DOS ÁRBOLES
En un árbol del Parque Nacional de Bogotá, en 1992, Fernando Molano Vargas sembró las cenizas de Hugo Molina, a quien todos recuerdan como Diego, el nombre con el que lo llamaban. Para ser precisos, primero sembró el árbol, y luego, con el fin de que reposara en el abrazo de la tierra, dejó guardado allí mismo a su novio. Diego no había muerto el día anterior, ni el anterior del anterior, sino años atrás: en 1988. («Hoy es lunes, Hugo. Y usted se murió hace cuatro años. ¡Cuatro años ya, pelotudo!», leemos al comienzo de Un beso de Dick, la primera novela de Molano Vargas).
Lo que se ve en la foto en blanco y negro, tomada por Marieth Helena Serrato Castro, que capturó el ritual del Parque Nacional, es un momento posterior a la exhumación de los restos de Diego, cuyo cuerpo fue enterrado en el Cementerio Central y el cual, según la costumbre, se volvió a encontrar con sus deudos cuatro años después del primer funeral. Ahí, en la fotografía ya algo desvaída, está Molano Vargas agachado sobre la tierra que remueve, inmensamente solo, como si el misterio de este acto no le perteneciera a nadie más que a él. Va vestido con un jean, no demasiado ajustado a su cuerpo, un buzo claro, unos tenis probablemente blancos que desafían el color oscuro de la tierra. Todo en él es una altivez que se inclina.
Podríamos decir que en la foto también está Diego, aunque no lo veamos: es la nada que llena el encuadre. Casi conocemos a Diego. Es el Hugo niño, el compañero muerto que se invoca en ese mencionado comienzo de Un beso de Dick, y en cuya ausencia se extiende el amor de los dos protagonistas de la novela: Leonardo y Felipe. Es el Diego al que están dedicados los poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos, y el objeto de anhelo de muchos de ellos; ese otro que los recorre, a la vez único y desdoblado en todos los muchachos: los que no bailaron con el poeta, los que ocultan cosas, mínimas cosas en sus bolsillos, a los que los zapatos se les tragan las medias, los de las palmas en el manubrio y los tobillos alados sobre el pedal de las bicicletas, los del fresco aroma en sus axilas, en fin, los muchachos, cuya imagen Molano Vargas iba guardando, empecinado, en el talego de sus sueños. Y es el Adrián de Vista desde una acera, la segunda y póstuma novela del autor.
Aunque Hugo, el niño muerto de Un beso de Dick que nos recuerda al Dick que muere en Oliver Twist; o Leonardo, que juega fútbol y que es tan hermoso, que lee y tiene ideas —luminosas— sobre lo leído; o el muchacho ausente y por tanto deseado de los poemas de Todas mis cosas en tus bolsillos; o el Adrián de Vista desde una acera, son también todos ellos entidades literarias, con el volumen y plenitud que solo son posibles en los libros, y que la vida nos niega.
También fue en 1992 cuando Molano Vargas ganó el Premio de Novela en el segundo concurso literario de la Cámara de Comercio de Medellín. Tras muchas dudas y pesquisas logré establecer que la foto íntima de ese doliente que se encorva para ajustar su cuerpo al del árbol enano recién plantado por él mismo, fue tomada después del premio. Quizá no era un dato importante, o tal vez sí, pues es difícil no suponer que el escritor que se abría camino al reconocimiento hubiese querido compartir ese triunfo con el hombre que amó. El sentido de la foto, entonces, cambia al saber que hubo otro motivo de dolor en ese ritual: no poder celebrar juntos ese triunfo parcial ante las potencias de la precariedad que gobernaron la vida de los dos amantes. («Qué lamentables lucirán entonces mis laureles /junto a las flores de tu tumba», escribió Molano Vargas en el poema «Buenos deseos»).
