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RECUERDO EL FIRMAMENTO EN LLAMAS cuando nos sentábamos a ver atardecer. El crepúsculo era un Rembrandt, por los días en que nos trasteamos a estrenar nuestra casa nueva en el norte de Tabogo. Era la navidad de mil novecientos ochenta y uno. La felicidad para mí era completa. No recuerdo que tuviera un solo problema en la vida. Ni siquiera los diez casos de factorización del álgebra de Baldor eran, para mí, verdaderos rompecabezas. O el proceso de la fotosíntesis y el viaje psicodélico de la clorofila a través de una planta. Nada de eso. Para mí, todo eran mogollas chicharronas en el colegio. El único verdadero conflicto que a esa edad padecía acontecía en mi conciencia.

Cuando hice la primera comunión, un año atrás, le rejuré a Dios, vestido de paño, bléiser azul, corbata roja, pantalón gris, el cirio encendido en la mano izquierda, una pequeña biblia en la derecha y su respectivo rosario enredado entre los dedos para la foto, que era solo a él al único dios al que yo iba a adorar, que iba también a querer y a honrar a mis padres, que no mentiría ni robaría ni mataría, que no desearía la mujer del vecino y no me acuerdo bien qué otras cosas más, pero podría jurar que nunca le prometí que no iba a beber licor en exceso ni que iba a fumar mariguana todos los días por el resto de mi vida ni que iba a soplarme unos pistolocos los fines de semana ni que iba a olerme unos pases de perico cada viernes o a colarme unas pepas cada año o a comerme un papelito de ácido cada seis meses o mascarme unos setos de Villa de Leyva cada navidad o a…

Lo juro.

Además, tampoco había otros mandamientos que dijeran: «No fumarás, no beberás, no olerás...».

¡El cielo era tan azul, bróder...! Si mirabas con atención para arriba, veías de un blues tan intenso el infinito, que se divisaba lo que tenía que ser el paraíso. Uno de niño ve lo que quiere donde puede. Las nubes eran mucho más blancas y radiantes. ... The light was brighter... Había potreros. Demasiados potreros. El pasto, de un verde más vivo que el de hoy, ... The grass was greener..., invitaba a tirarnos a contemplar ese cielo inconmensurable y a imaginarnos siluetas y muchas cosas originales con esas nubes gigantescas, que se veían imponentes. Daba la impresión de que pasaban gigantescos búhos, perros, conejos, mariposas, tigres, vacas y cerdos volando por el cielo. Iban llegando esas siluetas armoniosas e iban tomando forma..., ...Pigs on the wing..., para luego alejarse deformadas por el viento. El cielo era el telón de fondo del escenario de nuestra imaginación.

Pero todo fue una ilusión...it’s just an illusion. La Tierra era la que estaba girando sin descanso, en tanto perdíamos el tiempo oro allí tirados boca arriba, imaginando tonterías. Yo tenía trece años, y todo lo que anhelaba a esa edad en esta vida era una cicla, que mis padres me regalaran una bicicleta de cross, una disciplina del ciclismo recientemente creada, derivada del moto cross, cuyo objetivo es permanecer el mayor tiempo posible sobre la burra mientras uno atraviesa todo tipo de obstáculos y barreras, ojalá caños, barrizales, rampas, charcos, salta andenes y, sobre todo, recorre senderos de indio por donde nadie se había metido, el camino largo y sinuoso ...the long and winding road..., que hasta ahora hemos decido andar y andamos y seguiremos andando, pues..., ...se hace camino al andar... Tocaba tratar por todos los medios de no caerse y llegar invicto a la meta. Hoy, después de tantas caídas..., yo me pregunto, ¿era esta la tan anhelada meta?

Yo ya le había pedido de navidad a mi viejo una burrita de cross, una BMX, que era la única marca nacional a la que le hacían propaganda en la televisión. Pero él no me había asegurado nada. Papá sabía de los sacrificios que yo hacía para ser el mejor alumno y sacarme las mejores calificaciones en el colegio Cafam, donde acababa de cursar segundo de bachillerato. No era el mejor estudiante, pero lo intentaba. Lo que no podía ver yo era el sacrificio de papá, que, como te digo, no sé cómo hacía para hacer tanto con tan poco.

