Salí de la cama llevando la foto en una mano y apoyándome en la muleta con la otra. Sin querer, arrastré enredada en mis piernas la sábana gastada, que dejó al descubierto los genitales del bello sin nombre, que como si obedeciese a una orden antigua y básica los cubrió recogiendo su carga en el hueco de la mano y continuó durmiendo.
Tomé el vaso blancuzco y rayado que descansaba sobre la repisa del lavabo, dejé que el agua estancada en las viejas tuberías corriese un poco con el fin de disipar el aroma dulzón, como a hongos y tierra, que siempre traía. Lo llené hasta el borde, incluso dejé que rebosase un rato sobre mis dedos crispados, lo acerqué a mis labios y bebí hasta la última gota, tan rápido que pasarían unos segundos antes de que pudiera sentir alivio a mi sed.
En el espejo encontré unos ojos que ardían con el mismo fuego que mi pecho y, esperanzada, busqué la huella del ángel, pero el azogue herrumbroso de humedad solo me devolvió sombras de charco acuosas y oscuras.
Apoyé la foto en la repisa y solté la muleta, que cayó quedando trabada entre el lavabo y la pared, amortiguado el golpe por su propio acolchado. Elevé el vaso hasta la altura de mis ojos en mudo brindis de perdedora y lo dejé caer sobre el lavabo. El grueso culo de cristal chocó contra el grifo y se partió en varios trozos afilados con un ruido seco y más metálico que cristalino.
Retrocedí hasta la puerta para atisbar al durmiente y comprobar que seguía inmerso en su sueño etílico. Tomé uno de los trozos del vaso y la sensación del vidrio afilado me hizo estremecer. Lo apoyé contra mi muñeca izquierda y me infligí un pequeño corte superficial y muy doloroso. La impresión denterosa del cristal en la carne me revolvió el estómago y comencé a temblar de asco y frío.
Jadeando mientras intentaba recuperar el control, cerré los ojos y de un violento tirón rasgué el resto de la muñeca. La sangre brotó generosa cubriendo la piel de mi mano como un guante carmesí. Un leve temblor se apoderó de mi cuerpo, y el frío que había estado amenazándome me envolvió como un sudario mojado y pegajoso haciéndome tiritar, aunque un sudor denso y salado perló mi frente y se escurrió entre las cejas. El humor salobre me entraba en los ojos como agua de mar y me cegó por un instante. Levanté la mano temblorosa y me la pasé por la frente, que además de sudor quedó manchada de sangre. «Torpe», pensé al mirarme en el espejo. Dejé el cristal manchado de sangre en el lavabo y elegí otro trozo de entre los más grandes. Cortarme las venas de la mano derecha me costó bastante más. El cristal se tornaba resbaladizo por la sangre, y aunque apenas veía, sentía cómo me hería los dedos sin lograr hacer más que cortes superficiales.
No quedaban trozos lo bastante grandes como para poder manejarlos con comodidad y me sorprendí riendo ante mis desvaríos. «A ver si voy a tener que dejarlo para otro día; no, mejor aún, puedo llamar a la habitación de al lado y pedirle a una de esas putas amables que saque su dentadura del vaso y me lo preste para suicidarme un poco.» Sustituí el cristal por otro más pequeño y puntiagudo y, sujetándolo con fuerza en la palma de la mano, lo apoyé contra la carne y, más que cortar, hundí la astilla en la piel mientras me mordía con rabia el labio inferior.
Gruesos regueros de sangre fluyeron de la herida goteando sobre los restos del vaso. Intenté arrancar la astilla que había quedado trabada en mi carne, los dedos hormigueantes resbalaron sobre el borde del cristal, y al tirar de ella una laceración feroz me sacudió el brazo hasta el hombro como en el retroceso de un arma.
Conmocionada, desistí de mi intento, segura de haberme seccionado un tendón. Recogí amorosa la mano inútil contra mi cuerpo y, con la otra, tomé de nuevo la fotografía apoyada contra el espejo.
Los pies resbalaron sobre el charquito que mi sangre había formado en el gastado linóleo del suelo. Intenté mantenerme en pie, probé a agarrarme al borde del lavabo, pero mis manos patinaron en la porcelana sucia; me incliné, pero mi frágil cadera renunció a sostenerme. Ahogué un grito cuando la manilla de la puerta se me hundió en el costado, y me dejé caer escurriéndome poco a poco, hasta quedar sentada en el suelo con las rodillas flexionadas y la fotografía reposando en mi regazo.
Disgustada, intenté limpiar con el dedo una gruesa gota de sangre que había profanado la foto cubriendo parcialmente el rostro de las niñas, pero solo conseguí emborronarla extendiendo una fina película roja sobre mi recuerdo, pero ahora ya no importaba, todo dejaba de importar y comenzaba a tener sentido. Supe que me estaba muriendo, y sin saber cómo comencé a cantar:
Ponme la mano aquí, Macorina,
ponme la mano aquí.
Ponme la mano aquí, Macorina,
ponme la mano aquí.
La luna es un tiburón
que va tragando a mi vida.
Ponme la mano aquí, Macorina,
ponme la mano aquí.
