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Como una yonqui buscando su última vena

Jueves, 3 de septiembre de 1998
Nueva York

A pesar de darlo todo y dejarnos la piel en el dichoso casting (quizá Curly otras cosas...), ni a ella ni a mí nos dieron el puñetero papel. Tuve la impresión de que estaba amañado desde un principio, es decir, que contaban con una candidata ya preseleccionada.

Por tanto, tocaba pasar el correspondiente duelo de aquello que podía haber sido y no fue, hasta el siguiente casting y el siguiente... y así hasta el último asalto. Esperar a que por fin un día la suerte me sonriera o, por el contrario, acabar tirando la toalla por lo lacerante que resultaba soportar tantas derrotas.

Hacía ya demasiado tiempo que perseguía ese sueño, el de ser una de las grandes actrices hollywoodenses... y tal vez ya iba siendo hora de ir despertando para darme de hostias con la auténtica realidad.

10.22 a. m.

Estaba esperando a que el semáforo se pusiera en verde para cruzar la calle y llegar a tiempo al lugar de encuentro donde Curly y yo habíamos quedado cuando, de pronto, oí un silbido similar al que se emite al piropear a una mujer bonita en plan acoso callejero.

—¡Fuiiit, fiuuuu!

¡No podía creerlo!

Abrí los ojos como platos.

¿Era posible que aún se permitiera esa vulgaridad estando ya tan cerca del siglo XXI?

—¡Fuiiit, fiuuuuuuuuu!

¿Otra vez?

Me giré con cara de perro y empecé a inspeccionar a mi alrededor, escaneándolo todo, observando a todo quisqui a lo RoboCop para saber la procedencia de semejante ordinariez.

¡Demonios! Me jugaba el pescuezo a que se trataba de un viejo verde, que se había ganado varios tacos y una bofetada de matrícula. De hecho, de adolescente, piropo que recibía, hostia que soltaba...

Creo que está de más señalar que los odiaba..., a los piropos y a los halagos, me refiero, vinieran de quien viniesen, pues me costaba encajarlos, además de provocarme urticaria.

Para mí, en esa época, me resultaban repulsivos, y que conste que puedo entender que la pretensión inicial de un halago es la de levantar el ánimo y engordar el ego. Pero os prometo que, en mi caso, eso conseguía el efecto contrario.

—¡Guapa!

La risueña voz de Curly lo invadió todo, y eso que estaba al otro lado de la acera, a punto de cruzar por el paso de peatones, junto a la parada del bus.

Alzó un brazo y gritó mi nombre a los cuatro vientos, a todo pulmón y atravesando el vecindario de cabo a rabo, como si no hubiese nadie más en la ciudad. Definitivamente, la elegancia no era una de las cualidades que destacar de mi amiga, quien se había hecho unas divertidas trenzas de raíz, dejando algunos mechones sueltos enmarcando su cara de corazón.

A toda velocidad, con paso brioso, cruzó la calle hasta llegar a mi lado.

—Hola, cielo.

Me guiñó un ojo.

—Curly, deja de hacer eso —protesté.

—¿El qué?

Frunció el ceño.

—Piropearme como un tío desde la otra punta de la galaxia. —Traté de no ser muy brusca en mis palabras.

—Pero ¡si se te han puesto duros hasta los pezones!

Sentí un súbito rubor ascender hacia mis mejillas y, en un acto reflejo, abrí la boca desmesuradamente y tapé la suya con ambas manos, sin dejar de mirar a los transeúntes por vergüenza a que la hubiesen oído decir semejante ordinariez.

Curly me apartó las manos de sus labios y se puso a reír animadamente.

—Joder, Brook. Era una inofensiva broma entre amigas.

Dejó de reír y me miró.

—¿Acaso te has levantado con el pie izquierdo o te ha mordido un perro rabioso? —refunfuñó.

—No es eso —hice una pausa y esbocé una sonrisa incómoda—, es que no me ha gustado.

—Hummm... está bien. Sorry, Brook. Perdona el mal trago. Ya sabes que a veces peco de excéntrica.

—Sí, rara lo eres un rato largo...

—Sí, me declaro culpable.

Le sonreí y ella me sonrió.