He pensado una, dos, múltiples veces en el reencuentro del amante con los huesos empecinados de Diego, que el tiempo no había logrado destruir… y en la decisión crucial de cremarlos —apurando el trabajo del tiempo— para convertirlos en polvo. ¡Mas polvo enamorado!, como escribió Francisco de Quevedo en su célebre soneto «Amor constante más allá de la muerte», que Fernando Molano Vargas —a quien a partir de ahora llamaré Fernando— se sabía de memoria.
Un amigo, cuyo nombre no diré, me dijo que Fernando vivió un par de meses con esos huesos anhelados. Quizá en la vigilia de sus noches acarició esas formas ya imperfectas, de las que la carne había huido. Si eso fue así, Fernando habría vivido en la realidad lo que ya escribiera en la ficción… en Un beso de Dick:
De verdad: lo que yo más quisiera es sacar a Hugo del cementerio y abrazarlo. Así: con todos sus gusanos. Para que él sepa que yo lo quiero. Todavía.
—Qué cagada…
… Yo ya no puedo abrazar a Hugo.
O sí: dentro de un año, cuando lo saquen.
Según otra versión, la de su amiga Carmen Gómez, lo que Fernando cargó consigo durante algún tiempo no fueron los huesos sino las cenizas de Diego, antes de poder organizar su entierro definitivo en el Parque Nacional. Muchas cosas en la vida de un hombre son inciertas o azarosas; y ni qué decir sobre la memoria de esas muchas cosas. Pero lo que sí es cierto, o en lo que creo con firmeza, es que lo que un hombre sintió puede ser entendido por otro, que cada uno es todos los hombres. Y que yo, entonces, soy o me volví Fernando… para escribir esta elegía. Por eso puedo entrar, con la imaginación que es una virtud moral, en las ideas que obcecaban a Fernando, y en torno a las cuales trazaba circunferencias.
He imaginado a Fernando, unos años después de su oración del Parque Nacional, tocarse su cuerpo enfermo, debilitado, para certificar que estaba vivo y darse cuenta de que, a pesar de la inmensidad de la ausencia que lo agobiaba —la de Diego—, aún quedaban, como escribió en su poema «V.I.H»:
la vida,
y el amor,
y el deseo
También escribió en el capítulo 1 de la primera parte de Un beso de Dick:
Dios, yo tengo todo mi cuerpo vivo!...
¿Y para qué me sirve tener tanto? ¿Para qué quiero yo mi cuerpo?... Puedo levantarme y hacer cosas, claro. Con mis piernas juego fútbol y soy bueno: un día jugaré en la Juve. Si no soy futbolista, filmaré películas buenas y me haré rico: Felipe el Conquistador tendrá bajo sus zapatos el mundo como un balón…
He visto a Fernando, con el espejo retrovisor de mi piedad por él, rodeado de enfermedad y de muerte, y sin embargo valiente, cuidador, amoroso, guardián. Diego murió en lo que se dice la flor de la juventud, sin haber alcanzado a publicar los poemas que escribía, sin terminar la carrera de Español Principal (otros, más elegantes, después la llamarían Lingüística y Literatura) de la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá, que empezó con Fernando, en 1985, y en la que los dos amantes, ahora muertos —con la belleza dolorosa de los amantes muertos— formaron un núcleo de amigos con Ana Cox, Marieth Helena Serrato Castro, Israel Niño, Carmen Gómez, entre otros. Fueron, todos ellos, alumnos, en el sentido más pleno de la palabra, de un profesor lúcido y generoso en la amistad: David Jiménez Panesso, un maestro que, libros mediante, les cambió sus vidas de muchachos y muchachas humildes, y les enseñó que la literatura nos procura riquezas que con nada del mundo se pueden comparar.
Después de la muerte de su «amigo», tan esperada como devastadora, Fernando, según cuenta Serrato Castro, «(s)e dio a la tarea de tallar la lápida para la tumba de Diego. Compró una lámina de mármol gris y dibujó por espacio de un mes, con toda la paciencia, el epitafio tomado de uno de los poemas del libro Menos poemas y más besos». «Partir»: tal cual era el título del poema del joven escritor antioqueño Héctor Ignacio Rodríguez, a quien Fernando admiraba por «la forma de componer sus versos, por su tono cotidiano y nada rebuscado». (De Rodríguez* es también uno de los dos epígrafes de Todas mis cosas en tus bolsillos: «Sólo el cuerpo frágil la sombra de un árbol /un eco repitiendo que ella no dormirá en casa»).
