Una extraña y opresiva sensación invade los tiempos actuales: la sensación de estar incompletos. Experimentamos la vida como una carencia, acompañados de la molesta idea de que siempre nos falta algo; y sabemos que no es una cuestión material. Andamos llenando y rellenando los días como buenamente podemos, sumidos en un estado de ansiedad que se agranda por momentos. El sistema lo sabe y no cesa de animarnos.
Al mismo tiempo, los manuales de autoayuda, amparándose en la filosofía, no paran de repetir una y otra vez el mantra que ha sido el epicentro de nuestra civilización, «conócete a ti mismo». Y así estamos. Llevamos más de 2.500 años convencidos de que la clave de todo está encerrada en esa frase, en el autoconocimiento, en saber quién soy, en resumidas cuentas, en el problema de mi identidad. Pero, en el siglo XXI, de todas las sentencias que ha ofrecido la historia de la filosofía, esa es la más cruel, la más rastrera, manipuladora y vil. Actualmente, la presión a la que una frase así nos somete es insoportable para cualquier persona.
Apenas nos conocemos, tenemos escaso control sobre nosotros, nuestra voluntad es cada día más frágil y encima hemos asumido lo que Richard Sennett denomina la «condena moral de la impersonalidad»,1es decir, nos obsesionamos por distinguirnos, por mostrar una personalidad singular, diferente, única. El filósofo Gilles Lipovetsky2adjetiva nuestra época como «el reino de la personalidad», donde el yo presenta un deseo irrefrenable de revelar su ser verdadero, su autenticidad. No basta con conocerse a uno mismo, también hay que mostrarlo, exhibir nuestro mundo, narrar nuestros logros, contar nuestros anhelos, publicar nuestros sentimientos, hacer gala de nuestras opiniones, exponer nuestras creaciones, subir nuestras fotografías, «compartir» nuestras reflexiones... Todo está orientado a huir de lo impersonal, que se percibe como sustracción, como negatividad.
El problema aparece cuando nuestra personalidad, esa suma de temperamento (genético) y carácter (educacional), siente la presión de asumir una identidad exitosa, que por lo general está muy alejada de la realidad. A partir de ese momento ponemos todo nuestro empeño, atención, dedicación, ilusión... en fusionarnos con ella, sometiéndonos a un proceso contra natura que termina pasando factura.
Las consecuencias son múltiples, destacando la del declive del hombre público. Esta tiranía de la «personalidad» implica que dejemos de mirar hacia el otro y, por ende, de percibir el espacio externo como un lugar de sociabilidad. Si nuestra energía se focaliza en la esfera de lo privado, el área de lo público se desinfla. Hubo un tiempo en el que la convivencia y separación de estos dos espacios era natural. Pensadores como Georg Simmel3postulaban la necesidad de preservar el «secreto de la intimidad» como un valor sociológico.
Pero ese tiempo ha terminado. Ahora experimentamos la «ideología de la personalidad», que se manifiesta en forma de bulimia emocional, pues acumulamos y acumulamos experiencias para vomitarlas ipso facto en las redes sociales, sin dar tiempo al organismo para extraer sus nutrientes.
Cada uno de nosotros, cual velocistas, nos sometemos a una cadena infinita de carreras de corta distancia tratando de construir ese arquetipo de identidad exitosa que se nutre de un exhibicionismo emocional. Al igual que el culturista, inflamos el ego de volumen a base de batidos de endorfinas que generamos en la medida en que somos capaces de contaminar a la aldea virtual de nuestras publicaciones. Pero a veces, en la soledad de nuestra intimidad, sufrimos la náusea y el vértigo del vacío, de la decepción y del desánimo porque intuimos lo artificial del proceso. Por mucho que queramos evadirnos usando los mecanismos de entretenimiento, en el fondo somos conscientes de que nos estamos dopando.
El truco que emplea el sistema es pura fantasía. Elabora un discurso tan racional y sensato que cala profundamente en cada uno de nosotros, provocando una fusión entre razón y emoción. Logran que un lema, un eslogan solitario sin contexto alguno, sea el encargado de orientar nuestra existencia. Nos dicen «sé el dueño de tu vida», «agarra las riendas», «toma la iniciativa», «sé proactivo», «persigue tus sueños»... Y allá vamos, poniendo el alma, la pasión y forzando si hace falta la llegada de un entusiasmo falsificado que nos empuje a tales propósitos.
Filósofos tan obtusos como Heidegger afirman que la verdadera libertad consiste en apropiarse de uno mismo. Si lo pensamos rápidamente, lo compramos. Nos quedamos con esa idea, la vemos tan evidente y nos parece, además, tan relevante, que es complicado creer que pueda estar mal, o que pudiera tener una interpretación mínimamente nociva.
Lo paradójico de esta representación trágica que llamamos vida es que hemos adquirido las entradas para asistir a un espectáculo de magia, hemos ido al teatro de lo digital ilusionados y nos hemos abandonado al hechizo, quedándonos boquiabiertos. Al acabar la función, cada uno ha vuelto a lo real maravillado, sabiendo que todo era un truco, que había gato encerrado, pero a la gran mayoría no nos ha importado, porque preferimos la distracción, la quimera, la diversión, el disfrute, a tomar conciencia del truco. La fascinación es tan fuerte y genuina que nos tiene hechizados y entregados, de tal manera que cada día repetimos función en busca de nuestra dosis diaria de dopamina, sin querer reconocer el diagnóstico que nos clasifica de ilusos sentimentales.
Esto es lo que nos sucede con esa idea de Heidegger de apropiarse de uno mismo, o aquella frase esculpida del templo de Apolo, en la ciudad de Delfos, que rezaba «conócete a ti mismo». Si nos indican que la verdadera libertad pasa por ser dueños de nosotros mismos, nos ponemos manos a la obra sin analizar más allá, sin la más mínima duda, sin elementos de sospecha. Las intenciones, los proyectos, los sueños, la organización de la vida que realizamos..., todo lo preparamos para que se produzca la magia que nos prometen, pero, con el paso del tiempo, esta no llega.
El objetivo final del truco pasa por mantener el hechizo el máximo tiempo posible. No hay que preocuparse, el éxito en la vida se puede lograr a los dieciocho años, a los veinticinco, a los treinta, a los cuarenta, a los cincuenta, incluso a los sesenta años, porque la idea es que el éxito no entiende de edades sino de identidades, de personalidades disciplinadas a ese proyecto, de gente que no pierde el optimismo, que no deja que la derroten, de personas que son positivas, que resisten, pero sobre todo, que insisten, que rehúyen la pasividad...
Si queremos construir una personalidad al margen de manipulaciones, habría que detenerse a analizar qué encierran estos eslóganes y qué intencionalidad existe detrás de cada uno. Sería conveniente preguntarse quién sale beneficiado.
Nos indican que nuestra vida es un elemento que se puede dominar, un producto susceptible de configurarse, y que todo es cuestión de determinación, de voluntad, de perseverancia, de crearse hábitos, de resiliencia... Conocerse y ser dueño de uno mismo son dos de las máximas aspiraciones que hemos tenido a lo largo de la historia (saber y poder). Pero en este proyecto nadie nos cuenta la importancia de elementos como el azar, el caos, la injusticia, la endogamia, la suerte... Y como estos se ocultan no es de extrañar que, llegado el momento (puede pasar a los dieciséis años, a los veintitrés, a los treinta y dos, a los cuarenta y cinco, a los sesenta...), nos percibamos como unos fracasados e inútiles, incapaces de tener dominio de nosotros o de hacer lo que sea necesario para encajar en esas identidades exitosas. Entonces nos sentimos incompetentes para domeñar nuestra voluntad y evitamos activar los mecanismos de pensamiento crítico en pos de una política de la distracción y del entretenimiento.
