Capítulo 3
Señal de alarma
Reid
Lou flotaba sobre el agua con perezosa satisfacción. Tenía los ojos cerrados. Los brazos abiertos. Su melena se agitaba densa y pesada a su alrededor. Los copos de nieve caían con suavidad. Se arremolinaban en sus pestañas, en sus mejillas. Aunque nunca había visto una melusina (solo había leído sobre ellas en las antiguas tumbas de Saint-Cécile), imaginé que se parecían a ella en ese momento. Hermosas. Etéreas.
Desnudas.
Nos habíamos despojado de nuestra ropa en las heladas orillas del arroyo. Absalón se había materializado poco después y se había acurrucado entre nuestras prendas. No sabíamos a dónde iba cuando perdía su forma corporal. A Lou le importaba más que a mí.
—La magia tiene sus ventajas, ¿no? —murmuró, arrastrando distraídamente un dedo por el agua. El vapor formó espirales ante su contacto—. Ahora mismo deberíamos tener las partes nobles congeladas. —Sonrió y abrió un ojo—. ¿Quieres que te lo enseñe?
Arqueé una ceja.
—Desde aquí lo veo estupendamente.
Ella sonrió.
—Cerdo. Me refería a la magia. —Cuando no dije nada, se inclinó hacia delante y avanzó por el agua. No podía tocar el fondo del arroyo, aunque yo sí podía. El agua me lamió la garganta—. ¿Quieres aprender a calentar el agua? —preguntó.
Esta vez, estaba preparado para ello. No me acobardé. No dudé. Sin embargo, tragué con fuerza.
—Por supuesto.
Me estudió con los ojos entrecerrados.
—No se te ve muy entusiasmado precisamente, Chass.
—Fallo mío. —Me hundí más en el agua, nadando hacia ella lentamente. Como un lobo—. Oh, radiante mujer, te ruego que me muestres tu gran destreza mágica. No puedo esperar ni un momento más para presenciarla, o seguramente moriré. ¿Será suficiente con eso?
—Así está mejor —resopló, levantando la barbilla—. Veamos, ¿qué sabes sobre la magia?
—Lo mismo que el mes pasado. —¿Había pasado solo un mes desde la última vez que me había hecho esa pregunta? Parecía toda una vida. Ahora todo era diferente. Parte de mí deseaba que no lo fuera—. Nada.
—Tonterías. —Abrió los brazos cuando fui hacia ella, y me los puse alrededor del cuello. Me envolvió la cintura con las piernas. La posición debería haber sido sexual, pero no lo fue. Era solo… íntima. Así de cerca, podía contar cada una de las pecas de su nariz. Podía ver las gotas de agua que se aferraban a sus pestañas. Me costó horrores no volver a besarla—. Sabes más de lo que crees. Has estado con tu madre, Coco y conmigo durante casi quince días, y en Modraniht, tú… —Se detuvo de golpe, y luego fingió un fuerte ataque de tos. Se me cayó el alma a los pies. Y en Modraniht, mataste al arzobispo con magia. Se aclaró la garganta—. Yo… solo sé que has estado prestando atención. Tu mente es una trampa de acero.
—Una trampa de acero —repetí, retirándome a esa fortaleza una vez más.
No sabía cuánta razón tenía.
Me llevó varios segundos darme cuenta de que estaba esperando mi respuesta. Aparté la mirada, incapaz de contemplar esos ojos. En aquel momento estaban azules. Casi grises. Tan familiares. Tan… traicionados.
Como si me leyeran el pensamiento, los árboles crujieron a nuestro alrededor y, en el viento, juraría que escuché su voz en un susurro…
Eras como un hijo para mí, Reid.
Se me puso la piel de gallina por todo el cuerpo.
—¿Has oído eso? —Me di la vuelta y me acerqué más a Lou. Ella no tenía la carne de gallina—. ¿Lo has oído?
Dejó de hablar a mitad de la frase. Todo su cuerpo se tensó y miró a su alrededor con los ojos abiertos de par en par.
—¿A quién?
—Me ha parecido oír… —Negué con la cabeza. No podía ser. El arzobispo estaba muerto. Un producto de mi imaginación había cobrado vida para atormentarme. Al cabo de un instante, los árboles se quedaron decididamente quietos, y la brisa, si es que la había habido, guardó silencio—. Nada. —Negué con más fuerza, repitiendo la palabra como si eso fuera a hacerla realidad—. No ha sido nada.