Sobre el mármol Fernando talló esta promesa: «En donde quiera que estés, te doy un beso, buenas noches mi amor». La placa, trabajada con tanta obstinación, no adornó la tumba del Cementerio Central de Bogotá donde Diego fue enterrado —en sus primeras nupcias con la muerte—. Fernando la mantuvo como compañía suya, la instaló como una vanitas en su cuarto. El velorio y el primer entierro de Diego habían sido oscuros y desgarradores. Velado en el barrio Gran Yomasa de Usme, donde vivía, rodeado por su familia —«gente ignorante», «una familia evangélica», según me la describió el mismo amigo no citado—; su cuerpo expuesto en un garaje por el que circulaba, como en un cuento de Poe, un viento helado.
Es, sin duda, la misma casa de la que Fernando habla en Vista desde una acera, donde Adrián vivía con su familia. Está descrita en la escena del diario fechada el 17 de mayo, día en que el narrador acompaña a Adrián —muy débil por una enfermedad que no le da tregua— hasta su casa, luego de la clase de literatura colombiana del profesor Ojeda, quien a pesar de saber de la enfermedad de Adrián le exigió ir a la universidad a leer un trabajo final. Entonces Fernando escribe en el diario: «Pero qué fría es esta casa donde ahora viven. Se parece mucho a la casa donde pasé mi niñez. La casa que papá hizo. No tienen revoque las paredes y se les filtra la humedad. Y el piso, sin madera ni tapetes, es como un tapiz de hielo. Muy malo».
En el Cementerio Central, el azar o la desgracia quisieron que la tumba que le asignaron a Diego fuera muy arriba, tan alta que Fernando no podría subir a ella sin la ayuda de una escalera. Germán Romero Molano, amigo de Fernando —el «Germánico Gaélico» del que hablaré más adelante— recuerda —y cómo no recordarlo— que el ataúd se les cayó a los sepultureros, ante los gritos de un Fernando desesperado. Este Germán es el primo al que alude ese detalle casi desapercibido en la edición de 2019 de Un beso de Dick (Seix Barral), donde se lee en letra manuscrita en la primera página: «Ya que no se dejó dar uno de verdad, al menos llévese este de Dick, mi primo ».
En la tesis que escribió mucho después, «Fernando Molano Vargas: una ventana hacia la literatura homoerótica», y de la que he estado citando apartes, Serrato Castro ofrece detalles del ritual íntimo y contenido del Parque Nacional en 1992 —cuatro años y unos meses después del entierro en el Cementerio Central— y cuyo legado material es la ya dicha fotografía. Cavilemos sobre la situación emocional de Fernando: meses antes había ocurrido la muerte de su madre, a quien cuidó hasta el último momento; unos pocos meses después, siempre en 1992, murió el padre. Carlos Enrique Molano e Isabel Vargas, además de contar con el amparo de sus dos últimos hijos, Jorge Alberto y Fernando, se cuidaron entre sí hasta sus días finales: Dios casi les concedió, como a Filemón y a Baucis, la gracia de desvanecerse juntos.
Fernando escogió el lugar del Parque Nacional en el que «había compartido muchos momentos especiales con Diego», porque «quería sembrar un árbol como símbolo de amor».
Con grabadora y palas nos encontramos una mañana, arriba del monumento a la virgen y abajo de la cancha de tenis, un punto conocido por muchachos que buscaban la oscuridad y el amparo del parque, según el mismo Fernando Molano y por su propia experiencia, para amarse.