El «conócete a ti mismo» es una pesada losa que nos acompaña y nos impide liberarnos de lo que somos porque da por sentado que somos algo que se puede conocer y agrupar en una identidad fija. En su discusión con Heidegger, el filósofo Levinas argumentaba que la verdadera libertad es escaparse de uno mismo. La identidad te encierra, te limita, pero sobre todo te condiciona, pudiendo llegar al extremo de la represión. Asimilar una identidad de manera inconsciente es asumir un modo de comportarte, de pensar, de sentir y de ver la vida que no deja espacio a otros «modos del ser». Desde esta perspectiva, ser libre no es conocerte y tomar el control de ti, sino todo lo contrario, descubrirte y re-conocerte.
Ese conocimiento de uno mismo no tendría que ser el objetivo final de una vida, sino el punto de partida. Implica romper los esquemas de una identidad que has asumido, que has importado, que has asimilado y que ha condicionado tu pensamiento, tu acción, tus emociones... de manera inconsciente y, a veces, en contra de tu propia personalidad. La reflexión en torno a aquellas cuestiones que nos configuran debería ser un hábito adquirido desde edades tempranas.
Nos gustaría ser valientes, o pacientes, o cariñosos, pero estos procesos solo se logran por medio de la acción (ni deseo, ni reflexión). No es cuestión de decir «Dios, dame paciencia», o esperar a que nos llegue el valor para tomar una resolución, se trata de reconocer las situaciones que la vida nos pone delante para poder ser pacientes, valientes o cariñosos. En algunas ocasiones, la construcción de la identidad es un sencillo asunto de atención.
La turbotemporalidad que todo lo invade, la pereza, el acomodo, los millones de apetitosos estímulos no favorecen el análisis de las situaciones en tiempo real. La atención en el día a día nos descubrirá momentos en los que poner en práctica la paciencia, nos situará ante escenarios que requerirán valentía, nos ofrecerá situaciones en las que tengamos la posibilidad de ser afectuosos... Ser cariñoso, valiente o paciente no es un fin que lograr, es una acción que hay que realizar. Tenemos que saber interpretar los contextos y poner atención en cada una de las oportunidades que se nos presentan.
Esto implica realizar un análisis que parta de lo real, de lo concreto, y se dirija hacia la identidad y no viceversa. Cada día somos afectuosos con nuestro hijo cuando se levanta, con la mascota, con el amigo que te llama preocupado... La suma de esas acciones concretas, específicas y reales es la que configura el genérico «ser cariñoso». Pero si lo hacemos a la inversa lo más probable es que fracasemos porque ese genérico conlleva unas fórmulas universales configuradas al margen de nuestra realidad, lo que nos forzará a actuar de un determinado modo, con una alta probabilidad de violentarnos. La consecuencia de seguir esas consignas prefabricadas en torno a una determinada identidad es la «estandarización de nuestra personalidad».
Puede que lo que nos esté sucediendo sea que nos hemos uniformado demasiado y, al darnos cuenta, nos invada la angustia existencial de saber que somos del montón. El filósofo Baudrillard4lo decía así:
Es la cultura la que nos clona y la clonación mental anticipa cualquier clonación biológica... A través de los sistemas educativos, los medios de comunicación, la cultura y la información de masas, los seres singulares pasan a ser copias idénticas de los otros.
Estamos experimentando un exceso de identidad. La complicación aparece cuando este exceso se acrecienta, generando ansiedad y, en el peor de los casos, depresión. Una de las definiciones de depresión más acertadas la ofreció Alain Ehrenberg5cuando alegó que la depresión era «la fatiga de ser uno mismo».
Percibimos que existe demasiada realidad (hiperrealidad) y queremos abarcarla todo el rato y a toda costa. La exuberancia de información (hiperinformación) provoca que cada vez que tomamos una decisión, seamos conscientes de que abandonamos muchas otras que también nos habría gustado ejecutar. Si no teníamos bastante con esta presión, también soportamos un exceso de celo por construir una personalidad que nos destaque del resto, padeciendo de hiperidentidad.
Estamos ante una realidad excesiva y nuestro conocimiento sobre la misma también lo es. Hay demasiado de todo, demasiados viajes por hacer, demasiadas experiencias por vivir, demasiadas comidas por probar, demasiadas personas que deberíamos conocer, demasiadas redes sociales a las que acudir... Cada vez es más complicado obviar todas esas maravillosas oportunidades que la vida nos pone por delante. A todo esto le sumamos la carrera por lograr una identidad tan excesiva que puede terminar superándonos.
Antes de que las redes sociales nos diesen la posibilidad de que nuestro avatar fuese un altavoz para comunicarnos con la aldea global, salíamos al mundo con la intención de conocerlo. La realidad era un lugar extenso y atractivo donde el yo se descubría a la vez que se dejaba sorprender. Antes de la hiperconexión y de internet, la identidad de cada uno estaba muy condicionada por sus contextos y circunstancias. El foco de atención y lo importante no se centraban en el ego, sino que pasaban siempre en el exterior de esa identidad. Se intuía la inmensidad del mundo, pero no se había digitalizado. Abrir la puerta y salir de casa era un ejercicio de asombro constante, el inicio de una aventura que iba edificando nuestra personalidad a la vez que configurábamos la identidad a cada paso que dábamos.
Pero cuando la omnipantalla se apodera de nuestras vidas todo parece estar «bajo control», la realidad es googleable y tenemos la sensación de que el mundo es cercano, familiar y cognoscible.
Esto implica que el «factor asombro» disminuye y la atención hacia lo externo se destensiona. Empezamos a sentir que no hay exceso de mundo, sino «deber de mundo». Acudimos a los sitios que vemos fotografiados en las redes sociales y la repetición de esas fotos se convierte en una misión que hay que cumplir, una especie de deber que nos autoimponemos. Cuando tenemos oportunidad, llevamos el trayecto prediseñado desde casa, los restaurantes reservados, los tickets comprados, las guías leídas, hemos visto en 3D el alojamiento donde estaremos, hemos dispuesto los recorridos por donde iremos, concertado los guías, leído todas las opiniones... de manera que apenas dejamos espacio para el asombro. Estamos enlazados con esa realidad incluso antes de salir del hogar, y cuando realizamos el viaje, percibimos una familiaridad que se forjó mucho antes de coger las maletas. Hacemos recorridos, pero no viajamos. Como justificó Baudrillard, somos víctimas de una ausencia de destino, de una carencia de ilusión (yo diría más bien de asombro) y de un exceso de realidad.
En muchas ocasiones, experimentamos el ciberviaje como un preparativo detallado que nos apacigua la ansiedad previa de la marcha. Una vez que arrancamos el coche el objetivo ya no pasa por salir a conocer el mundo, sino que consiste en reafirmar ese preconocimiento del mismo que hemos elaborado desde la pantalla del smartphone, la tableta, la computadora... Cuando emprendemos el viaje, lo que en realidad hacemos es un ejercicio de reconocimiento. Pero lo hacemos acompañados del avatar. Realizamos el trayecto con un extra de presión desde el momento en el que, aparte de nosotros, debemos tener en cuenta a nuestro yo virtual. El nuevo avatar, la imagen que nos hemos creado para internet, es una manifestación de ese exceso de identidad, al que le interesa la realidad siempre que esta pueda ponerse a su servicio. Aquello que no sea exportable, exhibible o fotogénico carece de interés. No podemos olvidar que, en la hipermodernidad, toda configuración de una identidad exitosa lleva consigo ligada la figura de un avatar ideal.
