ESCENA I
Varios patricios, entre ellos uno muy mayor, están reunidos en una sala de palacio y parecen muy nerviosos.
PRIMER PATRICIO. Sigue sin saberse nada.
EL VIEJO PATRICIO. Nada por la mañana, nada por la noche.
SEGUNDO PATRICIO. Nada desde hace tres días.
EL VIEJO PATRICIO. Los correos salen, luego vuelven, menean la cabeza y dicen: nada.
SEGUNDO PATRICIO. Han batido toda la campiña. Es imposible hacer más.
PRIMER PATRICIO. ¿Para qué alarmarse antes de tiempo? Esperemos. Puede que vuelva igual que se fue.
EL VIEJO PATRICIO. Lo vi salir de palacio. Tenía una mirada extraña.
PRIMER PATRICIO. Yo también estaba allí, y le pregunté qué le ocurría.
SEGUNDO PATRICIO. ¿Contestó algo?
PRIMER PATRICIO. Una sola palabra: «nada».
(Pasa un rato. Entra Helicón comiendo cebollas.)
SEGUNDO PATRICIO. (Que sigue nervioso.) Es preocupante.
PRIMER PATRICIO. No es para tanto, todos los jóvenes son así.
EL VIEJO PATRICIO. Por supuesto, la edad lo cura todo.
SEGUNDO PATRICIO. ¿Vosotros creéis?
PRIMER PATRICIO. Esperemos que se olvide.
EL VIEJO PATRICIO. ¡Pues claro! Lo que sobran son mujeres.
HELICÓN. ¿De dónde sacáis que sea un asunto amoroso?
PRIMER PATRICIO. ¿Qué va a ser, si no?
HELICÓN. Tal vez el hígado. O sencillamente el asco que le produce veros todos los días. Aguantaríamos mucho mejor a nuestros coetáneos si de vez en cuando pudieran cambiar de jeta. Pero no. El menú no cambia. Cada día los mismos morros de cerdo.
EL VIEJO PATRICIO. Prefiero pensar que se trata de un asunto amoroso. Resulta más enternecedor.
HELICÓN. Y sobre todo tranquilizador, muchísimo más tranquilizador. Es ese tipo de enfermedades de las que no se libran ni los inteligentes ni los tontos.
PRIMER PATRICIO. De todas maneras, las penas, por fortuna, no son eternas. ¿Podéis sufrir más de un año?
SEGUNDO PATRICIO. Yo no.
PRIMER PATRICIO. Nadie es capaz de eso.
EL VIEJO PATRICIO. No podría uno vivir.
PRIMER PATRICIO. Lleváis razón. A mí, por ejemplo, el año pasado se me murió la mujer y lloré mucho. Pero luego se me olvidó. Ahora de vez en cuando siento tristeza. Pero, en el fondo, no es nada.
PRIMER PATRICIO. La naturaleza sabe hacer las cosas.
HELICÓN. Es posible, pero, cuando os miro, me da la impresión de que a veces no atina.
(Entra Quereas.)
PRIMER PATRICIO ¿Qué?
QUEREAS. Nada.
HELICÓN. Tranquilidad, señores, tranquilidad. Guardemos las apariencias. El Imperio romano somos nosotros. Si perdemos el tipo, el Imperio perderá la cabeza. De momento, vámonos a comer, que al Imperio le sentará de maravilla.
EL VIEJO PATRICIO. Exactamente. Más vale pájaro en mano que ciento volando.
QUEREAS. Este asunto no me gusta. Iba todo demasiado bien. Este emperador era perfecto.
SEGUNDO PATRICIO. Sí, era como debe ser: escrupuloso e inexperto.
PRIMER PATRICIO. Pero, bueno, ¿qué os pasa? ¿A qué viene tanto lamento? Nadie ha dicho que no pueda seguir. Amaba a Drusila, conforme. Sin embargo, no hay que olvidar que eran hermanos. Acostarse con ella ya era mucho. Pero conmocionar a toda Roma porque se le ha muerto su hermana parece excesivo.
QUEREAS. Digas lo que digas, este asunto no me gusta, y esta huida me huele mal.
EL VIEJO PATRICIO. Sí, cuando el río suena, agua lleva.