—Bueno, ya basta —dijo, retirándose un mechón rebelde que se le había quedado enganchado en las largas pestañas rizadas—. Cambiando de tema, que ya aburre..., ¿quieres venir a mi casa a comer? Podríamos pedir unas pizzas, beber hasta estar pedo y ver unas pelis, o lo que te apetezca. ¡Maldita sea! Hoy mandas tú. Tú eres la jefa —añadió, probando a engatusarme—. Nada de reglas, nada de nada.

Curly rio tontamente y siguió hablando.

—Mis padres se han ido toda la semana de viaje y tengo la casa para mí sola. Puedo hacer y deshacer a mi antojo sin rendir cuentas a nadie.

Nos imaginé sentadas en un cómodo sofá, descalzas, con los pies sobre los cojines, bebiendo y comiendo como cerdas mientras llorábamos a moco tendido viendo, al menos yo, por enésima vez cómo un musculoso Johnny y una jovencísima Baby protagonizaban una de las escenas más bonitas del celuloide mientras sonaba de fondo la canción She’s like the wind, de Dirty Dancing.

A decir verdad, la idea me apetecía, y mucho. ¡Para qué engañarnos! Tampoco tenía nada más interesante que hacer que deambular por la ciudad y echar currículums a un buzón sí y a otro también.

—Vale, Curly. Acepto —dije, risueña, y me mordí la cara interna de los carrillos.

—¡Genial! —repuso, a punto de dar saltitos por la emoción, pero al final se contuvo, y yo que me alegré—. Ve pensando de qué quieres la pizza.

Sonrió abiertamente, me rodeó con el brazo y me dio un beso en la mejilla.

12.11 p. m.

¡Madre mía, qué pasada! Ésa fue la expresión que emanó de mi boca en cuanto pisé el jardín de la casa de Curly Evans, en West Village. Eso era la antesala perfecta de lo que estaba por descubrir.

La muy cabrona había mantenido su secreto muy bien guardado. Sus padres eran propietarios de una espectacular casa minimalista, de tres plantas, con grandes zonas acristaladas y voladizos, siete dormitorios y cuatro baños completos, además de una tentadora piscina, en forma de oasis y de agua salada, que estaba deseando probar...

—¡Serás bruja! —Le solté un sonoro manotazo en el brazo—. Pero ¡qué calladito te lo tenías!

Ella se echó a reír.

—No te había dicho nada porque quería que me quisieras por cómo soy y no porque esté forrada.

Lloriqueó teatralmente mientras me cogía de las manos. Era una excelente actriz, casi más buena que yo.

—Pues sí, Brook, soy asquerosamente rica —siguió diciendo—. Bueno, en realidad lo son mis padres. Yo sólo recibo una cantidad económica todos los meses para mis pequeños caprichos —arrugó la nariz, pensativa—, bastante espléndida, dicho sea de paso.

Me soltó las manos para meter la llave en la cerradura de la puerta.

—Soy hija única, así que heredaré todo esto cuando ellos mueran, sin duda antes que yo —afirmó sin ningún tipo de escrúpulo—. Ley de vida.

Me quedé muda, pues yo jamás me hubiese atrevido a enterrar a mi madre antes de que ésta falleciera.

El destino es caprichoso y nunca sabemos por dónde nos va a sorprender, y el hecho de que seamos más jóvenes no es garantía de vivir más tiempo... incluso disfrutando de una vida cómoda y sin preocupaciones básicas como era su caso.

Al entrar en la sala de estar, mi sorpresa subió todavía un peldaño. Jamás había pisado un lugar igual. El derroche de buen gusto se hacía palpable en cada recoveco, en cada rincón, en cada detalle. Hasta un simple palillero era perfecto y precioso.

—Bueno, bueno, bueno... Hogar, dulce hogar. Chulo, ¿eh?

Curly se quitó la chaquetilla, se dejó caer en el sofá modular de cuatro plazas en terciopelo oliva y extendió los brazos sobre el reposacabezas.

—¿Y bien? ¿Qué te parece?

—Eh... Si te soy sincera, llevo un rato tratando de buscar una palabra que le haga justicia. —No encontraba ninguna—. Quiero decir...

Ella negó con la cabeza y luego sonrió.

—Tranquila, no te agobies. No es necesario que me escribas un artículo para Interior Design ni nada por el estilo.

