Capítulo 4
Porcelana bonita

Lou

Mi cuerpo irradiaba calor. Lentamente al principio, luego todo a la vez. Las extremidades me hormigueaban de forma casi dolorosa, regañándome para que recuperara la conciencia. Maldiciendo los pinchazos (y la nieve, y el viento, y el hedor a cobre en el aire), gemí y abrí los ojos. Notaba la garganta en carne viva, tensa. Como si alguien me hubiera introducido un atizador al rojo vivo por el gaznate mientras dormía.

—¿Reid? —La palabra salió como un graznido. Tosí… un sonido horrible y húmedo que hizo que me temblara el pecho, y lo intenté de nuevo—. ¿Reid?

Solté una maldición cuando no respondió y me di la vuelta.

Un grito estrangulado surgió de mi garganta, y me tambaleé hacia atrás. Un chasseur sin vida me miraba fijamente. Su cuerpo exangüe yacía en la orilla helada del arroyo, ya que la mayor parte de su sangre había derretido la nieve de debajo y se había filtrado en la tierra y el agua.

A sus tres compañeros no les había ido mucho mejor. Sus cadáveres estaban en la orilla, rodeados por los cuchillos que había empleado Reid.

Reid.

—¡Joder! —Me puse de rodillas, con las manos revoloteando sobre la enorme figura de pelo cobrizo a mi otro lado. Estaba tendido boca abajo sobre la nieve, con los pantalones abrochados descuidadamente, con el brazo y la cabeza dentro de su camisa como si se hubiera desplomado antes de terminar de vestirse.

Le di la vuelta mientras soltaba otra maldición. El pelo se le había congelado sobre la cara salpicada de sangre, y su piel se había vuelto de un azul grisáceo ceniciento. Oh, Dios.

Oh, Dios, oh, Dios, oh, Dios.

Desesperada, apoyé la oreja contra su pecho y casi lloré de alivio cuando oí un latido. Era débil, pero ahí estaba. Mi propio corazón hacía resonar un traicionero latido en mis oídos, sano y fuerte, y tenía el pelo y la piel imposiblemente calientes y secos. Al comprender lo que había pasado sentí una oleada de náuseas. El muy idiota casi se había matado al tratar de salvarme.

Apoyé con fuerza las palmas de las manos en su pecho, y el oro explotó ante mí en una red de infinitas posibilidades. Salté a través de ellas apresuradamente, demasiado asustada para retrasarlo, para pensar en las consecuencias, y me detuve cuando un recuerdo se desplegó en el ojo de mi mente: mi madre cepillándome el pelo la noche anterior a mi decimosexto cumpleaños, la ternura de su mirada, la calidez de su sonrisa.

Calidez.

Cuídate, querida, mientras estamos separadas. Cuídate hasta que nos encontremos de nuevo.

¿Te acordarás de mí, Maman?

Nunca podría olvidarte, Louise. Te quiero.

Con un gesto de vacilación ante sus palabras, tiré de la cuerda dorada y esta se retorció. El recuerdo cambió dentro de mi mente. Sus ojos se endurecieron y se convirtieron en trozos de hielo esmeralda; se burló de la esperanza que reflejaba mi expresión, la desesperación que desprendía mi voz. Se me descompuso el rostro de dieciséis años. Las lágrimas brotaron.

Por supuesto que no te quiero, Louise. Eres la hija de mi enemigo. Fuiste concebida para un propósito más elevado, y no envenenaré ese propósito con amor.

Por supuesto. Por supuesto que ella no me había querido, ni siquiera entonces. Sacudí la cabeza, desorientada, y cerré el puño. El recuerdo se disolvió en polvo dorado, y su calidez inundó a Reid. Su pelo y su ropa se secaron con una ráfaga de calor. El color volvió a su piel, y su respiración se hizo más profunda. Abrió los ojos cuando intenté meterle el otro brazo en la manga.

—Deja de darme tu calor corporal —le dije, bajándole la camisa por el abdomen con violencia—. Te estás matando.

—Yo… —Aturdido, parpadeó varias veces y captó la sangrienta escena que nos rodeaba. El color que había recuperado su piel se desvaneció al ver a sus hermanos muertos.