PRIMER PATRICIO. En cualquier caso, la razón de Estado no puede tolerar un incesto que cobra visos de tragedia. El incesto, pase, pero ha de ser discreto.
HELICÓN. Mirad, un incesto siempre arma escándalo. La cama cruje, si me lo permitís. Además, ¿quién os dice que la causa sea Drusila?
SEGUNDO PATRICIO. ¿Y cuál va a ser?
HELICÓN. Adivinadlo. Tened en cuenta que la desgracia es como el matrimonio. Crees que has elegido y resulta que te han elegido a ti. Es así, y no hay nada que hacer. Nuestro Calígula es desgraciado, ¡pero a lo mejor no sabe por qué! Se habrá sentido atrapado y ha huido. Nosotros hubiéramos hecho lo mismo. El que os habla, por ejemplo, si hubiera podido elegir a su padre, no habría nacido.
(Entra Escipión.)
ESCENA II
QUEREAS. ¿Qué?
ESCIPIÓN. Nada. A unos campesinos les pareció verlo anoche cerca de aquí, corriendo en medio de la tormenta.
(Quereas se dirige de nuevo hacia los senadores. Le acompaña Escipión.)
QUEREAS. Tres días hace ya, ¿no, Escipión?
ESCIPIÓN. Sí. Yo estaba allí, detrás de él, como de costumbre. Se acercó al cadáver de Drusila y lo tocó con los dedos. Luego pareció meditar, se dio media vuelta y salió con toda naturalidad. Desde entonces, le están buscando.
QUEREAS. (Meneando la cabeza.) A ese chico le gusta demasiado la literatura.
SEGUNDO PATRICIO. Es lo propio de su edad.
QUEREAS. Pero no de su rango. Un emperador artista es un disparate. Ya sé que hemos tenido uno o dos. Ovejas negras las hay en todas partes. Pero aquellos tuvieron el buen gusto de limitarse a ser funcionarios.
PRIMER PATRICIO. Era más descansado.
EL VIEJO PATRICIO. Zapatero, a tus zapatos.
ESCIPIÓN. ¿Qué podemos hacer, Quereas?
QUEREAS. Nada.
SEGUNDO PATRICIO. Esperemos. Si no vuelve, habrá que buscar otro. Así, entre nosotros, emperadores no nos faltan.
PRIMER PATRICIO. No, lo que nos faltan son personas con carácter.
QUEREAS. ¿Y si vuelve con ánimo beligerante?
PRIMER PATRICIO. Bueno, todavía es un niño; le haremos entrar en razón.
QUEREAS. ¿Y si no atiende a razones?
PRIMER PATRICIO. (Echándose a reír.) En ese caso... ¿No escribí hace ya tiempo un tratado sobre el golpe de Estado?
QUEREAS. ¡Por supuesto, si fuera necesario! Pero preferiría que me dejaran con mis libros.
ESCIPIÓN. Disculpadme.
(Sale.)
QUEREAS. Se ha incomodado.
EL VIEJO PATRICIO. Es un niño. Los jóvenes son solidarios.
HELICÓN. Solidarios o no, envejecerán igualmente.
(Aparece un guardia y dice: «Han visto a Calígula en el jardín de palacio». Salen todos.)
ESCENA III
El escenario permanece vacío durante unos segundos. Calígula entra furtivamente por la izquierda. Está sucio, tiene la mirada extraviada, el pelo empapado y las piernas llenas de barro. Se lleva varias veces la mano a la boca. Se acerca al espejo y se detiene al ver su propia imagen. Masculla unas palabras ininteligibles y se sienta a la derecha, con los brazos colgando sobre las rodillas abiertas. Entra Helicón por la izquierda. Al ver a Calígula, se detiene en un extremo del escenario y lo observa en silencio. Calígula se vuelve y lo ve. Pausa.
ESCENA IV
HELICÓN. (De una a otra punta del escenario.) Hola, Cayo.
CALÍGULA. (Con naturalidad.) Hola, Helicón.
(Un silencio.)
HELICÓN. Pareces cansado.
CALÍGULA. He caminado mucho.
HELICÓN. Sí, has estado fuera mucho tiempo.
(Un silencio.)
CALÍGULA. No era fácil encontrarlo.
HELICÓN. ¿El qué?
CALÍGULA. Lo que yo quería.