Cuando se viajaba, uno ponía su personalidad en modo «abierto» de cara a contagiarse. La identidad se situaba al servicio de lo exterior, y los viajes podían suponer una iluminación. Pero con las nuevas personalidades, la identidad permanece más hermética y procura que sea el exterior el que se someta a la naturaleza de cada uno. Ya no nos interesa la realidad a secas, ahora pretendemos que exista una «realidad para mí y para mi avatar», es decir, una realidad al servicio de una identidad excesiva orientada a una constante reafirmación que nos impide fluir y nos cercena toda posibilidad de descubrimiento.
Antes de que la hipermodernidad, sumida en plena tecnoglobalización, atropellase nuestras vidas, existía un dilatado sentido de lo extraño, de lo raro, de lo insólito... acrecentado por un modo de ser muy asentado en las circunstancias que habían envuelto nuestra vida. Cargábamos con el lastre del lugar en el que nacíamos y crecíamos, el barrio, el colegio, la clase social... Era un peso que se terminaba incorporando y que nos acompañaba allá donde fuésemos. Y cuando salíamos del nido, ya habíamos asimilado una serie de rituales de conexión con ese origen que nos solían acompañar durante gran parte de nuestra vida.
Este nexo con las raíces se presentaba como un hecho necesario: cartas semanales a la amada, postales, llamadas de teléfono todas las noches a la misma hora para hablar con la familia, temas rutinarios..., nos resistíamos a perder esa lengua de terreno que nos unía a la tierra donde se conformó nuestra identidad. Era una conexión preñada de los contextos en los que nos habíamos criado, y que implicaba el establecimiento de unas liturgias enfocadas a mantener un vínculo con los demás, un protocolo que implicaba al otro. Eran ritos que consolidaban nuestra cotidianeidad y que, según el filósofo coreano Byung-Chul Han,6transmitían y representaban aquellos valores que mantenían cohesionada una comunidad.
Desde esta perspectiva, el rito se configuraba como un modelo muy particular de disponer nuestras comunidades, de ahí su significado: «aquello que está conforme al orden». El contacto con los orígenes solía tener un halo tradicional entre el deber y la celebración, y se constituía como una formalidad que nos ayudaba a seguir con paso sólido, que implicaba una liturgia de horarios, de estilos, de ánimo... que favorecía el mantenimiento de las señas de identidad.
Pero con el paso del tiempo, las nuevas generaciones se han acostumbrado a viajar desde temprana edad, a estudiar fuera de casa, a compartir piso en cuanto la situación económica se lo ha permitido, a ir de Erasmus a otros países y a concebir el mundo a través de la pantalla. Esto implica que el extranjero les es familiar, que lo extraño se percibe menos ajeno y más atractivo que antes, y que la búsqueda de una identidad exitosa ya no se circunscribe al terreno de lo próximo. Si a eso le unimos que los nuevos dispositivos electrónicos nos permiten conectarnos en cualquier momento y desde cualquier sitio, la sensación de ruptura con el nido apenas existe.
Cada vez estamos menos necesitados de reconectar con el lugar de origen, si bien el sentimiento de nostalgia aparece por momentos. Hemos abandonado el ritual y destensado el hilo de la identidad que nos mantenía unidos a nuestros hogares. La tensión de ese hilo era la que avivaba la resistencia hacia lo extraño, hacia todo aquello que no éramos nosotros. Esa tensión nos provocaba que, al salir de nuestra zona de confort, todo nos resultase raro, chocante o insólito. Esa rigidez había que vencerla para ir alejándose del núcleo de la identidad, y con cada paso que se daba hacia delante, el ovillo se desenredaba una vuelta, volviendo a recuperar su tirantez gracias a los rituales, que nos mantenían unidos al campo base.
Salir de casa, echarse novia o novio, tener un hijo, irse a trabajar a la capital abandonando el hogar, viajar al extranjero... tenían un peso significativo en la vida de las personas gracias a esa conexión rígida que iba configurando la vida. Pero no impedía que las personas se lanzasen al mundo. Cuando era necesario, el sujeto se adentraba en el exterior experimentando el verdadero sentido de aventura. La aventura era entendida como los hechos inciertos que estaban por venir, y esa incertidumbre se calmaba por medio de los rituales que repetíamos allá donde estuviésemos.
Pero ¿qué mantiene a ese hilo en tensión en la sociedad hipermoderna? Nuestros jóvenes (y no tan jóvenes) han crecido percibiendo que hay tanto hilo en su madeja que, vayan donde vayan y hagan lo que hagan, este apenas se tensa. Como dice el refranero popular, hay cuerda para rato. Los rituales de ligazón con el origen se suprimen por las rutinas de conexión con el ego. La globalización les ha facilitado que allá donde estén puedan comer la misma comida, beber la misma bebida, comprarse la misma ropa, realizar el mismo tipo de diversión... La trabazón con el «campo base» del hogar ya no se circunscribe ni al espacio ni al tiempo. Se puede realizar con el ordenador desde el patio de la biblioteca, con el smartphone desde la torre Eiffel o con el smartwatch desde las ruinas de Pompeya. No están necesitados de mantener aquellas costumbres que ordenaban o configuraban su mundo. Ahora todo es mucho más impulsivo. Este envite apenas tensa el hilo por unos minutos, los que dura el contacto con el hogar, pero no tiene nada que ver con el ritual.
Un ritual implica una presencia constante de la hebra a lo largo del día. Desde que te despiertas, sabes que todos los días a las 21.00 h tienes que llamar a tu marido, a tu mujer, a tu madre, a tu hermano, a tu novia, que cada vez que sales de viaje debes traer un regalo para tus hijos, que todos los días a las 7.00 h vas a darle un beso de buenos días a la familia, o que después de cenar todos se sientan en el salón a compartir un rato de televisión... El individuo preglobalizado percibía que tenía toda la vida por delante, pero sus raíces estaban marcadas por esas liturgias de proximidad, de tal manera que, allá donde iba, llevaba consigo sus hábitos, que le ayudaban a mantener el hilo tenso (el embutido en la maleta cuando uno salía al extranjero, la botella de aceite, la música...). Tanto el recordatorio como los rituales fortalecían una identidad asentada y otorgaban orden, dotando de seguridad. Pero las nuevas tecnologías promueven el impulso, la apetencia, el capricho y el instante, eliminando cualquier necesidad de tensionar el hilo.
Poco a poco estamos sustituyendo los rituales que han configurado la madeja de cada personalidad por la ceremonia, que se orienta hacia el exterior. La ceremonia es un ejercicio formal que se realiza delante de la comunidad. Es el espacio donde uno se expone a través de una serie de patrones reglados. Lo que atrae de ella es la pompa en la que se envuelve y la facilidad a la hora de participar. Todo se presenta de cara a la galería y se realiza dentro de los preceptos. Cuenta con la ventaja de ser conocida y compartida por los participantes y, si hablamos de la galaxia de internet, hay que decir que su modus operandi facilita que allá donde vayamos podamos sentirnos como en casa. Lo único que tenemos que hacer es repetir los pasos ceremoniales cada vez que interactuemos con la comunidad virtual.
Desde este punto de vista, concibo la ceremonia como pública y notoria y el rito como un asunto de intimidad. Cada uno, en su hogar, tiene unos rituales con los que se siente cómodo y, al llegar a casa de un amigo, percibe con asombro lo extraño de los rituales de este.