Y sin embargo… en el cortante aire con aroma a pino… una presencia se hizo visible. Una conciencia. Nos miraba.
Estás siendo ridículo, me regañé a mí mismo. No solté a Lou.
—Los árboles de este bosque tienen ojos —susurró, repitiendo las palabras anteriores de madame Labelle. Todavía miraba a su alrededor con recelo—. Pueden… ver cosas, dentro de tu cabeza, y retorcerlas. Convertir los miedos en monstruos. —Se estremeció—. Cuando hui la primera vez, la noche de mi decimosexto cumpleaños, pensé que me estaba volviendo loca. Las cosas que vi…
Su voz se fue apagando, y su mirada me dejó saber que se había encerrado en sí misma.
Apenas me atreví a respirar. Nunca me había contado aquello antes. Nunca me había dicho nada sobre su pasado antes de Cesarine. Pese a su piel desnuda, usaba los secretos como armadura, y no se deshacía de ellos por nadie. Ni siquiera por mí. Sobre todo por mí. El resto del entorno desapareció (el agua, los árboles, el viento), y solo quedó el rostro de Lou, su voz, mientras se perdía en sus recuerdos.
—¿Qué viste? —pregunté en voz baja.
Ella dudó.
—A tus hermanos y hermanas.
Una respiración entrecortada.
La mía.
—Fue horrible —continuó después de un momento—. Estaba ciega de pánico, sangraba por todas partes. Mi madre me acechaba. Oía su voz a través de los árboles, en una ocasión me había dicho entre risas que eran sus espías, pero yo no sabía lo que era real y lo que no. Solo sabía que tenía que escapar. Entonces empezaron los gritos. Eran escalofriantes. Una mano salió disparada del suelo y me agarró del tobillo. Me caí, y un… cadáver se me subió encima. —Una oleada de náuseas me invadió ante aquellas imágenes, pero no me atreví a interrumpir—. Tenía el pelo dorado, y su garganta… Se parecía a la mía. Me arañó, me rogó que lo ayudara, excepto que su voz sonaba extraña, por supuesto, debido a la… —se llevó la mano a su cicatriz— la sangre. Me las arreglé para alejarme de él, pero había otros. Muchos otros. —Retiró las manos de mi cuello para dejarlas flotar entre nosotros—. Te ahorraré los detalles sangrientos. Nada de aquello fue real, de todos modos.
Le miré las palmas de las manos, que reposaban hacia arriba en el agua.
—Has dicho que los árboles son espías de Morgane.
—Eso es lo que ella afirmó. —Levantó una mano en un movimiento distraído—. Pero no me preocupa. Madame Labelle nos esconde dentro del campamento, y Coco…
—Pero aun así nos han visto hace un momento. Los árboles. —Le agarré la muñeca y examiné la mancha de sangre. El agua ya la había desvanecido en algunos lugares. Eché un vistazo a mis propias muñecas—. Tenemos que irnos. Ya.
Lou se fijó en mi piel limpia con horror.
—Mierda. Te he dicho que tuvieras cuidado.
—Lo creas o no, tenía otras cosas en la cabeza —le dije, arrastrándola hacia la orilla. Estúpidos. Habíamos sido muy estúpidos. Demasiado distraídos, demasiado perdidos el uno en el otro (en el hoy) para darnos cuenta del peligro. Ella se retorció mientras trataba de liberarse—. ¡Basta! —Intenté que dejara de sacudirse—. Mantén las muñecas y la garganta por encima del agua, o ambos…
Se quedó quieta en mis brazos.
—Gracias…
—Cállate —siseó, mirando fijamente por encima de mi hombro. Yo apenas me había girado, apenas había vislumbrado unos retazos de abrigos azules a través de los árboles, antes de que me metiera la cabeza bajo el agua.
El fondo del arroyo estaba oscuro. Demasiado oscuro para ver algo que no fuera el rostro de Lou, apagado y pálido bajo el agua. Me agarró de los hombros con un apretón de los que causan moretones, cortándome la circulación. Cuando me encogí, incómodo, se agarró con más fuerza, negando con la cabeza. Todavía miraba por encima de mi hombro, con los ojos abiertos y vacíos. En combinación con su piel pálida y su pelo flotante, el efecto resultaba… espeluznante.
