
Para mi alegría, varios grupos budistas de Nueva Zelanda y Australia me invitaron a viajar allí para impartir una charla sobre el dharma. Así, por primera vez en mi vida, tuve que cruzar el ecuador y volar a Auckland y Sídney. Aunque estaba muy lejos de Seúl, este viaje me ilusionaba porque además me daba la oportunidad de visitar a mi mejor amigo de la universidad, que estudió conmigo en Estados Unidos. Él regresó a Australia después de doctorarse y se había convertido en profesor. Había transcurrido una década desde que prometí visitarlo. Cada vez que miraba su felicitación de Navidad, que llegaba invariablemente antes de que acabara el año, recordaba la promesa que hasta entonces había sido incapaz de cumplir. Ahora que se presentaba la oportunidad, ardía en deseos de volver a verlo.
Al otro lado del ecuador, el clima era completamente diferente al de Corea. El día de mi conferencia la temperatura rondaba los siete grados bajo cero. Y descubrí que, en el hemisferio sur, si quieres una casa que reciba mucha luz solar tienes que buscar una con orientación norte. Del mismo modo, los ríos tienden a fluir hacia el norte y no hacia el sur, y en el cielo nocturno la Cruz del Sur ocupa el lugar de la Osa Mayor. Pese a ser literalmente el polo opuesto al lugar en el que yo vivía, Nueva Zelanda y Australia no me parecieron tan extrañas como me esperaba, en especial sus habitantes. Muy consciente de la soledad y la vida ajetreada en las ciudades modernas, fui honrado con la posibilidad de ofrecerles unas palabras de consuelo y sabiduría.
Cuando las diversas conferencias tocaron a su fin, me encaminé a la casa de mi amigo. Llamé al timbre y él abrió la puerta y me saludó con una gran sonrisa en el rostro. Nos dimos la mano y nos abrazamos, como miembros de una familia largo tiempo separada por la guerra de Corea. A pesar de que habían pasado diez años, él conservaba prácticamente el mismo aspecto, salvo que su cabello empezaba a ralear y había engordado un poco. Era tan extrovertido y cariñoso como siempre, y como también conocía a su mujer, Jane, de nuestros años universitarios, me sentí muy cómodo con ellos.
Después de la cena, tomamos el té en la terraza, mientras se ponía el sol, y nos reímos mucho ante el hecho de habernos convertido en personas de mediana edad. Nuestros corazones seguían siendo los de unos estudiantes; nos costaba creer que nos habíamos convertido en cuarentones. Como viejos amigos, hablamos con franqueza y expresamos nuestros sentimientos con plena libertad. Los viejos amigos no necesitan exhibir una fachada artificial; los aceptas tal como son y con ellos compartes tu verdadero yo. Él era ese tipo de amigo para mí. Me contó todo lo que le había pasado en la última década, hasta llegar a sus preocupaciones actuales.
Recuerdo que siempre había tenido una naturaleza ansiosa, aun cuando no había nada por lo que inquietarse. Me confesó que la ansiedad había empeorado últimamente, y que había trabajado mucho para superarla. A Jane le preocupaba que su salud pudiera resentirse si seguía así. Trabajaba todas las noches en su ordenador, incluso pasada la medianoche; apenas conseguía dormir bien y siempre estaba ocupado. Evidentemente, su duro trabajo le había valido el reconocimiento en el mundo académico y una rápida promoción en su universidad, pero no solo no podía dejar de trabajar, sino que la ansiedad se apoderaba de él en cuanto abandonaba la actividad laboral.
Cayó la noche y en el exterior hacía fresco. Entramos para evitar los mosquitos y tomamos asiento en el sofá. Mi amigo puso música suave y se sirvió una copa de vino. Me dijo que había tenido una infancia difícil. A ojos del mundo, su padre era un modelo de éxito, pero descargaba el estrés laboral en su familia. Se transformaba en una persona diferente y se tornaba violento en cuanto bebía. Llegó a pegar a mi amigo. Por lo tanto, en la casa de su infancia, mi amigo sentía que caminaba por un fino alambre. Cuando su padre se encontraba en ese estado, su madre se marchaba de casa para evitarlo, y en su ausencia mi amigo debía ocuparse de sus hermanos pequeños, fingiendo que todo era un juego. Fue en ese momento cuando la angustia empezó a apoderarse de él, al ignorar cuándo su padre podría beber y explotar de ira.
Al pensar en la vida de mi amigo en su juventud, intenté adivinar la procedencia de su ansiedad y su adicción al trabajo. Quería ayudarlo en la medida de mis posibilidades, por lo que elegí mis palabras con sumo cuidado. «Como la situación de cada persona es diferente, es difícil extraer conclusiones definitivas, pero una de las causas conocidas de la adicción al trabajo es haber crecido con la sensación de no merecer la atención de los padres a menos que se destaque en algo, en oposición a ser amado y atendido incondicionalmente. Esta situación tiende a manifestarse en el caso de niños con padres exitosos, muy ocupados y que muestran escaso interés en la vida de sus hijos. Para ganarse la atención de sus progenitores, estos niños padecen una presión constante por agradarlos. De otro modo se sienten indignos de ser amados y creen que sus actos están desprovistos de sentido. En tu caso, es lógico que hayas desarrollado esta constante sensación de ansiedad, dada la violencia de tu padre al beber. Debe de haber sido muy difícil para ti, sin que tu madre estuviera allí para protegerte. Sin saber cuándo iba a estallar, probablemente pensaste que la única forma de evitarlo era obedecer a tu padre en todo, y hacerlo con el mayor rigor posible. Ahora, ya adulto, tu padre no está. Sin embargo, las exigencias del mundo, y no las suyas, son las que despiertan tu ansiedad: si no haces todo lo que se te pide, si no lo haces correctamente, tu existencia carece de valor o de sentido.»
Mi amigo pareció estar de acuerdo con mis palabras y asintió.
«Sin embargo, lo cierto es que ya mereces ser amado. No necesitas convencerte de lo que vales asumiendo las exigencias de la sociedad y cumpliendo sus expectativas. Ya eres un ser maravilloso y mereces ser amado y atendido. Observa en tu interior y descubre si el niño que hay en ti aún tiembla de ansiedad ante su padre. Envía la energía de la bondad amorosa a ese niño interior, y obsérvalo compasivamente. Qué difícil debe de haber sido afrontar solo la ira de tu padre, tratar de proteger a tus hermanos, sin la protección de tu madre.»
En ese momento, tanto mi amigo como yo empezamos a llorar. Mi amigo cerró los ojos un momento, y luego dijo con un tono sereno: «Tienes razón. En mi interior aún hay un niño pequeño que tiembla de angustia, incapaz de ser amado. Y me suplica que no lo ignore más. Todo este tiempo me he estado preocupando de las opiniones de los demás mientras ocultaba la herida interior del pasado. Necesito creer que soy merecedor de amor siendo tal cual soy».
Al abandonar su casa unos días después, dejé una breve nota para mi amigo:
En la universidad, eras como un hermano mayor para mí. Me ayudaste a superar muchas crisis. No sabes lo agradecido que estoy incluso ahora, cuando pienso en tu corazón bondadoso. Así que, por favor, recuerda esto: aunque nunca logres nada importante y significativo, para mí tu mera existencia es suficiente.


