Wolfgang von Goethe, y para recluir y reeducar a presos sin esperanza alguna de vida, como urdieron Eicke y Himmler? Algunos campos de concentración eran, al mismo tiempo, campos de reeducación, Umschulungslager, y la lectura parecía tener cabida en el repertorio de herramientas destinadas a una rehabilitación inexistente.
La biblioteca del campo,6 ubicada originalmente en el Bloque 1 y trasladada, junto a la encuadernadora, en 1938, al Bloque 5, fue constituida originalmente en el otoño de 1937 con una dotación de 3000 volúmenes gracias a las órdenes del comandante del campo, Karl Otto Koch, un contable de formación que participó en la Infantería alemana en la Primera Guerra Mundial, que fue apresado por los británicos hasta octubre de 1919 y que, en el transcurso de su vida laboral en la banca alemana,7 sería juzgado y encarcelado por falsificación documental. Karl Otto Koch ingresaría en la NSDAP en marzo de 1931 y, en septiembre de ese mismo año, llegaría a formar parte de la SS. Durante los dos años siguientes Koch recibió el encargo de formar un cuerpo de policía auxiliar que acabó subordinado a la SS Totenköpfeverbände,8 una de las instituciones ejecutivas más importantes dentro del régimen nazi en la supresión y aniquilación de opositores. En junio de 1934 se convirtió en comandante del campo de concentración de Hohnstein y, durante los tres años posteriores, rigió otros centros similares —Sachsenburg, Esterwegen, Lichtenburg— o trabajó como adjunto —Dachau—. En julio de 1937, este rufián gris y deslucido, que medró mimetizándose con los aparatos de represión estatales, entregándoles todo su rastrero entusiasmo en la esperanza de ver compensada con creces su entrega, fue nombrado comandante del campo de Buchenwald, un campo que utilizaba la retórica figura de la reeducación para ocultar sus bárbaras prácticas. En todo caso, en la lógica del instruido aparato nazi no cabía la reeducación sin el uso de la principal de las herramientas educativas: los libros y la lectura. El valor que los jerarcas nazis otorgaban a la lectura en la reconstrucción de las voluntades llevaría a que, en campos como Buchenwald, en el momento de su liberación, se contabilizaran hasta 13.811 libros catalogados más otros 2000 desencuadernados, la mayoría de ellos procedentes de compras, algunos otros de préstamos o donaciones provenientes de los mismos presos.9 La lectura promovida desde las más altas instancias nazis como instrumento de remodelación de la conciencia, de expiración de las faltas y de acatamiento de la doctrina supremacista, al menos teóricamente, porque la dualidad de un mismo texto y de la naturaleza misma de la lectura conseguiría que muchos de los presos que utilizaron sus servicios (se llegaron a contabilizar 82.147 préstamos) encontraran una posibilidad de solaz y escapatoria, de resquicio inaprensible de libertad. «Aquí», escribiría uno de sus bibliotecarios, Albert Beffort, «puede mostrarse adecuadamente al visitante de qué forma tan humana se trataba a los presos, de qué manera se preocupaban, a pesar de todo, de esos vagos encarcelados, de qué forma, por decirlo de alguna manera, se les mimaba espiritualmente.»10 Es posible que Beffort escribiera estas palabras asumiendo por exceso el discurso dominante, como si el campo fuera una colonia de vacaciones con acceso ilimitado al esparcimiento y la diversión, pero lo cierto es que, omitiendo la parafilia nazi, el texto trasluce, por una parte, la fe irredenta de los jerarcas nacionalsocialistas en el poder pedagógico y transformador de los libros y la lectura, al menos de determinados libros y lecturas y, por otra, el resquicio de libertad en la reclusión que esos mismos objetos y prácticas podían procurar a los presos.

Una imagen de la nutrida biblioteca del campo de concentración de Buchenwald. En aquel infierno, el prisionero Jorge Semprún tuvo la oportunidad de leer a los clásicos del idealismo alemán.
El 4 de julio de 1934, el por entonces SS-Gruppenführer del campo de concentración de Dachau, Theodor Eicke, asumió el cargo de inspector de los campos de concentración y jefe de la tropa de vigilancia de la SS. En agosto de 1934 dictó una reglamentación centralizada que obligaba a todos los campos a cumplir rigurosamente con dos preceptos fundamentales: uno relacionado con los alojamientos y ordenación de los presos en los barracones y otro con el sistema disciplinario y de sanciones aplicables a los prisioneros. Fue en esta nueva reglamentación, en su sección 16,11 donde se mencionaba por primera vez las bibliotecas de los campos de concentración y se institucionalizaban como una dependencia más. «La biblioteca del campo», decía el artículo, «puede ser utilizada por todos los prisioneros. Puede prohibirse su uso, mediante orden, a algunos presos individuales. Los volúmenes deben ser manejados cuidadosamente y devueltos en el plazo de una semana.» Lo cierto, sin embargo, es que no existió durante el periodo nazi una política centralizada de despliegue de bibliotecas en los campos.12 Lo que sucedió, más bien, es que la convicción de muchos de los comandantes de los campos de concentración en el poder rehabilitador de la lectura, en su capacidad para precipitar la necesaria reeducación ideológica, les llevó a aceptar su apertura. Este convencimiento en su poder sanatorio fue compartido por los propios presos, que fueron en muchos casos quienes abastecieron por distintos medios y mecanismos los fondos de las bibliotecas.13 La biblioteca de Buchenwald, aquella que frecuentaba el joven preso comunista español, provino en gran medida de los fondos que dos reclusos de un campo ajeno habían conseguido acopiar. Armin T. Wegner fue un autor alemán que tuvo el atrevimiento de dirigir una carta abierta a Hitler cuestionando su política antijudía y que estampó por escrito una apelación que el encarnizado Führer no podía tolerar: «no existe patria sin justicia», se atrevió a escribir Wegner. Su valentía le costó el confinamiento en varios campos de concentración y su historia de amparo de los libros y de promoción de la lectura entre los presos tiene pocos parangones: a su primer destino, el campo de concentración de Oranienburg, Wegner consiguió llevar consigo una maleta repleta de volúmenes. Fue trasladado poco después de su captura al campo de Börgermoor, donde, de algún modo, consiguió convencer al comandante del campo, Wilhelm Fleitmann, del interés que tendría abrir una biblioteca entre cuyos fondos se encontraran volúmenes para la reeducación de los presos, Mein Kampf, de Adolf Hitler, o Das dritte Reich, de Arthur Moeller van den Bruck. Wegner asumió la condición de un proactivo bibliotecario necesitado de la generosidad de sus conocidos y allegados para dotar aquella biblioteca de los fondos mínimos necesarios. Se dirigió por escrito a sus amigos editores y escritores, entre los que se contaba Thomas Mann, que le hizo llegar un paquete de libros. En octubre de 1933, el aciago año 1933, Wegner fue trasladado al campo de Lichtenburg, uno de los «campos salvajes», abierto en junio de ese mismo año. Allí consiguió de nuevo, basándose en la confianza que se le había otorgado en Börgermoor, que le permitieran construir y administrar una biblioteca que, en el momento de su liberación, contaba con 1200 volúmenes. A finales de ese mismo año Wegner fue sorprendentemente redimido de su condena y se trasladó inmediatamente a Roma. Su condición de bibliotecario fue asumida por Hans Litten, un riguroso contrincante del régimen nazi, un abogado que tuvo el colosal atrevimiento de interrogar a Hitler, en los juzgados penales de Berlín, tras los sucesos y disturbios de Múnich, cuando solamente ostentaba el cargo de parlamentario del partido nazi. Su osadía jurídica le valió el arresto inmediato, la tortura y el deambular por una prisión y cuatro campos de concentración. Su madre, Irmgard Litten, una cristiana casada con un judío, asediada por las prohibiciones de matrimonios mixtos dictadas en Núremberg, tuvo que conformarse no con la liberación que había rogado sino con enviarle todos aquellos libros que su hijo le solicitaba en su correspondencia, en particular novelas de detectives, una mínima isla de distracción en la laguna del infierno.