Pero la ceremonia nos proporciona una protección de la intimidad. Nos sentimos conminados a hacer acto de presencia, a mostrarnos, a evidenciarnos, pero siempre dentro del espíritu ceremonial. Participamos expresando la emoción adecuada, de ahí la importancia de conocer el protocolo. Cuando llegamos por primera vez a una red social, observamos e investigamos en busca de las claves, de las formalidades. Al principio nuestras publicaciones o participaciones son escasas, pacatas o intranscendentes. Pero a medida que asimilamos el modus operandi, cobramos actividad y tratamos de integrarnos de manera productiva.
Al contrario de lo que sucede en el rito, en la ceremonia sabemos que, durante el tiempo que esta dure, estamos siendo observados y juzgados. Esto también ocurre cuando introducimos las pantallas en nuestra intimidad y rompemos nuestro ritual para poder participar de las ceremonias. La singularidad del hogar se convierte en un lugar protocolario donde buscar el mejor ángulo para grabar ese tiktok, la mejor iluminación para hacernos esa foto, escoger la ropa más adecuada, elegir la comida y la distribución de la mesa correctas para Instagram... Hemos pasado de los rituales de nuestra intimidad, que eran distintivos, a los ceremoniales, donde cada uno, conectado desde su residencia, trata de participar en un acto en el que puede prescindir de los otros habitantes de la casa, pero no de los internautas.
Las ceremonias poseen la ventaja de ser muy claras en lo que respecta a sus procedimientos, facilitando la abstracción del proceso. Giran en torno al individuo y al libro de instrucciones. No hay más: es un empobrecimiento de lo social porque desune. Cuando participamos en ellas la principal preocupación recae sobre el papel que tenemos que representar, autopresionándonos para hacerlo lo mejor posible.
El rito pierde terreno. Hemos pasado de recuperar la conexión con los orígenes por medio del rito a desconectarnos de nuestras circunstancias reales, orientando una parte de nuestra vida a los protocolos de las ceremonias. De estar íntimamente acoplados con los otros a formar parte del «infierno de lo igual»,7como dice Byung-Chul Han.
Esto supone un debilitamiento de la identidad con respecto a nuestro origen, a nuestra base, a las raigambres que nos anclan en lo familiar. Las raíces implican aumentar la intensidad de la aventura cuando uno sale al exterior. En la sociedad hipermoderna existe una necesidad imperiosa por vivir «experiencias intensas», se busca amplificar la dosis de adrenalina casi de manera irracional (selfis peligrosos, saltos en paracaídas, puenting...); esa obsesión por experimentar sentimientos penetrantes, por buscar una constante fascinación, esa adicción al asombro, delata una falta de tensión interna en nuestra vida y pone de relieve la ausencia de aventura.
Al tener los anclajes con nuestro pasado debilitados y los referentes de partida borrosos, carecemos de elementos para contrastar. No debemos confundir la tensión interna, que nos mantiene activos y vigilantes en nuestro microcosmos, con la tensión externa, que nos arrastra al desequilibrio y nos somete a la dinámica de la hiperacción. Cuando la tensión externa se impone, la aventura se convierte en un calvario, en una lucha por recuperar el control de la vida, por volver al amparo de las resistencias internas que nos mantenían fuertemente unidos a lo nuestro.
La aventura, como ya hemos apuntado, se entiende como los hechos que están por venir o, más en concreto, las cosas que están por llegar, y puede repercutir de manera negativa (desventura) o positiva (buenaventura). Esta significación se ha debilitado porque la actitud del sujeto hipermoderno es la de no aceptar el papel de receptor, se niega a estar «a la expectativa», rehúye la espera, pero sobre todo olvida la importancia de «estar expectante».
Las diferencias estimulaban y potenciaban el pensamiento crítico, servían para fomentar la capacidad reflexiva gracias a la confrontación. Lo raro, lo extraño, se sentía muy lejano y esto ayudaba a realizar análisis críticos sobre el modelo de vida, a tomar distancia, a pensar.
Puestos a ser exquisitos, podemos entender el rito como un elemento provocador que ayuda a incrementar ese asombro con el que la filosofía comenzó hace más de 2.500 años en Grecia. Solo se necesita tiempo y un poco de práctica para lograr que ese asombro se convierta en curiosidad y acabe en un cuestionamiento, alcanzando así los tres pasos del protopensamiento (asombro-curiosidad-cuestionamiento). La mejor manera de recuperar el rito es por medio de la repetición, del recordatorio constante. Si queremos que algo se asiente en nuestra identidad, la repetición facilita el proceso. Así lo llevan haciendo las religiones durante milenios: recordar y repetir para tener el hilo de la identidad siempre tenso. De lo contrario, nuestra tendencia es olvidar, un olvido promocionado y apoyado por una industria de la novedad que huye de la rutina.
Pero el hombre hipermoderno ha sido educado en la hiperacción, en la dinámica del progreso infinito, en tomar la iniciativa. Esta necesidad de aprehender el futuro, de apoderarse de él, de tratar de condicionarlo como si fuera un elemento más de la conquista, ha eliminado la aventura de nuestras vidas. La aventura supone una actitud expectante y abierta hacia lo que pueda pasar, implica estar atento a lo que llega, a lo que uno se encuentra, mirar alrededor, no solo hacia adelante, y esperar a ver qué sucede.
En la globalización, estar a la expectativa es sinónimo de derrota, de pasividad. En el proceso de construcción de la identidad, la tecnoglobalización homogeneiza lo extraño por medio de la virtualización del sujeto y de la participación en ceremoniales. Las pantallas nos acercan el mundo al bolsillo, y Amazon y AliExpress nos los traen a casa desde China. Antes de cumplir los cinco años de edad ya tenemos pasaporte y al llegar a los dieciocho hemos visitado el extranjero, volado en avión, probado todo tipo de comidas forasteras, hemos hecho el amor, nos hemos tatuado... y este constante «hacer», unido al «aparecer» (no se nos olvide que si no lo publicitamos la experiencia sería incompleta), no deja tiempo para sedimentar los ritos, convirtiendo así la aventura en mera anécdota.
El debilitamiento del rito se produce desde el momento en el que se elimina la repetición. El rito se origina en la intimidad, fuera de la mirada del extraño, y crea unos vínculos tan particulares que nos sentimos violentados e incómodos cuando algún foráneo aparece por allí. No queremos ser observados durante su ejecución porque sabemos de su singularidad. Los repetimos hasta convertirlos en costumbres y empujamos a nuestra comunidad a participar de ellos. Nos preocupamos para que estén cómodos y procuramos que les proporcionen tranquilidad y estabilidad, reforzando así los vínculos.
Pero al darle preminencia a las ceremonias hemos dejado de ocuparnos de los demás. Estas ceremonias se producen por doquier, pero especialmente en el mundo virtual. Son muy específicas, poseen un tiempo limitado, cada vez que se mira el smartphone, el ordenador, la tableta..., la información que se consume es distinta. Cuando subimos un vídeo, una foto, una frase, procuramos que sea diferente a la anterior, pero siempre dentro de los signos que codifican cada ceremonia. Son microprocesos que poseen una significación propia y que desaparecen cuando apagamos la pantalla. Repetimos la metodología, y si bien el contenido es diferente, sin embargo, sabemos que no podemos salirnos de los márgenes dictados por la comunidad, so pena de ser señalados, de ahí que todo se parezca. Esta constante adicción a participar, unida a la presión por publicar algo «ligeramente» distinto, pero, a la vez, similar, logra que estemos más preocupados por nuestra aportación que por las aportaciones de los demás.