Serrato Castro recuerda un grupo de veinte personas, reunidas por el aprecio y la amistad a Fernando. Dice que algunas de ellas entretenían a la policía que se acercaba a indagar. En la grabadora sonaba una canción de Mecano, un grupo que, como después me confirmaría Patricia Trujillo —otra amiga—, le encantaba a Fernando, si es que no fueran suficientes para saberlo las menciones que están en los libros. «Si te reencarnas en cosa, hazlo en lápiz o en pincel. Y Gala de piel sedosa, que lo haga en lienzo o en papel. Si te reencarnes en carne, vuelve a reencarnarte en ti». Y sigue el recuerdo de la amiga:
Debía ser extraño un grupo de personas, bajo la lluvia, con una sola pala, intentando cavar en la tierra que, a pesar de la cantidad de agua que había caído, seguía siendo dura. En un cofre se encontraban las cenizas de Diego. Después de cavar un hoyo no muy profundo, Fernando mezcló las cenizas con la tierra y sembró un árbol. Molano soñaba con que, al correr el tiempo, la tumba de Diego sería famosa, al igual que sabía que él también descansaría en el mismo lugar.
Esto último, ser enterrado en el mismo lugar que su amante, fue lo que le hizo prometer Fernando a su hermano Jorge Alberto, el menor de los siete hijos de la familia Molano Vargas («Lo cierto es que fuimos siete. Qué lío», escribió Fernando en Vista desde una acera). Y así se cumplió tras la muerte de Fernando, el 10 de abril de 1998 en el callejón de la muerte de la Clínica San Pedro Claver del Instituto de los Seguros Sociales. Israel Niño, quien estuvo en los dos rituales del Parque Nacional, me confirmó su parecido: los dos fueron un sábado, los dos fueron regados por esa lluvia bogotana que parece una segunda naturaleza de la ciudad, los dos acompañados por la misma canción de Mecano. Pero el árbol que acogió, reunidos, a Diego y a Fernando, no es famoso, y tal vez no se cumplió plenamente —o tal vez sí— el deseo de Fernando: «que la gente fuera a traficar amor en ese árbol», según el testimonio de Carmen Gómez, recogido en la página de Facebook Fernando Molano Vargas: memorias, donde también se puede ver la fotografía tomada por Serrato Castro.
En la narrativa de Fernando sobre el deseo, los árboles dan sombra y ofrecen escondite, protegen a los muchachos apremiados por el placer. Como el árbol de esa noche cuando Felipe —en Un beso de Dick— regresa tarde a su casa, trastornado porque Leonardo bebió de su gaseosa y ha dejado la marca de sus labios en el borde de la botella. Felipe camina, solo consigo mismo, mirando la silueta de los carros en una noche que es clara y que hace pensar en la luna y en las metáforas que se pueden hacer con ella. Y sucede que, estando en esas, Felipe ve que: «En la esquina había un árbol grande, y un muchacho orinaba allí: solo con verlo me entraron deseos, y caminé más despacio». Tan despacio, y tan cerca, que Felipe pudo sentir el vaporcito de la orina del muchacho subiendo sobre su propia cara, oliéndolo y sin sentir asco.
Al otro día, cuando Felipe y Leonardo se escapan un rato de la fiesta de cumpleaños de Lucía, para estar solos y poderse cumplir las promesas (beber juntos de la botella de aguardiente, regalarse el roto del pantalón), de nuevo aparece el árbol protector: «Leonardo se mete las manos en sus bolsillos porque está soplando una brisa fría. Unas casas más allá vemos un árbol y él me dice que nos sentemos detrás para que nadie vea». O ya en la madrugada de esa misma noche cuando los dos muchachos se encuentran —ahora sí se han ido del todo de la fiesta— y caminan por las cuadras que hay entre la calle 45 y el Parque Nacional. Entonces, a Felipe le entran deseos de orinar y ve un árbol grande donde sí se puede porque no hay nadie y está oscuro. Y Leonardo va con él. Y lo demás es mejor que lo lean en la novela, o que vayan al cuarto capítulo de este libro.