HELICÓN. ¿Y qué querías?
CALÍGULA. (Con la misma naturalidad.) La luna.
HELICÓN. ¿Cómo?
CALÍGULA. Sí, quería la luna.
HELICÓN. ¡Ah! (Un silencio. Helicón se acerca.) ¿Y para qué?
CALÍGULA. Bueno... Es una de las cosas que no tengo.
HELICÓN. Claro. Y ahora, ¿todo solucionado?
CALÍGULA. No, no he podido conseguirla.
HELICÓN. Lástima.
CALÍGULA. Sí, por eso estoy cansado. (Pasa un rato.) ¡Helicón!
HELICÓN. Dime, Cayo.
CALÍGULA. Piensas que estoy loco, ¿no?
HELICÓN. Sabes muy bien que nunca pienso. Soy demasiado inteligente para hacerlo.
CALÍGULA. Ya. Bueno. El caso es que no estoy loco, y hasta te diré que nunca he estado tan cuerdo. Sencillamente, he sentido un anhelo imposible. (Una pausa.) No me gusta cómo son las cosas.
HELICÓN. Es una opinión bastante extendida.
CALÍGULA. Cierto. Pero hasta ahora no lo sabía. Ahora lo sé. (Con la misma naturalidad.) No soporto este mundo. No me gusta tal como es. Por lo tanto, necesito la luna, o la felicidad, o la inmortalidad, algo que, por demencial que parezca, no sea de este mundo.
HELICÓN. El razonamiento tiene su coherencia. Pero, en términos generales, no puede llevarse hasta sus últimas consecuencias.
CALÍGULA. (Levantándose, pero con la misma naturalidad.) Qué sabrás tú. Precisamente por no llevarlo hasta sus últimas consecuencias nunca se logra nada. Pero quizá baste con que sea lógico hasta el final. (Mira a Helicón.) También ahora sé lo que piensas. ¡Cuánto lío por la muerte de una mujer! No, no tiene nada que ver con ella. Creo recordar, es cierto, que hace unos días murió una mujer a la que yo amaba. Pero ¿qué es el amor? Poca cosa. Esta muerte no supone nada para mí, te lo juro; simplemente me indica una verdad, una verdad que me lleva a desear la luna. Es una verdad sumamente clara y sencilla, y, aunque sea un poco tonta, cuesta descubrirla y también sobrellevarla.
HELICÓN. ¿Y cuál es esa verdad, Cayo?
CALÍGULA. (Mirando hacia otro lado, con tono neutro.) Los hombres mueren y no son felices.
HELICÓN. (Tras un silencio.) Mira, Cayo, la gente se las apaña para vivir sabiendo esa verdad. Observa a tu alrededor. Nadie ha dejado de comer por eso.
CALÍGULA. (Estallando de repente.) ¡Lo cual significa que todo lo que me rodea es pura mentira, y yo quiero que la gente viva en la verdad! Y precisamente poseo los medios para obligarles a vivir en la verdad. Porque sé lo que les falta, Helicón. No tienen conocimiento y necesitan un profesor que sepa de lo que habla.
HELICÓN. Cayo, no te tomes a mal lo que voy a decirte, pero creo que primero deberías descansar.
CALÍGULA. (Sentándose y hablando con dulzura.) No puedo, Helicón, nunca más podré descansar.
HELICÓN. Pero ¿por qué?
CALÍGULA. Si duermo, ¿quién me dará la luna?
HELICÓN. (Tras un silencio.) Eso es verdad.
(Calígula se incorpora con visible esfuerzo.)
CALÍGULA. Escucha, Helicón. Oigo pasos y voces. Chitón y olvida que acabas de verme.
HELICÓN. Entendido.
(Calígula se dirige hacia la salida. Se da media vuelta.)
CALÍGULA. Y, por favor, ayúdame a partir de ahora.
HELICÓN. No tengo motivos para no hacerlo, Cayo. Pero sé muchas cosas y me interesan pocas. ¿En qué puedo ayudarte?
CALÍGULA. En lo imposible.
HELICÓN. Haré lo que esté en mi mano.
(Sale Calígula. Entran rápidamente Escipión y Cesonia.)
ESCENA V
ESCIPIÓN. No hay nadie. ¿No le has visto, Helicón?
