Francisco Coloane no lo estaba pasando bien. Tenía poco más de veinte años y había cambiado el sur —los paisajes de sus orígenes: Chiloé, Punta Arenas, la Patagonia— por una vida en Santiago. La escritura era, en ese entonces, para él, un trabajo: al llegar a la capital se desempeñó por un tiempo como reportero policial en Las Últimas Noticias, mientras descubría la ciudad, sus callejones, sus códigos.
Pero no lo pasaba bien.
Estaba solo, ya no tenía trabajo y vivía en una pensión, en la calle Agustinas, en el centro. Fue ahí, en ese tiempo, en ese lugar, cuando un día, bajo una gripe terrible que lo tumbó sin esperanzas, se iba a aventurar por primera vez a escribir un cuento.
Sería el comienzo de todo: el resfrío, esa fiebre, la soledad y un amigo que lo visitó y le propuso —después de verlo tan mal— que por qué no escribía un cuento para publicarlo en El Mercurio, que pagaban y que él mismo, si lo necesitaba, podía ir a entregarlo al diario. Coloane lo miró algo extrañado y guardó silencio.
Esa noche escribiría su primer relato, «Cabo de Hornos», la historia de dos hermanos, únicos habitantes de una isla en el fin del mundo, que se encuentran con un prófugo de Ushuaia, quien les asegura conocer una caverna llena de lobos de mar, donde podrían cazar a un sinnúmero de recién nacidos para conseguir sus preciados cueros. A partir de ese encuentro fortuito, lo que viene es una pesadilla, una matanza brutal, y un despliegue de muchas de las obsesiones que recorrerán buena parte de la obra de Francisco Coloane: la naturaleza y la violencia, el paisaje y los animales, la compasión y las lealtades, el mar, sobre todo el mar, y un compendio de personajes masculinos expuestos a la intemperie.
Al día siguiente le pasaría este primer cuento a su amigo y unas semanas después se publicaría en El Mercurio bajo el título «Lobo de dos pelos».
Era 1935.
«Esta es la creación de un hombre con cuarenta grados de fiebre, tendido en una cama, con el peligro de la muerte al frente. Y lo escribí así, a mano», recordaría Coloane, muchos años después, sobre ese primer cuento y uno de sus mejores relatos, es decir, uno de los mejores de la literatura chilena del siglo XX.
*
Le gustaba decir que había nacido en el mar.
Fue en Quemchi, en la isla de Chiloé, el 19 de julio de 1910.
La infancia y la adolescencia de Coloane estarían marcadas por los paisajes del sur: Puerto Montt, Punta Arenas, Tierra del Fuego; el viento desbocado, los mares oscuros, el frío, la pampa patagónica, los cielos despejados, los bosques. En esos lugares, conviviendo con un territorio tan fascinante como hostil, Coloane encontraría una explicación del mundo. Y también un consuelo: tenía quince años cuando muere su madre, y entonces el mundo, tal como lo conocía, ya nunca volvería a ser el mismo.
Todo lo que va a vivir entre esa muerte y aquella noche afiebrada en la que escribirá su primer cuento será la materia fundamental de su literatura. Y, particularmente, de sus cuentos. No se trata de autobiografía, por supuesto, sino de un cúmulo de experiencias que serán convertidas en relatos duros, violentos, conmovedores.
Todo lo que vio y escuchó Coloane en esas tierras le servirá para hablar de un mundo salvaje, poblado de hombres silenciosos, rústicos, no muy dados a expresar sus emociones, sus tormentos, como si en realidad el paisaje —el frío, el mar— hablara por ellos.
«Así como entre los hombres surge de vez en cuando el genio, entre los animales se da, a veces, algún ejemplar extraordinario, cuya existencia nos acerca a los misterios de la naturaleza, para hacérnoslos más inescrutables.
El que ha visto degollar desde un hombre hasta una oveja, y conoce el último grito de terror, el mugido, el postrer relincho y hasta ha creído escuchar la exhalación de una mariposa clavada, sabe cómo son de iguales estas últimas voces de la vida en todos los seres», anota Coloane en el comienzo de «El Flamenco», otro de sus cuentos imprescindibles, en el que el protagonista es un caballo alazán que va a tomar venganza contra los hombres y su violencia. En ese mismo relato, Coloane escribe: «A veces, uno, sin quererlo, mira a los animales, a la naturaleza misma, como preguntándoles algo y ellos, al parecer, nos devuelven la mirada inexpresivamente, pero una corriente se establece, algo ocurre en nuestras mentes, una luz se mueve, y descubrimos lo que buscábamos, aunque no sea más que la paz de nuestra inquietud».
La forma que descubre Coloane para reconstruir la dureza de aquel territorio —y de aquellas experiencias— es dejar que las frases deambulen hasta encontrar un ritmo capaz de transmitir la soledad. Porque es ese fraseo el que le permite transmitir, también, la extrañeza que habita, sobre todo, en esas tierras del fin del mundo, y convertir estas historias realistas en algo más que simples e inolvidables anécdotas: la literatura está ahí, en esos quiebres, en esas epifanías.
Después de ese primer cuento que publicaría en El Mercurio, Coloane dejaría pasar unos años hasta hacer su debut en la literatura chilena, y que sería a lo grande y por partida doble: en 1941 publicaría El último grumete de la Baquedano —novela que se convertiría rápidamente en lectura obligatoria— y Cabo de Hornos: catorce relatos que permitirían vislumbrar su talento para las distancias breves —ahí están, de hecho, «Cabo de Hornos», «El Flamenco» y el que quizá sea su cuento más famoso y citado: «El témpano de Kanasaka».