Pero tras los árboles, en el universo poético de Fernando, solo hay invitaciones a entrar en la calidez oceánica del deseo compartido; también pueden ser la insignia de la separación y el rechazo:
Parado frente a un árbol
el muchacho que no bailó conmigo
le ofrece el don de sus orines:
una luna que destella
sobre su tronco viejo
Muy cerca de ese árbol
como diciéndole un secreto
que no me incluye
La ubicación del árbol de Parque Nacional es un misterio bien guardado, otra incitación a la adivinanza o la conjetura. Un día que me encontré con Ana Cox, la amiga tan cercana de Fernando desde los tiempos de la Pedagógica, se cuidó de decirme cuál árbol es o cómo encontrarlo. Pero me contó otras cosas. Me dijo que, en efecto, para un grupo pequeño de personas se volvió un lugar de peregrinación. Que a la sombra del árbol, escondidas en alguno de sus agujeros, lectores y admiradores de Fernando dejaban cartas a remitentes conocidos o desconocidos. Y que ella misma, alguna vez que perdió contacto con Jorge Alberto, lo volvió a encontrar a través de mensajes depositados allí. Israel recuerda que el árbol fue sembrado al borde de una ladera, en un sitio en el que era difícil que creciera. Y se lamenta de que él tampoco lo ha podido volver a encontrar.
Jorge Alberto, el hermano de Fernando, a quien vi por segunda vez (luego contaré la primera) en un centro comercial inmensísimo, en el límite entre Chía y Bogotá, me desanimó aún más. Me dijo que el árbol del Parque Nacional fue movido de sitio, aunque dentro del mismo lugar. En este segundo encuentro, Jorge Alberto casi desplegó un mapa mental de la ciudad en la que vivió con Fernando, desde el barrio San José, sobre la calle 27 sur (barrio que hoy está lleno de hospitales y otros servicios de salud, y que por esa razón he frecuentado una y otra vez, porque allá quedó, durante un tiempo, un programa para VIH positivos al que yo asistía) hasta las casas o apartamentos de los barrios San Fernando, Modelo, Quesada o Palermo.
En el barrio San José fue la casa de la infancia, que el padre de Fernando construyó. O al menos la que Fernando elige rememorar en Vista desde una acera:
Cuando compró el lote, por los años cincuenta, el barrio era un potrero y se llamaba Llano de Mesa. La casa fue primero una enramada grande hecha de latas y cartones con techo de zinc, que ocupaba la cuarta parte del terreno al fondo. Afuera había un barril de lata con una piedra plana al lado, y ése era el lavadero. Más allá, en el rincón izquierdo dentro de una enramada más pequeña, una taza de segunda y sin cisterna era el sanitario. La fachada estaba hecha de alambres de púa en los que se enredaban hierbas silvestres.
El historiador Gilberto Enrique Parada describe el Llano de Mesa como «una planicie de extensos pastos que se anegaban durante la temporada de lluvias y que, por tal razón, eran utilizados en el sector pecuario». El padre de Fernando era armero, tornero y gaitanista. («Éramos gaitanistas, liberales e hinchas del Santa Fe», le dijo Jorge Alberto a José Agustín Jaramillo, en una crónica publicada en noviembre de 2012 en El Librero Colombia). Después de esa primera casa recordada por el narrador, aquí indistinguible del Fernando que vivió y murió, vinieron muchas otras, más de las que me alcanzó a mencionar Jorge Alberto, hasta aquel apartamento del barrio Palermo, en la calle 45, donde esta es cortada por la transversal 16. En un apartamento del cuarto piso del Edificio Victoria I, marcado con la dirección Diagonal 45D #16-38, se escribió Vista desde una acera; allí, en un computador puesto sobre una mesa de madera hecha por él mismo, ubicada al lado de una ventana que da de frente a un gran árbol aún en pie, Fernando confirmó que su vida era la materia misma de su obra.
