Conduces por el camino de tierra entre viejos robles. Es octubre, así que supongo que debe estar lloviendo. Quizá también el viento sopla y caen hojas amarillentas en el parabrisas. Examinas con mucha atención los alrededores durante todo el trayecto; revisas tus espejos para encontrar indicios de vida, pero no hay nadie. Aquí no hay vecinos ni familias en un paseo de domingo. Solo están tu copiloto y tú ante el camino terregoso, el frondoso bosque que los rodea, árboles centenarios de troncos anchos y cortezas nudosas, raíces y ramas con formas intrincadas.
El camino termina justo frente a mi puerta, así que ahí se detienen. Se estacionan junto al gallinero vacío y, con expresión seria, miran durante largo rato mi humilde hogar. Janus, tú bajas del coche primero, te quitas los lentes de sol y te sacudes el cabello cada vez menos abundante. Tú, Penélope, frunces los labios y te proteges los ojos del sol con la mano, aunque está nublado. Tus zapatos de tacón se hunden en el suelo empapado, se embarran de restos de pasto amarillento y, tal vez, se les pega alguna vieja y maltrecha pluma de gallina.
Ninguno de los dos dice nada, creo, al menos no de inmediato. Parados ahí, miran por un rato la construcción de tres pisos; las múltiples ventanas, algunas cuadradas, algunas redondas; la pintura descascarada y con un ligero tono lila. Es una casa mágica, pero no es bonita. Es como un lujoso pastel de cumpleaños que se echó a perder y el glaseado rancio se le desprende de los bordes. Los manzanos y cerezos, que flanquean la casa por ambos lados, dejaron de florecer hace mucho tiempo y tocan las paredes con sus dedos ennegrecidos y afilados. En esta época del año sirven principalmente de hogar para las arañas. En las ventanas se ven sábanas con gastados encajes y pesadas cortinas de terciopelo verde.
Janus, tú sacudes la cabeza, le diriges una mirada cómplice a tu hermana y murmuras entre dientes: «La loca tía Cassie. No pensé que estuviera tan mal».
Entonces, suben cautelosamente al vestíbulo, pues no saben si el viejo piso de madera aguantará su peso. Janus, tú sacas la llave del bolsillo. Mi abogado te la dio esta misma mañana junto con una hoja de instrucciones escritas a mano. Tal vez se rio un poco cuando te la entregó e incluso se disculpó diciendo algo así como: «La anciana se puso un poco sentimental antes de desaparecer». Nunca le caí muy bien al señor Norris. El sentimiento es mutuo de todos modos.
Sin embargo, como ustedes son buenos chicos, nunca se les ocurriría no seguir las instrucciones que les dejé, y es por eso que están en la casa, atravesando con cuidado el piso de madera de mi vestíbulo. La cerradura de la puerta principal cede con un chasquido ante la llave y la puerta se abre de par en par con un crujido de bisagras. Penélope frunce la nariz al percibir el olor a viejo y a moho, ligeramente disimulado con lavanda y tomillo, que los recibe cuando entran.
En el pasillo, observas las hileras de sombreros, abrigos y chales que cuelgan de los ganchos en las paredes. Son espantosamente anticuados, ropa de anciana. Penélope sonríe cuando mira los sombreros de mimbre, con flores y frutas de cera adheridas al ala. Sus suaves dedos con uñas de color rojo burdeos pasan veloces de la empuñadura de mi paraguas negro al encaje amarillento de un chal. Desde joven he tenido inclinación por lo antiguo.
Janus no se entretiene. Da pasos rápidos y largos hacia el interior, escudriñando todo: las escaleras pintadas de negro que llevan al siguiente piso, el candelabro de cristal cortado con tres docenas de prismas, la puerta abierta de la cocina que deja entrever el piso a cuadros en blanco y negro. La nariz de Penélope se frunce de nuevo en cuanto imagina la alacena llena de comida rancia, pero no tiene de qué preocuparse, ya me encargué de todo eso.
En este punto yo creo que ya se les habrá destrabado la lengua:
—Una sacudida no le vendría nada mal —dice uno de ustedes, supongo que Janus, cuando entra a la sala y apoya ligeramente la mano en mi sofá color champán. Penélope camina directamente hacia los amplios libreros que abarcan desde el piso hasta el techo, sus uñas rojas recorren los viejos lomos de libros. Ella es bibliotecaria, después de todo, y para ella los libros son como la tierra prometida. Sus tacones altos dejan marcas en la duela.