HELICÓN. No.
CESONIA. Helicón, ¿de veras no dijo nada antes de desaparecer?
HELICÓN. No soy su confidente, me limito a ser su espectador. Es más sensato.
CESONIA. Por favor...
HELICÓN. Querida Cesonia, Cayo es un idealista, todo el mundo lo sabe. Con eso quiero decirte que todavía no ha comprendido. Yo sí, por eso no me inmiscuyo en lo que no me importa. Ahora, si Cayo empieza a comprender, es capaz, con su corazoncito, de inmiscuirse en todo. Y sabe Dios lo que nos costará eso. Pero disculpadme, me voy a comer.
(Sale.)
ESCENA VI
Cesonia se sienta con gesto cansado.
CESONIA. Lo ha visto un guardia. Pero Roma entera ve a Calígula por todas partes. Y Calígula, en efecto, sigue aferrado a su idea.
ESCIPIÓN. ¿Qué idea?
CESONIA. Lo ignoro, Escipión.
ESCIPIÓN. ¿Drusila?
CESONIA. Vete a saber. Pero es cierto que la amaba. Y también que es duro ver morir hoy a quien ayer estrechabas en tus brazos.
ESCIPIÓN. (Tímidamente.) ¿Y tú?
CESONIA. Bah, yo soy su vieja amante.
ESCIPIÓN. Cesonia, hay que salvarle.
CESONIA. ¿O sea que le quieres?
ESCIPIÓN. Le quiero. Era bueno conmigo. Me animaba y me sé de memoria algunas de las cosas que me decía. Por ejemplo, que la vida no es fácil, pero que está la religión, el arte, el amor que nos profesan otros. Solía repetir que hacer sufrir a los demás era el único error que uno puede cometer. Quería ser un hombre justo.
CESONIA. (Levantándose.) Era un niño. (Se dirige al espejo y se contempla en él.) Nunca he tenido más dios que mi cuerpo, y a ese dios me gustaría rezarle hoy para recobrar a Cayo.
(Entra Calígula. Al ver a Cesonia y a Escipión, duda y retrocede. En ese instante entran por el lado opuesto los Patricios y el Intendente de palacio. Se detienen, desconcertados. Cesonia se vuelve. Ella y Escipión corren hacia Calígula. Este los detiene con un ademán.)
ESCENA VII
EL INTENDENTE. (Con voz titubeante.) Te..., te esperábamos, César.
CALÍGULA. (Con voz cortante y distinta.) Ya veo.
EL INTENDENTE. Nosotros..., bueno...
CALÍGULA. (Con brutalidad.) ¿Qué queréis?
EL INTENDENTE. Estábamos preocupados, César.
CALÍGULA. (Avanzando hacia él.) ¿Con qué derecho?
EL INTENDENTE. Pues..., eh. (De repente inspirado y muy rápido.) Bueno, de todas formas, ya sabes que tienes que solventar algunos asuntos referentes al Tesoro público.
CALÍGULA. (Presa de un interminable ataque de risa.) ¿El Tesoro? Pues claro, hombre, el Tesoro es un tema capital.
EL INTENDENTE. Desde luego, César.
CALÍGULA. (Sin dejar de reír, dirigiéndose a Cesonia.) ¿Verdad, querida, que el Tesoro es importantísimo?
CESONIA. No, Calígula, es un problema secundario.
CALÍGULA. ¡Bah! Tú no tienes ni idea. El Tesoro tiene un interés primordial. ¡Todo es importante: las finanzas, la moralidad pública, la política exterior, el avituallamiento del ejército y las leyes agrarias! Todo está en un mismo plano: la grandeza de Roma y tus ataques de artritis. Pero ahora mismo me ocupo de todo eso. Escúchame, intendente.
EL INTENDENTE. Te escuchamos.
(Se acercan los Patricios.)
CALÍGULA. Me eres fiel, ¿no?
EL INTENDENTE. (Con tono de reproche.) ¡César!
CALÍGULA. Bien, pues voy a explicarte un proyecto. Vamos a dar un giro radical a la economía política, en dos fases. Te lo explicaré, intendente..., cuando se vayan los patricios.
(Salen los Patricios.)
ESCENA VIII
(Calígula se sienta junto a Cesonia.)