No permitas que tu difícil pasado
defina quién eres hoy.
Si lo haces, vivirás toda tu vida
como víctima de ese pasado.
En tu interior hay una fuerza vital
aguardando desprenderse del lastre del pasado.
Confía, por favor, en esa fuerza renovadora.
Inclínate respetuosamente ante tu pasado y proclama:
«¡A partir de ahora, he decidido ser un poco más feliz!».

Si alguien es incapaz de pensar en alguien más que en sí
mismo,
tal vez se deba a que no ha permitido que en su interior
prospere el amor.
Al entender que el mundo es frío y despiadado,
se ha encerrado en sí mismo para velar por sus intereses.
Si en tu vida hay una persona egoísta
que te lo pone todo cuesta arriba,
observa atentamente su dolor
y procura entender de dónde procede.

Si examinamos lo que nos motiva,
descubriremos que incluso como adultos
deseamos el reconocimiento de los demás,
y que buena parte de nuestros actos
derivan del deseo de ser reconocidos.
Colma a tu hijo de atenciones,
y haz que se sienta seguro de tu amor.
Así no crecerá anhelando
el reconocimiento de los demás.

Si uno de tus hijos siente celos
de su hermano o hermana,
llévatelo de viaje, aunque sea corto,
solos tú y él o ella.
Si no es posible viajar, pasa un día entero
en su compañía.
Compartid una deliciosa comida,
jugad en el parque, y presta atención a lo que te dice.
Si los niños no reciben la suficiente atención,
tienden a aparecer problemas psicológicos.
Los padres pueden evitarlo cuando sus hijos
aún son jóvenes e influenciables.

Cada cierto tiempo, concédete un pequeño capricho.
Ya sea comprar hermosas flores para la mesa de la cena,
una porción de deliciosa tarta de queso para acompañar
el café,
un par de suaves guantes invernales:
los pequeños caprichos pueden iluminar tu vida.