Dejé de mirarla y empecé a pasearme por la sala. A la derecha había una estantería que recorría el fondo del salón de lado a lado; a la izquierda, una escultura barroca. Al fondo, enormes ventanales con venecianas de lino; en el centro, una chimenea con mucho protagonismo y dos butacas vintage, una mesa lacada en negro y una daybed beige junto un mueble licorero.

—Mi padre es juez. El juez Evans... —Se quedó un momento en silencio—. Puede que hayas oído hablar de él.

Negué con la cabeza.

—Es uno de los que llevan las riendas de esta ciudad.

Miré a Curly directamente.

—Uf, guapa. Lo siento, pero es que no estoy puesta en esos temas.

—Mejor, cielo. Mucho mejor, eso significa que aún no te has metido en líos gordos.

Se incorporó del sofá y se paró a mi lado.

—Vamos, quiero enseñarte el resto de la vivienda.

Me cogió de la mano y entrelazó sus dedos con los míos; tenía una piel suave y delicada como la seda. Me estremecí, me quedé paralizada y también me sonrojé ligeramente debido a la cercanía y al contacto de su piel con mi piel; me había pillado por sorpresa.

La vi esbozar una breve sonrisa, como burlándose de mi inocencia y de mi necesitad de mantener ciertas distancias; quizá no estaba preparada para tanta demostración amistosa. Luego, como si la cosa no fuera con ella, lanzó una mirada fugaz a la escalera de madera con pasamanos blanco que daba acceso a la segunda planta.

—No te asustes, Brook. Yo soy así —me comentó—. Me gusta el contacto y necesito sentir a la otra persona muy cerca de mí.

Dejó de apretar mi mano y la soltó lentamente.

En ese preciso instante tuve una visión fugaz de Curly en esa casa, imaginando cómo sería su vida entre tanto lujo y tantos metros cuadrados..., y la vi sola, desubicada, con unos padres demasiado estresados como para ocuparse de su única hija. Su felicidad era mera fachada. Pude sentir el frío de las paredes recorrer mi columna vertebral. Vislumbré soledad, incomprensión e indiferencia... y, por primera vez, sentí lástima por ella.

Por fin empezaba a comprender por qué, en parte, Curly era así... y lo era con toda la razón.

La ausencia de cariño nos había afectado de distinta forma. Supuse que a ella la había convertido en un ser extrovertido, divertido y con la necesidad de estar constantemente en contacto con el prójimo y, en mi caso, me había transformado en lo que era: un ser desconfiado, misántropo y reservado a más no poder.

Técnicamente, eran las dos caras de la misma moneda, dos versiones diferentes de una misma realidad. Éramos dos almas gemelas, dos incomprendidas de la vida, dos atrincheradas de la amistad sana y verdadera.

Así que, en cuanto dio un paso al frente, dispuesta a subir el primer peldaño, la cogí de la mano para hacerle entender que estaba a su lado y que me gustaba su compañía, que necesitaba de su cercanía.

Se giró y buscó mi mirada.

—Subamos, quiero enseñarte mi guarida, donde me refugio la mayor parte de mi existencia.

A continuación, suspiró.

—Hace siglos que no entra nadie allí, así que se podría decir que tú eres la primera adulta que pisará ese suelo, sin tener en cuenta a la señora Howards, el ama de llaves.

—¿Ella no está en la casa?

Negó con la cabeza y empezó el ascenso a la planta de arriba.

—Tranquila, hoy le he dado fiesta. —Ensanchó sus labios—. Como te he dicho antes, tú serás la jefa.

Cuando entré en su habitación, justo la del final del pasillo, creí estar en un sueño, en un cuento de hadas. Sin exagerar, la dimensión de esa estancia era similar a todo mi apartamento en el barrio de Brownsville. Estaba decorada con muebles de cerezo en tonos cálidos y naturales, y tenía doble juego de cortinas, parquet, un techo de tres metros de altura enmarcado con cornisas, y una cama matrimonial gigantesca, cuyos infinitos cojines, a juego con la colcha y el plaid de lino, daban un aire juvenil a tanta sobriedad.

¡Y cómo olvidarme del cuarto de baño, con jacuzzi, y el vestidor a lo Pretty Woman!

—Ya puedes cerrar la boca, que a este paso vas a comer moscas. —Sonrió ávidamente y se descalzó—. Venga, ponte cómoda, como si estuvieras en tu casa.