CALÍGULA. Escúchame bien. Primera fase: todos los patricios, todas las personas del Imperio que dispongan de alguna fortuna —pequeña o grande, eso da igual— deberán obligatoriamente desheredar a sus hijos y hacer testamento ahora mismo a favor del Estado.
EL INTENDENTE. Pero, César...
CALÍGULA. Aún no te he concedido la palabra. En función de nuestras necesidades, iremos ejecutando a esos personajes siguiendo un orden arbitrario. Llegado el caso, podremos modificar ese orden, siempre de manera arbitraria. Y heredaremos.
CESONIA. (Apartándose.) ¿A qué viene esto?
CALÍGULA. (Imperturbable.) Sí, el orden de las ejecuciones carece de la menor importancia. O, mejor dicho, esas ejecuciones tienen idéntica importancia, lo que implica que no la tienen en absoluto. Además, tan culpables son los unos como los otros. Por otra parte, piensa que no es más inmoral robar directamente a los ciudadanos que gravar con impuestos indirectos los artículos de primera necesidad. Gobernar y robar son una misma cosa, eso es del dominio público. Pero cada cual lo hace a su manera. Yo, por mi parte, pienso robar sin tapujos, notaréis la diferencia con los ladronzuelos de tres al cuarto. (Al Intendente, con rudeza.) Ejecutarás estas órdenes sin dilación. Todos los habitantes de Roma firmarán los testamentos esta misma tarde; los de provincias, en un mes a más tardar. Envía correos.
EL INTENDENTE. César, no te haces cargo...
CALÍGULA. Escúchame bien, estúpido. Una vez admitido que el Tesoro tiene importancia, la vida humana deja de tenerla. La cosa es clara y meridiana. Cuantos opinan como tú deben admitir este razonamiento y hacerse a la idea de que, puesto que para ellos el dinero lo es todo, su vida no vale nada. Por lo que a mí respecta, he decidido ser lógico y, como tengo el poder, veréis lo que va a costaros esa lógica. Acabaré con contradictores y contradicciones. Si es preciso, empezaré por ti.
EL INTENDENTE. César, mi buena voluntad no está en entredicho, te lo juro.
CALÍGULA. Ni la mía tampoco, no te quepa la menor duda. Buena prueba es que consiento en adoptar tu punto de vista y reconsiderar sesudamente el Tesoro público. En definitiva, deberías agradecérmelo, puesto que entro en tu juego y juego con tus cartas. (Pausa. Con calma.) Además, mi plan, por su sencillez, es genial, lo que pone punto final a la discusión. Tres segundos tienes para desaparecer. Cuento: uno...
(Desaparece el Intendente.)
ESCENA IX
CESONIA. ¡Estás desconocido! ¿Habrá sido todo una broma?
CALÍGULA. No exactamente, Cesonia. Pura pedagogía.
ESCIPIÓN. ¡No es posible, Cayo!
CALÍGULA. ¡Precisamente!
ESCIPIÓN. No te entiendo.
CALÍGULA. ¡Precisamente! Se trata de realizar lo que no es posible, o, mejor dicho, de hacer posible lo que no lo es.
ESCIPIÓN. Pero es un juego que no tiene límites. Es el delirio de un loco.
CALÍGULA. No, Escipión, es la virtud de un emperador. (Se echa hacia atrás con un gesto de fatiga.) Por fin entiendo la utilidad del poder. El poder brinda una oportunidad a lo imposible. A partir de hoy y en lo sucesivo, mi libertad dejará de tener límites.
CESONIA. (Con tristeza.) No sé si hay que alegrarse de eso, Cayo.
CALÍGULA. Tampoco yo lo sé. Pero supongo que con eso hay que vivir.
(Entra Quereas.)
ESCENA X
QUEREAS. He sabido que has regresado. Hago votos por tu salud.
CALÍGULA. Mi salud te lo agradece. (Pausa. Luego, de repente.) Vete, Quereas, no quiero verte.
QUEREAS. Me sorprendes, Cayo.
CALÍGULA. No te sorprendas. No me gustan los literatos y no soporto sus mentiras. Hablan sin la menor intención de escucharse. Si se escucharan, sabrían que no son nada y dejarían de hablar. Vamos, largaos los dos, me horrorizan los testigos falsos.
