Capítulo 1
Mañana

Lou

Unas nubes oscuras se arremolinaron sobre nosotros.

Aunque no podía ver el cielo a través del grueso dosel de La Fôret des Yeux, ni sentir el viento cortante que se levantaba más allá de nuestro campamento, sabía que se estaba gestando una tormenta. Los árboles se mecían en el crepúsculo gris, y los animales habían buscado refugio. Varios días atrás, nos habíamos cobijado en nuestra propia guarida: una peculiar cuenca en el suelo del bosque, donde los árboles habían echado raíces como si fueran dedos que se introducían y emergían de la fría tierra. Lo había llamado, cariñosamente, el Hueco. Aunque la nieve cubría como polvo todo lo que había fuera, los copos se derretían al contacto con la magia protectora que madame Labelle había conjurado.

Ajustando la piedra de hornear sobre el fuego, pinché con esperanza el bulto deforme que se hallaba encima. No se lo podía llamar pan exactamente, ya que había preparado el mejunje con nada más que corteza molida y agua, pero me negaba a ingerir otra comida a base de piñones y raíz de cardo lechero. Sencillamente, me negaba. Una chica debía llevarse algo sabroso a la boca de vez en cuando, y no me refería a las cebollas silvestres que Coco había encontrado esa mañana. Mi aliento todavía olía como el de un dragón.

—No pienso comerme eso —dijo Beau con rotundidad, mirando el pan de pino como si de pronto fueran a brotarle piernas y lo fuera a atacar. Su pelo negro, que normalmente llevaba peinado de un modo impecable, se agitaba en ondas despeinadas, y varias salpicaduras de suciedad le cubrían la curtida mejilla. Aunque su traje de terciopelo habría sido la última moda en Cesarine, también estaba cubierto de mugre.

Le sonreí.

—Bien. Muérete de hambre.

—¿Es…? —Ansel se acercó, arrugando la nariz con disimulo. Con los ojos brillantes por el hambre y el pelo enredado por el viento, no le había ido mucho mejor que a Beau en plena naturaleza. Pero Ansel, con su piel aceitunada y su complexión de sauce, sus pestañas rizadas y su sonrisa genuina, siempre sería atractivo. No podía evitarlo—. ¿Crees que es…?

—¿Comestible? —contribuyó Beau, arqueando una ceja oscura—. No.

—¡No iba a decir eso! —Las mejillas de Ansel se tiñeron de rosa, y me dirigió una mirada de disculpa—. Iba a decir… bueno. ¿Crees que está bueno?

—La respuesta a eso también es no. —Beau se dio la vuelta para hurgar en su morral. Triunfante, se enderezó un momento después con un puñado de cebollas y se llevó una a la boca—. Esta será mi cena esta noche, gracias.

Cuando abrí la boca para responderle de forma mordaz, Reid me pasó un brazo por los hombros; pesado, cálido y reconfortante. Me dio un beso en la sien.

—Estoy seguro de que el pan está delicioso.

—Así es. —Me incliné hacia él, pavoneándome ante el cumplido.

Estará delicioso. Y no oleremos a capu…, esto… a cebolla, toda la noche. —Sonreí con dulzura a Beau, que se detuvo con la mano a medio camino de la boca, frunciendo el ceño tras su cebolla—. Vas a estar apestando por lo menos un día entero.

Reid se rio, se agachó para besarme el hombro y su voz, lenta y profunda, retumbó contra mi piel.

—¿Sabes? Hay un arroyo siguiendo el camino.

Instintivamente, estiré el cuello y él me dio otro beso en la garganta, justo debajo de la mandíbula. Se me aceleró el pulso contra su boca. Aunque Beau frunció los labios en señal de disgusto por nuestra exhibición pública, lo ignoré, deleitándome en la cercanía de Reid. No habíamos estado solos en condiciones desde que me había despertado después de Modraniht.

—Tal vez deberíamos ir a verlo —dije sin aliento. Como de costumbre, Reid se alejó demasiado pronto—. Podríamos llevarnos el pan y… hacer un pícnic.