¿Como si estuviera en mi casa? Si ella supiera...

Mi casa no era una casa; ese lugar era lo más parecido a una pensión de mala muerte, en un barrio de mala muerte, y con una madre cuya alma estaba más cerca del inframundo que de éste, dedicada a engañarme, como si su vida tuviese un propósito más allá del de buscar algo que meterse en las venas para olvidarse de existir y de que tenía una hija.

—¿Por qué lo de ser actriz? —inquirió de golpe, obligándome a despedirme de mis hirientes pensamientos.

Curly se sentó en la cama, flexionó las piernas, juntó la planta de los pies y, por último, se cogió los tobillos con las manos. Por lo que tenía entendido, ésa era una postura de yoga denominada la mariposa, muy útil para aliviar el dolor menstrual, entre otras particularidades.

—Lo he deseado ser desde que vi a Meryl Streep interpretar de forma magistral a una superviviente del holocausto en La decisión de Sophie. —Inspiré hondo—. En ese preciso instante, lo supe.

—¡Menudo listón alto te has marcado...!

Me encogí de hombros, pues para mí Meryl no era una meta que alcanzar, sino una maestra de quien aprenderlo todo.

—¿Y tú?

—Bueno, nunca me he inspirado en nadie ni nada por el estilo si es eso lo que me preguntas; ni siquiera soy fan de ninguna actriz en concreto ni sigo a nadie en ninguna revistucha ni tampoco webs en Internet —soltó Curly despreocupadamente, a pesar de que una lágrima quiso brotar de sus ojos—. Al fin y al cabo, lo único que sé es que me siento bien interpretando a alguien que no soy yo.

¡Caramba! Era evidente que sus palabras tenían un trasfondo más allá de lo que ella imaginaba. Interpretar a otras personas para no sentirse ella misma...

¡Cuánta tristeza percibí en sus ojos y cuánto dolor no expulsado!

—Ahora conoces mi historia... ¡Pobre niña rica! —dijo, fingiendo una sonrisa autocompadeciéndose—. ¿Cuál es la tuya realmente? ¿Por qué quieres actuar?

—¿La mía? —Titubeé, con el ceño fruncido; su curiosidad me incomodó—. Curly, ya te he explicado mis razones para ser actriz —le recalqué, pero ella negó con la cabeza y las trenzas danzaron a su libre albedrío.

—Sólo me has dicho desde cuándo, el detonante, pero nada más. Confiésamelo; estamos a solas, no hay nadie más en esta casa aparte de ti y de mí —insistió, y miró a su alrededor—. ¿Qué hay detrás?

Su perseverancia me empezó a irritar.

—¿Bullying, desórdenes alimenticios, ideas suicidas...? —tanteó.

—Noooo, nada de eso —dije al fin entre dientes.

—Vamos, desembucha. Tú y yo sabemos que todo el mundo tiene fantasmas que le atormentan, sombras de sus sombras, y...

—Una madre drogadicta, ése es mi fantasma —bramé, con una voz ronca y cadente—. Una madre que pesa menos que una niña de diez años, una madre que se alimenta casi del aire, una madre que ya no sabe dónde clavar la siguiente aguja de la jeringuilla, si en el pie, en la mano, en la ingle, en la pierna... Una madre que todo el dinero que consigo lo malgasta en droga... Si reúno cinco pavos, se mete un chute, y si consigo cien, se mete veinte.

Bajé la vista al suelo, muerta de la vergüenza, pues confesar que eres hija de una yonqui no es plato de buen gusto para nadie..., tampoco para mí.

—Muchas veces he rezado para que ese último chute que se metía fuese el último y se muriera, así descansaríamos todos en paz de una puta vez...

Todo a nuestro alrededor se quedó en silencio; un silencio aterrador, tenso y cortante como el filo de una cuchilla. Pude oír cómo Curly tragaba saliva muy despacio, y a mí me entraron unas apresuradas ganas de marcharme. Me sentía abierta en canal y sin órganos, completamente vacía. Acababa de dejar en carne viva mi alma, y ni siquiera sabía por qué lo había hecho.