Los tortuosos meandros de la vida son casi siempre inescrutables y, en el caso del destino de aquella biblioteca ambulante, no lo serían menos: Armin T. Wegner rehízo parcialmente su vida en Italia, aunque los estragos de la Segunda Guerra Mundial no le fueron ajenos; el destino de Hans Litten fue, sin embargo, funesto: aun cuando se esforzara por procurar a los demás y procurarse a sí mismo cierto contento estético mediante la lectura, como un bálsamo redentor, decidió quitarse la vida en el último de los campos de concentración a los que fue enviado, Dachau. Con treinta y cuatro años se despidió de su desdichado destino. En agosto de 1937 el campo de Lichtenburg fue cerrado y todos los varones fueron desplazados, junto a la mayoría de los volúmenes de su biblioteca, al campo de Buchenwald, abierto un mes antes. El esfuerzo sostenido de dos presos, su amor a los libros y la lectura, la contribución generosa de personas con un mínimo de dignidad en aquel marasmo moral, permitieron que la paradoja letrada se acrecentara: confiar todos en los libros y la lectura como instrumentos de reeducación o como herramientas de liberación, anverso y reverso de una misma moneda acuñada en la maleable ambigüedad de los textos.
De hecho, el aprecio casi reverencial por los libros y la lectura, por su valor como solaz y recreo pero, también, como instrumento pedagógico y formativo, se tradujo en un despliegue no menos sistemático de las «bibliotecas de frente» (Frontbuchhandlungen) y de los «bibliobuses móviles» (Bücherwagen) que abastecían a las tropas alemanas, allí donde se encontraran, de una relación de títulos elaborada por el Ministerio de Propaganda y de algunas otras novedades que conformaban el canon de la época. Se calcula que en enero del año 1940, solamente cuatro meses después de que se iniciara la guerra, existían 27.000 bibliotecas de frente donde se acopiaban unos 8,5 millones de libros14 y que, en el paroxismo de la promoción lectora y la accesibilidad, se llegaron a dotar de bibliotecas a los submarinos de guerra15 alemanes. La coordinación de una red de bibliotecas de tales dimensiones y tal impacto potencial, conscientes como eran las autoridades alemanas de la dimensión propagandística y modeladora de la lectura, llevó a conformar en octubre de 1939, inmediatamente después del inicio de la guerra, como si se tratara de una acción promocional preeminente, una Central de las Bibliotecas del Frente16 y una «lista categorizada de libros recomendados» (1940-1941).17 En su pormenorizada confección intervinieron varios organismos encargados de la forja del espíritu nazi, a cuya cabeza se encontraba el Ministerio para la Ilustración Pública y la Propaganda.18 Joseph Goebbels, el plenipotenciario, culto y leído ministro, sabía bien que el 95 por ciento de las lecturas que se proporcionaban a los soldados debían estar dirigidas al esparcimiento y que el 5 por ciento restante cabía basarlo en lecturas ideológicas destinadas a la conformación del espíritu nacionalsocialista,19 aunque en esa lista de lecturas no faltara un reader de Kant y una biografía de Rainer Maria Rilke. No en vano, el eslogan aquilatado por Goebbles para realzar la envergadura moral de la lectura en la edificación de un imaginario de guerra colectivo basado en la raza, la tierra y la sangre (Blut und Boden) fue El libro: una espada del espíritu (Das Buch, ein Schwert des Geistes). El poder performativo de los libros y la lectura, la vigorosa capacidad transformadora de las letras, el arma de la que el espíritu se dota para fortalecerse y enfrentarse al enemigo.20 En realidad, ése fue el lema que daba título a la Primera lista para las librerías alemanas de préstamo, elaborada en 1940,21 casi al mismo tiempo que se publicaba la lista para las bibliotecas de los soldados del frente y simultánea a la Lista de publicaciones inadecuadas para jóvenes y bibliotecas, difundida alrededor de septiembre del año 1939. Todos los resortes del poder nazi unánimes en su apreciación de la lectura como andamiaje del espíritu y todos acordes en la necesidad perentoria de regular las listas de libros seleccionados y desaconsejados: bien para los soldados del frente; bien para la población civil usuaria de los mecanismos de préstamo por pago en librerías, práctica bien asentada para el abastecimiento de lecturas en pueblos y ciudades; bien para las bibliotecas escolares y la población infantil, semilla de la nueva raza.
Aquellas listas que se promulgaron simultáneamente en torno a los años cuarenta y que marcaban la idoneidad de las lecturas posibles estuvieron precedidas por acciones más taxativas y descalificadoras, por la publicación de listas en las que expresamente se censuraba y prohibía la publicación y difusión de determinados títulos. Apreciar la lectura no entrañaba un reconocimiento indiscriminado del acto de leer ni del contenido leído. Apreciar la lectura implicaba, más bien, una forma explícita de autoafirmación y autorreconocimiento mediante el rechazo de lo indeseable, de lo que imaginariamente pudiera dañar la construcción de la identidad filoaria, y de la apreciación de lo idéntico, de lo que pudiera contribuir a su consolidación. En otoño de 1935, gracias a la colaboración de Wolfgang Herrmann —director en 1933 de la Oficina Central para el Sistema de Bibliotecas Alemán en Berlín y, posteriormente, en 1934, director de la Biblioteca de Könisberg—, se elaboró la Lista 1 de los escritos dañinos e indeseables,22 lista a la que le sucedieron actualizaciones en los años 1936 y 1938 y que procedía, en buena medida, de los trabajos de indexación para la gestión y control del préstamo que Herrmann había ya iniciado por su cuenta y de la iniciativa del Comité para la Reorganización de la Ciudad de Berlín y las Bibliotecas Públicas, en la que él mismo había participado en abril de 1933. Al corriente de esos ejercicios de interdicción y señalamiento, la Asociación de Estudiantes Alemanes solicitó a Herrmann, al inicio de ese mismo año, que hiciera pública la lista de los libros potencialmente dañinos con la intención de convertirla en el fundamento de la que sería la execrable Lista para la organización de la quema de libros23 publicada el 10 de mayo de 1933. Un bibliotecario —doctor en Historia por la Universidad de Múnich en 1929— y unos estudiantes radicalizados —hijos del trauma de la Primera Guerra Mundial, del peligro imaginario de la pérdida de los territorios alemanes y del espejismo de la identificación racial con los pueblos nórdicos—, todos doctos y estudiosos, letrados y leídos, fueron los responsables de la redacción de listas que demarcaban aquello que resultaba legítimo leer y, en consecuencia, aquello que resultaba condenable.