Madame Labelle volvió la cabeza hacia nosotros desde el otro lado del campamento, donde ella y Coco discutían entre las raíces de un abeto centenario. Aferraban un trozo de pergamino entre las dos, tenían los hombros tensos y el rostro macilento. Tinta y sangre salpicaban los dedos de Coco. Ya había enviado dos misivas a La Voisin, al campamento de sangre, suplicando refugio. Su tía no había respondido a ninguna de las dos. Dudaba que una tercera misiva la hiciera cambiar de opinión.

—Rotundamente no —dijo madame Labelle—. No podéis abandonar el campamento. Lo he prohibido. Además, se avecina una tormenta.

Lo he prohibido. Esas palabras me exasperaron. Nadie me había prohibido hacer nada desde que tenía tres años.

—Permitidme que os recuerde —continuó con la cabeza alta y un tono insufrible—, que el bosque todavía está lleno de cazadores, y aunque no las hemos visto, las brujas no pueden estar muy lejos. Eso sin mencionar a la guardia del rey. Se ha corrido la voz sobre la muerte de Florin en Modraniht —Reid y yo nos pusimos tensos en brazos del otro—, y las recompensas son más cuantiosas. Hasta los campesinos conocen vuestro rostro. No abandonaréis el campamento hasta que hayamos ideado algún tipo de estrategia ofensiva.

No me pasó desapercibido el sutil énfasis que puso en vuestro, o la forma en que nos miró a Reid y a mí. Nosotros éramos los que teníamos prohibido dejar el campamento. Nosotros éramos los que aparecíamos en carteles por todo Saint-Loire. Y a esas alturas, probablemente también en cualquier otro pueblo del reino. Coco y Ansel habían robado un par de carteles de «Se busca» después de ir a Saint-Loire a por provisiones. Uno mostraba el atractivo rostro de Reid, con el pelo teñido de rojo, y el otro mostraba el mío.

El dibujante me había puesto una verruga en la barbilla.

Fruncí el ceño al recordarlo mientras le daba la vuelta a la barra de pan de pino y dejaba al descubierto la corteza quemada y ennegrecida de la parte inferior. Todos la contemplamos con fijeza un momento.

—Tienes razón, Reid. Tremendamente delicioso. —Beau sonrió ampliamente. Detrás de él, Coco apretó la mano y la sangre goteó de su palma y cayó sobre la misiva. Las gotas chisporrotearon y humearon al posarse, quemando el pergamino hasta que no quedó ni rastro. Transportándolo al lugar donde La Voisin y las Dames rouges estuvieran acampadas. Beau agitó el resto de sus cebollas directamente bajo mi nariz, queriendo que le prestara atención.

—¿Estás segura de que no quieres una?

Le di un manotazo para que se le cayeran.

—Vete a la mierda.

Tras darme un apretón en los hombros, Reid levantó el pan chamuscado de la piedra y cortó una rebanada con una precisión impecable.

—No tienes que comértelo —dije hoscamente.

Esbozó una sonrisa.

Bon appétit.

Nos quedamos mirando, paralizados, cómo se metía el pan en la boca y se atragantaba.

Beau estalló en carcajadas.

Con los ojos llorosos, Reid se apresuró a tragar mientras Ansel le golpeaba en la espalda.

—Está bueno —me aseguró, sin dejar de toser e intentando masticar—. De verdad. Sabe como a… como…

—¿Carbón? —Beau se partió de risa al ver mi expresión, y Reid, de un rojo brillante porque todavía estaba atragantándose, levantó un pie para darle una patada en el culo. Literalmente. Beau perdió el equilibrio y cayó sobre el musgo y el liquen del suelo del bosque, con una huella de bota claramente visible en la parte trasera de sus pantalones de terciopelo.

Escupió barro por la boca al tiempo que Reid conseguía tragarse por fin el pan.

—Imbécil.

Antes de que pudiera dar otro mordisco, volví a tirar el pan al fuego.

—Tu caballerosidad es notoria, esposo mío, y por tanto será recompensada.

Me abrazó, y esta vez esbozó una sonrisa genuina. Y vergonzosamente aliviada.

—Me lo habría comido.

—Debería haberte dejado.

—Y ahora todos vosotros pasaréis hambre —dijo Beau.