En ese cuarto piso se hizo realidad el sueño compartido con Adrián, que es como decir con Diego, y que leemos en la entrada del diario de Vista desde una acera del día 21 de abril: «[…] entonces Adrián me viene con una idea loca: me dice que deberíamos escribir un libro que contara todas esas cosas que nos han pasado». Fernando le pregunta que si algo así como una novela, y Adrián contesta que sí. (Y hasta imaginan un título: Romeo y Pablito). O que tal vez una crónica, un escrito de un género menor, pero que sirviera para narrar su amor y sus desventuras. Al menos para que no les pase a otros, dice. O una epopeya, pienso yo, pero donde los sentimientos sí importen, porque esta «idea loca» a Adrián se le viene a la cabeza luego de que Fernando le cuenta de una exposición suya en una clase de David (Jiménez Panesso), una exposición sobre Hegel y su estética, y en donde afirmó que en la épica «importaban un pito los sentimientos de las personas, de los individuos». Fernando le explica a Adrián que un compañero de la clase —Pedrito— le preguntó que si eso era cierto entonces dónde quedaba el llanto de Aquiles por Patroclo (que es uno de esos hitos de la sensibilidad homosexual, o un gesto del que los homosexuales nos hemos apropiado). Y así, entre chiste y chanza, Fernando dice que tal vez escribiría un ensayo proponiendo una libertad de culos, porque «si los culos fueran libres para ser amados y deseados… pues nadie podría reprocharles a dos muchachos que se amaran y se comieran. Y entonces a ellos no les daría vergüenza ni nada».
Los dos muchachos repasan pues los muchos géneros y se preguntan cuál sería el adecuado para contar lo que les pasó, lo que les está pasando, que no es —nunca— solo la desgracia. Y ese diálogo que segurísimo ocurrió en alguno de esos tiempos en que Fernando y Diego hablaban de literatura, fue reconstruido en el apartamento de ese edificio frente al que muchas veces me he parado buscando que me revele algún secreto. Observo, desde la calle, la ventana por la que Fernando miraba hacia fuera; e imagino el apartamento entero que compartió con Jorge Alberto, su hermano, y rehago ese cuarto que olía a encierro y cigarrillos, en el que el autor de Vista desde una acera evocó, por ejemplo, esos días lejanos de la infancia en que con su hermano menor montó en su casa lo que llamó «nuestro pequeño imperio de niños felices».
Las novelas de Fernando —Vista desde una acera la que más, pero también Un beso de Dick— «inauguran un género testimonial de novelas vivenciales, sufridas y vividas, que ayudan a entender y a volver más compasivos a los lectores». Esto lo dice Héctor Abad Faciolince en el video Hay un autor: Fernando Molano Vargas, que Serrato Castro presentó en su sustentación de la tesis de maestría de literatura en la Universidad Tecnológica de Pereira. Abad Faciolince, en el posfacio de Vista desde una acera, que se publicó por primera vez en 2012, se pregunta en qué momento un escritor toma la decisión de dejar a un lado la fábula, la ficción o la fantasía y se limita a contar la historia de su vida —afirmación que, claro, se podría discutir—. Y él mismo se responde: «Creo que a esta opción se llega cuando se percibe una fábula —con moraleja y todo— en la propia experiencia, en la historia, tal cual es, de la propia vida. Cuando cambiarla o acomodarla mediante las astucias y simetrías que prodiga la ficción, no la mejora».
Ya que Fernando contó su propia vida —en novelas, cuentos y poemas—, este libro no pretende repetir el ejercicio. Busco algo más difícil, explicarme el milagro de un amor, de su amor, que venció a la muerte. Porque el amor fue su peso, este lo llevó a donde quiera que fue. En «Sutil intemporalidad macondiana», una reseña crítica escrita para el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República (en 1992), Fernando Molano Vargas logra contrabandear otro esbozo de teoría de la creación literaria —que también los hay en Un beso de Dick y en Vista desde una acera—. Aquí, con la disculpa de hablar de El vuelo de la paloma, del escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor, el reseñista nos ofrece otra entrega de su poética, en una discusión sobre la diferencia entre el autor (la persona civil) y el narrador (la entidad literaria): «Lo que al leer, quizá, realmente nos interesa, y no porque lo busquemos sino porque ella sencillamente nos llama, es la porción de conciencia, de humanidad, que el primero va dejando en la voz del segundo: mientras escribe».
