Mamá era una mujer severa, tal vez no fue muy feliz. De joven su cabello era una nube de rizos dorados y pintaba sus labios de un tono rojo intenso. Su cuerpo era ágil y muy delgado. Le gustaba usar faldas entubadas de color azul oscuro o rojo brillante y suéteres de cuello amplio, rayados o punteados. Las joyas que usaba a diario eran piezas de vidrio de colores puros engarzadas en armazones baratos y perlas de metal pulido. Usaba zapatos de tacón grueso, no de aguja ni muy altos, con medias de nylon que nunca se rasgaban.
Papá era un hombre grande de labios carnosos y mejillas como de basset hound. Su piel era de un tono entre escarlata y azul. En las mejillas parecían brotarle estrellas, como de fuegos artificiales, por los vasos sanguíneos reventados. De más joven solía ser boxeador, pero cuando llegamos nosotros, su camada de cachorros, se convirtió en un vendedor dedicado a perfeccionar el gusto por el vodka.
A veces me los imagino encontrándose junto al ring, con el piso manchado de sudor, escupitajos y salpicaduras de sangre carmesí. En ese entonces él estaba en forma, los músculos de su cuerpo estaban firmes y su piel era brillante. Ella poseía una figura torneada y joven, toda labios y tetas. A veces quiero creer que estuve allí cuando se conocieron, oculta en la abrasadora y oscura caverna del vientre de mi madre. Cuando era niña, deseaba intensamente que así hubiera sucedido. Ya de adulta solo especulaba al respecto. Sin embargo, lo cierto es que llegué a este mundo demasiado pronto, poco después de que se casaron.
Mamá aportó al matrimonio algo de dote. Ella siempre tuvo clase, si bien no el cerebro para actuar de manera inteligente. El suyo era dinero de otros tiempos, dinero de embarcaciones, impregnado del sudor y el trabajo de otros. Y como era la hija única de un hijo único, el dinero era suyo por derecho. Eso, creo yo, la hacía sentir merecedora de respeto y de que tenía algo que perder. Tenía una imagen fija de quién creía que debía ser y quiénes debíamos ser todos; es obvio que enamorarse de un boxeador no estaba en sus planes. Me imagino que se conocieron cuando ella estaba pasando por una fase pasajera de subversión contra las limitantes sociales.
Él era diferente, un hombre sencillo, alimentado por una ira silenciosa. Estoy segura de que no fue casualidad que terminara en ese ring. Si no hubiera conocido a mi madre, quizá le habría bastado con trabajar en los muelles para ser feliz. En cambio, mi padre vendía cosas: sobre todo maquinaria agrícola costosa y cortadoras de pasto. Nuestra casa era muy blanca y tenía un hermoso jardín. Contábamos con ayuda porque a mamá le había quedado la espalda lastimada por cargarnos cuando éramos niños. Todo estaba siempre impecable, con todos los floreros llenos de flores frescas y todos los espacios inmaculados, sin rastro alguno de desorden. Creo que ella necesitaba eso para mantener la calma, sentir que tenía una pizca de control. Yo siempre la veía como una cuerda excesivamente tensa que reventaría tarde o temprano y todos estaríamos en problemas.
Mi hermano menor, Ferdinand, era un niño reservado que ocultaba sus emociones. Tenía el cabello color miel y las mejillas sonrojadas. Era bueno para el ajedrez, pero ninguno de mis padres vio ningún valor en ello. Practicó esgrima por un tiempo, pero creo que las armas lo asustaban. Siempre me puso nerviosa el silencio de ese niño, o tal vez solo lo digo ahora que sé lo que sucedió después.
Y luego estaba Olivia con sus mejillas redondas, dulce como mazapán, protegida por su propio resplandor. Era la imagen que mi madre tenía en la mente cuando pensó en tener hijos. Tuvo que hacer tres intentos para conseguir uno así. Sin embargo, me imagino que lloró cuando se dio cuenta de en qué se convirtió su hija. Nunca habría imaginado que su hija adorada se volvería tan aburrida, ni que pagó esas lecciones de ballet y clases de actuación para que terminara siendo solo un ama de casa. Esperaba mucho de ella, creía que Olivia haría las cosas que ella no pudo hacer por habernos tenido a nosotros. Se suponía que se convertiría en alguien importante, que llegaría a ser una estrella de cine o una mujer de mundo y asistiría a comidas lujosas, organizaría eventos para recaudar fondos para huérfanos y sus pies, calzados con zapatos muy finos, harían resonar sus pasos en suelos de mármol.
Olivia me culpa por la manera en que terminaron las cosas. ¿Cómo podría haber cumplido con tales expectativas si tenía mi mala fama en su contra?
Yo le arruiné todo, ¿verdad? La obligué a permanecer en las sombras.
Los obligué a todos a permanecer en las sombras.
No me siento mal por ello.
Nunca tuve otra opción, lo saben, y aunque la hubiera tenido, no estoy segura de que habría actuado diferente. Siempre hubo una distancia entre ellos y yo. Ellos no vieron lo que yo vi, ni sabían lo que yo sabía. Y tal vez haya algo de resentimiento en ello, porque mi madre, por su torpeza, nunca se dio cuenta de hasta qué punto me vulneró todo aquello. Yo era como una cáscara de huevo crudo, frágil y quebradizo, demasiado fácil de romper.
Nadie cuida a las chicas malas. La hija rara se tiene que valer por sí misma; por ello es tan fácil que se escape y vaya a parar a los lugares más sombríos del mundo. Por eso es fácil que se pierda, que sea depredada.
Las chicas buenas huelen a mandarinas quemadas para quienes tienen malas intenciones: son fragantes, pero amargas, repelen. En cambio, las chicas malas como yo huelen a manzanas maduras, al alcance de la mano, sabrosas y fáciles.
Nadie las extraña en absoluto.
Aun así, me habría servido la protección materna.