Ignoré el traicionero gruñido de mi estómago y saqué la botella de vino que había escondido en el morral de Reid. No había tenido la ocasión de hacer las maletas para el viaje yo misma, por aquello de que Morgane me había secuestrado en los escalones de la catedral Saint-Cécile d’Cesarine. Por suerte, el día anterior me había alejado un poco del campamento y había conseguido un puñado de objetos útiles de una vendedora ambulante que pasaba por allí. El vino había sido indispensable. Al igual que la ropa nueva. Aunque Coco y Reid habían improvisado un atuendo para que pudiera despojarme de mi sangriento vestido ceremonial, las prendas me quedaban sueltas, pues mi complexión, ya de por sí delgada, había adoptado una apariencia esquelética tras mi estancia en el Chateau. Hasta aquel momento, me las había arreglado para mantener ocultos los frutos de mi pequeña excursión, tanto en el morral de Reid como bajo la capa que madame Labelle me había prestado, pero en algún momento tendría que retirarles la venda de los ojos.

No había mejor momento que el presente.

Reid reparó en la botella de vino, y su sonrisa se desvaneció.

—¿Qué es eso?

—Un regalo, por supuesto. ¿No sabes qué día es hoy? —Decidida a salvar la noche, coloqué la botella en las manos desprevenidas de Ansel. Cerró los dedos alrededor del cuello, y sonrió, ruborizándose de nuevo. Una sensación cálida me inundó el corazón.

Bon anniversaire, mon petit chou!

—No es mi cumpleaños hasta el mes que viene —dijo con timidez, pero de todas formas sostuvo la botella contra el pecho. El fuego arrojó una luz parpadeante sobre su expresión sosegada de alegría—. Nunca nadie… —Se aclaró la garganta y tragó con fuerza—. Nunca antes me habían hecho un regalo.

La felicidad de mi pecho se atenuó ligeramente.

De niña, mis cumpleaños se celebraban como si fueran días festivos. Muchas brujas de todo el reino viajaban a Chateau le Blanc para celebrarlo, y juntas, bailábamos bajo la luz de la luna hasta que nos dolían los pies. La magia cubría el templo con su afilado aroma, y mi madre me colmaba de regalos extravagantes: una diadema de diamantes y perlas un año, un ramo de orquídeas fantasmas eternas al siguiente. Una vez separó las aguas de L’Eau Mélancolique para que yo caminara por el lecho marino, y las melusinas apoyaron sus hermosos y espeluznantes rostros contra las paredes de agua para observarnos, ahuecándose el brillante cabello y haciendo destellar sus colas plateadas.

Ya entonces sabía que mis hermanas celebraban más mi muerte que mi vida, pero luego me preguntaría (en mis momentos de debilidad) si lo mismo había sucedido con mi madre.

«Tú y yo somos personajes trágicos», había murmurado en mi quinto cumpleaños, antes de darme un beso en la frente. Aunque no podía recordar los detalles con claridad (tan solo las sombras de mi dormitorio, el frío aire nocturno sobre mi piel, el aceite de eucalipto en mi pelo), pensé que una lágrima había rodado por su mejilla. En esos momentos de más debilidad, había sabido que Morgane no celebraba mis cumpleaños en absoluto.

Los lloraba.

—Creo que la respuesta adecuada es «gracias». —Coco se acercó a examinar la botella de vino, colocándose los rizos negros por encima del hombro. El rubor de Ansel se hizo más intenso. Con una sonrisa, ella deslizó un dedo de forma sugerente por la curva de la botella, apoyando sus propias curvas contra el delgado cuerpo de él—. ¿De qué cosecha es?

Beau puso los ojos en blanco ante su numerito, que resultaba más que obvio, y se inclinó para recuperar sus cebollas. Ella lo miró por el rabillo de sus ojos oscuros. No se habían dirigido una sola palabra cortés en días. Al principio había sido entretenido, ver cómo Coco le bajaba los humos al príncipe con sus ocurrencias, pero en los últimos días había involucrado a Ansel en el enfrentamiento. Tendría que hablar con ella del asunto. Dirigí la mirada a Ansel, que aún sonreía de oreja a oreja mientras miraba el vino.

Al día siguiente. Hablaría con ella al día siguiente.