Curly me caía bien, de eso no me cabía la menor duda, pero tampoco hacía tanto tiempo que nos conocíamos como para llegar a ese nivel de intimidad, a ese nivel de complicidad y sinceridad.

Alcé la vista y la vi sollozar.

Su imagen proyectaba la de una niña pequeña e indefensa, llorando a moco tendido.

Se secó varias lágrimas con las mangas de la camisa y se abalanzó sobre mí, abrazándome.

—Lo lamento, Brook. No tenía ni idea.

Hundí mi cabeza en el hueco de su cuello y cerré los ojos, pero no lloré, porque ya no me quedaban lágrimas que derramar; después de tantos años, me había secado por dentro.

Pasados unos minutos, me aparté de ella y la miré. Tenía las mejillas sonrojadas y aún respiraba entrecortadamente.

—No te preocupes, Curly. No podías saberlo; de hecho, nadie lo sabe. Hasta el momento es algo que siempre he preferido mantener en la privacidad.

Una vez más, ella se disculpó. Se la notaba muy consternada, excesivamente a mi parecer, pero no dije nada. De todos modos, zanjé el tema a la primera de cambio. Ya conocía mi gran secreto y yo no había ido a su casa para flagelarme ni para pasar un mal rato. Necesitaba evadirme, distraerme, reírme incluso. No quería que ese día fuese un desastre.

Por un instante, creí ver en los ojos de Curly que estaba leyendo mis pensamientos, y enseguida, como por arte de magia, cambió la expresión de su rostro.

—Eh... venga, vamos. No quiero verte así, no quiero verte mal. Ésta no era la idea...

Curly me dejó un momento a solas y, al poco, apareció con un Moët & Chandon Impérial Brut. Descorchó la botella y sirvió dos copas, llenándolas hasta el borde, a punto de que rebosasen.

—Toma, este champagne nos hará olvidar las penas, ya verás.

Hicimos un brindis antes de beber un largo sorbo.

Tosí, pues las chispeantes burbujas cosquillearon sin pudor las paredes de mi garganta. No estaba acostumbrada a tanto glamour ni sofisticación, ni nada parecido.

Entonces, tomé un nuevo trago y éste ya no fue tan espantoso como el anterior.

«A lo bueno, uno se acostumbra demasiado rápido», me decía siempre mi madre, y lo cierto era que en eso tenía que darle la razón.

Ella se acabó su copa y volvió a llenarla hasta el borde. Luego quiso hacer lo mismo con la mía, pero me avancé y la tapé con la mano para evitar que derramara una sola gota más.

—¿En serio, Brook? No seas un muermo...

—Me conozco y estas mierdas me suben a la cabeza que da gusto.

Curly puso morritos, luego fijó la mirada en mi copa y, por último, esbozó una pícara sonrisa.

—Un día es un día, mujer.

Negué con la cabeza.

—El alcohol y yo no solemos hacer buenas migas —le confesé abiertamente—. Las veces que me he excedido, no he parado de decir tonterías y de hacer tonterías. Me olvido de todo y todo me importa una mierda. Además, al contrario que el dicho, ya sabes, los niños y los borrachos siempre dicen la verdad, yo me vuelvo una mentirosa compulsiva, de las de medalla olímpica y todo...

Apuré mi copa hasta la última gota y la miré a los ojos sin pestañear.

—Digamos que... pierdo por completo el control.

—Humm... interesante. —Sonrió al tiempo que me escudriñaba el rostro—. Pues a mí me causa efectos dispares: lo mismo me da por llorar que por reírme a carcajadas hasta que se me desencaja la mandíbula, o me da por echar pestes por la boca o desinhibirme por completo, en plan ninfómana, o también por encerrarme en mi mundo de fantasía, del que no despierto hasta que no ha pasado la resaca.

En ese momento hizo algo que no esperaba: dejó la copa sobre la mesita de noche y se quitó la camiseta que llevaba puesta, quedándose sólo con el sujetador. Tenía unos pechos no demasiado grandes, acordes a su estilizada figura, y cinturilla de avispa. Se notaba a la legua que Curly cuidaba su cuerpo y probablemente su alimentación.

Se acercó a mí.

—Toma —me la ofreció sin reparo—, sé que no le has quitado ojo. Está claro que te has enamorado de ella y quiero que sea tuya antes de que le vomite encima y tenga que tirarla al cubo de la basura.