La bonita cubertería, el té, el vino, la ropa, la estilográfica,
el edredón
que reservabas para una ocasión especial…
utilízalos siempre que tengas la oportunidad.
Los momentos especiales no son independientes de nuestra
vida cotidiana.
Cuando haces uso de algo especial,
ese momento adquiere un aura especial.

¿A veces no sientes
que algo pequeño puede aportarte una gran felicidad?
Yo me siento así cada vez que veo
pimientos amarillos y naranjas.
Dudo si comprarlos, ya que son
más caros que los pimientos verdes.
Pero me encantan sus colores,
y cuando decido hacerme un regalo,
me hacen muy feliz.
¿Y sabías que los pimientos
tienen tres veces más vitamina C que las naranjas?

Si me quiero a mí mismo, es fácil gustar a quienes
me rodean.
Pero si me siento infeliz con mi persona,
es fácil sentirse infeliz con quienes están cerca.
¡Conviértete en tu mayor fan!

Si proyecto una modesta bondad sobre los demás,
me resulta más fácil quererme a mí mismo.
Si crees que tu autoestima es baja,
intenta hacer algo bueno por un desconocido.
En cuanto empieces a quererte,
tu autoestima mejorará.

Incluso los productos etiquetados como
«edición limitada»
están elaborados en una cadena de producción
que genera cientos
de productos exactamente iguales.
Sin embargo, en el mundo no hay nadie igual a ti;
valórate, por favor, como el individuo único que tú eres.

La mente dice:
«No odies tanto a esa persona»,
«Perdona a los demás por tu propio bien»,
«No envidies el éxito de tu amigo».
Sin embargo, a veces el corazón no escucha.
En esas ocasiones, haz espacio a la oración.
La oración conecta la mente y el corazón.
Pide humildemente ayuda para aquello que parece imposible
en este momento.

A veces, la gente expresa su deseo
a través del odio.
Si odias a alguien,
observa atentamente en tu interior.
¿Cuál puede ser la razón?
¿Aún sientes apego por esa persona?
No hay otra oportunidad tan buena
para ser conscientes de nosotros mismos.
Enviamos cohetes hasta la Luna,
pero en lo que tiene que ver con nuestra propia mente,
lo más cercano que tenemos,
somos completamente inconscientes e ignorantes.

Aunque no debemos ignorar
lo que han dicho los demás,
la decisión es, a fin de cuentas, nuestra.
Cuando tomes una decisión,
escucha a tu corazón y no a la opinión de los otros.
La decisión que tomamos presionados por la opinión
de los demás es una decisión que a menudo lamentaremos.

En Corea hay un dicho que afirma:
«La lenta deliberación suele conducir a una decisión terrible».
Si pensamos y nos preocupamos mucho antes de hacer algo,
«nuestro barco va a la montaña en lugar de al océano».
De vez en cuando es necesario confiar en nuestra intuición
y seguir la dirección que sentimos como apropiada.

Cuando tengas que tomar una decisión importante,
y no estés seguro de qué hacer,
detente por un momento
y escucha lo que tu corazón tiene que decir.
Pasea por un parque
o haz un breve viaje a un lugar hermoso,
o reúnete con un amigo de confianza
y comenta con él lo que has pensado.
Tu corazón es mucho más sabio que tu mente;
ya conoce la respuesta.

Si tu mente cree que «sí» es la respuesta correcta,
pero algo no parece encajar,
tómate más tiempo
y no ofrezcas aún tu respuesta final.
A veces, la intuición acierta
y el pensamiento racional fracasa.
Si te concedes más tiempo para descubrir
por qué dudas,
la razón se te hará evidente.

Todo el mundo necesita pasar tiempo solo.
Después de pasar todo el día en el trabajo
agobiado por los demás, y regresar a casa
para encontrarnos con una familia que no nos deja en paz,
es fácil enfadarse e irritarse.
No te culpes entonces por tu enojo.
Por el contrario, tómate un tiempo para ti mismo y visita
tu librería, tu cafetería o tu templo predilectos.
Regálate un paseo silencioso y escucha tus canciones
favoritas.
Estar solo hace que el mundo se detenga por un momento
y ayuda a restaurar la armonía.

Así como una madre mira a su hijo con amor,
contempla tu propio sufrimiento con compasión.
Pronto sentirás que no estás solo.
Hay un suave núcleo interior de amor y atención
en el corazón de cada sufrimiento.
No has sido arrojado, solo, al mundo.