Coco colocó los dedos sobre los de Ansel y levantó la botella para estudiar la deteriorada etiqueta. La luz del fuego iluminó las innumerables cicatrices de su piel tostada.

Boisaîné —leyó despacio, esforzándose por distinguir las letras. Frotó un poco la suciedad con el dobladillo de su capa—. Elderwood. —Me miró—. Nunca he oído hablar de ese lugar. Aunque parece antiguo. Debe de haber costado una fortuna.

—Mucho menos de lo que crees, en realidad. —Sonriendo de nuevo ante la expresión suspicaz de Reid, le quité la botella con un guiño. Un imponente roble florecido adornaba su etiqueta, y a su lado, un hombre monstruoso con cuernos y pezuñas llevaba una corona de ramas. Sus ojos estaban pintados en un tono amarillo fluorescente, y sus pupilas eran como las de un gato.

—Tiene un aspecto aterrador —comentó Ansel, inclinándose sobre mi hombro para ver más de cerca la etiqueta.

—Es el Hombre Salvaje. —La nostalgia se apoderó de mí de forma inesperada—. El ser de los bosques, el rey de toda la flora y la fauna. Morgane solía contarme historias sobre él cuando yo era pequeña.

El efecto del nombre de mi madre fue instantáneo. Beau dejó de fruncir el ceño de inmediato. Ansel dejó de sonrojarse, y Coco dejó de sonreír. Reid escudriñó las sombras a nuestro alrededor y echó una mano al Balisarda que llevaba en la bandolera. Incluso las llamas del fuego se evaporaron, como si la misma Morgane hubiera soplado con su aliento frío a través de los árboles para extinguirlas.

Mi sonrisa permaneció impertérrita.

No habíamos oído ni una palabra de Morgane desde Modraniht. Habían pasado días, pero no habíamos atisbado ni una sola bruja. Para ser justos, no habíamos visto mucho más que aquella jaula de raíces. Sin embargo, en realidad no podía quejarme del Hueco. De hecho, a pesar de la falta de privacidad y el gobierno autocrático de madame Labelle, casi me sentí aliviada al no haber recibido noticias de La Voisin. Se nos había concedido un indulto. Y allí teníamos todo lo que necesitábamos, de todos modos. La magia de madame Labelle nos mantenía a salvo, calentándonos, ocultándonos de los ojos de los espías, y Coco había encontrado cerca de allí un arroyo que fluía desde las montañas. La corriente evitaba que el agua se congelara, y seguro que Ansel pescaría un pez el día menos pensado. En ese momento, era como si viviéramos en un tiempo y espacio separados del resto del mundo. Morgane y sus Dames blanches, Jean Luc y sus chasseurs, incluso el rey Auguste, habían dejado de existir. Nadie podía hacernos nada. Era… extrañamente pacífico.

Como la calma antes de una tormenta.

Madame Labelle se hizo eco de mi miedo no expresado.

—Sabes que no podemos escondernos para siempre —dijo, repitiendo la cantinela de siempre. Coco y yo intercambiamos una mirada de agravio cuando se unió a nosotros y confiscó el vino. Si oía otra de sus advertencias, pondría la botella cabeza abajo y la ahogaría con su contenido—. Tu madre te encontrará. Nosotros solos no podemos protegerte. Sin embargo, si reuniéramos aliados, y otros se unieran a nuestra causa, tal vez podríamos…

—El silencio de las brujas de sangre no podría ser más ensordecedor. —Le quité la botella de las manos y me peleé con el corcho—. No se arriesgarán a desatar la ira de Morgane por unirse a nuestra causa. Sea cual fuere nuestra causa.

—No seas terca. Si Josephine se niega a ayudarnos, hay otras personas poderosas a las que podemos…

—Necesito más tiempo —interrumpí en voz alta, haciendo caso omiso y gesticulando hacia mi garganta. Aunque la magia de Reid había cerrado la herida, salvándome la vida, quedaba una gruesa costra. Todavía me dolía a rabiar. Pero esa no era la razón por la que quería quedarme allí—. Apenas te has recuperado, Helene. Planearemos una estrategia mañana.

—Mañana. —Entornó los ojos al oír aquella promesa vacía. Llevaba días diciendo lo mismo. Esa vez, sin embargo, incluso yo me daba cuenta de que las palabras sonaban diferentes, verdaderas. Madame Labelle no aceptaría demorarlo más.

