IV

Lo recuerdo así: se escuchó un horrible sonido cuando la maceta se estrelló contra el piso. Yo tenía cinco años en ese entonces, estaba parada al lado de la ventana de la sala; la abundante luz fluía hacia el interior y las delgadas cortinas blancas se mecían con la brisa. Mi acompañante, mi único amigo, me sonrió, mostrando todos sus dientes.

Lo llamé Pepper-Man por el denso olor a pimienta que emitía, el cual me alertaba de su llegada. Por lo regular aparecía a los pies de mi cama, sentado con las piernas cruzadas, acicalándose el pelo con su peine de hueso, haciendo figurillas en forma de animales o coronas de ramitas entretejidas para regalarle a su nenita.

Su piel era grisácea y sarmentosa, con verrugas apiñadas en los pliegues de las articulaciones y largo pelo albino que le caía casi hasta las rodillas, andrajoso y seco como la paja vieja. Era muy alto y sus dedos eran largos.

Acababa de empujar la maceta que mamá recién había colocado en el blanco alféizar de la ventana y en ese instante sus ojos oscuros, color de musgo, miraban expectantes y curiosos hacia la puerta.

Los labios negros de Pepper-Man dejaron entrever sus dientes cuando mi madre entró en la habitación. Los jirones grises que cubrían su cuerpo desgarbado se mecieron con el movimiento de la puerta.

—Ay, Cassie —dijo mi madre con los brazos en forma de jarra sobre la falda azul marino—. ¿Por qué sigues haciendo estas cosas? Te dije que dejaras las macetas en paz —añadió con la mirada fija en la petunia roja, los pétalos marchitos entre la tierra y los tiestos de la maceta rota.

—Yo no fui. —Mis manos sudorosas alisaban el vestido amarillo de verano—. Fue Pepper-Man.

—¡Ah, y vas a seguir con eso! —Cruzó la habitación taconeando sobre las tablas de madera con sus zapatos de media altura—. ¿Y dónde está Pepper-Man, entonces? ¿Voló por la ventana? —Se inclinó para recoger los filosos restos de la maceta. Mi amigo se elevaba sobre ella, inmóvil, con su habitual mirada llena de curiosidad y la sonrisa plasmada en los labios negros.

—No —dije, sin aliento, viendo cómo el cabello rígido de mi madre casi rozaba el cuerpo de Pepper-Man al levantarse.

—Ya eres una niña grande, Cassie —dijo mi madre—. Creo que ya va siendo tiempo de que dejes de culpar a otros por tus errores. Es la quinta maceta que rompes esta semana, ¿por qué no las dejas tranquilas? ¿Qué te han hecho las pobres plantas?

—Nada —murmuré mirando al suelo, hacia los lustrosos zapatos negros de mi madre que contrastaban con los dedos torcidos de los pies de mi amigo. Solo quería que Pepper-Man se fuera, no se podía confiar en él cuando había gente presente. Era caprichoso y hasta cruel, demasiado curioso con todo. Ahora su mano casi alcanzaba la cabeza de mi madre; sus dedos flexionados se frotaban entre sí, con las largas uñas extendidas en el aire—. Son estúpidas —dije rápidamente para captar su atención y alejarla de los dedos de Pepper-Man—. ¡Odio las flores! ¡Son flores estúpidas! ¡Son feas, son rojas y las odio! —Me di la vuelta, agarré otra maceta del alféizar, esta vez cubierta de flores blancas muy abiertas, y la aventé al suelo con fuerza. La tierra se esparció por todos lados. Esta maceta no se rompió, pero rodó por el piso hasta llegar a los pies de mi madre. Pepper-Man retrajo la mano.

—¡Cassie! —exclamó mi madre mientras dejaba caer los filosos fragmentos que había recogido, los cuales cayeron en el piso sobre el montón de tierra y hojas—. Mira lo que causaste. —Me mostró su dedo. Profusas gotas de sangre le escurrían por la blanca piel hasta llegar a sus anillos dorados.

—Muy bien —dije e hice un desplante con el pie. Las fosas nasales de Pepper-Man resollaron y su lengua negra salió de entre sus labios. Le gustaba mucho la sangre. Se emocionó como un perro frente a un hueso. Al verlo mirar de esa forma a mi madre sentí como una puñalada en mi pequeño pecho, así que corrí. Pasé rozándola, derramando lágrimas, y azoté la puerta detrás de mí; subí las escaleras, mis pasos retumbaron de camino a mi cuarto, hasta que me tiré sobre la cama y dejé que las lágrimas empaparan el colchón.

