II

Algunas veces me preguntaron por qué me quedé en S– después del juicio que siguió a la muerte del hombre que conocieron como Tommy Tipp. En ese entonces habría sido muy fácil esfumarse y mudarse a otro lugar, a un pueblo o una ciudad donde nadie me conociera. Una tabula rasa, tal como lo recetó el doctor Martin: hacer borrón y cuenta nueva.

Por supuesto, no me quedé en S– porque me gustara. Todos se quedaban mirándome cuando iba al supermercado a comprar carne molida y zanahorias. Durante meses mi nombre estuvo en boca de todos y mi rostro aparecía en las primeras planas. Los que antes no me conocían, ahora me reconocían inevitablemente. Pero, como entenderán más adelante, tuve mis razones para quedarme.

Las cosas no eran como parecían.

Tommy Tipp no era como ustedes creían.

Sé que les caía bien, él siempre fue bueno con los niños. Recuerdo que a ti, Janus, te llevaba a pescar, y contigo, Penélope, rodaba sobre el pasto. Una vez juntaste flores para dárselas, ¿recuerdas, Penélope, esas margaritas y campanillas? Incluso tu mamá de vez en cuando era amigable con él. Me dijo que estaba muy contenta de que por fin hubiera hallado una pizca de felicidad, de ver que senté cabeza, aunque fuera con Tommy Tipp.

Olivia y sus amigas no salían del asombro, e incluso mamá, creo, no daba crédito a que Tommy me hubiera elegido a mí. Era extremada y peligrosamente guapo; tenía un radiante pelo rubio y unos ojos azul profundo, un cuerpo esbelto y piel bronceada. Era el hombre con el que soñaban de noche todas las mujeres de S–, mientras dormían abrazadas de sus maridos. Él era el objeto de una dulce lujuria culposa que no podían contener, sin importar cuán respetables, recatadas o exitosas fueran. Tommy Tipp podía encender ese fuego en vírgenes y viudas por igual. Las mujeres casadas eran su especialidad; eran presa fácil y no implicaban ningún riesgo. Así era como se ganaba la vida antes de conocerme: acostándose con cualquiera a cambio de regalos y favores. Era experto en hacer citas secretas diurnas y en convencer a cada una de sus conquistas de que era la única. Por supuesto, todos sabíamos que había estado en prisión, que su pasado estaba marcado por la violencia y los robos. S– es un pueblo pequeño. Pero ¿quién no ama a un villano redimido, un ángel con la seductora mancha del pecado? Yo nunca estuve tan ciega, no lo deseé por esa dosis de peligro que implicaba relacionarse con él; para qué si yo ya tenía un amante temerario, ya conocía el sabor del pecado. Por lo tanto, era de esperar que las mujeres se enfurecieran tanto cuando encontraron en el bosque su hermoso cuerpo sin vida.

Pero voy demasiado rápido, todavía no llegamos a ese punto. Antes de eso sucedieron muchas cosas.

Antes de continuar hay algo que deben saber: nunca fui una niña buena.

Nunca fui obediente ni dócil como su madre. A ella le encantaban los elogios, y los ojitos le brillaban cuando le decían que había hecho algo bien. Era delicada y agradable, en tanto que yo era la torpe, flaca e incómoda hermana mayor. El cabello de Olivia brillaba como cobre lustroso; el mío era ondulado y oscuro. Su piel era blanca como la leche; la mía estaba manchada de pecas, pero, por supuesto, el que una chica tenga la piel llena de manchitas no la hace mala en sí. Eso va mucho más allá: eso se lleva en la sangre. Algunas personas simplemente nacimos torcidas.

Su madre les debe haber dicho que nunca tuvimos una relación cercana. Que no nos parecíamos en nada. No quería ni acordarse de mí, en especial luego de los rumores y, por supuesto, después del juicio.

Aunque yo lo recuerdo de manera diferente. Recuerdo las vacaciones de verano que pasamos junto al mar, luciendo sobre el pecho nuestros dijes dorados en forma de anclas. Nos recuerdo mirando a través del agua cristalina en pozos poco profundos, persiguiendo cangrejos y recogiendo conchitas marinas. Recuerdo la sensación de la arena entre los dedos de los pies y el sabor dulce del helado derritiéndose en mi lengua. Recuerdo un pastel en el vestíbulo, rebosante de frutas incrustadas. Mientras tanto, el sol se ponía ante nosotras, sangrando una luz dorada que transformaba sus cabellos en un río cobrizo y convertía su piel lechosa en un tono más oscuro y suave.

En mis recuerdos también están las muñecas de piel pálida y cabello negro que recibimos una mañana de Navidad, la casita que les construimos debajo de la mesa usando los manteles del comedor como si fueran paredes blancas, hueveras en vez de cálices y almohadas de seda que harían las veces de tronos. Estábamos jugando a que las muñecas eran dos princesas medievales, así que juntamos rosas del jardín y con los tallos espinosos formamos coronas, con las que adornamos sus cabellos; y nuestro hermano, Ferdinand, llevó su grabadora y la hizo sonar con entusiasmo, e incluso con cierta fascinación, para darles serenata.

Recuerdo que reímos juntas, como hermanas, eso y otras cosas.

Olivia seguro les habrá dicho que eso nunca pasó.

Quizá ya lo olvidó.