QUEREAS. Si mentimos, la mayoría de las veces lo hacemos sin darnos cuenta. Me declaro inocente.
CALÍGULA. La mentira nunca es inocente. Y la vuestra da importancia a los seres y a las cosas. Eso es lo que no puedo perdonaros.
QUEREAS. Y sin embargo, bien hay que abogar por este mundo, si queremos vivir en él.
CALÍGULA. No abogues, porque la causa ya está juzgada. Este mundo carece de importancia y quien reconoce eso conquista su libertad. (Se ha levantado.) Y os odio precisamente porque no sois libres. Yo soy ahora el único ser libre de todo el Imperio romano. Alegraos, por fin tenéis un emperador que os enseñará la libertad. Vete, Quereas, y tú también, Escipión, la amistad me da risa. Id a anunciar a Roma que por fin se le ha devuelto su libertad y que eso inaugura una nueva era.
(Salen. Calígula se ha dado media vuelta.)
ESCENA XI
CESONIA. ¿Lloras?
CALÍGULA. Sí, Cesonia.
CESONIA. Pero, vamos a ver, ¿qué ha cambiado? Si es cierto que amabas a Drusila, la amabas al mismo tiempo que a mí y a otras muchas. Eso no es razón suficiente para que por su muerte huyas durante tres días y tres noches al campo y vuelvas con ánimo tan hostil.
CALÍGULA. (Se da la vuelta.) ¿Qué tiene que ver Drusila con todo esto, loca? ¿Acaso crees que un hombre solo llora por amor?
CESONIA. Perdóname, Cayo. Solo intento comprender.
CALÍGULA. Los hombres lloran porque las cosas no son como deberían ser. (Ella se le acerca.) Déjame, Cesonia. (Cesonia retrocede.) Pero quédate conmigo.
CESONIA. Haré lo que tú quieras. (Se sienta.) Cuando una llega a mis años, sabe que la vida no es buena. Pero, si el mal existe en este mundo, ¿qué se gana contribuyendo a que haya más?
CALÍGULA. No puedes entenderlo. Es igual. Puede que salga de esto. Pero siento que surgen en mí seres sin nombre. ¿Qué haré para luchar contra ellos? (Se vuelve hacia ella.) ¡Ah, Cesonia! Sabía que uno podía estar desesperado, pero ignoraba lo que significaba esa palabra. Creía, como todo el mundo, que era una enfermedad del alma. Pero no, lo que sufre es el cuerpo. Me duele la piel, el pecho, los miembros. Tengo la cabeza vacía y el estómago revuelto. Y lo más horrible es este sabor en la boca. Algo que no sabe a sangre, ni a muerte, ni a fiebre, sino a todo eso a la vez. Con solo mover la lengua, lo veo todo negro y la gente me da náuseas. ¡Qué duro y amargo es hacerse hombre!
CESONIA. Tienes que dormir, dormir mucho, relajarte y no pensar en nada. Yo velaré tu sueño. Cuando despiertes, notarás que el mundo habrá recobrado su sabor. Utiliza entonces tu poder para amar mejor lo que aún puede amarse. Lo que es posible merece también una oportunidad.
CALÍGULA. Sí, pero para eso hace falta dormir, relajarse. Es imposible.
CESONIA. Se tiene esa impresión cuando se está agotado. Luego llega un momento en que la mano vuelve a ser firme.
CALÍGULA. Pero hay que saber dónde ponerla. ¿Qué gano con una mano firme, de qué me sirve tan tremendo poder si no puedo cambiar el orden de las cosas, si no puedo hacer que se ponga el sol por el este, si no puedo evitar que haya tanto sufrimiento y que los seres mueran? No, Cesonia, si no puedo cambiar el orden de este mundo, lo mismo me da dormir que estar despierto.
CESONIA. Pero eso es pretender igualarse a los dioses. No conozco peor locura.
CALÍGULA. Tú también crees que estoy loco, ¿no? Y sin embargo, ¿qué es un dios para que yo desee igualarme a él? Lo que ansío hoy con todas mis fuerzas está más allá de los dioses. Voy a hacerme cargo de un reino en el que imperará lo imposible.
CESONIA. No puedes hacer que el cielo no sea cielo, que un rostro hermoso se vuelva feo o un corazón humano, insensible.