Solté una carcajada.

—¿Es que te has dado un golpe en la cabeza?

—Tengo cientos de camisetas —explicó, restándole importancia a ese hecho— y no creo que eche de menos una entre tantas.

—¿En serio?

Me guiñó un ojo.

—Pues claro, cariño, lo digo completamente en serio —insistió—. Vamos, cógela, es tuya.

En cualquier otra circunstancia hubiese declinado la oferta a la primera de cambio, pero no lo hice, pues era cierto: me chiflaba esa prenda de ropa, incluso creo que me fascinaba.

—Pero... Curly..., yo no tengo nada que ofrecerte.

—¿Bromeas?

Lanzó un suspiro.

—Me estás dando tu amistad —respondió alegremente—. ¿Acaso te parece poco?

—Vale, vale, vale. Secundo la moción...

Esbozó una sonrisa radiante, una de triunfo, y, sin previo aviso, rellenó tres cuartos de mi copa y luego me instó a beber. Casi casi me obligó, lo juro.

Pronto noté las mejillas encendidas, indicativo de que el alcohol estaba haciendo mella en mí. A ese paso estaríamos borrachas antes incluso de vaciar la botella.

—Ven conmigo —me propuso después de ponerse otra camiseta, en ese caso de rayas blancas y rojas.

—¿A dónde?

Me sonrió y me mostró sus perfectos dientes.

—Es una sorpresa.

Me cogió de la mano y me dejé llevar. A esas alturas, el champagne me había afectado de lo lindo y me era más fácil hacerle caso que pelear.

Bajamos la escalera y, al pasar por la cocina, cogió otra botella; en esa ocasión ni siquiera me fijé en la marca. Sólo pensé en lo deliciosas que estaban esas burbujas chispeantes.

Cruzamos la estancia y salimos a la parte trasera de la casa, al jardín.

—Vamos —tiró de mi brazo, como si le hubiesen entrado las prisas por llegar al destino. Parecía tener las mismas ansias que tiene una niña pequeña antes de abrir su regalo de cumpleaños y descubrir su interior—, ya casi hemos llegado.

El aire del exterior olía a narcisos, y mi estado de embriaguez empezaba a estar en pleno apogeo.

—¡Menudo subidón tienes! —Se rio y me soltó la mano.

Ante nosotras, una gigantesca piscina se abrió paso... y, antes de que fuera consciente de lo que estaba pasando, Curly se desnudó por completo delante de mí, para lanzarse luego de cabeza al agua.

—¡Curly! —grité. Estaba igual o más ebria que yo y temí por su integridad física.

Al poco, salió a flote y me reclamó a su lado.

—Ven, acompáñame; el agua está de muerte.

Me quedé un segundo inmóvil sin saber qué hacer, observándola desde mi sitio, viendo cómo nadaba, como pez en el agua, y me animaba a que me uniese a ella.

Estaba como atontada, aturdida por los efectos del alcohol, pero eso no evitó que siguiera su ejemplo.

—Pero no tengo bañador...

—Ah, no, de eso nada —me amonestó—: sin ropa.

No sé por qué ni siquiera me lo pensé, yo que siempre había sido tan poco dada al exhibicionismo. Me desnudé, quedándome como Dios me trajo al mundo, y me lancé en bomba a la piscina, poco después de descubrir cómo los ojos de Curly trepaban sin pudor por todos los centímetros de mi cuerpo.

Cualquiera que nos hubiese visto en ese instante hubiera pensado que habíamos perdido la chaveta: dos borrachas dentro de una piscina, aun a riesgo de morir ahogadas...

—Buena chica —me sonrió Curly—, así me gusta.

Le devolví la sonrisa y ella empezó a nadar hasta el otro extremo de la piscina, en la parte menos profunda, hacia el jacuzzi. Yo la seguí como pude, pues me costaba respirar, tenía el corazón demasiado acelerado, pero logré alcanzarla.

Al llegar a su lado, me apoyé en la pared forrada de gresite, ya que necesitaba recobrar el aliento lo antes posible o corría el riesgo de desfallecer de un momento a otro.

Lo cierto es que aquel momento lo recuerdo a flashes, de forma algo distorsionada, como si estuviese en la primera fase del sueño, esa en la que estamos en la vigilia y nos adormecemos... La etapa en la que nuestro cuerpo va desconectando lentamente de todo lo que hay a nuestro alrededor.