La sacudí ligeramente. Seguía sin enfocar la mirada.
La sacudí de nuevo. Ella frunció el ceño, y hundió las manos más profundamente en mi piel.
Si hubiera podido, habría exhalado un suspiro de alivio. Pero no podía.
Mis pulmones aullaban.
No me había dado tiempo a tomar una bocanada de aire antes de que me empujara hacia abajo, no había tenido la posibilidad de prepararme contra el repentino y penetrante frío. Unos dedos helados se deslizaron por mi piel, aturdiéndome. Arrebatándome los sentidos. La magia que Lou había llevado a cabo para calentar el agua, fuera la que fuere, se había desvanecido. Un debilitante entumecimiento me recorrió los dedos de las manos. Los dedos de los pies. El pánico se apoderó rápidamente de ellos.
Y entonces, igual de repentinamente, dejé de ver. El mundo se volvió negro.
Forcejeé con Lou, y dejé escapar el poco aliento que me quedaba, pero ella se aferró a mí, me rodeó el torso con las extremidades y apretó, anclándonos al fondo del arroyo. Las burbujas explotaron a nuestro alrededor mientras yo luchaba. Me sostenía con una fuerza antinatural, frotando su mejilla contra la mía como si quisiera calmarme. Para consolarme.
Pero nos estaba ahogando a los dos, y yo tenía el pecho demasiado tenso, se me cerraba la garganta. No había calma. No había comodidad. Notaba los miembros más pesados con cada segundo que transcurría. En un último y desesperado intento, me impulsé hacia arriba tras patear el suelo con todas mis fuerzas. Al tirar del cuerpo de Lou, el cieno se solidificó alrededor de mis pies. Atrapándome.
Luego me dio un puñetazo en la boca.
Me balanceé hacia atrás, desconcertado, mientras mis pensamientos se desvanecían, preparado para que el agua entrara, para que me inundara los pulmones y acabara con aquella agonía. Tal vez ahogarse fuera pacífico. Nunca lo había pensado. Cuando imaginaba mi propia muerte, era ante la punta de una espada. O sucumbiendo ante una bruja. Finales violentos y dolorosos. Ahogarse sería mejor. Más fácil.
En el momento crítico, mi cuerpo inhaló de forma involuntaria. Cerré los ojos, que ya no veían. Envolví a Lou con los brazos, enterré la nariz en su cuello. Por lo menos Morgane no nos capturaría. Por lo menos no tendría que vivir sin ella. Pequeñas victorias. Victorias importantes.
Pero el agua no llegó a entrar. En vez de eso, un aire imposiblemente fresco me inundó la boca, y con él, llegó el más dulce alivio. Aunque todavía era incapaz de ver, aunque el frío seguía debilitándome, podía respirar. Podía pensar. La coherencia volvió a mí en una oleada desconcertante. Volví a respirar hondo una vez. Luego otra, y otra. Aquello… era imposible. Estaba respirando bajo el agua. Como el pez de Jonás. Como las melusinas. Como…
Como si fuera magia.
Una punzada de decepción me atravesó el pecho. Inexplicable y rápida. A pesar del agua que me rodeaba, me sentí… sucio, de alguna manera. Inmundo. Había odiado la magia toda mi vida, y ahora era lo único que me salvaba de aquellos a los que una vez había llamado hermanos. ¿Cómo había llegado a aquel punto?
Las voces estallaron a nuestro alrededor, interrumpiendo mis pensamientos. Voces claras. Como si estuviéramos junto a sus dueños en la orilla, y no anclados bajo metros de agua. Más magia.
—Dios, necesito mear.
—¡En el arroyo no, idiota! ¡Ve río abajo!
—Date prisa. —Una tercera voz, esta impaciente—. El capitán Toussaint nos espera dentro de poco en la aldea. Una última batida, y saldremos al amanecer.
—Gracias a Dios que está ansioso por volver con su chica. —Uno de ellos se frotó las palmas de las manos debido al frío. Fruncí el ceño. ¿Su chica?—. No fingiré que lamento marcharme de este miserable lugar. Llevamos días patrullando sin que hayamos conseguido otra cosa que congelarnos y…
Una cuarta voz.
