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¿Quién coño me mandaba meterme en esos berenjenales?

Jueves, 6 de agosto de 1998
Barrio de Brownsville, Nueva York

No sabía prácticamente nada de mi padre, ni siquiera diez años después de la desafortunada, descabellada y suicida idea de Savannah para que éste supiera de mi existencia y, de paso, chantajearlo para que le regalara la parte de mi herencia en vida.

Si las cosas hubiesen sido distintas y mi madre hubiera empezado la casa por los cimientos en vez de por el tejado, otro gallo hubiese cantado... pero, como de costumbre, ella la cagó. Metió la pata hasta el fondo. La jodió, hablando mal y claro, pues, si hubiera jugado bien sus cartas, a esas alturas de la película viviríamos más desahogadamente y no a base de mendigar subsidios y cupones alimentarios.

A partir de ese momento, todo fue de mal en peor.

Respecto a mis orígenes, lo único que me explicó muy de refilón fue que, al poco de formar parte del servicio doméstico de esa casa, se quedó preñada de mí, y los padres de Douglas, nada más enterarse, quisieron obligarla a abortar. Sin embargo, mi madre, a pesar de tener tan sólo dieciséis años y unos padres que la habían maltratado tanto física como psicológicamente desde que nació, sabía que no entraba en su cabeza contradecir los planes del Señor.

Se fugó y un proxeneta la cobijó en su burdel de mala muerte. Allí primero dio a luz y después tuvo que pagar todas las deudas vendiendo su cuerpo a cambio de dinero. Depravación y drogas en un mundo demasiado mortífero para mantener a nadie cuerdo.

Ése fue el detonante, justo el momento en el que su vida dio un giro de ciento ochenta grados..., un pasaje al inframundo sin billete de vuelta, en el que yo, sin poder evitarlo, me vi arrastrada con ella.

 

* * *

 

Me di una ducha rápida, me cepillé el pelo y me miré al espejo mientras deslizaba el desodorante en roll on por mis axilas. Pese a dormir sobre una tabla de madera y un somier más delgado que un papel de liar, mal alimentarme de las sobras que me daban los vecinos y vestir de las donaciones de la comunidad, debido a que llevaba más de tres meses sin trabajo, tenía buena cara... Una cara bonita, según me decía mi madre, y una cara de toma pan y moja —de infarto, vamos— me decían los chicos. Incluso comentaban que tenía un ligero parecido a Scarlett Johansson: mismo color de pelo, mismo color de ojos, mismo metro sesenta y misma devoción por el séptimo arte.

En todo caso, si tuviera que destacar alguno de mis rasgos, sin duda serían mis grandes ojos azules, aunque la nariz respingona y los labios carnosos estaban bastante a la par.

¡Para qué engañarnos, era una rompecorazones!, pero sin pretenderlo. En el fondo pasaba de ellos; me refiero a los componentes del género masculino, pues hasta entonces no había nacido ese hombre que me hubiera removido las entrañas, activado el corazón y mojado las bragas.

No había nadie que me interesara ni física ni emocionalmente.

Nada de nada, porque Brooklyn Steinfield no era capaz de sentir, como si hubiesen anestesiado mi corazón o padeciera de alexitimia, aunque eso último era poco probable, pues hasta la prematura muerte de una mosca me afectaba en lo más profundo del alma.

Me vestí con unos leggins negros, minifalda tejana, una camiseta blanca y las sandalias de plataforma.

Ese día tenía un casting, el tercero en lo que iba de mes. A diferencia de los otros dos, ése era ideal para empezar mi vuelo al estrellato. Se trataba de un papel simplón, breve y nada difícil. En el anuncio indicaba que la novel productora precisaba de una joven rubia, delgada y no demasiado alta para interpretar el papel de una camarera en un restaurante de carretera.

¡Estaba claro que habían pensado en mí cuando escribieron ese guion!

De hecho, tenía un buen presentimiento. Iban a dármelo, estaba convencida de ello, porque iba a bordar mi escena con doble puntada; me la sabía de carrerilla y sin titubeos...

Además, tenía mucho ganado, pues, cuando envías el vídeo que has grabado para la prueba y al poco te llaman para verte en persona, es un buen indicativo de que has superado la primera criba y que, probablemente, la victoria está muy cerca.