De aquel debut rotundo y tempestivo, el crítico Yerko Moretic iba a decir: «Coloane ingresó rudamente en la literatura chilena, sin miramientos de ninguna especie, sin elegancias aparentes, más preocupado de contar lo que traía en los ojos y en el corazón que de garantizar los fueros de la gramática, la eufonía de las frases o la ingeniosidad de las figuras, aunque pronto depuró su idioma de las asperezas iniciales hasta obtener —sin perder ninguna característica vital— uno de los estilos más armónicos, en su estructura interna, de toda la literatura nacional».
*
Después de Cabo de Hornos vendrían dos libros de cuentos más: Golfo de Penas (1945) y Tierra del Fuego (1956) —y ya de forma póstuma, se reunirían algunos de sus cuentos y relatos inéditos en Antártico (2008).
Esos libros contienen toda la producción en el género breve de Francisco Coloane y son parte fundamental de su literatura. Quizá habría que decirlo de otra forma: son la columna vertebral de su obra, los textos que van a contener sus mayores hallazgos, sus más importantes proezas. Hay algo intacto —siempre nuevo, imposible de cristalizar— en sus cuentos. Son las imágenes de un país que nunca se termina de descubrir, es la violencia masculina retratada con precisión, es la naturaleza indomable capaz de configurar y luego desconfigurar todo. Los cuentos de Coloane exigen al lector habitar otro mundo, otro espacio. Salir de su encierro voluntario o involuntario y quedarse un rato en la intemperie, escuchar a los otros, sentir cómo el mar puede acabar con uno, cómo esas tierras descampadas esconden secretos terribles.
Hay algo fantasmagórico en algunos de sus relatos que los vuelve pesadillescos, que rompe cualquier idea de retrato costumbrista y que le permite interpelar al presente. Están los ecos de Melville, London y Conrad, pero también el deseo de contundencia y precisión de Hemingway. Son las lecturas que le permitirán a Coloane ir descubriendo una voz, pero sobre todo una forma de mirar y de oír; habría que detenerse en eso, en su capacidad para escuchar una lengua teñida de experiencias y matices. Coloane sabe que narrar se trata de levantar la vista y escuchar al otro, y que si no hay experiencia es muy difícil sentarse y escribir. Eso lo supieron muy bien algunos de sus compañeros de ruta en ese viaje que podría ser la narrativa chilena: Marta Brunet, González Vera, Manuel Rojas, Marta Jara, Alfonso Alcalde. Leerlos es entender mejor de qué estamos hechos y cómo llegamos hasta acá.
Coloane se detiene en los otros, los escucha y luego narra, como el protagonista de «El témpano sumergido», que se sube a un barco para ir a trabajar a una isla —donde vivirá una historia de terror— y piensa en lo que significa viajar en tercera clase, en los que van ahí, como él: «Todos formamos una especie de frontera de la humanidad; eso que es como la costra de la tierra, la que se queda afuera, sobresalida, recibiendo en la superficie el roce de la intemperie, el hálito de los astros, mientras la bola opaca rueda y rueda para sostenerse en la noche de los abismos».
*
«Hay paisajes, como instantes de la vida, que no se borran jamás de la mente; vuelven siempre a traspasarnos desde adentro, cada vez con mayor intensidad», escribe en el relato «Tierra de olvido», en el que narra el encuentro con un hombre cuya lengua es ininteligible, un personaje que vive totalmente aislado. En un momento, uno de los protagonistas que se encuentra con este hombre lanza una teoría que sirve para entender el mundo que retrata Coloane en sus cuentos. Una teoría sobre la desintegración que puede producir la naturaleza en las personas. «La naturaleza primero lo desintegra a uno, y luego lo integra a ella como uno de sus elementos. En la primera etapa parece que se fuera a desaparecer, algunos perecen, y en la segunda se renace con un nuevo vigor; así tal vez selecciona y destruye lo que más le conviene».
Muchos de los personajes que protagonizan las historias de Coloane han experimentado esa desintegración, pero los lectores llegan a conocerlos cuando ya son otros, cuando habitan la soledad, cuando ya están entregados a la locura. El paisaje inevitablemente modifica a las personas, y eso traspasa cada uno de estos relatos.
«Toda la obra de Coloane, en su ambiente, en su trama, en el deambular de los personajes entre la vida y la muerte, entre la tranquila y frágil vida y la desatada desordenada desgracia, es un rechazo consciente o inconsciente al papel desintegrador, diluyente, de la desgracia y de su aspecto más persistente y socorrido, la soledad», escribió Carlos Droguett en una entrevista incómoda pero realmente valiosa que le hizo al autor. El mismo Droguett escribiría allí: «Coloane, sin duda, ensanchó geográficamente los límites de la literatura chilena, creando tipos y arquetipos memorables entre los animales irracionales y este otro animal, a veces más irracional, que se llama hombre».
Porque eso es: Coloane incorporó una serie de historias y personajes que hasta antes de él no existieron para la literatura chilena. Inventó un paisaje nuevo y lo habitó de forma generosa, diseñando las coordenadas para que también otros lo habitaran y lo reescribieran. Y, además, le dio a esos personajes una humanidad encomiable. Ahí está, de hecho, desplegada en «Galope en la Patagonia», el cuento inédito que cierra este libro, un encuentro fortuito —un aborto inesperado— y la complicidad de guardar un secreto para siempre, en aquel paisaje austral, inhóspito, en el fin del mundo.
La literatura de Francisco Coloane convertida, entonces, en un refugio que hay que visitar con urgencia: tomar aire, levantar la cabeza, acercarse al fuego y escuchar una y otra vez sus historias.
Diego Zúñiga