—¿Eso es… ropa?
Esta vez Lou me hizo sangre con las uñas. Apenas lo noté. El latido de mi corazón me rugía en los oídos. Si examinaban la ropa, si levantaban mi abrigo y mi camisa, encontrarían mi bandolera.
Encontrarían mi Balisarda.
Las voces se hicieron más fuertes a medida que los hombres se acercaban.
—Parece que hay dos montones.
Una pausa.
—Bueno, no pueden estar ahí. El agua está demasiado fría.
—Morirían por congelación.
Aunque no los veía, los imaginé más cerca del agua, buscando en sus someras profundidades azules señales de vida. Pero los árboles mantenían el arroyo en sombra, incluso aunque estuviera amaneciendo, y el cieno enturbiaba el agua. La nevada habría cubierto nuestros pasos.
Al final, el primero murmuró:
—Nadie puede aguantar la respiración tanto tiempo.
—Una bruja sí.
Otra pausa, esta más larga que la anterior. Más ominosa. Contuve la respiración, conté cada rápido latido de mi corazón.
Bum-bum. Bum-bum.
Bum-bum.
—Pero… esta es ropa de hombre. Mira. Pantalones.
Una neblina roja atravesó la interminable oscuridad. Si encontraban mi Balisarda, sacaría los pies del cieno a la fuerza. Incluso si eso significara perder dichos pies.
Bum-bum. Bum-bum.
No permitiría que se llevaran mi Balisarda.
Bum-bum.
Los dejaría a todos inconscientes.
Bum-bum.
No lo perdería.
—¿Crees que se han ahogado?
—¿Sin su ropa?
—Tienes razón. La explicación más lógica es que estén vagando desnudos en la nieve.
Bum-bum.
—Tal vez una bruja los arrastrara hacia el fondo.
—Por supuesto, entra y compruébalo.
Un resoplido indignado.
—Está helada. ¿Y quién sabe qué podría estar al acecho ahí dentro? De todos modos, si una bruja los ha hundido, ya se habrán ahogado. No tiene sentido añadir mi cadáver a la lista.
—Menudo chasseur estás hecho.
—No veo que tú te ofrezcas como voluntario.
Bum-bum.
Una parte distante de mi cerebro se dio cuenta de que los latidos de mi corazón estaban disminuyendo. Reconoció el frío que reptaba por mis brazos, por mis piernas.
Hizo sonar una señal de alarma. Lou aflojó las extremidades lentamente. Yo la apreté con más fuerza en respuesta. Fuera lo que fuere que estuviese haciendo para que siguiéramos respirando, para aumentar nuestra capacidad auditiva, la estaba drenando. O tal vez era el frío. De cualquier manera, notaba cómo se desvanecía. Tenía que hacer algo.
De forma instintiva, busqué la oscuridad que había sentido solamente en una ocasión anterior. El abismo. El vacío. Ese lugar al que había caído mientras Lou moría, ese lugar que había cerrado cuidadosamente con llave e ignorado. Ahora busqué a tientas para desatarlo, hurgué en mi subconsciente. Pero no estaba allí. No lo encontraba. El pánico se intensificó, incliné la cabeza de Lou hacia atrás y llevé mi boca hasta la suya. Introduje mi aliento en sus pulmones. Seguí buscando, pero no hallé cuerdas doradas. Ni patrones. Solo había agua helada y ojos que no veían y la cabeza de Lou inclinada sobre mi brazo. Dejó de aferrarme los hombros, y noté cómo su pecho se detenía.
La sacudí, el pánico se transformó en un miedo crudo y debilitante, y me estrujé el cerebro en busca de algo, cualquier cosa, que pudiera hacer. Madame Labelle había mencionado el equilibrio. Tal vez, tal vez pudiera…
El dolor me atravesó los pulmones antes de que se me ocurriera algo, y me quedé sin aliento. El agua me inundó la boca. De repente volvía a ver, y el cieno que me envolvía los pies se disolvió, lo que significaba…
Lou había perdido el conocimiento.
No me detuve a pensar, a ver cómo los destellos dorados que titilaban en los bordes de mi campo visual tomaban forma. Agarré su cuerpo inerte y me impulsé hacia la superficie.