Me despedí de Savannah, quien dormía a pierna suelta en nuestro sofá biplaza, y me coloqué mis gafas de la suerte en la cabeza a modo de diadema, aquellas de sol con los cristales tintados en rosa y forma de corazón, salí por la puerta... y, nada más pisar la calle, me encontré un billete de cincuenta sobre el asfalto.

Miré a un lado y luego al otro y, tras comprobar que no había moros en la costa, pues el horizonte estaba despejado, cogí esos pavos... porque el dinero no tiene dueño, así que, antes de meterlo dentro del sujetador, entre el relleno y las tetas, lancé un beso a la cara del presidente Ulysses S. Grant y a la frase «In God We Trust», confiamos en Dios.

¡Decididamente, ése era mi día!

Pillé el metro en Prospect Park y, en veintiséis minutos exactos, me planté en Times Sq-42 St. Station. Luego caminé calle abajo otros cinco minutos más, entre el ajetreo constante de los transeúntes y el contraste multicultural, hasta que encontré el número que indicaban las señas del anuncio, un local situado en el semisótano de un gran edificio.

«Productions NY», leí en el cartel que figuraba en letras de neón.

Descendí los cuatro peldaños y llamé al timbre.

—¿Sí?

Me acerqué al portero electrónico para que se me oyera alto y claro.

—Eh... Soy Brooklyn Steinfield y vengo a la prueba para...

—Adelante.

Y dicho esto, «clic», la portezuela de madera se abrió ante mí y un largo y estrecho pasillo apareció frente a mis ojos. Lo atravesé a grandes zancadas hasta que me topé con una especie de recepción.

—Adelante —me instó de nuevo la misma voz que acababa de oír a través del portero electrónico, usando el mismo trato frío de antes. Imaginé que estaba hasta las narices de ver caras todo el santo día, que además no volvería a ver en toda su puñetera vida—. Toma, rellena esto y espera tu turno ahí sentada.

Miré a mi alrededor. Había unas ocho chicas muy parecidas a mí, con mi mismo perfil, que sin duda aspiraban al mismo papel; parecíamos piezas de ganado, tan sólo nos faltaba balar al unísono.

«Da igual, pues... ¡ya estoy aquí!», me dije. Me había ganado con creces mi cita presencial de tres escasos minutos. Estaba lista para hacer esa mierda y salir vencedora.

¡Sí, sí, sííííí!

¡Oh, no! ¿Lo estaba?

Abrí los ojos como platos y tragué con fuerza la saliva que se me había quedado apelmazada en las paredes de la garganta.

En ese preciso instante me entró el pánico, no tenía claro si escénico o existencial. Lo único que sabía era que me dolía horrores el vientre y que notaba una fina capa de sudor empapando mi bigotillo.

Me llevé la mano a una de las cejas y empecé a estirar uno de los pelos hasta arrancármelo de cuajo. Lo hacía inconscientemente siempre que algo me desquiciaba; los nervios y esa situación me estaban sobrepasando.

Miré a mi alrededor y me fijé en la monísima pelirroja, pecosa y de curvas imposibles, que tenía a las nueve, quien murmuraba una de las frases del guion una y otra vez.

Olía a tabaco y a suavizante de pelo, pero extrañamente no a perfume.

—¿Tu primer casting?

Alzó la vista para unirla a la mía en el camino.

—No, he hecho tantos que he perdido la cuenta.

—¡Bah, gajes del oficio! ­Es una profesión muy cruel. —Me sonrió con su perfecta hilera de dientes ultra-mega-blancos, y después se desabrochó dos botones de su camisa, dejando al descubierto el encaje del sujetador y parte de sus pechos—. Éstas son las bases del juego y con ellas has de jugar.

Me guiñó un ojo, dando por sentado que iba a jugar sucio si se le presentaba la oportunidad.

—El tío del casting es un puto cerdo y si le ponen un par de buenas tetas… —comentó dándome un ligero codazo, como si habláramos el mismo idioma—, y yo necesito este papel.

La miré con los ojos desorbitados, pues no cabía en mí del asombro.

—¿En serio? Pero ¿a qué precio?

­—Al que sea. El precio es un bien relativo. Una transacción. Es algo así como «yo quiero esto y tú qué me das por ello...». —Se encogió de hombros y sacó una barra de labios de su bolso para retocarse el brillo antes de seguir parloteando sin filtro—. Un polvo por un papel, así de simple —afirmó de forma descarada—. Ése es el precio justo por la fama, a menos que quieras servir mesas incluso con un tacataca hasta el resto de tu vida.