La voz brotó suave e infantil, casi sin fuerza, como una psicofonía de mi infancia, y al escucharla surgir desde el interior de mi cuerpo lastrado pensé por primera vez que mi voz era muy bella.
Cada nota, cada inflexión de mi canto fue nueva y perfecta, una voz hermosa y desconocida hasta ahora y una canción sublime en la que cada palabra cobraba significado en sí misma. Era como una vida entera llenándome de entendimiento y sabiduría, suficiente para comprender que aquella no era solo una canción, era una respuesta, una fórmula para desencriptarlo todo, tan dulce y tierna que me conmovía en lo más profundo.
Los ojos se me llenaron de lágrimas y sin darme cuenta comencé a llorar de puro agradecimiento, de humildad ante la gracia que se me concedía. Mi llanto fue silencioso y casto, como solo puede serlo el llanto que aflora al contemplar un prodigio. Lágrimas serenas y respetuosas para no turbar la belleza del milagro de escuchar cantar al ángel.
Di las gracias en silencio y pensé que por fin todo estaba bien y que todas las penas valían por liberar a la entidad celestial, que como a una señal enmudeció. Bajé la mirada hasta los cortes en mis muñecas. La sangre, que al principio había brotado a borbotones, fluía ahora lenta y plácida, como sin prisa.
El río de vida había formado regueros entre mis piernas y empapaba mis bragas y mi camiseta. Un sentimiento de profunda lástima comenzó a crecer en mi pecho. Lástima por toda aquella sangre derramada, perdida. Reparé en las burdas heridas que mutilaban mi carne y me avergoncé de mi maltrato a aquel pobre cuerpo maltrecho y lacerado, empeñado en darme cobijo y un poco de calor, siempre vejado y torturado.
Escasos de carne, mis huesos pugnaban por atravesar mi piel tensa de hambrunas y de insomnios. Qué triste que solo al sentir la proximidad de la muerte lograse por primera vez amar a aquel guiñapo esforzado que me había brindado el escaso calor que lograba producir.
El chico que había dormido a mi lado entró de pronto arrastrando los pies y rascándose con una mano la entrepierna y con la otra el sobaco de un modo que recordaba a un simio. Entreabrió los ojos y al verme boqueó como un pez y comenzó a gritar. Yo me habría reído de haber tenido fuerzas, porque el chaval estaba realmente ridículo sujetándose los huevos y chapoteando en mi sangre, sin llegar a caer, pero patinando torpemente mientras componía poses absurdas en el esfuerzo de recuperar el equilibrio.
Intenté calmarle, decirle que dejara de gritar, que iba a despertar a todos los huéspedes, y que las putas ya estaban muy mayores para aquellos revuelos.
Quise extender mi mano hacia él, pero mis brazos pesaban toneladas y me resultaba imposible moverlos. «Mi pobre cuerpo ya no puede más», pensé. No advertí cómo se aflojaban mi vejiga y mi intestino, pero llegué a percibir el calor entre las piernas. Mi última mirada fue para el chico, que había logrado, al fin, mantener el equilibrio y salía corriendo y dando alaridos con los pies cubiertos por mi sangre, con la que dejaba por el suelo carcomido del hostal tampones indelebles con los restos de mi vida.
Entonces morí.
Tuve conciencia del preciso instante del descarnamiento, porque una ola de supremo amor estalló en mi interior liberándome del dolor y de la carga de mi cuerpo agonizante. Ese impulso me ayudó a incorporarme y a salir de aquel charco de caramelo líquido que había sido mi carne. Retrocedí para poder verlo mejor; era tan frágil y embrionario que producía una inmensa aflicción verlo tirado, roto y desvalido. Su visión me partió el corazón, y las lágrimas que vertí por él contribuyeron a disipar mi pena, aclarándome los ojos nuevos. Entonces me sentí libre y agradecida por mis huesos, mi vientre vacío y mi carne magullada tantas veces.
Llena de ternura, me incliné hacia mi cuerpo y quise devolverle el abrazo cálido que él me dio durante años, pero retrocedí. Sabía que ya no podría tocarlo.
Suspiré mirando a mi alrededor. Mi compañero de cama venía corriendo por el pasillo trayendo a rastras a una de las putas, legañosa y sin dentadura, que avanzaba a trompicones intentando ponerse una bata anaranjada.
Los seguían las adolescentes en tanga y camiseta de tirantes y por la escalera subía el anciano insomne y uno de los viejos hosteleros, con la peluca mal puesta sobre el cráneo pelado, y visiblemente molesto por tener que salir de la cama. En ese instante, mientras añoraba mi cuerpo maltrecho y veía a los siniestros huéspedes de Los Rosales acercarse a mi habitación, supe que debía partir, que tenía que salir de allí. Poco importó hacia dónde, porque en respuesta a mis dudas comencé a elevarme sobre la estancia, y el caramelo líquido que me cubría comenzó a estirarse formando frágiles latiguillos pegajosos que me sujetaban por los tobillos, por los codos y las muñecas, partían de mi frente y de mi barbilla y continuaron afinándose a medida que me alejaba elevándome sobre mi cuerpo.