Cuando le conté que a Arturito, mi amigo de la casa de al lado, un rancho idéntico al nuestro pero con el tapete vino tino, ya le habían comprado el regalo de navidad y que bajo el arbolito tenía una Monarcross, se fue solo hasta la tienda autorizada de Monark, que quedaba en Chapinero, y me la compró con ese esfuerzo sobrehumano con el que mi querido viejo hacía todas esas cosas hermosas que él sabía hacer. La montó en la parrilla de su Volkswagen escarabajo rojo y la llevó hasta la casa, la forró con mi mamá en papel de regalo y la puso debajo del arbolito, al lado del pesebre donde recé nueve novenas seguidas en las que le pedí justo la burrita que me regalaron.

Vivíamos en Capri, un amplio condominio construido justo donde termina Cedritos, de unas treinta o cuarenta manzanas, de las que no más de cinco tenían viviendas dispersas. Era un proyecto. No había más de ochenta casas. Todas las de nuestra cuadra, que no pasaban de veinte, estaban iluminadas con pequeñas luces de todos los colores. Había extensiones navideñas lilas, rojas, amarillas, verdes, azules, magentas, lavandas, naranjadas. Unas prendían primero y otras después. No eran tan variadas como las de ahora y las dejaban prendidas toda la noche en las ventanas, en las puertas, en las rejas, en todas partes... donde se pudieran meter luces, los vecinos las instalaban.

Echar pólvora era otra diversión ineludible en Navidad. Todos queríamos echar pólvora. Que vaya y encienda el volcán, que rastrille con los pies los totes, que prenda con fósforos los pitos, los buscaniguas, los voladores, y con velas las luces de bengala... Sobre la avenida diecinueve con ciento cuarenta y seis se apretujaban docenas de casetas en las que vendían pólvora. Nadie se quemaba. Era una llanura de potreros plagados de vacas, cerdos, perros, pollos, gatos, gallos y gallinas, y la gente humilde que los cuidaba. Los potreros que quedaban cerca de nuestras casas los cuidaba un señor al que le decíamos don Metopé, porque siempre que hablaba decía: «Me topé con esto, me topé con aquello, me topé con lo otro...». Una manera muy arraigada que tenían por costumbre hablar las gentes nativas de estas tierras gélidas, a la hora de decir que se encontraron con algo o con alguien.

Don Metopé tenía varias vacas, cerdos y gallinas. Pasaba por el frente de nuestras casas cada amanecer, ofreciendo leche en cantina y huevos criollos en canasto. Papá le compraba sin agüeros una docena de huevos y dos litros de esa leche, que desde luego no estaba pasteurizada. Fuera de eso, le pedía que hiciera suero costeño, que el solícito hombre del altiplano cundiboyacense intentaba prepararle con humildad, con dedicación, aunque nunca alcanzó a reunir las exigentes condiciones que el experto paladar de papá le requería, condensadas en el nivel de espesura, el grado de salinidad, la suavidad del sabor, el equilibrio de los tiempos y los elementos, las características únicas del suero costeño, elaborado a la manera ancestral como se preparaba en la finca donde nació, monte adentro de los Montes de María, en una hacienda sin nombre en los mapas llamada El Naranjal.

Curiosamente, nuestro barrio era un mundo de potreros al final de todo lo conocido hasta entonces en el norte de Tabogo. «Bienvenidos a la urbanización Capri», decía el viejo letrero de lata que parecía el de la entrada al valle de la muerte. Un pseudobarrio atravesado, desde entonces, por un intrincado laberinto de calles bastante amplias, perfectamente pavimentadas, al que cada domingo acudía un clan de sátrapas irresponsables y desconsiderados, que armaban peligrosas carreras en sus ruidosos y poderosos karts. Llegaban a las seis de la mañana y se tomaban un área bastante grande, preciso detrás de nuestra casa, que les servía de pits. Al rato arrancaban como locos a recorrer el laberinto, ni mandado a hacer para ese tipo de competencias, y se iban por ahí a las dos de la tarde, cuando se les acababa la gasolina y todo el barrio ya estaba sordo, asfixiado, ahogado y aburrido.

Nunca entendí por qué nadie les decía nada. Ni mu. Tal vez porque eran unos niños ricos hijos de papi, mínimo el ministro de Obras Públicas, quien les pavimentó las calles de nuestro barrio para que apostaran carreras de karts. Llegaban en manada con severa fiesta y tremenda escandola a montar su propia parada. Eran como los dueños del barrio, aunque ni siquiera vivían en los alrededores. Se les notaba la oligarquía en cada guante, en cada botín, en los cascos, en los karts, en los ademanes, en cada pelo..., en el olor a caucho quemado mezclado con Jean Pascal, a gasolina con Channel nómber tri.

