Siempre hay algo peor que un domingo terrorífico. El lunes que viene después.

Y más aún cuando es el primer lunes en tu nueva escuela.

Para colmo, al despertar, había vuelto a perder al gato. Vale que soy despistada, pero aquello era ridículo. Cosmo viajaba más que el conejo de un mago.

Mamá entró en mi cuarto como un vendaval y, como un vendaval, me arrancó la colcha de un tirón.

—¡Date prisa! —me gritó—. ¡No puedes llegar tarde el primer día!

No solo llevaba un zapato de cada color, es que además se había puesto uno de papá. Me reí de lo nerviosa que estaba. Luego, al subir al coche, dejé de reírme. ¡Yo también me había puesto dos botas distintas! Era mi primer día en mi nuevo cole y me temblaban hasta las pecas.

El coche traqueteaba por las calles empinadas de Moonville. Las casas, de aspecto anticuado, tenían tejados de pizarra oscura. Parecía un pueblo de cuento. De cuento de terror.

—¡Ahí es! —exclamó papá, al pasar por un gran edificio de piedra con un reloj.

El coche pegó un frenazo, pero yo sentí que era mi corazón el que se paraba.

Al cabo de unos minutos, al entrar en clase, empezó a latir a toda prisa. Cuando la maestra se me acercó, creo que se me puso del revés.

Sé reconocer a una profesora peligrosa cuando la veo.

Se llamaba Madame Prune y tenía el aspecto de una enorme gallina. Aunque, en vez de plumas, llevaba un traje de chaqueta rosa. En lugar de cresta, un moño muy tieso. Tampoco tenía pico, pero sus ojos se clavaron con dureza en los míos.

—Tú debes de ser la nueva alumna, ¿eh? —murmuró, levantándome la barbilla con un dedo—. La de la ciudad.

Pronunció la palabra «ciudad» como si estuviera diciendo «basurero».

—Tienes sitio ahí atrás —gruñó al fin, señalando la última fila.

Crucé la clase mientras todos me miraban con curiosidad. En el pupitre del fondo encontré un niño de cara colorada y pelo cortado a tazón.

—Hola —murmuré, sentándome a su lado—. Me llamo Anna.

Eso es lo que mis padres llaman «ser una persona educada».

—Yo soy Oliver —contestó el chico—. Y en este pupitre mando yo.

Eso es lo que yo llamo «ser un imbécil de campeonato».

Le ignoré y me puse a mirar la pizarra. Sin embargo, al momento sentí su codo clavarse en mi cintura. Me observaba con sus ojillos de rata.

—¿Qué pasa? —susurré.

—¿Sois los que habéis comprado la casita junto a la mansión abandonada?

Vaya, en Moonville las noticias volaban.

—Supongo —contesté con sequedad—. ¿Y qué?

—Que sois idiotas —repuso él—. ¿No sabéis que esa mansión está encantada?

Sentí un escalofrío al recordar las voces del desván. Pero no quise que se me notase el miedo.

—Vaya tontería —le dije—. ¿Quién lo ha dicho?

—Todo Moonville lo sabe —respondió—. Se oyen ruidos raros cada noche. Y hay luces en lo alto de la torre. Y animales que hablan. ¡Ese lugar está lleno de brujas!

—Pues qué brujas más cochinas, la tienen hecha un asco —le solté.

—¿Es que no te da miedo o qué?

—No —mentí.

—A ver si es que tú también eres una bruja —siguió Oliver.

—Déjame o me chivo a la profesora —le amenacé, ya muy harta.

—Y yo diré a todos que eres una bruja.

Resoplé y aparté la vista. Sentía como la cara me ardía de rabia. Oliver se acercó y empezó a repetir una palabra en mi oído: «Bruja, bruja…», decía.

Volví la cabeza a un lado para no oírle. Era el rincón de la papelera. Pensé en lo bonita que le quedaría a Oliver de sombrero. Entonces ocurrió una cosa rarísima.

¡Bang! La papelera salió disparada y voló sola hasta la cabeza del niño. ¡Era como si me hubiera leído el pensamiento!

Todos, hasta Madame Prune, se volvieron hacia nosotros.

—¡Qué espanto! —chilló la maestra al verlo—. ¡¿Quién te ha hecho eso, Oliver?!

Con el cubo encasquetado en el coco, a Oliver no se le entendía una palabra. Tuve que ayudarle a quitárselo, pero eso fue incluso peor. Su cabeza apareció cubierta de papeles de plata, virutas de sacapuntas y migas de bocadillo. Una monda de mandarina le colgaba de la oreja.

—¡Ha sido ella! —chilló, señalándome.

Quise protestar, pero estaba demasiado confundida. Vale, y también muerta de risa.

—¡Anna Green, castigada después de clase! —chilló Madame Prune.