Pepper-Man ya estaba ahí, tal como yo esperaba. El fin de aquella farsa era distraerlo de mamá. Se sentó sobre mi colcha tejida, tarareando una suave melodía, entretejiendo, torciendo y dando forma a las ramitas de abedul con los dedos. No volteó a verme, aunque no tenía que hacerlo.

La nuestra era una relación íntima.

No recuerdo un mundo sin Pepper-Man. Siempre ha estado cerca de mí, yendo y viniendo, pero siempre ahí, conmigo. Unas veces representa una amenaza, otras veces felicidad. Pepper-­Man es muy longevo.

En una ocasión me contó que la primera vez que me vio yo estaba jugando a orillas del río. Él iba flotando río abajo, me dijo, cuando vio mi cabello reluciente en la pradera. Mis padres, en ese entonces jóvenes y aún enamorados, estaban haciendo un picnic cerca. Dice que los vio comer sándwiches y peras, y tomar té de una tetera de porcelana decorada. Estaba navegando, montado en una hoja de roble, cuando me vio sentada sola, con las mejillas redondas y regordetas. Me deseaba, así que saltó.

Cuando le dije que no le creía que me hubiera deseado así nomás, sin ninguna razón aparente, se rio y me dijo que todos los de su especie deseaban un cabello como el mío para acariciarlo, trenzarlo y jugar con él, pero que quizá yo tenía razón.

Después me dijo que en realidad estaba viajando por el cielo, como un cuervo, y sus ojos de ave rastreaban el suelo en busca de una presa. Que estaba muy hambriento de carne. Entonces me vio, yo era apenas una bebé, acostada sola fuera de nuestra casa. Se agachó y se encaramó sobre el borde de mi canasta, con las garras aferradas a la orilla. Pensó que yo tenía los ojos más encantadores que había visto y se preguntó qué sabor tendrían. Pero justo entonces mi madre salió y lo ahuyentó. Decía que por eso se quedó conmigo y, que aún se preguntaba qué sabor tendrían mis ojos y cómo se sentirían al irse deslizando por su garganta.

Tampoco le creí eso del todo y se lo dije. ¿Por qué esperó tanto tiempo para comérselos, si mis ojos se le antojaban tanto a su estómago? Él se volvió a reír, me dijo que quizá tenía razón, que más bien yo me había tropezado con una colina de hadas y que él estaba paseando cerca de allí, concentrado en sus asuntos, cuando escuchó el terrible lamento de alguien en el suelo. Era yo, con las rodillas raspadas, las manos sucias y mi vestido blanco maltrecho. Se sintió mal por mí y me quiso hacer algo lindo, como una guirnalda de flores o una corona de ramitas, pero entonces mis padres llegaron corriendo y me llevaron, acallándome, besándome y sobando mis heridas. Él me siguió hasta la casa y desde entonces se dedicó a darme regalos.

También me cuenta otra historia según la cual él y yo somos semillas de la misma vaina, hermanos en espíritu, si no de la misma carne, y que estamos unidos para siempre por lazos indisolubles. Él y yo somos iguales aunque no tengamos el mismo ADN. Siempre hemos estado juntos y así permane­ceremos.

Por ahora no hablaré de esa otra versión de la historia, la que fue lanzada con tanto descaro durante el juicio del asesinato para que todos la oyeran. Ya habrá tiempo después para eso. Esta historia, a diferencia de las anteriores, no estaba entre los cuentos infantiles que me contaba para dormir, mientras me arrullaba entre sus fuertes brazos y yo respiraba recostada en su pecho erguido, con su cabello seco como manta y su aroma a pimienta como consuelo, sintiendo como papel el fino cuero de sus orejas puntiagudas cuando, con las yemas de los dedos, acariciaba su silueta sobre el encaje de mi almohada. Su voz resonaba solo en mi cabeza, como el suave susurro que hace el viento cuando mece las hojas. En esos momentos yo solía entrecerrar los ojos y navegar por el sonido de su voz, perdiéndome en esa cadencia. Ese abismarme en él me dejaba la sensación de haber estado sumergida bajo el agua. Un repiqueteo comenzaba en la base de mi columna y se abría paso a través de mi cuerpo, empujaba y empujaba, entre repiqueteos y temblores, hasta partirme y liberarme presurosa de mi propia piel; corría veloz cual relámpago luminoso a través del techo hasta alcanzar el cielo, al tiempo que se me revelaban imágenes y sonidos. Veía gente que nunca antes había visto caminando por calles desconocidas. Una vez vi a una señora con un abrigo negro que husmeaba en su bolso, de pie sobre un empedrado y rodeada por edificios de ladrillos. Después vi a un hombre con una corbata color mostaza, persiguiendo un autobús azul. El conductor del autobús lo miró de reojo por el espejo y siguió conduciendo, mientras el hombre hacía una rabieta con los pies y aventaba el sombrero al piso. Vi a unos niños con la piel tostada en un patio de recreo, vestidos con uniformes grises y saboreando suaves dulces. Y también otras cosas que se enroscaban y retorcían entre las raíces de árboles antiguos: pálidas serpientes y ancianas que lamían un jugo negro emanado de los troncos, hombres con cabeza de cabra que corrían por el bosque y jovencitas que chasqueaban con la mandíbula mientras daban vueltas con sus vestidos de tela de araña en secas y bochornosas cuevas subterráneas. Algunas veces estuve también en el mar, meciéndome con las olas, con los labios con sabor a sal y algas en los cabellos, moviéndome al compás de las sombras a mis pies.