Ella puso los ojos en blanco ante tal afirmación, y yo me quedé muda, sin saber qué decir.

—Curly Evans —se oyó pronunciar de la boca de la anodina recepcionista vestida a los años ochenta.

—Bueno, deséame suerte... —ronroneó. Ensanchó los labios y se incorporó de la silla.

Hubo un silencio y luego Curly anotó algo en un trozo de papel.

—Toma. —Lo dobló y después me hizo entrega de él—. Llámame y tomamos algo luego. Me has caído bien.

No dije nada, me limité a guardármelo en el bolsillo trasero de la minifalda.

—Por cierto, me chiflan tus gafas y tu look. ¡Son lo más!

Ese comentario me robó una sonrisa: mis famosas gafas de la suerte...

—Soy Brooklyn —me presenté.

—Lo sé, se lo he oído decir a la cateta del mostrador —soltó ella antes de arrugar la nariz en un gesto muy gracioso que, momentáneamente, ocultó parte de sus pecas—. Llámame y me cuentas qué tal tu prueba con el baboso.

Curly se agachó para darme un cálido beso en cada mejilla, y retrocedió un paso, se giró y desapareció de mi vista.

Por un momento me entraron ganas de salir por patas, pues me dije que no tenía posibilidades. Estaba claro que el papel ya tenía nombre propio: Curly Evans... pero decidí quedarme.

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde. Sin embargo, había otras, como esa chica, que lo que perdían era la dignidad por el camino...

 

* * *

 

Un par de horas más tarde salí de allí con los ojos enrojecidos por la falta de luz solar y las ilusiones rotas, otra vez.

Podría decir que había hecho una buena interpretación, quizá la mejor que había llevado a cabo hasta la fecha, pero preferí no pensar en el resultado, pues mi profesionalidad tenía que combatir contra un fuerte e inesperado rival: el juego sucio.

Me dispuse a llamar a mi madre para avisarla de que estaba de camino, cuando me di cuenta de que tenía varias llamadas perdidas de un número desconocido en mi dispositivo, un Ericsson GS88, el primer smartphone de la historia; birlé dos de prepago en unos grandes almacenes, aunque esté feo admitirlo..., uno para Savannah y otro para mí. Los necesitaba como el respirar, como previsión ante futuras urgencias médicas con respecto al estado de salud de mi madre.

Dicen que mujer precavida vale por dos, y yo suelo escuchar a esa gente entendida, por si las moscas, ¡no vaya a ser que estén en lo cierto!

Pronto pensé: «¿Serán de la productora?, ¿les he gustado tanto que quieren darme el papel?».

Me puse tan nerviosa que hasta me costó responder al número a través del teclado QWERTY.

—¿Hola? Soy Brooklyn Steinfield y acabo de recibir...

—¿Brook? ¡Cuánto me alegro de oírte, corazón!

Esa voz... ¿La pelirroja del casting?, ¿Curly Evans?

—¿Cómo ha ido? —prosiguió, interrumpiendo mis pensamientos de cuajo—. ¿Te ha propuesto algo indecente?

Se rio.

—¿Cómo es que tienes mi número de teléfono?

—¡Oh, disculpa! Como presentía que no ibas a llamarme, me he tomado la libertad de pedírselo a la paleta del pinganillo.

­Abrí la boca exageradamente.

—¡Pero eso es ilegal!

—¿En serio?

—Muy en serio, Curly.

Mi tono de voz había bajado una octava. Estaba furiosa y decepcionada a partes iguales con... ¡la sociedad!

—¡Uy, Brook! Ni de lejos creo que eso sea lo peor que haya hecho fuera de la ley. —Se rio por lo bajini, pero la oí—. Quiero decir que... no hay para tanto, mujer.

—¿Qué eres? ¿Una especie de acosadora o algo así? —le solté de golpe. Ya me estaba empezando a cansar su peculiar acoso barra derribo.

De repente, dejó de reír, de hablar e incluso de respirar. Parecía que mis palabras habían tocado hueso, en una parte de su interior que no le apetecía remover.

—Cariño, sólo pretendía ser amable. No busco ni quiero nada. Simplemente te he visto allí sentada, desubicada y tal vez con ganas de charlar. Nada más. —Sentí cómo escupía cada una de las letras que soltaba—. Te pido disculpas por haber querido conocerte y también te pido disculpas por ser como soy.

En ese momento la noté realmente preocupada.

—Joder, mierda. Nunca aprenderé... —añadió.

Su temblorosa voz teñida de arrepentimiento destronó mi enfado como por arte de magia, o quizá en el fondo era una blanda y no soportaba ver a nadie pasando un mal trago.

La oí respirar, incluso sorber por la nariz. ¿Estaba llorando?

Y fue en ese instante cuando decidí darle el beneficio de la duda. Además, tampoco iba sobrada de amigas, ni de personas con las que mantener una conversación distraída, sin pretensiones, simple y llanamente para pasar el rato.

Tras medio minuto, rompí el silencio.

—No pasa nada —repuse—, ya está todo olvidado.

—¡Joder, Brook!, no me equivocaba contigo, eres una buena tía.

—Oh, no, en absoluto. Eso no es verdad.

—Sí que lo es —insistió, convencida—. Lo he visto en tus ojos, éstos nunca mienten.

Aunque en el fondo sabía que eso era justo lo contrario a la verdad, me valía. Echaba en falta palabras de aliento y palmaditas en la espalda. Eso nunca venía mal.

—Oye, ¿te molesta si te invito a desayunar?

Volvió a quedarse en silencio al ver que yo no contestaba. Su proposición me había dejado descolocada. Con todo, pensé que, al fin y al cabo, no era una idea tan descabellada. ¿Qué mal podía hacerme ampliar mi reducido abanico de conocidos?

Ninguno.

—¿Sabes, Curly? Lo cierto es que no me vendría mal charlar contigo.

—¡Genial! Levanta la cabeza y mira hacia la otra acera.

Mi rostro, de asombro absoluto, demostró que me había quedado a cuadros al verla plantada a sólo unos metros de distancia y alzando el brazo para que la ubicara.

—Voy para allí.

Cortó la llamada, miró a ambos lados de la calzada y, cuando pudo zigzaguear entre los vehículos que invadían la calle, la cruzó corriendo, ¡aún a riesgo de morir atropellada!

—¡Guau! —exhaló con fuerza, y apoyó las manos en sus rodillas para recuperar el aliento—. ¡Los muy cabrones, un día de éstos, me pillan en bragas!

El característico olor a tabaco volvía a emanar de ella y me la quedé mirando, cuestionándome si realmente había sido buena idea o una jodida locura...

Se pasó la lengua por los dientes, como si quisiera limpiarlos de algo que se le hubiese quedado enganchado.

—Así es mi técnica de busca y captura: echas el ojo a la más guapa o a la que crees que tiene más posibilidades y vas a por ella. O sea, trato de derribar al rival más fuerte antes de que éste pueda derribarme a mí. Como leí una vez en una revista de moda: lo importante no es ganar, es hacer perder al otro.

¡Qué hija de puta!

—Cualquier pensaría: «¡Qué hija de puta, la pelirroja!». —Me miró con una sonrisita de «te estoy leyendo el pensamiento en este momento» y después añadió—: Joder, ahora sé sincera y niégame, si estoy equivocada, si por tu cabecita no se te ha pasado la idea de irte y abandonar el casting tras lo que te he dicho ahí dentro.

Boquiabierta me quedé. La tipa tenía un sexto sentido muy desarrollado o mucha calle hecha... y personalidad, de eso iba sobrada.

—Maldita sea, sí. Al principio sí que iba a abandonar, pero al final me he armado de valor, dando lo mejor de mí —orgullosa, alcé un poquito el mentón— y he bordado el papel.

Curly aplaudió enérgicamente.

—Lo que yo decía: chica guapa, lista y tremendamente fuerte.

Sentí que, por una extraña razón, pretendía subirme el ánimo a toda costa, y que me regalara halagos porque sí y sin venir a cuento me descolocó.

Sin embargo, no quise hacerle un feo. La chica no parecía buscarle tres pies al gato, ni siquiera aprovecharse de la situación para robarme, engañarme o descuartizarme y después abandonar mi cuerpo en una cuneta.

Curly Evans aparentaba ser bastante normal dentro de su confuso primer acercamiento en la diminuta salita de espera del casting, y con el tiempo descubrí que ella era así: naturalmente caótica, aunque con un don innato para ayudar a los demás, a lo Robin Hood.

Eso sí, darlo todo era su lema, pero sólo a quien ella considerara su alma gemela.