Después de describir brevemente los personajes y las peripecias que estos viven en la novela de Burgos Cantor, Molano Vargas agrega: «[…] ninguna de las fuerzas que rigen el destino de un hombre, ni siquiera las del amor, le son de su dominio, y […] aun así, el sentido de una vida sigue teniendo alguna certeza, por lo menos una inminencia, en los terrenos del amor». Sobre alguna de las peripecias de uno de los personajes, Ramón Caparroso, que se ve envuelto en una trama para ejecutar ciertas tareas de comunicación de mensajes clandestinos para un grupo armado, Fernando escribe: «[…] lo que creíamos era una historia de amor parece convertirse ahora en una historia social y política».
Luego Fernando nos convence de que no es así. Nos explica que en El vuelo de la paloma «no existe denuncia política, crítica de una realidad histórica identificable, señalable». Y sugiere que la voz de Burgos Cantor, ese hombre que sencilla y honestamente escribe, es la de una conciencia que intuye que el problema del hombre no reside en el orden de lo político o lo ideológico, sino en el terreno de la moral. Que un novelista verdadero no analiza la historia, ni logra demostrar ninguna hipótesis: tan solo puede hacerle unas cuantas preguntas a la vida, a través de sus personajes, en los que solo permanece una cosa con algún sentido: «El amor; digamos, la mutua solidaridad de dos, sin más atributos que su propia individualidad, única, irrepetible».
La vida de Fernando, aquello que lo vinculó a su familia y amigos, es, y aquí declaro mi fe, una historia de amor (no solo una historia de maricas, como temía el narrador de Un beso de Dick que se viera la película que quiere hacer, cuando grande, si fuera sobre el amor de dos hombres). Pero una historia de amor (por sus amantes, por su familia, por sus amigos, por su país) que a pesar de haber sido única e irrepetible, o precisamente por eso mismo, nos acoge y nos narra; o que nos da sombra y protección… como los árboles.
___________________________
* El poeta Jaime Jaramillo Escobar escribió sobre Rodríguez el siguiente poema-semblanza en la Revista Universidad de Antioquia: «Cuando le conocí era un joven poeta, enamorado de su Beatriz. / Para ella escribió su único libro, titulado Menos poemas y más besos. / En la poesía las amadas suelen llamarse Laura, Beatriz, Leonor o Marilia. / En ese libro el nombre no resultaba necesario./ Ella sabía que era la única para ese muchacho romántico y apasionado. / Él tocaba en la flauta su romanza de amor y suspiraba por ella. / Ella no suspiraba. No era suspiradora. / Él pensaba tener tres hijos con ella: blancos, rubios y preciosos./ Cuando ella le dijo que no, él hizo tres muñecos de madera y los enterró en el jardín de la casa, / en un ritual privado de lágrimas y resignación. / Músico además de poeta, trabajaba como ingeniero electricista en el Hotel Nutibara. / La música era su refugio. Ejecutaba la flauta traversa con imaginación y fantasía. / Los músicos son semidioses / que hacen cantar la madera y los metales. / Toda mi reverencia por ellos. /En el taller de poesía se dejó coronar —el único— para complacer a los amigos porque la poesía era su orgullo. / Su fotografía de poeta coronado ilustra la portada de la segunda edición de su libro, / impreso por la Universidad de Antioquia. / Sus amigos lo querían por su noble ademán y su exquisita sensibilidad frente a las artes y la vida. / Pasado cierto tiempo ella dijo que sí, y nacieron los tres niños. / Todo iba bien, pero a él lo atropelló una moto cruzando la calle, y poco después murió por sobredosis de un calmante. / En la moto iban dos hombres. Lo vieron en el suelo y aceleraron, riendo a carcajadas. / A la velación asistió el gerente del hotel para despedir cortésmente a su empleado. / Sus familiares despedían al padre de los tres niños. / Del artista nadie se enteró».