«¿Qué haría usted para espantarlos?», me preguntó una vez un vecino de apellido Mayorga, un militar retirado del Ejército Nacional. Yo, que ya conocía la famosa técnica de la tachuela desde los paros de los transportadores, le dije que echáramos unas buenas docenas en una parte alejada del trayecto, por donde solo pasaran los karts y no la gente del barrio. Pero no había para entonces un solo lugar donde vendieran tachuelas en Cedritos y cada domingo nos lamentábamos con el mayor del ejército de no haberlas comprado a tiempo en otra parte. Los únicos pinchados eran los pilotos, no los karts.

Lleno de parques, callejones y senderos arborizados, Capri era un edén en las maquetas de los arquitectos, aunque solo en las maquetas. Allí era un hermoso oasis, pero en el que no habían sembrado ni una sola palmera de verdad, de todo lo que tenían proyectado. El centro comercial Cedritos ya estaba planeado, pero no existía sino una panadería en un kilómetro a la redonda, que hacía las veces de miscelánea, papelería y sitio de reunión, la tienda de doña Nancy, un negocio que fue durante décadas el parche de la pípol de Capri, nuestra sala de juntas, punto de encuentro y salón de los debates. Hoy, ese punto de encuentro eterno del barrio lo han sabido administrar los sobrinos de doña Nancy, don Luchito y Poncho Chuletas. Después de casi cincuenta años, sigue esa familia en pie, con mucho éxito, en su tienda llamada El Fonce. Todavía nos vemos ahí.

Todos esos potreros de Capri, y casi todos los barrios de ahí hacia el oriente y el occidente, estaban hasta ahora siendo fundados y rellenados de a pocos, a punta de pequeños proyectos de cuatro, diez y hasta veinte casas. O pequeños edificios de no más de tres o cuatro pisos con altillo, de no más de cinco o seis apartamentos. Ya. Eso era todo. No había uniformidad como en Magdala o en Las Margaritas, por ejemplo, que eran miles y miles de casas, casi todas idénticas. Del mismo color. Cuatro alcobas, tres baños, sala comedor, cocina, dos garajes. ¿Para qué más? La nuestra era una casa entre seis idénticas. Preciosa. En un sector de ensueño. Edificada con las mismas normas técnicas y los mismos parámetros estéticos y funcionales de las demás, con los mismos materiales. Diseñadas para la familia común y corriente de entonces. Mamá, papá, dos, tres o cuatro y hasta cinco o seis hijos. No más. La empleada doméstica, el perro y ya.

Decían los arquitectos de aquellas casas, con sus estructuras que lucían eternas, que eran de tipo español, término con el que de seguro se referían a su estilo colonial, bastante pintoresco, por cierto, que ostentaba grandes ventanales y enormes portones de madera, con altos muros blancos en medio de los cuales había enormes espacios vacíos en los que empotraban rejas negras ornamentadas, a través de los que se podían apreciar los amplios jardines con toda clase de flores, con frondosos helechos y cachos de venado colgados, y los románticos balcones de madera, todo acomodado como en una postal, aunque ya nadie sepa qué es eso de una postal, bajo los techos inclinados, forrados de uniformes tejas naranjadas de barro cocido.

Nuestra casa era hermosa. Tenía un farolito en el jardín, casa que se respetara lo tenía que tener, que de noche iluminaba una placa negra de metal con las letras y los números de la dirección en bronce: Kra 27 # 149-65. También ostentaba una chimenea, que prendíamos muy de vez en cuando. A mamá no le gustaba tanto la idea, pero a papá le encantaba, al fin y al cabo, no era él a quien le tocaba barrer después el reguero de cenizas, carbones y chamizos sobre el piso recién encerado. Yo traía la leña de los alrededores, porque si algo había en abundancia en los potreros aledaños era leña. Puro monte era lo que había al otro lado de la ciento cincuenta y uno.