Ser cultivado e instruido no parece, a priori, que predisponga al reconocimiento ecuménico de la lectura como un acto libre y civilizador, como mera delectación de los sentidos. Más bien, por lo que la historia se empeña en mostrarnos, la lectura es un bien siempre que contribuya a refrendar las convicciones de quienes establecen qué debe leerse, así que no conviene confundir lectura con otras evocaciones metafóricas que aspiran a convertirse en sinónimos como libertad, autonomía o emancipación. Si así fuera, los nazis no hubieran destruido los cien millones de libros que se calcula que desaparecieron en apenas doce años, al mismo tiempo que se masacraba a seis millones de personas.24 «Allí donde se queman libros», nos anticipaba premonitoriamente Heinrich Heine en una famosa cita, «acabarán quemándose personas.»25
El hecho de que entre el 10 de mayo y el 21 de junio de 1933 se celebraran en diversos lugares de Alemania distintas «acciones contra el espíritu antialemán», la más famosa de las cuales fue la quema de libros en la plaza de la Ópera de Berlín, no significa que los jerarcas nazis o el pueblo alemán despreciaran los libros o la lectura, antes al contrario. Alfred Rosenberg, el taimado ideólogo del nazismo, autor, por otra parte, de la celebrada apología racista El mito del siglo XX, organizó en octubre de 1939 una de las demostraciones más fehacientes del aprecio por los libros y la lectura, una de las operaciones a mayor escala que hubiera podido desplegarse en la Alemania nazi: la llamada nacional a empresas y familias para la donación de libros al ejército alemán en el frente.26 El comunicado redactado en noviembre de 1939 por el propio Rosenberg decía:
Nuestros soldados se encuentran en una dura batalla por Alemania. Apoyarles con todas nuestras fuerzas y fortalecer la comunidad que conforman el ejército y el pueblo es un gran deber para nosotros. Aquí, el libro alemán puede constituir un gran símbolo del poder de nuestra vida espiritual. Por lo tanto, todo el pueblo alemán, especialmente las editoriales y librerías alemanas, están invitados a donar libros que estarán disponibles para los soldados alemanes en hospitales de guerra, hospitales populares, campamentos colectivos e instituciones similares.
Algunos de los formatos editoriales más reconocibles en la actualidad fueron concebidos en aquel momento para que los libros fueran susceptibles de poder ser enviados y distribuidos por correo27 y algunos de los imperios editoriales actuales se levantaron sobre la venta masiva de ejemplares al ejército alemán.28 Pocas o ninguna editorial renunciaron a participar en las licitaciones promovidas por la Wehrmacht. La complicidad o la aquiescencia de la edición alemana con el poder fue inequívoca. Se calcula que a finales de 1943 se habían distribuido 75 millones de ejemplares29 por este medio llegando a todos los rincones del frente.
El ansia de lectura no era un monopolio de la Wehrmacht sino que el pueblo alemán, imbuido de una suerte de furia lectora renovada o rediviva, incrementó su demanda, tanto de libros adquiridos en las librerías como de libros prestados en las bibliotecas, de manera sensacional. En la Navidad de 1939, el éxito de ventas en las librerías alemanas no tuvo parangón. Un informe de la SS, reconocía el valor del libro como artículo de regalo «causado por la gran necesidad de lectura de la población y de los soldados y, finalmente, por el fracaso de muchos otros artículos de regalo habituales».30 Editoriales como la Deutsche Verlag, según los registros históricos, incrementó sus ventas entre un 50 y un 75 por ciento respecto a años previos, y ese furor lector no disminuyó en el transcurso de la guerra porque, de acuerdo con los servicios de seguridad, en la Navidad del año 1941 «se había vendido todo aquello que tuviera que ver con los libros» (ibíd., pág. 296). Al mismo tiempo, de acuerdo con la información histórica disponible, las bibliotecas públicas cuadriplicaron la cifra de préstamos durante el mismo periodo de tiempo y sus usuarios principales fueron «la masa de población trabajadora que buscaba reposo en los libros durante su escaso tiempo libre» (pág. 295). La lectura se convirtió en una forma de recreación predominante y el libro en centro indiscutible del campo cultural, de cualquiera de las formas conocidas en aquel momento de esparcimiento e instrucción. En el año 1941 la cifra total de producción de libros alcanzó los 341 millones de ejemplares, 100 más que el año anterior, refrendando una tendencia histórica que colocaba a la industria editorial alemana en el primer lugar del mundo en cuanto a volumen total producido y al número de títulos editados.31 Toda la jerarquía nazi era consciente de la enorme potencialidad aleccionadora que los libros podían tener y no dejaron en ningún momento de resaltarlo. En la «Semana de los libros alemanes» del año 1934, con cinco años de anticipación respecto al inicio de la guerra, el guardián de los mecanismos de la propaganda y la comunicación, el doctor Goebbels, acuñó un eslogan que podría competir en vocación didáctica con cualquiera de las cándidas campañas contemporáneas: «Con el libro al pueblo».32 El lema impuso a toda la industria del libro, con una extraordinaria sensibilidad sociológica hacia la de los más desposeídos cultural y educativamente, la tarea de «superar el miedo de las masas a la educación, su aversión o timidez hacia las bibliotecas, su desconfianza ante la cultura y sus tesoros». El libro, por tanto, como una propiedad general, un bien público del pueblo alemán. «El uso global de la publicidad pública de libros no tendría sentido», aseguraba Goebbels en su discurso, «si no se aplicara siempre y tuviera el objetivo de ganar a los compatriotas, que no tienen relación con la literatura, para el libro» (pág. 175). ¿Quién no suscribiría un eslogan de tal sensibilidad y ambición? ¿Quién no respaldaría las acciones que fueran necesarias para promover el acceso universal del pueblo a los tesoros de la cultura y al resplandeciente valor del libro y la lectura? «La Semana del Libro que tiene lugar anualmente nos ofrece la garantía de que la estrecha conexión entre el pueblo alemán y el libro alemán será inseparable y duradera», confesaba Goebbels así su ostensible aspiración. No fueron los nazis sospechosos —como no lo son, por otra parte, ninguno de los muchos que han ensalzado el valor de los libros y la lectura desde posiciones abiertamente supremacistas, xenófobas, dictatoriales o despóticas— de minusvalorar o menospreciar su intrínseco potencial, antes al contrario: su determinación respecto al papel que el Estado debía tener en el suministro de las condiciones necesarias para que el pueblo pudiera disfrutar de los bienes de la cultura, en general, y de los libros, en particular, fue inequívoca. Cada año, en otoño, la atención de la política, de los medios y de la población alemana se dirigía, durante una semana, al libro. Se alentaba a las comunidades con más de diez mil habitantes a organizar su propia semana del libro. En los edificios oficiales se colocaron carteles alusivos a la festividad y en ciudades como Berlín y Weimar —en las inmediaciones de donde se situaría poco después Buchenwald— las calles fueron adornadas con banderas y se organizaron marchas y coros para escenificar la festividad. La genuina aspiración de las autoridades del Partido Nacionalsocialista era «conseguir que el libro destacara más allá del restringido círculo de los interesados en la literatura para convertirse en un asunto de la nación al completo». La primera de las Semanas del Libro, celebrada en Palacio de los Deportes de Berlín en 1934 (un año después y en la misma ciudad en la que se produjo la famosa e infausta quema de libros en la Plaza de la Ópera),33 fue capaz de reunir a quince mil personas, mucha más gente de la que un limitado círculo intelectual pudiera haber conseguido, multiplicando su impacto exponencialmente y alcanzando con ello su propósito de socialización inicial.
Lo más llamativo, quizá, es que Goebbels estaba convencido de esa potencialidad política y pedagógica porque él mismo era un devoto lector que anotaba con dedicación y fervor los ejemplares de los libros que leía. No había impostura ni engaño en su alabanza de la lectura, sino genuino interés por diseminar su práctica entre la población más alejada y desfavorecida. Los diarios personales de Goebbels34 están repletos de alusiones a la práctica diaria de la lectura y al bienestar que procura: «Tarde a la cama. Todavía he leído un largo rato» (pág. 890); «Berlín, todavía algo de trabajo. He telefoneado a Magda. Todo va bien con los niños. Luego a través de la nieve, la lluvia y el barro hacia el lago Bogen. Fuera, tarde en la noche. ¡Esa paz profunda! He escrito. He leído a Hans Fallada, Wolf unter Wölfen [El lobo entre los lobos], un magnífico y emocionante libro. Y la música. Eterna, bella música. Una noche corta. Sueño. Inmediatamente de vuelta a Berlín» (pág. 1180). En el lago Bogen, ligeramente al noreste de Berlín, en la villa que le perteneció y a la que se retiraba regularmente, Goebbels leía y escribía: «Lecturas», anotaba en su diario, «Hansenclever, El hijo. Antígona. Strindberg, La habitación roja. Thomas Mann, La muerte en Venecia. Strindberg, Dividido, Solitario. Ibsen, Tolstói, George Kaiser y Meyring. Caos en mí. Fermentación. Esclarecimiento inconsciente» (pág. 70). Goebbels fue, sin duda, uno de los miembros más doctos y leídos del partido, conocedor de la literatura de su época, capaz de deleitarse con las páginas de una novela sin perder de vista las contingencias de la guerra y las menudencias de la vida cotidiana: «Pronto diremos cuatro cosas a los asesinos cobardes. Estamos concluyendo las maniobras en Londres. Hemos ganado la primera batalla. Por la tarde he leído algo. Hamsun y Wilhelm Busch. Un poco de relajación. ¡Me gusta tanto! Hoy la lucha por el Altmark comienza de nuevo» (pág. 1378). Y se empeñaba, igualmente, en apuntalar sus convicciones mediante la lectura de ensayos que le proporcionaran munición intelectual: en la entrada del 28 de febrero de 1945, siete meses antes de la derrota total, escribía sobre su lectura de Federico el Grande, un libro de Thomas Carlyle que había compartido con el Führer: «Le cuento que he leído en los últimos días el libro de Carlyle sobre Federico el Grande. El Führer mismo conoce el libro muy bien. Le cuento algunos capítulos que le tocan en lo más profundo. Así deberíamos ser nosotros, y así llegaremos a ser. Si alguno como Göring35 quiere saltarse la disciplina, deberá ser obligado a entrar en razón» (pág. 2128). Conversaciones presididas por lecturas compartidas, diálogos en torno al contenido ejemplar de un libro y a los valores que expone y defiende y a los que desearían asimilarse. El libro como refugio de convicciones y apuntalamiento de la autosugestión, como contrafuerte de una ideología necesitada de evidencias. Pero, sobre todo, el libro y la lectura como fuente esencial de enseñanza e instrucción.
El histriónico, enteco y despiadado Goebbels acumuló todo el poder que en ese momento podía acopiarse en el ámbito de las letras, los libros, las editoriales y las bibliotecas. Después de una larga contienda con el otro ideólogo del régimen, Rosenberg, fue el propio Führer quien, en 1936, dirimió a favor del primero el reparto de dependencias y responsabilidades. En un intrincado organigrama de relaciones y departamentos, Goebbels, Ministro de Propaganda y de formación del pueblo, asumía el control efectivo sobre la Cámara de los Escritores del Reich, la Cámara de Comercio del Libro Alemán, la Escuela de Formación del Reich de Comercio del Libro y la Biblioteca Alemana en Leipzig, etcétera.36 Todos eran instrumentos al servicio de una ideología supremacista que pervertiría profundamente las voluntades y el entendimiento de muchos alemanes, pero más allá de la manipulación ejercida a través de los instrumentos de propaganda, Goebbles disfrutaba genuinamente de la lectura y la escritura, formaba parte de sus vivencias más familiares y arraigadas: «Anka y yo en el Schlossberg. Leemos durante el domingo La campana sumergida.37 Todo parecía suceder por sí mismo. Leemos el final en su habitación» (pág. 51). Una íntima jornada dominical de lecturas compartidas con la persona amada en un paraje romántico. ¿Quién podría imaginar que tras ese lírico amor por la lectura se escondiera un ser despiadado capaz de promover y justificar sádicas masacres? «Estos libros son sabrosos, atractivos en su laxa decadencia, un refrigerio para gourmets, manuales de buenas maneras y del buen estilo de vida, pero no puedes leer demasiado sobre eso. Es como un postre dulce. No es una comida para todos los días. Bueno, pero no es un elixir para la vida» (pág. 104). Un comentarista puntilloso, un crítico esmerado de cada uno de los libros que lee y anota en su diario. ¿Quién podría suponer que un espíritu seducido por la lectura fuera, simultáneamente, un implacable y sanguinario defensor de innumerables matanzas resueltas mecánicamente con un mismo patrón y de una forma desconocida de exterminio industrial programado? ¿Alguien podría decir que el doctor Goebbels no practicaba una suerte plena de lectura profunda, una lectura atenta, reflexiva, con sentido crítico, a la que dedicaba el tiempo y la atención necesarios, sobre la que volcaba empatía y afán de entender la intencionalidad del autor? ¿No buscaba, cuando leía el libro de Houston Stewart Chamberlain, Fundamentos del siglo XIX, en el verano de 1922, entender cuál era el supuesto cimiento sobre el que se levantaba la superioridad racial aria, sobre todo en lo que atañe a la cultura —die Seele der Kultur, el alma de la cultura—, por encima de otras razas? ¿No se trataría de un lector ejemplar que llegaría a hacer sus sueños reflexivos realidad cuando, en la primavera de 1926, se encontrara con su adorado autor en Bayreuth, ciudad de resonancias wagnerianas, y anotara de nuevo meticulosamente en su diario «(Chamberlain) es el padre de nuestro espíritu» o, también, es «quien nos prepara el camino», el «pionero» que abandera un movimiento supremacista del que él mismo llegaría a ser caudillo?38 Casi nada puede sorprender en esta historia de la lectura cuando el propio Führer encarnaba el cenit del letraherido.
En noviembre de 1923, cuando Hitler no era apenas más que un joven atolondrado e inflamado de patrioterismo violento, irrumpió en una cervecería de la ciudad de Múnich, la Bürgerbräukeller, donde el gobernador de Baviera, Gustav von Kahr, pronunciaba un discurso ante tres mil personas. Aquella cervecería era la misma en la que solían reunirse regularmente los miembros del Partido Obrero Nacionalsocialista de Alemania (NSDAP), el lugar donde, pistola en mano, acompañado de quienes serían parte de su corte más allegada (Göring, Rosenberg, Hess), disparó contra el techo al mismo tiempo que proclamaba a voz en grito: «la revolución nacional ha comenzado». En un plan previamente orquestado, Von Kahr y dos miembros de su gobierno fueron tomados como rehenes y el comandante de la SA, Ernst Röhm, a cuyas órdenes se encontraba un todavía joven Heinrich Himmler, ocuparon el Ministerio de Defensa de Baviera. En las marchas, algarabías y tiroteos que se siguieron, Hitler y Göring fueron heridos por las balas cruzadas y Hitler acabaría escondido en casa de un amigo, Putzi Hanfstaengl,39 durante dos días, intentando capear lo más álgido de la persecución.
Aquel episodio de efervescencia nacionalista le valió a Hitler una condena teórica de cinco años y un confinamiento en la fortaleza de Landsberg, una localidad a unos sesenta kilómetros al oeste de Múnich. Lo que para casi cualquiera hubiera significado simplemente reclusión y aislamiento, para el joven Hitler supuso un remanso de paz en el que pudo dedicarse devotamente a la lectura y un crisol de creatividad en el que escribió su obra única y principal: Cuatro años y medio (de lucha) contra las mentiras, la estupidez y la cobardía,40 título original que después, junto con el director de la Franz-Eher Verlag, Max Amann, fue simplemente Mein Kampf. Un arma programática pero, también, la biografía de un fervoroso lector que, reflexionando sobre el sentido de la historia y sobre la manera de entenderla, aseguraba que «el arte tanto del aprendizaje como de la lectura está aquí: retener lo esencial; olvidar lo superfluo».41 Si hemos de creer a Ian Kershaw, biógrafo del autócrata homicida, «además de tratar con los visitantes y responder la correspondencia, actividades que no le preocuparon mucho una vez que se retiró de la participación pública en política en verano, los largos días de inactividad impuesta en Landsberg fueron ideales para la lectura y la reflexión. Pero la lectura y la reflexión de Hitler fueron todo menos académicas. Sin duda él leyó mucho. Sin embargo [...] él estableció claramente en Mein Kampf que la lectura, para él, tenía un propósito puramente instrumental. No leyó para obtener conocimiento o iluminación, sino para confirmar sus propias ideas preconcebidas».42 «Por supuesto», escribía Hitler como consumado lector preocupado por desentrañar su sentido fundamental,
por «lectura» puedo entender algo diferente del gran promedio de nuestra llamada «inteligencia». Conozco a personas que «leen» sin descanso, a saber, libro a libro, letra a letra, pero no lo describiría como «leer bien». Por supuesto, poseen una gran cantidad de «conocimiento», pero sus cerebros no entienden cómo organizar y registrar este material. Carecen del arte de separar en un libro lo valioso de lo inútil, de mantenerlo para siempre en la cabeza o, cuando resulte posible, de no verlo, de no cargar con el lastre de lo inútil. La lectura no es un fin en sí mismo, sino un medio para obtener algo.
Está destinada, principalmente, a ayudar a colmar el armazón de cada cual con talentos y capacidades. Por lo tanto, está destinada a proporcionar herramientas y materiales de construcción que el individuo necesita en los oficios de la vida, sin importar si esto solo sirve para la forma más primitiva de ganarse la vida o representa la satisfacción de un destino superior; secundariamente debe transmitir una visión general del mundo. (Pág. 36.)
Cierto es que el conocimiento le resultaba baldío sin ninguna perspectiva de aplicación y que, por extensión, la clase intelectual que se conformaba con cultivar esa forma de erial le resultaba sospechosa, pero eso no comportaba, automáticamente, que no tuviera los libros como fuente esencial de información y conocimiento y que no dedicara el tiempo y la reflexión necesarios a zambullirse en sus páginas y a cavilar sensatamente sobre su contenido: «Estudié casi todo aquello que sobre este tema pudiera encontrarse en los libros y me sumergí en mis propios pensamientos» (pág. 35).
¿Quién, de quienes se tienen por grandes y profundos lectores, podría asegurar que lee con la predisposición de ser rebatido, de ser desplazado incluso de las más inconmovibles convicciones, aquellas que provienen del ámbito familiar, del entorno social, de la cultura vernácula? ¿Quién podría determinar con incontestable claridad que la lectura que Hitler practicaba no cumplía con todas las características de la lectura profunda descrita por los especialistas: tiempo y sosiego, atención concentrada y profunda reflexión, crítica y comentario, ejercicio de comprensión de las causas originales de los fenómenos y de la intención del autor, inferencia y predicción? ¿Quién de quienes se tienen por lectores ejemplares no leen con un fardo de predisposiciones irreflexivas que polarizan su manera de comprender lo que lee?
Hay ya en sus comentarios una sospecha explícita sobre el conocimiento académico estéril que no se proyecta hacia la acción, que no tiene pretensión de cambio e intervención, que no resulta de utilidad inmanente, y esa desconfianza se extendería, en consecuencia, a lo que él entendía por una clase intelectual parasitaria e infructuosa porque, al contrario, «quien posee el arte de leer correctamente hará que la sensación al estudiar cada libro, diario o folleto llame inmediatamente la atención sobre todo lo que, en su opinión, sea adecuado para que se preserve de manera permanente porque sea conveniente o, en general, porque valga la pena conocerlo» (pág. 37), porque pueda ser utilizado y aplicado de manera práctica y con fines concretos. Hitler no concluyó ni siquiera la Realschule, el equivalente a una educación general de nivel intermedio, suficiente para la formación de trabajadores cualificados para la industria y los servicios, aparentemente enfrentado a la autoridad paterna, que pretendía que siguiera el curso de una vida dedicada al funcionariado. «Debería haber estudiado», escribía en las primeras páginas biográficas e idealizadas de Mein Kampf. «Mi padre concluyó, teniendo en cuenta mi naturaleza y, aún más, mi temperamento, que cursar estudios humanísticos en el Gymnasium43 sería una contradicción a mi predisposición. La Realschule le parecía que se ajustaba mejor» (pág. 5). Pero el joven Hitler rechazaba visceralmente la idea de convertirse en alguien que no fuera dueño o señor de su propio tiempo, de dedicarse a cumplimentar formularios a lo largo de toda una vida, así que rechazó la opción impuesta por su padre, en busca de su verdadera vocación, más allá del sistema escolar y de su sordera hacia otros talentos que no estuvieran académicamente regulados. «Cómo llegó, todavía no lo sé hoy ni yo mismo, pero un día me di cuenta de que sería pintor, pintor de arte. Aunque mi talento para el dibujo era claro, nunca fue siquiera una razón para que mi padre me enviara a la Realschule y me permitiera desarrollarme profesionalmente en esa dirección. Al contrario» (pág. 7). Aquella experiencia temprana de vocación contrariada le llevaría a tomar la decisión de abandonar la escuela —«di un paso más y le expliqué que no quería seguir estudiando en absoluto» (pág. 8)—, y le predispondría hacia una forma de autosuficiencia, tozudez y desapego respecto a todo lo que no rezumara utilidad que marcarían el resto de su vida —«no sé si aquellas cuentas eran correctas. Claro que inicialmente fue solo mi aparente fracaso en la escuela. Aprendí y disfruté, especialmente, todo lo que creo que necesitaría más adelante como pintor. Lo que me pareció insignificante a este respecto, o no me atraía de ninguna manera, lo saboteé por completo. Mis calificaciones de este periodo siempre representaron extremos, según el tema y su evaluación».
Tras la muerte de sus padres, Hitler se trasladó a Viena y vivó la segunda y definitiva refutación de su vocación artística al presentarse a las pruebas de acceso a la Academia de Bellas Artes y verse por dos veces rechazado.44 «Estaba tan convencido de mi éxito que el rechazo anunciado me sacudió como un golpe repentino venido de la nada», (pág. 19) como una inesperada impugnación de sus preferencias y aptitudes. «Según todo criterio humano, por lo tanto, el cumplimiento del sueño de convertirme en artista ya no era posible» (ibíd.).
Debería haber estudiado, escribía Hitler en uno de los primeros párrafos de sus memorias, debería haber tenido la oportunidad de desplegar ordenadamente mis talentos atendiendo a mi vocación, pero la obstinación paterna y la desaprobación académica se convertirían, a la vez, en la afilada punta de un resentimiento duradero contra los que él tenía por conocimientos académicos inútiles y en el perdurable acicate de un camino de autosuficiencia intelectual que le llevaría a tenerse a sí mismo por un verdadero «rey filósofo»: «Landsberg», le contó Hitler a Hans Frank, «fue su “Universidad pagada por el Estado”», ese lugar al que antes le denegaron el acceso y que ahora, de manera autodidacta y gracias a la lectura detenida de algunas autoridades, se convirtió en el crisol de sus saberes. «Leyó», contaba Ian Kershaw, «cualquier cosa que cayera en sus manos: Nietzsche, Houston Stewart Chamberlain, Ranke, Treitschke, Marx, los pensamientos y recuerdos de Bismarck y las memorias de guerra de los generales y hombres de Estado alemanes y aliados.»45 Persuadido del genio que le poseía y de su incomparable flujo creador, reforzaba sus convicciones en la lectura de los clásicos y de los prohombres de Estado de los que dimanaban enseñanzas prácticas. No solamente era, al menos a sus propios ojos, un hombre de acción encarcelado por actos de agitación legítimos, sino un pensador singular enraizado en la tradición romántica alemana que entroncaba su temperamento con el del propio Schiller, con el de Nietzsche o, por qué no, con el de Wagner. En su figura convergían, siempre según su fausta imaginación, no solamente las características de un conocimiento forjado en la lectura y la reflexión sino, sobre todo y complementariamente, en el liderazgo. Solamente unos pocos e impares, como le recordaba Goebbels en sus Diarios, acopiaban tales dones: Federico el Grande, Lutero, quizá Wagner. Hasta aquel momento había sucedido todo lo contrario: «los gobernantes eran personas sobreeducadas, atiborradas por completo de conocimientos y de intelecto, pero desprovistos de cualquier instinto saludable e ignorantes de cualquier energía y audacia» (págs. 480-481). Para el Führer, el conocimiento derivado de la lectura carecía de valor si no cristalizaba en la acción, si se complacía en la acumulación suntuaria o en la mera exhibición académica. «Los grandes teóricos», apostillaba Hitler en Mein Kampf, justificando su ambivalente relación de amor y odio con los intelectuales y destacando sus inusuales cualidades personales, «rara vez son también grandes organizadores, ya que la grandeza del teórico y programador radica principalmente en el conocimiento y la determinación de las leyes de derecho abstracto, mientras que el organizador debe ante todo ser un psicólogo», pero «aún más extraño resulta que un teórico sea un gran líder. Por el contrario, éste será el agitador que muchos, que solo trabajan científicamente sobre una pregunta, no quieren escuchar. Es comprensible. Un agitador que tiene la capacidad de transmitir una idea a las masas siempre debe ser un psicólogo, incluso si fuera solo un demagogo. Estará siempre más capacitado para convertirse en líder que los teóricos alejados del mundo y las personas» (pág. 650).
Si hemos de hacer caso a su amigo de juventud August Kubizek, Hitler vivió su juventud volcado en los libros y la lectura, absolutamente persuadido de su valor formativo, devotamente acomodado al sosiego e introversión que exigen su consulta.
Los libros eran su mundo entero. En Linz, para poder procurarse los libros que quería, se inscribió en tres bibliotecas. En Viena utilizaba la Biblioteca Hof de una manera tan industriosa que una vez tuve que preguntarle, seriamente, si su intención era leerse toda la biblioteca, lo que, por supuesto, me valió algunas observaciones groseras.46
Y no podría reprochársele que sus lecturas, en su juventud, fueran inicial y meramente utilitarias, predispuestas para el uso partidista o para la proclama política, porque entre las obras consultadas se contaban las que hoy se tendrían por grandes clásicos componentes del canon indiscutible: conmovido profunda y duraderamente por la lectura y la representación teatral del Fausto de Goethe; afectado intensa y prolongadamente por el Guillermo Tell de Schiller, no menos que por la Divina comedia de Dante, que leyó de joven y extendió sus efectos hasta su madurez; interesado por los escritos de Johann Gottfried Herder, semilla del arrebatado romanticismo alemán y de los nacionalismos sentimentales, y seguidor de las comedias de intrigas y enredos de Gotthold Ephraim Lessing, sobre todo de Minna von Barnhelm.47
¿Quién hubiera reconocido en aquel arrebatado lector a un exterminador de masas, a un furioso y encarnizado homicida? ¿Quién podría discutir que uno de los principales artífices históricos de crímenes contra la humanidad era, simultáneamente, un profundo lector capaz de enternecerse con las letras y de dialogar animadamente con sus amistades en torno al valor literario de una obra? ¿Quién podría conformarse, por tanto, con apelar al ejercicio de la lectura como condición suficiente para la formación de probos y honrados ciudadanos? ¿Quién podría tener a la lectura por un fundamento suficiente para construir sobre ella el edificio de las libertades democráticas y de la convivencia entre gentes diversas? ¿Quién podría imaginar que en la lectura se encuentra una raíz que entronca con el logos original, con ese supuesto parque subterráneo de sabiduría y conocimiento que atesora nuestro lenguaje?
A Hitler le sirvió, al menos, para creer firme y seriamente que su genio intelectual y creativo se asemejaba al de sus adorados interlocutores y que él mismo, a través de sus obras, podría llegar a formar parte del panteón de los clásicos. «En Mein Kampf», escribe Kershaw, «Hitler se describió a sí mismo como un genio raro que combinaba las cualidades del “programador” y el “político”. El “programador” de un movimiento era el teórico que no se ocupaba de las realidades prácticas, sino de la “verdad eterna”, como lo habían hecho los grandes líderes religiosos. La “grandeza” del “político” reside en la implementación práctica exitosa de la “idea” propuesta por el “programador”»,48 y en él se combinaban ferazmente ambas dimensiones.
Hitler se tenía por una suerte de efervescente y dramático revolucionario, al estilo de Schiller, de un reflexivo defensor de la razón, al estilo de Kant,49 de un filósofo vitalista que aborrecía la moralina adormecedora y mediocre del credo cristiano, al estilo de Nietzsche.