Giré su rostro hacia el mío, ahuecando las manos sobre sus mejillas y obligándolo a sostenerme la mirada.

—Concéntrate en mí, Reid. No en ellos. Tienes que romper el patrón.

Abrió los ojos de par en par mientras me miraba.

—No sé cómo hacerlo.

—Solo tienes que relajarte —le persuadí, apartándole el pelo de la frente—. Visualiza la cuerda que nos une en tu mente y suéltala.

—Suéltala —se rio, pero el sonido le salió estrangulado. Su voz carecía de alegría—. Por supuesto.

Sacudió la cabeza y cerró los ojos para concentrarse. Después de un largo momento, el calor que palpitaba entre nosotros cesó, y fue reemplazado por el penetrante mordisco del aire frío e invernal.

—Bien —dije, sintiendo ese frío en lo más profundo de mis huesos—. Ahora cuéntame qué ha pasado.

Abrió los ojos de golpe, y en ese breve segundo, vi un destello de puro dolor sin adulterar. Hizo que el aliento se me atascara en la garganta.

—No paraban. —Tragó con fuerza y desvió la mirada—. Te estabas muriendo. Tenía que llevarte a la superficie. Pero nos reconocieron y no quisieron escuchar… —Tan rápido como apareció, el dolor de sus ojos se desvaneció, se apagó como la llama de una vela. Un inquietante vacío lo reemplazó—. No tuve elección —terminó, con una voz tan hueca como sus ojos—. Eras tú o ellos.

El silencio nos envolvió cuando entendí sus palabras.

No era la primera vez que se veía obligado a elegir entre otra persona y yo. No era la primera vez que se manchaba las manos con la sangre de su familia para salvarme. Oh, Dios.

—Por supuesto. —Asentí demasiado rápido, mi voz horriblemente ligera. Mi sonrisa horriblemente brillante—. Está bien. No pasa nada. —Me puse de pie, ofreciéndole una mano. La miró durante un segundo, dudando, y noté un nudo descomunal en el estómago. Sonreí con más ímpetu. Por supuesto que él dudaría en tocarme. En tocar a cualquiera. Acababa de sufrir una experiencia traumática. Había utilizado la magia por primera vez desde Modraniht, y la había usado para hacer daño a sus hermanos. Por supuesto que tenía emociones encontradas. Por supuesto que no quería que yo…

Aparté aquel pensamiento, y me acobardé como si me hubiera mordido. Pero era demasiado tarde. El veneno ya me había impregnado. La duda rezumaba allí donde sus colmillos me habían perforado, y observé, ausente, cómo mi mano caía de nuevo a mi costado. Él la agarró en el último segundo, sujetándola con firmeza.

—No lo hagas —dijo.

—¿El qué?

—Pensar lo que sea que estés pensando. No lo hagas.

Emití una risa estridente, buscando una respuesta ingeniosa, pero no encontré ninguna. En vez de eso, lo ayudé a ponerse de pie.

—Volvamos al campamento. No me gustaría decepcionar a tu madre. En este momento, lo más probable es que esté deseando asarnos a los dos en el espetón. De hecho, la idea no me desagrada del todo. Aquí hace un frío de mil demonios.

Asintió con la cabeza, todavía espantosamente impasible, y se colocó bien sus botas en silencio. Acabábamos de regresar al Hueco cuando capté un pequeño movimiento por el rabillo del ojo que me hizo detenerme.

Él miró alrededor.

—¿Qué pasa?

—Nada. ¿Por qué no te adelantas?

—No hablas en serio.

Otro movimiento, este más evidente. Mi sonrisa, aún demasiado radiante, demasiado alegre, se desvaneció.

—Tengo que mear —dije con rotundidad—. ¿Acaso quieres mirar?

Reid se puso colorado, y tosió, agachando la cabeza.

—Em, no. Esperaré justo ahí.

Huyó detrás del grueso follaje de un abeto sin mirar hacia atrás. Lo vi marcharse, y estiré el cuello para asegurarme de que no viera nada, antes de girarme para estudiar el origen del movimiento.