Cada vez es más complicado evitar la tentación. Sacamos el móvil mientras desayunamos, miramos las redes sociales, siempre las mismas y casi siempre en el mismo orden; dependiendo del momento, buscamos la imagen adecuada para subirla, nos hacemos una foto, sonreímos, posamos, examinamos nuestra mejor pose, repetimos la foto, pasamos un rato retocándonos con el editor de imágenes, metemos filtros, pensamos una frase para acompañarla durante un rato, averiguamos el hashtag adecuado, y entonces ya estamos dispuestos a dar los buenos días a nuestra comunidad virtual, cumpliendo así la ceremonia completa. Hemos consultado algunos perfiles de Twitter, repasado las tendencias, nos hemos puesto al día con las stories de Instagram, hemos inspeccionado las fotos, contestado algunos wasaps, nos hemos «arreglado» para presentarnos y hemos posteado nuestro saludo matutino; en definitiva, un ceremonial completo sobre la esfera de lo virtual.
¿Imaginan si hiciéramos algo parecido en el mundo real, si pusiéramos tanto empeño, dedicación y esmero en hacer lo mismo con la gente con la que convivimos? Qué pasaría si al despertarnos saludásemos a nuestros familiares con una sonrisa, mostrásemos nuestro mejor perfil, pensáramos las palabras antes de decirlas, buscando frases estimulantes y reflexivas que los motivaran o les provocaran una reflexión... Pero no lo hacemos por múltiples motivos. Entre otros, porque somos conscientes de que todo el ceremonial que realizamos para el mundo virtual en realidad es un simulacro que tiende a la falsificación. Una falsificación consciente que agota. Es muy cansino participar porque, entre otras cosas, no eres tú quien la ha organizado. No eres tú quien ha dictado las normas, quien ha impuesto el criterio ni quien ha decidido el procedimiento. Y como no queremos quedarnos fuera, acatamos minuciosamente los pasos. Sabemos que no podemos dejarnos llevar, especialmente si hablamos de redes sociales. Nos vemos obligados a cumplir escrupulosamente los procesos para no sufrir represalias, lo que nos somete a un plus de tensión con lo externo que nos termina agotando.
Este agotamiento pasa factura en la vida real porque no deja espacio para sedimentar nuestros rituales. Al invadir el hogar con las ceremonias apenas queda hueco para el reposo en la intimidad. Todo ese tiempo de interacción con la pantalla suele ser tiempo que restamos a estrechar lazos con las personas con las que vivimos, a los amigos que tenemos, a los compañeros que forman parte de nuestra cotidianeidad.
A esto se le añade la presión de la novedad. Lo digital facilita que las imágenes, las noticias, las stories estén en una fase de constante renovación, con muy poco margen de pervivencia, de ahí la presión por estar más tiempo conectados. Cuando salimos de la red, el agotamiento pasa factura y se debilita nuestra capacidad de interactuar con el otro. Lo real va perdiendo, sutilmente, su capacidad de afectarnos.
En algunos casos asistimos a un progresivo deterioro de las relaciones personales, especialmente cuando son íntimas. El índice de separaciones y divorcios no cesa de crecer al tiempo que aumenta el número de personas que optan por vivir en soledad. Si bien hay múltiples motivos por los que esto sucede, no debemos pasar por alto que la pérdida del rito en nuestras vidas nutre esta problemática. Cuando el rito estaba asentado y formaba parte de esa pedagogía de nuestra identidad, nos preocupábamos por nuestra comunidad, con la que compartíamos costumbres. Eso implicaba que, al comenzar una nueva relación, entrásemos en contacto con otros hábitos, con otras intimidades. La preocupación por complacer al otro era recíproca y la consciencia que se tenía sobre la transcendencia de los ritos nos empujaba a ser tolerantes. Cuando se iniciaba un nuevo proyecto de vida en común se establecían nuevos rituales de unión, se acordaban nuevos cultos y se incorporaban otros que ya se poseían, siempre bajo el mismo denominador común: que complaciesen y reforzasen a todos los integrantes. Una vez en marcha, los nuevos ritos se constituían como una seña de identidad de la convivencia y eran el lugar de refugio para todos. La creación de una pareja o de una familia implica una fusión ritual que se negocia, a la que se le otorga una importancia crucial, porque cada uno de los miembros tiene bien arraigadas sus tradiciones y comprende la importancia de la convivencia con el otro, de los puntos de unión.
Pero al destensarse el hilo de los rituales, hemos perdido el compromiso de la intimidad, de la tolerancia, de la comprensión. A la vez hemos esparcido la personalidad, poniendo el foco en la participación del ego en las ceremonias, y, entre otras consecuencias, cada vez nos resulta más complicado entablar una relación personal e íntima con alguien.
La crueldad de la máxima «conócete a ti mismo» se puede entender mejor si echamos mano de la mitología. Existe un ejemplo paradigmático sobre los problemas que causa el análisis de la identidad: la paradoja de Teseo. Teseo era un joven valiente, hijo del rey de Atenas, Egeo. Atenas había sido sitiada por los cretenses porque su rey, Egeo, había matado al hijo del rey de Creta. El asedio fue tan fuerte que finalmente se rindieron y los cretenses castigaron a los atenienses a que cada año enviasen a catorce jóvenes (siete mujeres y siete hombres) de familias nobles, para ser sacrificados a manos del monstruo llamado Minotauro. El Minotauro era una especie de bestia con cuerpo de hombre y cabeza de toro que vivía en un laberinto y se alimentaba de las personas que encontraba en él. Teseo solicitó a su padre formar parte de la expedición como un joven más de los que zarparían en el barco camino a Creta para ser sacrificados; su objetivo era matar al Minotauro y regresar con todos a Atenas. Egeo le dio permiso y prepararon el barco, que tenía treinta remos y llevaba las velas negras en señal de luto. Su padre le pidió que, en el caso de lograr su objetivo, cambiase las velas negras por otras blancas y así, desde lejos, podría saber que habían triunfado. Teseo mató al Minotauro y libró a los atenienses del yugo de Creta, pero al volver olvidó cambiar las velas, y el rey Egeo, que todos los días se asomaba al acantilado esperando la llegada del barco de su hijo, al ver las velas negras se lanzó al mar y se suicidó. Desde entonces ese mar se llama Egeo. Al llegar a tierra, Teseo se convirtió en el nuevo rey de Atenas y el barco, como homenaje a la gesta de Teseo, fue trasladado a una colina como si de una escultura se tratase. Aquel monumento-homenaje, que estaba a la intemperie, tuvo que ir poco a poco restaurándose y se fueron sustituyendo las tablas de madera desgastadas por otras más resistentes. Con el paso del tiempo, no quedó ni una sola pieza original del barco de Teseo. Esto planteó la paradoja de saber si la embarcación que estaba encima de la colina era la de Teseo. ¿Hasta qué punto aquel barco, al que no le quedaba ni una pieza original, era el que usó Teseo?
Siglos después, esta paradoja ha sido expuesta por otros pensadores como John Locke, filósofo inglés del siglo XVII, que en lugar de un barco hablaba de un calcetín con un agujero. Si remendamos el agujero del calcetín con otro hilo, ¿sigue siendo el mismo calcetín? Y si en lugar de tener un agujero tiene tres, cuatro, cinco... y los zurcimos, ¿podemos decir que es el mismo calcetín?
Nosotros seguimos llamándolos por su nombre, continuamos pensando que es el barco de Teseo o nuestro calcetín, por mucho que hayan cambiado gran parte de sus materiales. No reducimos la identidad a una sola cosa, en este caso, a la originalidad de los elementos. Aristóteles sostenía que no había una única causa en la que pudiéramos comprimir la identidad de algo, es decir, que las cosas no se definen solo por una cuestión. Y tampoco podemos olvidar el carácter dinámico del sujeto, que genera grandes dificultades a la hora de encerrar en una palabra o en un concepto su realidad.