Pero si él era o se tenía por rey filósofo necesitaba un contrapunto contemporáneo a la altura de sus cruentos ideales. El 10 de mayo de 1933 un grupo de enardecidos estudiantes de la agrupación nacionalsocialista decidieron incinerar públicamente los libros que Wolfgang Herrmann había incluido en la Lista para la organización de la quema de libros, libros intolerables de escritores judíos, Spinoza, Mendelssohn, Einstein, Marx, Freud, 25.000 libros de algunas de las cumbres del pensamiento humano reducidos públicamente a cenizas como manifestación del profundo odio hacia el pensamiento y la identidad de los demás. Nueve días antes, el 1 de mayo de 1933, Martin Heidegger, con todos los oropeles de la pompa académica, había tomado posesión del rectorado de la Universidad de Friburgo, lacayo justificador de la más elemental de las coartadas filosóficas que se hayan utilizado para sancionar la singularidad de un pueblo y su derecho a demarcarla a sangre y fuego. Heidegger ingresó en el partido nazi veintinueve días antes de que Hitler fuera nombrado canciller, el 1 de enero de 1933, y aceptó su cargo tres meses después, el 21 de abril, un calendario deliberado de adhesiones inequívocas e inquebrantables al ideario del Blut und Boden, de la sangre y la tierra, el terruño, la patria definida y defendida por la unicidad de un solo tipo de sangre, el cóctel siempre explosivo, propio del pensamiento mágico y salvaje, entre el lugar de nacimiento, la identidad excluyente, la tierra que cobija, da a luz y alumbra y el líquido vital que da vida y regresa al suelo que lo engendró. Heidegger como gran brujo oficiante de la ceremonia de enaltecimiento del mito nazi, leído y docto filósofo que en el discurso de su toma de posesión del 27 de mayo de 1933 del rectorado de la Universidad de Freiburg —titulado La autoafirmación de la Universidad alemana—50 guisaba una proclama nacionalsocialista con los ingredientes empalagosos de la sumisión a los designios del Estado que no eran otros que los de la persecución de la esencia espiritual del propio pueblo alemán:
La aceptación del rectorado es el compromiso de dirigir espiritualmente esta escuela superior. La comunidad de los que siguen, profesores y alumnos, solo se despierta y fortalece arraigando auténticamente y en común en la esencia de la universidad alemana. Pero esta esencia solo alcanza claridad, rango y poder si, ante todo, los propios dirigentes son en todo momento dirigidos; dirigidos por lo inexorable de esa misión espiritual que obliga al destino del pueblo alemán a tomar la impronta de su historia.
Un bebistrajo mareante hecho de destinos históricos ineludibles y en común que persiguen una supuesta esencia inexistente construida sobre la ficción fratricida del suelo y la sangre comunes. Nada distinto a lo que quince años antes, tras el traumatismo del fin de la Gran Guerra, había expresado en privado a su mujer en una carta fechada el 6 de octubre de 1918: «Ahora solamente nos ayudarían los hombres que soportan sobre sí mismos una relación original con el espíritu y sus demandas, y reconozco de una manera cada vez más acuciante la necesidad de un Führer (solo el individuo es creativo, incluso en el liderazgo)».51 Una convicción sostenida sobre la necesidad de un líder en contacto con arcanas esencias espirituales que conduzca a un pueblo a la realización de su supuesta misión histórica, sea esa cual fuere y sea esa cual quisieran imaginarse. Todo en Heidegger es puro pensamiento mágico al servicio de una causa sanguinaria. Cuando se pretende hacer pasar la naturaleza absolutamente artificial de esas reivindicaciones esencialistas —mediante el juego de la alusión continua a los ingredientes más naturales y esenciales de la vida: la sangre y la tierra— por pura naturaleza natural ligada a la condición y el destino de un pueblo, se construye una suerte de ontología política que tiene efectos reales y devastadores sobre la realidad. Una obra que, seguramente, no sea otra cosa que un gigantesco ejercicio de sublimación filosófica de los principios políticos y éticos que llevaron a Heidegger a adherirse desde el principio, a los veintinueve años, a la idea de un Führer conductor y que le encaminaron, de manera consecuente, a una temprana adhesión al partido nazi. Es indispensable leer a Pierre Bourdieu analizando el discurso de Martin Heidegger, contextualizándolo históricamente en el campo filosófico de la época y en los avatares políticos del momento:
Frente a este negativo producto de todos los determinismos de la civilización «tecnicista», el «Rebelde», el poeta, el único, el jefe, cuyo «reino» (alto, sublime, etc.) es ese «lugar de la libertad» «llamado el bosque». El «recurso de los bosques», «marcha azarosa que no solamente conduce fuera de los trillados caminos, sin más allá de las fronteras de la meditación» —¿cómo no pensar en Holzwege?—, promete el retorno al «suelo natal», a las «fuentes», a las «raíces», al «mito», a los «misterios», a lo «sagrado», al «secreto», a la sabiduría de los simples, en resumen, a la «fuerza originaria» que pertenece a quien «tiene el gusto del peligro y prefiere la muerte al descenso en la servidumbre».52
¿Cómo podemos seguir sosteniendo que la lectura por sí misma es suficiente para formar espíritus empáticos y críticos cuando el más ilustrado de los espíritus alemanes no era otra cosa que un pensador elitista, reaccionario y mágico seducido por las mitologías del terruño, la estirpe y el líquido vital? ¿Cómo podemos seguir sosteniendo necia e inocentemente que la lectura es el antídoto contra la intransigencia y la cerrazón mental cuando el más preclaro de los filósofos demostraba una adhesión inquebrantable al ideario esencialista del nazismo?
En el semestre del amor de 1924, como Rüdiger Safranski53 denomina a la época en que Heidegger conquistara a Hannah Arendt, ambos leyeron al unísono La montaña mágica de Thomas Mann, recién publicada. Hannah le había prestado su ejemplar, en un acto de afecto e interés intelectual genuinamente compartido. Como lectores expertos y reflexivos es posible que diagnosticaran con acierto el carácter antagónico de los actores principales, Settembrini y Naphta, y que Heidegger sintiera más apego y simpatía por el segundo, «el apóstol del irracionalismo y la inquisición, enamorado del eros de la muerte y de la fuerza» (ibíd.), en contraposición al «hijo impenitente de la ilustración», al «liberal y anticlerical», al «humanista de enorme elocuencia» que representaba su antagonista. También encontró, según refleja la correspondencia, que Hans Castorp, «habiendo abandonado la cama donde le tenía postrado su enfermedad, renunció (como padre de familia) al mal de amores por el bien del trabajo»,54 en una clara alusión a su propia situación dividida entre los placeres de su relación con una joven amante y sus obligaciones de marido y profesional entregado a sus altas reflexiones.
Pero, tal como ya le había sucedido a su idealizado Führer, como nos pasa a cada uno de nosotros en el fondo, su lectura ratificaba sus propias preferencias y convicciones, le ofrecía un claro espejo en el que reflejarse y buscar identidades y discrepancias.
«Heidegger... nunca he podido soportar a ese nazi por naturaleza»,55 escribía Thomas Mann en su correspondencia, no excesivamente entusiasmado por contar con un altivo lector que construyó un gigantesco edificio parafilosófico amparándose en su conexión con las esencias fundamentales de la existencia, con el retorno a lo natural y primitivo, para justificar la aborrecible ideología de los nazis.