Curly se acercó a mí, acortando la distancia entre ambas... y, a pesar de la borrachera, sus ojos recorrieron cada milímetro de mi rostro. Luego atrapó un mechón mojado de mi pelo entre sus dedos y lo acarició de arriba abajo muy despacio.

—Nunca había conocido a nadie como tú.

De pronto la voz de Curly se había vuelto ardiente, juguetona y muy sugerente... y su proximidad demasiado invasiva para mi gusto. Prácticamente podía notar su cuerpo rozar mi piel...

Y de pronto, algo que jamás hubiese imaginado, estaba a punto de suceder...

—Joder. Eres la chica más guapa de todo el condado.

A pesar de sentir cómo un rubor me inundaba el cuerpo de pies a cabeza, levanté la vista para mirarla. Curly era una chica escandalosamente atractiva, incluso para alguien del mismo sexo, que rezumaba sensualidad por todos los poros de su piel. Era además una cara bonita que podía conseguir lo que le diera la gana y a quien le diera la gana, y lo sabía... vaya si lo sabía.

Y, a pesar de todo, del champagne, del momento, de que quizá se le hubiese ido la cabeza, al principio pensé que me estaba vacilando para averiguar cuál era mi límite; pensé que quería ponerme a prueba, pero no. Enseguida entendí que, por alguna extraña razón, realmente yo la atraía como mujer.

—Curly...

¡Dios, todo ocurrió muy rápido! Ella y yo, cuerpos desnudos, el vaivén del agua acariciando nuestras pieles, cercanía, desconocimiento y cierta curiosidad. Todo parecía un guion hecho a medida de una película catalogada para adultos. Definitivamente, una explosiva mezcla que me dejó fuera de juego.

—He de preguntártelo, Brooklyn.

Cogió aire, lanzó un hondo suspiro y después añadió, sin dejar de mirar mi boca:

—¿Te ha besado alguna vez una chica?

Tragué saliva, muda, algo incómoda, vaticinando lo que iba a ocurrir en los próximos segundos. Y no me equivoqué, aunque en ese instante no pude reaccionar a tiempo.

Curly acercó su boca a la mía y se detuvo justo antes de tocar mis labios; noté su cálido aliento en mi piel antes de culminar su deseo y... ¿quizá el mío?

Las piernas me temblaban dentro del agua.

Justo entonces, me besó lentamente, muy muy despacio, abriendo mi boca con sus labios y lamiendo mi lengua con la suya..., poco a poco, dulcemente, saboreándome por completo, intercambiando saliva, deseo y ganas...

Confieso que jamás nadie me había besado así, en toda mi vida, y me gustó y me excitó tanto que la sola idea de darme cuenta de lo que estaba ocurriendo me espantó.

De repente sentí pánico y empecé a estar mareada.

¡Lo que estaba pasando era una puta locura, joder!

—Pero ¿qué coño haces? —solté en un alarido que me dejó sin aliento; me separé de golpe y la empujé, apartándola de mi lado—. ¡Aléjate!

Curly se quedó inmóvil, en silencio durante varios segundos aparte de contrariada; parecía no entender mi arrebato, ya que le había correspondido. Su beso me había excitado como a una perra.

—Te estás confundiendo conmigo...

Hice un movimiento negativo con la cabeza antes de salir de la piscina a trompicones y caminar desnuda hacia la ropa desperdigada por el suelo.

Eché a correr a toda velocidad, huyendo de su campo de visión, de su casa y de su vida. Estaba furiosa con ella, pero sobre todo lo estaba conmigo misma.

Me largué a pesar de oírla gritar mi nombre... pero yo ya estaba lejos y con un nudo en el estómago que no me dejaba pensar con claridad.

Pillé el metro y regresé a mi apartamento en el barrio de Brownsville, en silencio durante todo el trayecto, siendo consciente de lo que había pasado y sin comprender por qué narices había dejado que sucediera. De vez en cuando sentía escalofríos y tenía la tripa revuelta.

Al pisar el suelo de mi habitación, vomité todo el champagne que había bebido y, cansada del esfuerzo, me dejé caer en la cama y me quedé dormida.

Sólo quería desaparecer...