Es complicado definir qué es la identidad. No cabe duda de que la imagen tiene un peso muy importante en su configuración, y más en concreto la relacionada con la estética de nuestro físico. Para algunos pensadores, nuestro cuerpo, al ser el habitáculo en el que permaneceremos durante toda nuestra vida, es la esencia de la identidad. Pero ¿hasta qué punto?
El filósofo Bernard Williams, para exponer la problemática que suponía adoptar el cuerpo como el referente esencial de nuestra identidad, propuso un experimento mental. Imagina que un científico loco nos secuestra, a ti y a mí, y nos dice que mañana, en su laboratorio, trasplantará todo el contenido mental (memorias, experiencias, personalidad...) de un cuerpo a otro. Una vez realizado el proceso, uno de los cuerpos se llevará un millón de euros y el otro será torturado. Pero te deja escoger quién se llevará el dinero y qué cuerpo será torturado. La elección que realices te dará una aproximación para saber dónde reside el peso de tu identidad.
Normalmente decidimos que el millón de euros se quede en el nuevo cuerpo que hemos adoptado. Esto supone que igual le estamos dando demasiada importancia a la cuestión física. El exceso de cuidado, gimnasio, dietas estrictas, operaciones de cirugía estética... puede que sean una distracción sobre lo que verdaderamente consideramos importante para nosotros y en nosotros.
Por su parte, John Locke situará la base de la personalidad en los elementos no materiales que nos componen, como, por ejemplo, en la conciencia, con el agravante de que a medida que crecemos, la conciencia irá transformándose. Para explicar cómo se erigía esta, edificó toda una teoría donde defendía que una parte esencial de esa construcción es la memoria porque conserva los recuerdos de quienes somos, y cada uno de ellos, a su vez, tiene una conexión con el anterior, constituyendo una parte importante de nuestra singularidad.
Esto nos ofrece una pista sobre lo importante que es el tema de la memoria y los problemas que nos causaría perderla. Sobra decir que una enfermedad como el alzhéimer, donde las conexiones neuronales fallan, terminan minando nuestra identidad de manera radical. Tampoco es novedad alegar que «vivimos malos tiempos para cultivar la memoria», que la educación ha encontrado en internet la excusa perfecta para decirnos que no es tan importante porque los datos están en la red. Pero si Locke tiene razón, su pérdida implica una disminución de identidad, cosa que tiene bastante lógica.
La sociedad hiperestimulante no ayuda a que nuestra memoria se asiente y se cohesione. Los discos duros, la nube, los gigabytes... reconfiguran el nuevo perfil de las pedagogías contemporáneas, que se centran en el desarrollo de habilidades y dejan a un lado el ejercicio retentivo. La mirada, enfocada en un presente inmediato, y el poco aprecio que ponemos a lo que hemos sido, en pos de lo que podemos llegar a ser, están modificando los mecanismos con los que construimos la identidad.
Hubo un tiempo, recién llegado internet, en el que pensamos que nuestra voz sería oída, nuestra palabra leída y nuestra imagen reconocida como señas de una identidad singular. De repente tuvimos una herramienta que nos permitía salir de nuestro cosmos y darnos a conocer ante cualquier parte del mundo. Puenteamos las limitaciones físicas y ciberviajamos sin apenas limitaciones. De igual modo, pudimos escuchar y disfrutar de la peculiaridad de los otros. Se produjo un enriquecimiento de nuestras vidas. Internet se percibía como una autovía que nos conectaba con el mundo. Mostrábamos nuestra identidad a la vez que conocíamos y conectábamos con otras, lo que suponía una ganancia. Se abría todo un abanico de posibilidades de cara a desarrollar la personalidad a través de otras identidades que, hasta ese momento, nos habían quedado muy lejos o que, sencillamente, nos eran desconocidas. Seguíamos siendo nosotros mismos al tiempo que podíamos experimentar un sentimiento de mejora al impregnarnos de aquello que nos convenía.
Pero no calculamos bien dos cosas: la tremenda velocidad a la que todo se desarrollaría, y la capacidad de seducción que el soporte de la imagen-pantalla tenía. Lo que en principio se presentaba como un estímulo para la diversidad, la pluralidad y el florecimiento, donde la singularidad de mi identidad y la de mi comunidad solo experimentaban mejoras, de repente empezó a fundirse con miles de identidades alejadas de nuestro contexto y de nuestras circunstancias. No importaba si éramos de capital o de provincia, de megalópolis o aldea, de clase social alta o baja..., internet comenzó a fusionarnos con un único criterio: la uniformidad. Sin darnos cuenta, aquello que nos caracterizaba como sujetos, lo que nos convertía en una comunidad singular, empezó a perderse, hibridándose con una serie de costumbres forasteras (Halloween, Papá Noel, reguetón...) que se insertaron en nuestro ADN con tanta potencia que en un breve periodo de tiempo perdimos nuestra singularidad. Llegó la homogeneidad. Ahora nos encontramos luchando desesperadamente por el matiz, tratando de sacar la cabeza como sea, batallando por lucir alguna singularidad, llegando al extremo de reclamar antiguas señas de identidad por medio de la denuncia de apropiación cultural.
La construcción de la identidad es compleja y está repleta de elementos que nos irán configurando hasta el día en el que muramos. Cada uno de nosotros es un ser inigualable, tenemos una esencia única. Nacemos con diversas potencialidades que nos hacen distintos. Gran parte de la vida pasa por conocer y desarrollar algunas de estas.
Cuando incorporamos a nuestra mentalidad una determinada identidad, hacemos grandes esfuerzos para que todo vaya encajando en esa forma. Nuestros deseos, nuestros comportamientos, nuestras ilusiones,8en definitiva, nuestro modo de vida se puede ver gravemente condicionado por la identidad que favorezcamos. Usaremos como ejemplo la noción de inteligencia. Carol Dweck,9profesora e investigadora de la Universidad de Stanford, ha puesto en escena dos conceptos muy relevantes a la hora de entender la importancia que posee la percepción que tengamos de nuestra propia inteligencia; estos son mentalidad de crecimiento y mentalidad fija. Para esta doctora existen dos maneras de pensar que pueden condicionar el proceso de aprendizaje: la de aquellos que creen que la capacidad de aprendizaje o el talento son estables y la de los que suponen que son modificables. Los primeros consideran que factores como la inteligencia o el talento son elementos casi inamovibles. Piensan que tenemos un porcentaje o una capacidad de aprendizaje regulado y estático, en los que la genética tiene un peso importante. Las personas que poseen esta mentalidad y además se creen inteligentes o talentosos ponen todo su empeño en demostrar que lo son, que son listos, que son ganadores, que tienen éxito...; el problema aparece cuando sus aptitudes no son reconocidas de la manera que ellos creen merecer, o cuando se les presenta un problema que consideran superior a su inteligencia; en este caso, prefieren esquivar la cuestión antes que afrontarla.
Después de numerosos estudios, la doctora Dweck constató que aquellos niños a los que siempre se «tacha» de talentosos o inteligentes llegan a tener tanta fe en su inteligencia que no se atreven a experimentar con problemas, tareas o actividades que sientan que no puedan solucionar, con el fin de no fracasar. Asimilan la inteligencia como el rasgo más importante de su personalidad hasta el extremo de no arriesgarse a naufragar. Los segundos, en cambio, sienten que la inteligencia y sobre todo el aprendizaje pueden mejorarse con la práctica y se plantean retos en busca de sus límites.