En la orilla del estanque, no del todo muerto, el último de los chasseurs me miraba con ojos suplicantes. Todavía se aferraba a su Balisarda. Me arrodillé a su lado, sintiendo náuseas mientras se lo arrancaba de sus dedos rígidos y congelados. Por supuesto que Reid no se lo había quitado, a ninguno de ellos. Hubiera sido una violación. No importaba que lo más probable era que las brujas saquearan sus cadáveres y se llevaran los cuchillos encantados. Para Reid, despojar a sus hermanos de sus identidades en sus últimos momentos habría sido una traición impensable, peor incluso que matarlos.

El chasseur movió los pálidos labios, pero no articuló ningún sonido. Suavemente, lo hice rodar sobre su estómago. Morgane me había enseñado cómo matar a un hombre al instante.

«En la base de la cabeza, donde la columna vertebral se encuentra con el cráneo», me había instruido, colocándome la punta de su cuchillo en el cuello. «Si los separas no habrá reanimación que valga».

Imité el movimiento de Morgane en el cuello del chasseur. Agitó los dedos por la inquietud. Por el miedo. Pero ya era demasiado tarde para él, e incluso si no lo fuera, nos había visto las caras. Puede que también hubiera visto a Reid usar la magia. Ese era el único regalo que podía hacerles a cualquiera de los dos.

Tomando una profunda bocanada de aire, hundí el Balisarda en la base del cráneo del chasseur. Sus dedos dejaron de moverse bruscamente. Después de un momento de vacilación, lo hice rodar de nuevo, le crucé las manos sobre el pecho y le coloqué el Balisarda entre ellas.

Como había predicho, madame Labelle nos esperaba en la linde del Hueco, con las mejillas sonrojadas y los ojos brillantes de ira. De sus fosas nasales prácticamente brotaba fuego.

—¿Dónde habéis…? —Se detuvo en seco, con los ojos abiertos de par en par al vernos el pelo despeinado y el estado de nuestra ropa. Reid todavía no se había abrochado los pantalones. Se apresuró a hacerlo en aquel momento—. ¡Imbéciles! —chilló madame Labelle, en voz tan alta, tan chillona y desagradable, que un par de tórtolas salieron volando—. ¡Cretinos! Estúpidos, necios. ¿Sois capaces de pensar con las regiones más septentrionales de vuestro cuerpo, o estáis gobernados enteramente por el sexo?

—Depende de cómo nos levantemos. —Me dirigí hacia mi saco de dormir, arrastrando a Reid conmigo, y le eché mi manta sobre los hombros. Todavía tenía la piel demasiado cenicienta para mi gusto, y seguía faltándole el aliento. Él me atrajo hasta su hombro, y me dio las gracias rozándome la oreja con los labios—. Aunque me sorprende oír a una madame tan mojigata.

—No lo sé. —Sentado en su saco de dormir, Beau se pasó una mano por la melena despeinada. Todavía parecía adormilado—. Por una vez, yo lo llamaría prudencia. Y es mucho, viniendo de mí. —Arqueó una ceja en mi dirección—. ¿Ha estado bien, al menos? Espera, no me lo digas. Si hubiera sido con otro que no fuera mi hermano, tal vez…

—Cierra el pico, Beau, y ya de paso aviva el fuego —dijo Coco, que inspeccionaba con la mirada cada centímetro de mi piel. Frunció el ceño—. ¿Eso es sangre? ¿Estás herida?

Beau ladeó la cabeza para estudiarme antes de asentir con la cabeza. No hizo ningún amago de ir a avivar el fuego.

—Tienes una pinta horrible, hermanita.

—No es tu hermana —gruñó Reid.

—Y tendría mejor pinta que tú aunque estuviera agonizando —añadió Coco. Él se rio y sacudió la cabeza.

—Cada cual que opine lo que quiera, por muy equivocado que esté…

—¡Basta! —Madame Labelle levantó las manos al cielo con exasperación y nos miró a todos—. ¿Qué ha pasado?

Le eché una mirada a Reid, que estaba tan tenso como si madame Labelle le hubiera pegado con un atizador, y rápidamente relaté lo que había sucedido en el arroyo. Aunque me salté las partes íntimas, Beau gimió y se tiró de espaldas de todas formas, cubriéndose la cara con una manta. La expresión de madame Labelle se endurecía más con cada palabra.