Ponía feliz el alegre profesor Mercado los discos de Charles Aznavour, Elio Roca, Julio Iglesias, Alfredo Kraus, Joan Manuel Serrat, Benny Moré, Sebastián Bach, Alejo Durán, Antonio Vivaldi, José Luis Perales, Federico Haëndel, Joseph Haydn, Los corraleros de Majagual, Henry Fiol, Tchaikovsky, Piero, Mercedes Sosa, Franz Liszt, Los Rivales, Federico Chopin, El combo de las estrellas, Violeta Parra, Los Gaiteros de San Jacinto.., todos en la misma radiola y al mismo volumen, sin conflictos de clases, de géneros, de egos o de intereses...

LA RADIOLA ERA EL EQUIPO DE SONIDO ANTES DE LOS OCHENTA. Una especie de ataúd, en cuyo interior cabían un tornamesa y dos parlantes que podían hacer sonar a todo timbal cualquier disco de acetato. Era una rumba. Ese fue el electrodoméstico más relevante de la transición de mi niñez a mi adolescencia, a pesar de la influencia tan nociva del cine y la televisión. La radiola fue el aparato que más y mejor me sirvió para satisfacer la necesidad imperiosa que sentía de distanciarme del mundo insufrible que, a esa edad, consideraba que me había ofertado el destino. La música se convirtió en mi ruta de escape.

Gritaba como picó de playa ese armatoste y, entre más volumen le ponía cuando estaba solo en casa, más me alejaba de mí, más me distanciaba de mi realidad y más claro se me hacía ese sueño inalcanzable que he tenido desde entonces..., ...we told you what to dream..., en el que siempre soy yo el que canta, la gran estrella, el David Gilmour, el Robert Plant..., …you dreamed of a big star…, el que toca la guitarra líder y puntea los solos, ...you play a mean guitar..., y el que aparece en un escenario colmado de millares de espectadores delirantes, como los que tenían Pink Floyd, The Beatles, The Rolling Stones, interpretando y cantando en mi mente ilusa lo que apenas estaba escuchando. Tenía espacio suficiente como para albergar unos ochenta o cien long plays.

Antes de tener el primer equipo de componentes, no de mini componentes, como los que produjeron enseguida, porque eran verdaderos equipos de sonido con grandes y poderosos componentes, tuvimos aquel equipo de sonido que trajo por primera vez una casetera al lado del tocadiscos. No era tan potente, pero era bonito e interesante. A los vecinos les gustaba. La tecnología nos estaba pasando por encima y no nos estábamos dando cuenta. No duramos con ese equipo siquiera un año, hasta que papá llevó a casa el magnífico equipo de componentes. La casetera ya era todo un deck, el radio una estación, el tornamesa otra y hasta el ecualizador otra. Tremendo equipo el que pudo comprar papá después..., pero después..., un Pionner, cuando su salario escaló y también pudo adquirir nuestro primer televisor a color Zenith y un betamax Sony.

Desde las ventanas de la espaciosa alcoba de mis padres se podía ver pasar el tren y, mucho más allá, por la séptima, los carros y las busetas. Queda esa casa en una bocacalle que termina en un amplio parque, donde todo el barrio se reunía a hacer bazares y asados. Todos nos conocíamos.

El número del teléfono de nuestra residencia era dos cincuenta y ocho, treinta y tres, ochenta y tres. Todos los números del barrio empezaban así, dos cincuenta y ocho, y después se discaba, porque se discaba, lo que seguía, ta, ta, tá; ta, ta, tá. El teléfono era un aparato amarillo pálido, pesado y desagradable, pero indispensable. Era uno solo. ¿Para qué más? Estaba en el primer piso. Quedó sonando ronco y apagado un día que a mí se me cayó al piso. Se cobraba entonces por el tiempo que se duraba hablando.

El cuarto de Aura era muy bonito. Papá le compró un hermoso juego de alcoba rosado de madera pura, con un tocador rococó, de moda por esos días, con cajones torneados y herrajes repujados. Lastimosamente el espejo se quebró en el interminable viaje del trasteo, desde el barrio El Restrepo hasta Capri, el último condominio del mundo. Un viaje de casi trescientas cuadras de solo trancones, calles rotas y la mundial de raponeros por esa Caracas, que era la única avenida, junto con la séptima, que lo llevaba a uno desde el sur hasta por allá tan lejos.

Por la avenida Caracas tocaba estar mosca, porque tú sabes que en un descuido te atracan, y ahora imagínate esa odisea de trasteo, treinta trancones, en cualquier descuido podían robar del camión cualquier coroto de la casa. Por eso yo me fui atrás con Cimarrón, nuestro primer perro. