Incluso en los largos días de verano de la Inglaterra rural, cuando no oscurecía hasta las diez de la noche, mi madre insistía en mandar a sus dos hijos a la cama a una hora temprana, cosa que a mí me parecía al mismo tiempo una injusticia y un sinsentido. Incapaz de dormir, cerraba los ojos e imaginaba mi cuerpo boca abajo, en pijama, moviéndose arriba y abajo por las paredes de la habitación, deslizándose por el techo y quedándose luego quieto en un punto de mi elección. No me cabía ninguna duda de que me hallaba, no tendido en la cama, sino en esas posiciones imposibles. Ejecutaba estas maniobras noche tras noche. Me las tomaba muy a pecho. Nunca hablé de ello con nadie. Eran ejercicios de soledad pura.
Otra forma de contemplación que practicaba durante esas largas noches en vela consistía en paladear un sabor que no era de este mundo. Era un sabor ni agradable ni desagradable, sino enteramente distinto a todos los sabores que conocía. Me era muy familiar, aunque ignorara su procedencia. Ahora apenas alcanzo a evocar, lejana y vagamente, aquel sabor.
Tenía un sueño recurrente: soñaba que volaba. Con un mínimo esfuerzo, me elevaba en el aire, me lanzaba en picado y remontaba el vuelo a voluntad. Debajo de mí se extendían paisajes soleados, extremadamente vívidos por su detalle y colorido. Cuando soñaba, era consciente de que esos sueños eran más reales que otros. Tan pronto comenzaba a soñar que volaba, mi yo soñador se llenaba de regocijo y, al despertar, recordaba esos vuelos con la nostalgia de quien se ha visto arrojado a una esfera de plúmbea pesadez.
A veces, trataba con todas mis fuerzas de inmovilizar el pensamiento. Nunca lo conseguía y ese fracaso me angustiaba. Me sentía impotente ante ese manar inagotable del pensamiento. A veces, me pasaba el día atento, como si avanzara con pies de plomo, buscando momentos en los que me sintiera libre de toda tribulación. Y cuando me creía «feliz», era consciente de que una pálida sombra de angustia me rondaba. Siempre había algo que podía torcerse.
Estas fueron mis primeras tentativas, ingenuas y espontáneas, de practicar lo que más adelante conocería como meditación. Explorar las texturas y contornos de mi interioridad me permitía escapar al aburrimiento y el tedio de un niño insomne y descubrir la serena autosuficiencia de la soledad. Thomas de Quincey habló de «ese mundo interior, ese mundo de secreta conciencia de uno mismo, en el que cada cual vive una segunda vida, a solas dentro de sí, paralela a su otra existencia, que vive en común con los demás». En el colegio siempre me asombraba que ninguno de mis maestros reconociera, y menos aún encarara, la existencia manifiesta de esa vida interior. Solo cuando conocí a monjes budistas encontré por fin a personas que se sentían a gusto en ese ámbito y hablaban de ello abiertamente, sin azoramientos ni reservas.