—Intentaba mantener cuatro patrones a la vez —relaté, a la defensiva, mientras ella entornaba los ojos y unas manchas de rubor le aparecían en las mejillas—. Dos patrones para ayudarnos a respirar y dos patrones para ayudarnos a oír. Fui incapaz de controlar la temperatura del agua también. Esperaba poder aguantar lo suficiente para que los chasseurs se fueran. —Miré con reticencia a Reid, que contemplaba fijamente sus pies. Aunque había guardado el Balisarda en la bandolera, todavía agarraba el mango con su mano libre. Los nudillos se le habían puesto blancos—. Siento no haber podido hacerlo.

—No ha sido culpa tuya —murmuró.

Madame Labelle siguió interrogándonos, sin prestar atención a ninguna de las señales emocionales.

—¿Qué ha pasado con los chasseurs?

De nuevo, miré a Reid, preparada para mentir si era necesario.

Él respondió por mí, con la voz hueca.

—Los he matado. Están muertos.

Por fin, por fin, la expresión de madame Labelle se suavizó.

—Luego me ha dado su calor corporal en la orilla. —Me apresuré a continuar la historia, pues me moría de ganas por terminar aquella conversación, para llevarme a Reid y consolarlo de alguna manera. Se lo veía tan… tan rígido. Como uno de los árboles que crecían a nuestro alrededor, extraño y desconocido y duro. Lo detestaba—. Ha usado la magia de forma inteligente, pero casi se muere de frío. He tenido que extraer calor de un recuerdo para reanimar…

—¿Que has hecho qué? —Madame Labelle se levantó cuan alta era y me miró desde arriba, con los puños apretados en un gesto tan familiar que me detuve, mirándola fijamente—. Niña tonta…

Levanté la barbilla en actitud desafiante.

—¿Hubieras preferido que lo dejara morir?

—¡Claro que no! Aun así, semejante imprudencia debe ser revisada, Louise. Sabes muy bien lo peligroso que es alterar la memoria…

—Soy consciente —dije, apretando los dientes.

—¿Por qué es peligroso? —preguntó Reid en voz baja.

Giré la cabeza hacia él, bajando la voz para igualar su tono.

—Los recuerdos son… sagrados. Nuestras experiencias en la vida dan forma a lo que somos, es como nutrirse de la naturaleza, y si cambiamos nuestros recuerdos de esas experiencias, bueno… También podríamos cambiar lo que somos.

—No se sabe cómo ese recuerdo que ha alterado ha afectado a sus valores, sus creencias, sus expectativas. —Madame Labelle se hundió en un hueco en su tronco favorito. Respirando hondo, enderezó la espalda y apretó las manos como si tratara de concentrarse en algo más, cualquier cosa que no fuera su ira—. La personalidad tiene matices. Hay algunos que creen que la naturaleza (nuestro linaje, nuestras características heredadas) influye en lo que somos, independientemente de las vidas que llevemos. Creen que nos convertimos en lo que hemos nacido para ser. Muchas brujas, Morgane incluida, utilizan esta filosofía para excusar su comportamiento atroz. Es una tontería, por supuesto.

Todas las miradas y los oídos del Hueco estaban centrados únicamente en ella. Incluso Beau asomó la cabeza en señal de interés.

Reid frunció el ceño.

—Así que… crees que la educación tiene más influencia que la naturaleza.

—Por supuesto que sí. El más leve cambio en la memoria puede acarrear consecuencias profundas e invisibles. —Dirigió su mirada hacia mí, y esos ojos familiares se entrecerraron casi imperceptiblemente—. Lo he visto en el pasado.

Ansel esbozó una sonrisa incierta, una reacción instintiva, en el incómodo silencio que siguió.

—No sabía que la brujería podía ser tan académica.

—Lo que sabes de brujería no podría llenar ni una cáscara de nuez —contestó madame Labelle irritada.