Cuando despertaba de estos viajes, Pepper-Man siempre estaba ahí, con los dientes enterrados profundamente en mi cuello. Levantaba la cabeza para susurrarme al oído: «Te amo, Cassie, en verdad. Eres más deliciosa que el árnica y los más selectos vinos».

En una cena de domingo fue mamá quien sirvió el vino y dejó que se derramara por el borde y cayera sobre la mesa. Tenía los labios cubiertos de carmesí o, más bien, de plastas de carmesí. Había pollo, puré de papas y pudín de caramelo para el postre. Para entonces yo ya tenía ocho años.

—Come —me gritó. Sus ojos brillantes y azules me recordaron el vitral de la iglesia, el que tiene a la virgen María con el niño, aunque eso es en lo único en que se parecen. Las perlas, frías esferas blancas, brillantes y duras, pendían alrededor de su cuello, se mecían hacia adelante y hacia atrás entre sus senos.

—¿Qué hizo Cassandra ahora? —preguntó papá.

Mamá levantó las manos con un gesto de exasperación.

—¡Bueno, pues mírala! Mira ese pelo. ¿Por qué no puede al menos tratar de peinarlo antes de ir a la iglesia?

A decir verdad, ya me había dado por vencida con el cabello. Pepper-Man seguía enmarañándolo por la noche, trenzándolo y rizándolo, e incluso lamiéndolo con su larga lengua negra.

—¿Qué importa eso? —Los ojos de papá estaban inyectados de sangre, tenía la corbata torcida.

—La gente pensará que tengo un zoológico —dijo mamá—. Pensarán que no tengo control sobre mis hijos. —Le tembló la mano mientras buscaba la sal.

—El cabello de Cassandra no tiene nada de malo —dijo mi padre.

—¿Nada de malo? Es un desastre. Y no es solo el cabello. Su ropa está manchada y sus rodillas están todas moreteadas. ¿Por qué no puedes ser más pulcra, Cassie? ¿Por qué siempre lo arruinas todo?

—Cassie es mala —intervino Olivia, de solo cinco años. Balanceó los pies debajo de la mesa y me golpeó las rodillas magulladas.

—Así es, Olivia. —La voz de mamá sonó dulce, pero no cálida; extendió una servilleta de lino entre los dedos y la jaló hasta tensar la tela—. Prométeme que nunca serás como tu hermana.

—Nunca seré como mi hermana —dijo Olivia. Sus impecables trenzas estaban adornadas en las puntas con moños de terciopelo.

—Tal vez está esperando que algún pájaro venga volando y anide ahí. —La voz de mamá rayaba casi en la histeria mientras volvía a mirar mi cabello. De repente se rio o lloró; era difícil saber la diferencia.

—Tal vez no es bueno que tomes tanto vino —sugirió papá.

—¡Tal vez no necesitaría todo este vino si ella se supiera comportar! —exclamó sin mirarme siquiera.

Ferdinand, quien tenía siete años en ese entonces, revolvía la comida del plato con el tenedor.

—No me siento bien —dijo—. ¿Me puedo levantar de la mesa?

—No —espetó mamá—, no te puedes levantar. Tienes que quedarte y comerte tu pudín.

Algo sombrío se reflejó en la mirada de papá.

—Está bien —le dijo a Ferdinand—. Puedes retirarte.

—¿Qué? —gritó mamá—. El domingo pasado hizo lo mismo…

—Y tú tomaste demasiado vino también ese día y la agarraste contra Cassandra, tal como lo estás haciendo ahora.

—Bueno. —Mamá se levantó de su silla, la servilleta voló hasta el suelo—. Después de todo, alguien tiene que disciplinarla.

Entonces papá comenzó a reírse. Su risa producía un sonido profundo y aterrador, como los primeros truenos en un cálido día de verano.