En la base de esta idea existe una realidad palpable para aquellos que han tenido una férrea determinación en sus vidas: es la realidad de que el nivel de conocimiento puede cambiar con el esfuerzo, es decir, la habilidad para conocer, la habilidad para aprender no es algo fijo, sino que puede modificarse de modo gradual, actuando con determinación y perseverancia.
La potencia de ese y otros rasgos de nuestra personalidad se encargará de que todo lo que vaya creciendo dentro de nosotros esté acorde con esas identidades. Son una especie de compartimientos genéricos que buscan encasillar, pero que a su vez sirven para orientarnos. La construcción de nuestra personalidad se va apropiando de algunos de ellos con un matiz muy importante, la vida de cada uno de nosotros irá rompiendo y fusionando esas identidades genéricas, es decir, la irá haciendo suya. Es fundamental darse cuenta de esto para evitar frustraciones o malentendidos. Por una parte, compartimos identidades genéricas que nos sirven de guía, pero, por otra parte, se puede manifestar una rebeldía (o no, dependiendo del sujeto) contra esta generalidad, mientras procuramos convertirnos en alguien singular desde el momento en el que las redefinimos.
Lo que llamamos «nuestra vida», la vida de cada uno de nosotros, la búsqueda de la particularidad, comienza cuando readaptamos, pulimos y acondicionamos las identidades genéricas a nosotros.
Este dinamismo que busca edificar una personalidad con identidad propia es la emoción y el riesgo de la vida, ahí es donde se encuentra el verdadero peligro, pero también la verdadera aventura. Por un lado, tenemos las identidades genéricas que engloban lo estático, lo predeterminado, lo globalmente aceptado. Son las guías iniciales que nos condicionan a diario. Ser un ejecutivo del Ibex, pertenecer a un partido político, trabajar en los astilleros o en la minería, ser profesor de filosofía, ser madre... contienen una serie de actitudes, deseos y comportamientos predeterminados. Si asumimos esos roles y nos mimetizamos con ellos, careceremos de personalidad y aceptaremos lo estático. A veces ocurre que la presión social es tan fuerte que no nos atrevemos a enfrentarnos a ellas y terminamos sometidos. Otras veces, las asimilamos de manera tan radical que perdemos nuestra personalidad y nos convertimos en un genérico más, corriendo el peligro de ser unos fanáticos incapaces de cuestionarse la conveniencia o no de esta. Seguro que conocen a personas que han interiorizado una identidad política, ser de izquierdas o de derechas, y solo tienen ojos para defenderla. Siempre piensan que lo que su partido político hace está bien, y en el caso de que no sea así, son capaces de encontrar en el partido contrario una actitud peor, con lo que siguen justificando hasta lo injustificable. Han asumido la identidad política como una entidad cerrada. Su singularidad ha dejado de ser personal para convertirse en algo impersonal; de ahí la famosa frase: «no tiene personalidad». Acusarte de no tener personalidad es un insulto y un desprecio, porque las identidades generales son lugares comunes reduccionistas y se presentan como la opción fácil, donde todo está determinado para evitar la pesada carga de tener que pensar por uno mismo, arriesgarse o decidir.
En este entramado la clave está en hacernos creer que no somos borregos. Lo importante es pensar que somos únicos, singulares, distintos, que podemos alcanzar una individualidad arrolladora y diferente. Bajo la categoría de elementos tan seductores como «el éxito», «el fracaso», «la felicidad» o «el entusiasmo», se esconde un interés por controlar la configuración de una identidad fácilmente manipulable.
El sujeto hipermoderno acepta el esqueleto de la identidad impersonal y genérica como si fuese suya, entra en una dinámica en la que lo que desea, lo que siente y lo que hace forman parte de un diseño prefabricado muy rentable para el sistema. Aspirar a ser popular, tener un canal de YouTube, aumentar los seguidores de las redes sociales, poseer un trabajo donde ganemos dinero, seamos reconocidos socialmente y nos mostremos felices y realizados, «llenar nuestra mochila de experiencias», «romper nuestra zona de confort»... Quién no lo desea.
Para que no percibamos esta monocromía, el sistema ha usado el dinamismo, el cambio, el movimiento, como la esencia de nuestra singularidad. Para ser único, para ser exclusivo, es necesario hacer, moverse, perseguir, activarse... Se abre un abanico muy extenso de opciones de cara a que cada uno piense que sus elecciones le hacen diferente. Ocupados e hiperactivos alrededor de miles de elecciones intranscendentes (a qué restaurante voy, a qué gimnasio me apunto, qué deporte hago, qué zapatillas de correr me compro, qué smartphone es mejor, qué pala de pádel me conviene, qué dieta sigo, qué música indie escucho, qué ropa me pongo, qué carrera estudio, qué país está de moda para visitar, qué trabajo me hace feliz, qué coche me compro, dónde me voy de vacaciones...), logran que evitemos cavilar sobre los mecanismos que articulan nuestro ser. Hemos aceptado educar la personalidad a través de identidades genéricas, asimiladas de manera natural. Lo paradójico es que nadie se detiene a pensar qué es lo que le hace diferente porque todos nos sentimos diferentes. De hecho, es una de las preguntas más usadas en la selección de personal por parte de las empresas: «¿Qué le hace distinto? ¿Qué tiene usted de especial?».
La globalización, amparada por un sistema liberal de mercado, ha logrado que el estatismo de las identidades generales que más le interesaban, tales como consumidor, entusiasta, activo, ilusionado..., hayan sido adoptadas, asimilado e interiorizado por cada uno de nosotros como señas de una singularidad que percibimos como distinta y personalizada. Al aceptarlas como propias, asumimos de manera inconsciente que nuestros deseos, nuestras acciones, nuestras ilusiones estén bajo el amparo de estas categorías, de ahí que el sufrimiento que experimentamos cuando no cumplimos con los estándares que hemos asimilado sea un sufrimiento real y transcendental. Este dolor es la consecuencia de haber asumido «sueños de identidad».
Nos ahogamos, padecemos y sentimos ansiedad y desánimo por cuestiones que, en realidad, analizadas desde una perspectiva externa a estas identidades, son intranscendentes.
Entramos en depresión y nos invade la angustia cuando no somos capaces de encontrar la vocación en el trabajo, algo que no les sucedía a nuestros padres, porque para ellos la idea de felicidad o de éxito no era consustancial al mundo laboral. Nos juzgamos miserables y perdedores si no realizamos un viaje internacional al año, si no tenemos el último smartphone, smartwatch, EarPods, si no vamos al festival de moda. Nos baja la autoestima si nuestras publicaciones en redes sociales son ignoradas, nos indignamos si nos dejan «en visto». Cada vez nos afectan emocionalmente más elementos que son poco significativos al tiempo que tenemos la piel más fina. Es el resultado de adoptar identidades globales que contienen dentro de sí tal cantidad de elementos que es imposible cumplir con todos y cada uno de los cánones que marcan. Nunca es suficiente, siempre necesitamos cubrir una experiencia más, a la vez que descubrimos una carencia nueva que nos mantendrá hiperactivos. Hemos cedido ante el poder de seducción de unas identidades activas, dinámicas y abiertas por medio de eslóganes personalizados que nos dicen: «sé tú mismo», «encuentra tu lugar en el mundo», «persigue tus sueños»... mientras, por detrás, los metadatos van haciendo su trabajo para personalizarnos el mensaje por medio de un algoritmo que encubre ese almacén de lo genérico que no percibimos.