Coco repuso algo con brusquedad, a lo que Beau respondió con igual irritación. No escuché nada de eso, ya que Reid había colocado la mano en el hueco de mi espalda. Se inclinó para susurrar:

—No deberías haber hecho eso por mí.

—Haría cosas mucho peores por ti.

Se echó hacia atrás al oír mi tono, sus ojos escrutaron los míos.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. No te preocupes por eso. —Le acaricié la mejilla, y un intenso sentimiento de alivio me recorrió cuando no se apartó—. Lo hecho, hecho está.

—Lou. —Me tomó los dedos y los apretó con suavidad antes de devolverlos a donde estaban. Su rechazo, por muy educado que fuera, hizo que se me cayera el alma a los pies—. Dímelo.

—No.

—Dímelo.

—No.

Exhaló con fuerza por la nariz, tensó la mandíbula.

Por favor.

Lo miré fijamente, indecisa, mientras la discusión de Coco y Beau se hacía más intensa. Aquello era una mala idea. Una muy mala idea, de hecho.

—Ya sabes una parte —acabé diciendo—. Para recibir, debes dar. He manipulado un recuerdo para revivirte en la orilla. He intercambiado nuestra visión por una capacidad auditiva mejorada, y yo…

Para ser totalmente sincera, deseaba mentir. Otra vez. Quería sonreír y decirle que todo iría bien, pero no tenía sentido ocultar lo que había hecho. Aquella era la naturaleza de la bestia. La magia requería sacrificios. La naturaleza exigía equilibrio. Reid tendría que aprenderlo más pronto que tarde si queríamos sobrevivir.

—¿Tú qué? —dijo con impaciencia.

Me encontré con su mirada dura e inquebrantable de frente.

—He dado unos momentos de mi vida a cambio de esos momentos bajo el agua. Ha sido la única manera que se me ha ocurrido para que siguiéramos respirando.

En aquel momento, retrocedió y se alejó de mí, se alejó físicamente, pero madame Labelle se puso en pie de un salto, elevando la voz para que se la escuchara por encima de Coco y Beau. Ansel observaba cómo se desarrollaba el caos con una ansiedad palpable.

—¡He dicho que ya es suficiente! —El color de sus mejillas se había vuelto más intenso, y temblaba visiblemente. Resultaba obvio que el temperamento de Reid era heredado—. Por el colmillo que le falta a la Arpía, tenéis que dejar de comportaros como niños, o las Dames blanches bailarán sobre vuestras cenizas. —Nos miró con atención a Reid y a mí—. ¿Estáis seguros de que los chasseurs están muertos? ¿Todos ellos?

El silencio de Reid debería haber sido respuesta suficiente. Sin embargo, puesto que madame Labelle aún nos miraba expectante, esperando la confirmación, fruncí el ceño y pronuncié las palabras en voz alta.

—Sí. Están muertos.

—Bien —espetó.

Reid seguía sin decir nada. No reaccionó a la crueldad de ella en absoluto. Se estaba escondiendo, me di cuenta. Escondiéndose de ellos, escondiéndose de sí mismo… Escondiéndose de mí. Madame Labelle se sacó tres trozos de pergamino arrugados del corpiño y nos los arrojó. Reconocí la letra de Coco en ellos, las súplicas que había escrito a su tía. Debajo de la última, una mano desconocida había escrito con tinta una brusca negativa: Tu cazador no será bien recibido aquí. Eso era todo. No había ninguna explicación adicional ni palabras corteses. Ningún «si», «y» ni «pero».

Parecía que La Voisin por fin había dado su respuesta.

Arrugué la última misiva antes de que Reid pudiera leerla, con la sangre rugiéndome en los oídos.

—¿Podemos ponernos todos de acuerdo en que es hora de enfrentarnos a los monstruos —preguntó madame Labelle—, o continuaremos cerrando los ojos y esperando lo mejor?

La irritación que me provocaba madame Labelle se acercó peligrosamente a la aversión. Me daba igual que fuera la madre de Reid. En ese momento, no deseé su muerte, pero sí que le picara algo. Sí. Un picor eterno en sus partes bajas que fuera incapaz de aliviar. Un castigo adecuado para alguien que no dejaba de arruinarlo todo.