CALÍGULA. (Cada vez más exaltado.) Quiero mezclar cielo y tierra, confundir fealdad y belleza, hacer brotar la risa del sufrimiento.
CESONIA. (Erguida ante él y con voz suplicante.) Existe lo bueno y lo malo, lo alto y lo bajo, lo justo y lo injusto. Te juro que nada de eso cambiará.
CALÍGULA. (Con el mismo tono.) Pues yo deseo cambiarlo. Quiero concederle a este siglo la igualdad. Y cuando todo esté nivelado, cuando lo imposible reine por fin en este mundo, cuando tenga la luna en mis manos, entonces tal vez yo mismo me transforme, y el mundo conmigo; entonces por fin los hombres no morirán y serán felices.
CESONIA. (Gritando.) ¡No podrás negar el amor!
CALÍGULA. (Estallando y con voz llena de rabia.) ¡El amor, Cesonia! (Asiéndola por los hombros y zarandeándola.) Me he enterado de que no es nada. La razón la tiene el otro: ¡el Tesoro público! Acabas de oírlo, ¿no? Es la base de todo. ¡Ah! ¡Ahora sí que voy a vivir! Vivir, Cesonia, vivir, es lo contrario de morir. Te lo digo yo, y voy a invitarte a una fiesta inconmensurable, a un proceso general, a un espectáculo hermosísimo. Necesito gente, espectadores, víctimas y culpables.
(Se abalanza sobre el gong y se pone a golpearlo sin parar, con violencia.)
CALÍGULA. (Sin dejar de golpear el gong.) Que entren los culpables. Necesito culpables. Y todo el mundo lo es. (Sigue golpeando el gong.) Quiero que hagan entrar a los condenados a muerte. ¡Público, quiero tener mi público! ¡Jueces, testigos, acusados, todos condenados de antemano! ¡Ah, Cesonia, voy a mostrarles lo que nunca han visto, al único hombre libre de este imperio!
(Al sonido del gong, el palacio se llena poco a poco de rumores que van aumentando y se aproximan. Voces, ruidos de armas, pasos y pisoteos. Calígula se ríe y sigue haciendo sonar el gong. Entran unos guardias; luego salen.)
CALÍGULA. (Sin dejar de golpear.) Y tú, Cesonia, me obedecerás. Me ayudarás siempre. Será maravilloso. Jura que me ayudarás, Cesonia.
CESONIA. (Descompuesta, entre dos golpes de gong.) No necesito jurar, puesto que te amo.
CALÍGULA. (Golpeando el gong.) Harás todo lo que yo te diga.
CESONIA. (Con el mismo tono.) Todo, Calígula, pero deja de hacer ruido.
CALÍGULA. (Golpeando el gong.) Serás cruel.
CESONIA. (Llorando.) Cruel.
CALÍGULA. (Golpeando el gong.) Fría e implacable.
CESONIA. Implacable.
CALÍGULA. (Golpeando el gong.) Sufrirás también.
CESONIA. Sí, Calígula, pero me estoy volviendo loca.
(Entran unos patricios, estupefactos, y con ellos las gentes de palacio. Calígula golpea por última vez el gong, levanta el mazo, se vuelve hacia ellos y los llama.)
CALÍGULA. (Enloquecido.) Venid todos. Acercaos. Os ordeno que os acerquéis. (Patalea.) Un emperador os exige que os acerquéis. (Avanzan todos, aterrorizados.) Más aprisa. Ahora acércate tú, Cesonia.
(La coge de la mano, la lleva hasta el espejo y, golpeándolo frenéticamente con el mazo, hace desaparecer la imagen de la superficie bruñida.)
CALÍGULA. (Echándose a reír.) Nada, ya lo ves. ¡Ni un recuerdo, todos los rostros se han esfumado! Nada de nada. Pero ¿sabes lo que queda? Acércate más. Mira. Acercaos todos. Mirad.
(Se planta ante el espejo con gestos de demente.)
CESONIA. (Mirando el espejo, despavorida.) ¡Calígula!
(Calígula cambia de tono, posa el dedo en el espejo, y, con la mirada súbitamente fija, dice con voz triunfante.)
CALÍGULA. ¡Calígula!
Telón