Tenemos por delante una de las tareas más complicadas de todas, la de ser los artífices de nuestra identidad. Para eso es necesario tomar conciencia de estas identidades globales que se presentan como la panacea. Este proceso implica asumir riesgos, transitar por los bordes, construir nuevas fronteras, aceptar que el camino tiene peligros y que, probablemente, sentiremos miedo.
El sistema se ha asegurado de que esta percepción del riesgo se convierta en pánico para aquel que desee salirse de lo establecido. Al tenernos hipnotizados y tipificados, cualquiera que decida bordear o romper los límites de estas identidades sufrirá la denuncia del resto, la separación, la ignorancia o la incomprensión. Es un camino que requiere prudencia, pero sobre todo necesita de una constante experimentación y de la aceptación de una personalidad que siempre está formándose, conociendo sus potencialidades y adaptando aquello del exterior que mejor le conviene.
Para pensadores como Deleuze lo primordial era no echar raíces en nuestra identidad porque eso limita, sino conectar, impregnarnos e impregnar allá donde estemos. Larrauri lo expresa a la perfección cuando dice:
No son más vitales los individuos que hoy en día se desplazan de un lado para otro casi sin parar, por trabajo o como turistas, ni los que cambian de domicilio o de amante continuamente. [...] Se puede ser un sedentario, o un amigo y amante fiel y moverse entre las cosas, estar siempre en el medio, no dejar de hacer mundo. Y, por el contrario, se puede ser viajero empedernido, que cambia de lugares y amores y, sin embargo, siempre estar en el mismo sitio.10
Lo mismo defendió el filósofo español Eugenio Trías cuando sostuvo que lo importante era salirse fuera del ejercicio de raciocinio y nos pidió pluralizar, algo muy enriquecedor para no sufrir demasiado con el tema de la identidad:
¿Que si la disolución del yo es el paso de la unidad a la pluralidad? Es esto y mucho más que esto por cuanto marca unas nuevas pautas de comportamiento. [...] Se trataría de la sustitución de una filosofía humanística por una filosofía carnavalesca.11
Si existe un elemento que ha visto aumentado exponencialmente su entidad ese ha sido la imagen. La omnipantalla ha multiplicado por dos su peso, ha duplicado el campo visual y ha intensificado nuestro criterio de atención respecto a ella. Es esencial comprender los mecanismos de producción y consumo de imágenes que usamos a diario para la construcción de la identidad. La preocupación que tenemos por nuestra imagen tendría que verse acompañada por un pensamiento crítico visual que no poseemos porque, entre otras cosas, no existe una pedagogía de lo visual y mucho menos una educación de la mirada. Sea como sea, cada vez miramos más, pero con el foco hacia nosotros, provocando un reduccionismo del campo de visión que empobrece nuestra personalidad.
Hablar de identidad es hablar de máscaras y es muy importante tener en cuenta que cuantas más máscaras, mejor, principalmente porque tienen una doble utilidad. Por una parte, está la de poder socializarnos cambiando de máscara dependiendo del ambiente. Pero, por otra, también se halla la función de protección ante los demás.
Las máscaras son esenciales sobre todo para el civismo. Tenemos que usarlas para poder convivir en armonía. Richard Sennett lo denomina «civilidad»:
Llevar una máscara constituye la esencia de la civilidad. Las máscaras permiten la sociabilidad pura, separadas de las circunstancias de poder, la enfermedad y el sentimiento privado de aquellos que las usan. La civilidad tiene como objetivo el proteger a los demás de ser cargados con uno mismo.12
Las usamos como elemento necesario para la sociabilización, de ahí que, a mayor variedad, mejor capacidad de adaptación, de versatilidad y de apertura. La máscara no es solo un modo de expresión personal, sino también una manera de reconocer la existencia del otro, de tenerlo en cuenta.
No son buenos tiempos para cambiar de máscaras, como demuestra el progresivo deterioro del civismo del que somos testigos. Las normas cívicas tienen que ser recordadas o impuestas por ley (carteles para advertir la importancia de recoger los excrementos de perro, recordatorios sobre los asientos de los autobuses para dar prioridad a los ancianos y las mujeres embarazadas, pegatinas en las papeleras solicitando «por favor» que depositemos un determinado tipo de basura, la proliferación de haters en redes sociales...). Si a esto le sumamos que los espacios públicos son menos cohesionadores, que las personas cada vez pasamos más tiempo imbuidos en las pantallas que en la calle o que caminamos con los auriculares en los oídos abstraídos del entorno, el resultado es una disminución de esas máscaras porque la mirada del otro en vivo y en directo ya no es relevante para nosotros.
La atención, el consumo de tiempo y gran parte de nuestros recursos los estamos destinando al mundo virtual, donde podemos cuidar y diseñar nuestra imagen al gusto. En la «realidad virtual» elegimos las máscaras perfectas para ser vistos cuándo y cómo deseamos. Nos ofrece la capacidad de intervenir en la mirada del otro sobre nosotros, podemos teledirigirla hacia donde nos plazca, seduciendo su atención. Las redes sociales han provocado este reduccionismo de máscaras, generando un empobrecimiento casi maniqueo de la realidad. Los perfiles de estas redes son cada vez más parecidos, políticamente correctos, operando con la misma metodología, compartiendo los mismos objetivos (buscar el «me gusta», el reconocimiento, la admiración virtual...), y están tan pautados que tenemos que estar muy atentos para no incumplir ninguno de estos cánones.
Una de las principales consecuencias es el cansancio. En una sociedad donde todos los bienes primarios están más que cubiertos deberíamos tener la capacidad de disfrutar más de la vida, de ser más gozosos, de estar menos estresados. Pero no es así. Acabamos los días exhaustos, fatigados, llegamos al final de la jornada rendidos y angustiados, sin apenas tiempo libre. En parte, el hecho de que hayamos adoptado una máscara tan homogénea, socializada, normativa y compleja nos somete a una constante tensión con el fin de poder encajar lo mejor posible en ella. Como no era suficiente con tenerlas que llevar en la vida real ahora hemos duplicado el asunto con el mundo virtual. El aumento de categoría ontológica que el mundo virtual está adquiriendo en nuestras vidas no ayuda en la liberación de tensión personal.
Cuando entramos a formar parte del universo virtual aceptamos implícitamente que nuestra identidad real es un complemento sustituible, falsificable y poco transcendente para la aldea digital. Lo virtual nos demanda un prototipo de máscara hiperreal, lo que nos obligará a prestar especial atención en la construcción de nuestro avatar. De manera inevitable, nos duplica el trabajo y aumenta el desgaste.
Este desgaste está relacionado con un elemento muy importante, la conciencia de la máscara. El nivel de conciencia que tengamos sobre ella cuando la llevamos puesta nos señala el grado de intimidad que poseemos con alguien o con algo. A más intimidad menos percepción de la máscara y por lo tanto más relajación, más disfrute, más gozo.
Por el contrario, cuando estamos en un mundo más impersonal, sufrimos una erosión y desgaste mayor debido a la tensión que nos supone ser conscientes de la máscara en todo momento. Es lo que nos ocurre cuando participamos en las ceremonias.
Las personas desconfiadas que viven de cara a la galería, las que realizan su vida en función de la mirada del otro, tienen la conciencia de llevarla encima constantemente, no pueden relajarse ni dejarse llevar. Si a ese peso de la máscara en la vida real le sumamos el peso del mundo virtual y del avatar, entonces el deterioro está asegurado, porque duplican la circunstancias, reales y virtuales. Superar este agotamiento pasa por implementar la autenticidad de nuestra personalidad allá donde nos encontremos, ya sea el mundo real o la aldea virtual, no sin antes haber construido una identidad lo suficientemente fuerte como para no dejarse afectar por la mirada evaluadora del otro.