Y aun así, a pesar de su cruel insensibilidad, en el fondo sabía que tenía razón. Nuestros momentos robados se habían acabado.

Había llegado el momento de seguir adelante.

—Ayer dijiste que necesitamos aliados. —Le di la mano a Reid y le apreté los dedos. Era el único consuelo que podía ofrecerle allí. Sin embargo, cuando no me devolvió el apretón, una vieja fisura se abrió en mi corazón. Las palabras amargas salieron a borbotones antes de que pudiera detenerlas—. ¿A quién podríamos pedírselo? Está claro que las brujas de sangre no nos apoyan. El pueblo de Belterra ciertamente no se unirá a nuestra causa. Somos brujas. Somos malvadas. Hemos colgado a sus hermanas, hermanos y madres en la calle.

Morgane ha hecho esas cosas —protestó Coco—. Nosotras no hemos hecho nada.

—Sin embargo, esa es la cuestión, ¿no? Dejamos que ocurriera. —Hice una pausa y exhalé con fuerza—. Yo dejé que ocurriera.

—Basta —dijo Coco con ferocidad, sacudiendo la cabeza—. El único crimen que cometiste fue querer vivir.

—No importa. —Madame Labelle volvió a su tocón con una expresión pensativa. Aunque sus mejillas seguían de color rosa, había bajado la voz misericordiosamente. Mis oídos se regocijaron—. Adonde el rey se dirija, el pueblo lo seguirá.

—Estás loca si crees que mi padre se aliará contigo —dijo Beau desde su saco de dormir—. Ya ha puesto precio a la cabeza de Lou.

Madame Labelle resopló.

—Morgane es una enemiga común. Tu padre podría ser más dócil de lo que crees.

Beau puso los ojos en blanco.

—Mira, sé que crees que todavía te ama o lo que sea, pero él…

—No es el único al que pediremos ayuda —interrumpió madame Labelle con brusquedad—. Es obvio que nuestras posibilidades de éxito serán mucho mayores si persuadimos al rey Auguste para que se una a nosotros, ya que sin duda comandará a los chasseurs hasta que la Iglesia designe un nuevo líder, pero hay otros personajes igual de poderosos. Los loups garous, por ejemplo, y las melusinas. Tal vez incluso Josephine estaría dispuesta a unírsenos si se dieran las circunstancias adecuadas.

Coco se rio.

—Si mi tía se ha negado a alojarnos con un exchasseur entre nuestras filas, ¿qué te hace pensar que estará de acuerdo en aliarse con los enemigos reales? No le gustan mucho los hombres lobo ni las sirenas.

Reid parpadeó, la única señal física de que había deducido el contenido de la misiva de La Voisin.

—Tonterías. —Madame Labelle negó con la cabeza—. Debemos mostrarle a Josephine que tiene más que ganar con una alianza que llevando a cabo una política mezquina.

—¿Política mezquina? —Coco hizo una mueca—. La política de mi tía es de vida o muerte para mi pueblo. Cuando las Dames blanches echaron a mis antepasadas del Chateau, tanto los loups garous como las melusinas se negaron a prestarnos ayuda. Pero tú no lo sabías, ¿verdad? Las Dames blanches solo piensan en sí mismas. Excepto tú, Lou —añadió.

—No me ofendo. —Me acerqué a la raíz más cercana, me subí a ella y miré a madame Labelle. Sin embargo, mis pies colgaban a varios centímetros del suelo, lo cual estropeaba bastante mi pose amenazadora—. Si vamos a alejarnos por completo de la realidad, ¿por qué no añadimos al Hombre Salvaje y a la Tarasca a la lista? Estoy segura de que un hombre cabra legendario y un dragón le darían un toque fantástico a esa gran batalla que te estás imaginando.

—No me imagino nada, Louise. Sabes tan bien como yo que tu madre no ha permanecido ociosa en su silencio. Está planeando algo, y debemos estar preparados para lo que sea.

—No será una batalla. —Balanceé los pies fingiendo despreocupación, a pesar de la turbación que se agolpaba bajo mi piel—. No en el sentido tradicional. Ese no es su estilo. Mi madre es una anarquista, no una soldado. Ella ataca desde las sombras, se esconde entre las multitudes. Así es cómo incita al miedo. Con el caos. No se arriesgará a unir a sus enemigos llevando a cabo un ataque directo.