Como para confirmar mis pensamientos, dijo:

—Mañana hablaremos, tanto si La Voisin responde a nuestra llamada como si no. ¿De acuerdo?

Hundí mi cuchillo en el corcho de la botella y lo hice girar con brusquedad. Todos se estremecieron. Volviendo a sonreír, bajé la barbilla en el más breve de los asentimientos.

—¿Quién tiene sed? —Le tiré el corcho a la nariz a Reid, y él lo apartó exasperado—. ¿Ansel?

Este abrió los ojos de par en par.

—Ah, yo no…

—Tal vez deberíamos agenciarnos un pezón. —Beau le arrebató la botella de debajo de la nariz a Ansel y pegó un buen trago—. Puede que así le parezca más apetecible.

Me atraganté de risa.

—Basta, Beau…

—Tienes razón. No tendría ni idea de qué hacer con un pecho.

—¿Has bebido antes, Ansel? —preguntó Coco con curiosidad.

Con la expresión ensombrecida, Ansel le arrebató el vino a Beau y bebió un largo trago. En vez de beber a borbotones, fue como si desencajara la mandíbula y se tragara la mitad de la botella. Cuando terminó, se limpió la boca con el dorso de la mano y le pasó la botella a Coco. Sus mejillas aún estaban rosadas.

—Se deja beber muy bien.

No sabía qué era más gracioso: las expresiones patidifusas de Coco y Beau o la expresión petulante de Ansel. Aplaudí con alegría.

—Bien hecho, Ansel. Cuando me dijiste que te gustaba el vino, no sabía que te referías a que podías beber como un cosaco.

Se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

—He vivido en Saint-Cécile durante años. Es un gusto adquirido. —Volvió la vista a la botella que Coco tenía en las manos—. Pero este sabe mucho mejor que cualquier brebaje del santuario. ¿Dónde lo has conseguido?

—Sí —dijo Reid. A pesar del ambiente festivo, su voz no sonaba demasiado alegre—. ¿De dónde lo has sacado? Está claro que Coco y Ansel no lo trajeron con el resto de las provisiones.

Ambos tuvieron la decencia de parecer pesarosos.

—Ah. —Le dediqué una mirada seductora mientras Beau ofrecía la botella a madame Labelle, que negó con la cabeza bruscamente. Esperó mi respuesta con los labios fruncidos—. No me hagas preguntas, mon amour, y no te diré ninguna mentira.

Cuando Reid apretó la mandíbula, intentando, a todas luces, no perder los estribos, me preparé para el interrogatorio. Aunque ya no usaba su uniforme azul, no podía evitarlo. La ley era la ley. No importaba de qué lado estuviera. Bendito fuera.

—Dime que no lo has robado —me pidió—. Dime que lo encontraste en un agujero en alguna parte.

—De acuerdo. No lo he robado. Lo encontré en un agujero en alguna parte.

Se cruzó de brazos, y me dirigió una mirada severa.

—Lou.

—¿Qué? —pregunté en tono inocente. En un gesto de ayuda, Coco me ofreció la botella, y yo tomé un largo trago, admirando sus bíceps, su mandíbula cuadrada, su boca carnosa y su pelo cobrizo con un aprecio desvergonzado. Le di una palmadita en la mejilla—. No has pedido la verdad.

Me atrapó la mano.

—Ahora sí.

Lo miré fijamente, el impulso de mentir trepaba de forma arrolladora por mi garganta. Pero… no. Fruncí el ceño, y analicé aquel instinto básico. Confundió mi silencio con una negativa y se acercó para convencerme de que respondiera.

—¿Lo robaste, Lou? La verdad, por favor.

—Bueno, eso ha sido de lo más condescendiente por tu parte. ¿Lo intentamos de nuevo?

Con un suspiro exasperado, giró la cabeza para besarme los dedos.

—Eres imposible.

—Soy poco práctica e improbable, pero nunca imposible. —Me puse de puntillas y presioné mis labios contra los suyos. Sacudiendo la cabeza y riéndose a pesar de sí mismo, se inclinó para abrazarme y hacer más profundo el beso. Un delicioso calor me invadió, y tuve que contenerme para no tirarlo al suelo y llevarlo por el camino de la perversión.