En los días inmediatamente posteriores a la liberación del campo de concentración de Buchenwald, la biblioteca seguía funcionando. Mientras deambulaba por el patio central del campo, el joven preso español escuchó atónito, por los megáfonos, que Anton Gebler, el meticuloso bibliotecario, Kapo del partido comunista, le reclamaba la devolución de los libros que había tomado prestados. Una situación insólita en la que dos hombres dialogan sobre la necesidad o no de devolver unos libros prestados en los días inmediatamente posteriores a la liberación de un campo de concentración, de reeducación. Una situación casi estrafalaria en la que dos comunistas dialogan sobre la pervivencia o no del campo después de la liberación y sobre la persistencia o no de la sociedad de clases en tanto perduren las condiciones de violencia y desigualdad sobre las que se construye. Una situación casi extravagante en que un lector y un bibliotecario, en condiciones extremas, dialogan sobre el valor de la lectura, los libros y los autores elegidos y su capacidad para reeducar a los nazis y dar cuenta de las paradojas de la libertad.
La lectura es necesaria para el desarrollo de determinadas facultades intelectuales, pero radicalmente insuficiente para determinar de qué manera se utilizan esas facultades y eso porque el texto es en sí mismo ambiguo, interpretable, anfibológico, y el ser humano es una aleación de bien y de mal, de profundidades tenebrosas y cimas esplendentes, de hostilidad y fraternidad, tendente a interpretar lo que lee en la clave que le compense y beneficie. La lectura por sí misma es incapaz de deshacer ese embrollo axiológico, ese encarnizado enfrentamiento de valores antagónicos. Leer no es lo que las campañas de lectura y los eslóganes sobre su promoción pretenden inculcarnos: una senda florida que va directa del aprendizaje al deleite, la libertad y el ejercicio de los más altos valores morales e intelectuales. Nada de eso es cierto, a menos que el aprendizaje de la lectura se vea acompañado de un trabajo sistemático sobre el sentido crítico, que entraña el saber y querer desplazarnos de nuestras más inconmovibles certezas para intentar entender cómo se construyen las de los demás, y sobre el sentido ético y moral, para intentar garantizar que podamos al menos apaciguar la bestia que llevamos dentro.
Peter Sloterdijk, un filósofo alemán contemporáneo difícilmente clasificable, hastiado de la palabrería humanista en torno a los valores de la lectura, arremetía en Normas contra el parque humano contra las fantasías solidarias de un instrumento que se demostró absolutamente insuficiente e inadecuado cuando hubiera debido mostrar todo su potencial vertebrador: «Así pues, el fantasma comunitario que está en la base de todos los humanismos podría remontarse al modelo de una sociedad literaria cuyos miembros descubren por medio de lecturas canónicas su común devoción hacia los remitentes que les inspiran. En el núcleo del humanismo así entendido descubrimos una fantasía sectaria o de club: el sueño de una solidaridad predestinada entre aquellos pocos elegidos que saben leer».56 Una cofradía de predestinados que suponen, de forma cándida, que todos sus conciudadanos comparten las mismas condiciones que les hicieron a ellos lectores y que tienen la capacidad de elevar al rango de canon una norma y una serie de textos que, en el peor de los casos, se convierten en el cemento de una conciencia indivisa, no necesariamente bondadosa ni humanitaria, más bien al contrario: «A partir de ahí los pueblos se organizaron a modo de asociaciones alfabetizadas de amistad forzosa, unidas bajo juramento a un canon de lectura vinculante en cada espacio nacional» (pág. 25). Y si la lectura, así entendida, puede conducir a la conformación de conciencias globales subalternas y mostrencas, ¿por qué insistir en su supuesto valor humanitario, por qué atribuirle valores por completo ajenos a sus capacidades, por qué regodearse en la simpleza y en la inocencia de las campañas lectoras y por qué no recurrir mejor a alguna forma de antropotécnica que nos modifique y promueva, desde nuestro fundamento genético, una verdadera y consistente hermandad? «De lo que se tratará en el futuro es de entrar activamente en el juego y formular un código de antropotécnicas» (pág. 71), afirma Sloterdijk, y quizá tenga razón cuando todas las tecnologías clásicas del humanismo, aparentemente, han fracasado.
Es por lo menos irónico que, cuando Sloterdijk recomienda el uso de técnicas de manipulación genética para modificar aquello que la lectura nunca llegó a conseguir, está abogando por aprender a leer y modificar la gramática de la biología, por modificar conscientemente el alfabeto de la vida. Fue, antes que él, Erwin Chargaff quien, conocedor de los avances que Oswald T. Avery había realizado en sus investigaciones sobre las macromoléculas del ácido nucleico del tipo desoxirribosa, llegó a decir: «este descubrimiento, casi abruptamente, pareció prefigurar una química de la herencia y, además, hizo probable el carácter de ácido nucleico del gen. Ciertamente impresionó a unos pocos, no a muchos, pero probablemente a nadie más profundamente que a mí. Vi ante mí, borrosamente, el comienzo de una gramática de la biología [...]. Avery nos dio el primer texto de un nuevo lenguaje, o más bien nos mostró dónde buscarlo. Decidí buscar este texto».57 Mediante la adecuada lectura de cuatro unidades fundamentales, nos estaba sugiriendo, cabía pensar en la codificación exhaustiva de todo el mundo vivo conocido y, de manera derivada, en su posible reescritura. Hoy, sin embargo, descifrado por completo el genoma humano desde el año 2003,58 la pregunta que Sloterdijk se formulaba en 1999,59 cuatro años antes de que transcribiéramos cuál era nuestra gramática, resulta incómodamente pertinente. ¿Deberíamos abandonar la infructuosa lectura de la página por la lectura y reescritura de nuestra propia gramática para aspirar a una condición humana más plena, que se asemeje, siquiera someramente, a lo que esperamos de nosotros mismos, a los viejos anhelos humanistas?, ¿deberíamos olvidar las precauciones recogidas en la Declaración universal sobre el genoma humano y los derechos humanos, sobre todo en su artículo 10,60 y promover una nueva redacción, un refraseo, una reprogramación humana del libro de la naturaleza?
En el fondo, Sloterdijk está preguntándose lo mismo que Sigmund Freud se cuestionó en voz alta al final de El malestar de la cultura,61 en una suerte de relación de incertidumbres que precedían y anticipaban —era el año 1930— la Segunda Guerra Mundial y el advenimiento de los totalitarismos letales: el subcapítulo dentro de Conclusiones se titula «La fatídica cuestión del dominio del instinto de agresión y autodestrucción», y Freud se enfrenta al dilema de si la humanidad se sobrepondrá a sus propios impulsos de autoaniquilación, y solamente espera que «el otro de los “poderes celestiales”, el eterno Eros, haga un esfuerzo por afirmarse en la lucha con su oponente igualmente inmortal, Tánatos. Pero», se preguntaba, inseguro, «¿quién puede prever el éxito y los resultados?».
¿Quién puede asegurar que la lectura, algo tan aparentemente insustancial en relación con el enfrentamiento entre Eros y Tánatos, pueda ayudarnos a enfrentarnos al Mal, en mayúscula?, ¿cabe atribuir a la lectura propiedades curativas y atenuantes para detener los impulsos de agresión y autodestrucción que pueblan las páginas de nuestra historia?, ¿no es una práctica casi insignificante en relación con las magnitudes que se enfrentan?, ¿no será mejor, como propone Sloterdijk cuando piensa en la erradicación definitiva de estos dos instintos, intervenir mediante las antropotecnias inventadas en nuestro siglo sobre nuestras herencias genéticas desviadas?, ¿quién puede, en definitiva, prever el éxito y los resultados de una u otra estrategia?