—Aun así —dijo madame Labelle con frialdad—, somos seis contra decenas de Dames blanches. Necesitamos aliados.

—Para no echar por tierra tu afirmación, digamos que todas las partes forman una alianza milagrosa. —Balanceé los pies con más fuerza, con más rapidez—. El rey, los chasseurs, las Dames rouges, los loups garous y las melusinas, colaboran los unos con los otros como si fueran una gran familia feliz. ¿Qué pasará después de que derrotamos a Morgane? ¿Volveremos a las andadas en cuanto esté bajo tierra? Somos enemigos, Helene. Los hombres lobo y las sirenas no van a convertirse en amigos del alma en el campo de batalla. Los cazadores no van a renunciar a siglos de enseñanzas para hacerse amigos de las brujas. Es un dolor demasiado antiguo y demasiado intenso como para que ninguno de los bandos lo olvide. No se puede curar una enfermedad con una venda.

—Pues dales la cura —propuso Ansel en voz baja. Me sostuvo la mirada con una firmeza y fortaleza nada típicas de su edad—. Tú eres una bruja. Él es un cazador.

Reid respondió en voz baja, plana.

—Ya no.

—Pero lo eras —insistió Ansel—. Cuando os enamorasteis, erais enemigos.

—Él no sabía que yo era su enemiga… —empecé.

—Pero tú sí sabías que él lo era. —Los ojos de Ansel, del color del whisky, pasaron de mí a Reid—. ¿Habría importado?

No importa si eres una bruja, me había dicho después de Modraniht. Me había tomado de las manos, y las lágrimas habían brotado en sus ojos. Habían sido muy expresivas, rebosantes de emoción. De amor. El modo en que ves el mundo… Yo también quiero verlo así.

Aguantando la respiración, esperé una respuesta negativa que no llegó. Madame Labelle habló en su lugar.

—Creo que un enfoque similar funcionará con los otros. Unirlos contra un enemigo común, obligarlos a trabajar juntos, podría cambiar la percepción de todos los bandos. Podría ser el empujón que todos necesitamos.

—Y me has llamado ingenua a mí. —Aumenté la fuerza de mis patadas para enfatizar mi escepticismo, y la bota (que seguía sin atar, pues había abandonado el arroyo a toda prisa) se me salió del pie. Un trozo de papel cayó del interior. Frunciendo el ceño, salté al suelo para recuperarlo. A diferencia del pergamino barato y manchado de sangre que Coco había robado del pueblo, aquella nota estaba escrita en un trozo de lino limpio y nuevecito que olía a eucalipto. Se me heló la sangre.

Bonita muñeca de porcelana, con cabellos a la negra noche semejantes,

llora sola dentro de su ataúd, sus lágrimas verdes y brillantes.

Coco se acercó a mí y se inclinó para leer las palabras.

—Esto no es de mi tía.

El lino se me escapó de los dedos entumecidos.

Ansel se agachó a recogerlo, y él también leyó por encima el contenido.

—No sabía que te gustaba la poesía. —Cuando nuestras miradas se encontraron, su sonrisa vaciló—. Es precioso. De una manera triste, supongo.

Intentó devolverme el lino, pero mis dedos seguían negándose a moverse. Reid lo aceptó en mi lugar.

—No lo has escrito tú, ¿verdad? —preguntó, aunque no era una pregunta.

Sin pronunciar palabra, negué con la cabeza de todos modos.

Me estudió un momento antes de volver a prestar atención a la nota.

—Estaba en tu bota. Quienquiera que la haya escrito debe de haber estado en el arroyo. —Frunció todavía más el ceño, y se la pasó a madame Labelle, que había tendido una mano, impaciente—. ¿Crees que un chasseur…?

—No. —La incredulidad que me había mantenido congelada por fin se convirtió en una oleada de pánico. Le quité la nota a madame Labelle, sin hacer caso a su protesta, y me la volví a meter en la bota—. Ha sido Morgane.