—Dios mío —dijo Beau, con la voz teñida de asco—. Parece que le está comiendo la cara.

Pero madame Labelle no le prestó atención. Sus ojos, tan familiares y azules, relampagueaban de ira.

—Responde a la pregunta, Louise. —Me puse rígida ante su tono cortante. Para mi sorpresa, Reid también se tensó. Se giró lentamente para mirarla—. ¿Saliste del campamento?

Por el bien de Reid, mantuve mi propio tono de voz agradable.

—No he robado nada. Al menos —me encogí de hombros, obligándome a mantener una sonrisa relajada—, no he robado el vino. Se lo he comprado a una vendedora ambulante que ha pasado cerca de aquí esta mañana con algunas couronnes de Reid.

—¿Le has robado a mi hijo?

Reid extendió una mano en actitud tranquilizadora.

—Tranquila. No me ha robado na…

—Es mi marido. —Me dolía la mandíbula de sonreír de un modo tan forzado, y levanté la mano izquierda para enfatizarlo. Su propia piedra nacarada aún brillaba en mi dedo anular—. Lo que es mío es suyo, y lo que es suyo es mío. ¿No forma eso parte de los votos que hicimos?

—Sí, así es. —Reid asintió rápidamente, lanzándome una mirada tranquilizadora, antes de mirar a madame Labelle—. Puede disponer de cualquier cosa que yo posea.

—Por supuesto, hijo. —Ella esbozó también una sonrisa tensa—. Aunque me siento obligada a señalar que vosotros dos nunca habéis estado legalmente casados. Louise usó un nombre falso en la licencia de matrimonio, por lo que el contrato queda anulado. Por supuesto, si aun así decides compartir tus posesiones con ella, eres libre de hacerlo, pero no te sientas obligado de ninguna manera. Especialmente si ella insiste en poner en peligro tu vida, todas nuestras vidas, con su comportamiento impulsivo y temerario.

Mi sonrisa acabó por esfumarse.

—La capucha de tu capa me ocultaba la cara. La mujer no me ha reconocido.

—¿Y si lo ha hecho? ¿Y si los chasseurs o las Dames blanches nos emboscan esta noche? ¿Entonces qué? —Cuando no hice ningún movimiento para responderle, suspiró y continuó en voz baja—: Entiendo tu reticencia a enfrentarte a esto, Louise, pero cerrar los ojos no hará que los monstruos no te vean. Solo te dejará ciega. —A continuación, dijo en un tono más suave aún—: Ya te has escondido suficiente.

De repente, incapaz de mirar a nadie, dejé caer los brazos del cuello de Reid. Estos añoraron de inmediato su calor. Aunque se acercó como para atraerme hacia él, en vez de eso tomé otro trago de vino.

—Está bien —dije al final, obligándome a enfrentarme a su mirada de piedra—. No debería haber dejado el campamento, pero no podía pedirle a Ansel que se comprara un regalo de cumpleaños él mismo. Los cumpleaños son sagrados. Idearemos una estrategia mañana.

—De verdad —dijo Ansel con seriedad—, no es mi cumpleaños hasta el mes que viene. Esto no es necesario.

Es necesario. Puede que no estemos aquí… —Me detuve un momento, mordiéndome la lengua, pero era demasiado tarde. Aunque no había pronunciado las palabras en voz alta, resonaron en el campamento de todos modos. Puede que no estemos aquí el mes que viene. Le devolví el vino y lo intenté de nuevo—. Déjanos celebrarlo, Ansel. No todos los días cumples diecisiete años.

Dirigió la mirada a madame Labelle como si pidiera permiso.

Ella asintió con rigidez.

Mañana, Louise.

—Por supuesto. —Acepté la mano de Reid, permitiéndole que me acercara a él mientras fingía otra horrible sonrisa—. Mañana.

Reid me besó otra vez, más fuerte esta vez, como si tuviera algo que demostrar. O algo que perder.

—Esta noche, estamos de celebración.

El viento se levantó cuando el sol se sumergió tras los árboles, y las nubes continuaron haciéndose más densas.