—¿Y entonces, dónde está el estudio? —Janus mira alrededor con la hoja de instrucciones arrugada entre las manos. Se requiere que vayan al estudio, pero ustedes, pobres chicos, no saben en dónde está, así que se quedan allí, de pie, mirando alrededor de la habitación y esperando alguna señal o pista que les indique la dirección correcta.
—Estos son sus libros —dice Penélope, después de haber encontrado la fila de novelas de lomo color rosa en un estante aparte.
—¿Cómo una viuda sin hijos pudo escribir tanto sobre romance y amor? —tal vez pregunta Janus, mientras está de pie detrás de su hermana.
Penélope se encoge de hombros.
—A veces la ficción es mejor que la realidad, ¿no te parece?
—Quizá. —Encoge los hombros—. Aun así creo que es extraño.
—Creo que es incluso más extraño que justamente ella haya escrito esas cosas románticas, si consideramos…
—¿Si consideramos qué?
—De lo que la acusaron. Si es que es verdad.
—Eso fue hace mucho tiempo. —Janus no quiere pensar en eso. Esas cosas son desagradables e incómodas y él es un chico muy cuidadoso.
—Vamos, pues —dice Penélope—, encontremos ese misterioso estudio. —En este momento se le antojará un cigarrillo, estará ansiosa por terminar con esto para poder entregarse a su vicio. Ella sabe que le hace mal, por supuesto, como toda mujer moderna en un cuerpo que va envejeciendo, pero ni siquiera el que esté casi por llegar a los temidos cuarenta logra alejarla de sus queridos cigarros, no le importan las arrugas que le puede producir el fumar.
De vuelta al pasillo, solo queda una puerta por abrir, y helo ahí, finalmente el anhelado estudio; mi gran escritorio de roble, ya no tan pulido; máquinas de escribir escondidas debajo de gruesas cubiertas de plástico; una vieja y voluminosa computadora portátil, y ventanas enmarcadas por cortinas de terciopelo. Detrás del escritorio hay una amplia silla de mimbre, colmada de almohadones rígidos de seda verde, que hacen juego con el papel tapiz pintado a mano en el que las vides, de las que brotan hojas gruesas y brillantes, parecen bailar como serpientes encantadas. Penélope se abstrae por un instante y las repasa con las puntas de los dedos.
La mirada de Janus vuela más lejos y se detiene en las ramas de un árbol, en las hojas y guijarros que obstruyen los alféizares de las ventanas y en la víbora disecada montada en la pared, con escamas como uñas duras y ojos negros inquisitivos. Observa cada uno de los frascos de vidrio, llenos de flores secas, con algún insecto muerto, o hasta con rocas, alineados con cuidado en el estante detrás del escritorio; y luego, al final, ve esto: una pila de papel de color rosa, mecanografiado por esta humilde servidora, acomodado como un pastel listo para que lo corten y lo coman. Ninguno de los dos sigue mirando la habitación después de eso. Tienen los ojos fijos en ese bulto rosado.
—Ahí está —dice uno de ustedes.
—Eso debe ser —dice el otro.
La mano de Janus lo alcanza primero, las uñas rojas de Penélope le siguen con rapidez. Ambos leen sus nombres en la hoja superior. Penélope lo levanta.
Y ahora, aquí están. Parados en mi estudio, sosteniendo esta historia entre sus manos, la última que contaré. Eso significa que llevo más de un año desaparecida y que aún se desconoce mi paradero, ya que ese fue mi acuerdo con el señor Norris. En estas páginas está la clave para desbloquear mi última voluntad y testamento, la palabra secreta que hará que el señor Norris abra ese grueso sobre de papel manila y les diga cuán ricos se han vuelto. Si no la encuentran, no habrá premio alguno y mi dinero irá a otra parte.
Es un fastidio, lo sé. Pero a veces el mundo es cruel. Y ustedes quieren enterarse, ¿no? Quieren saber si las historias que su madre les contó son ciertas. Si realmente los maté a todos. Si estoy tan loca.
Esta es la historia tal como la recuerdo y ahora también es suya. Pueden guardarla, atesorarla u olvidarla, según les plazca. Como pueden ver, quería que alguien la conociera. Que se supiera mi verdad, ahora que me he ido.
Cómo sucedió todo y, al mismo tiempo, nada.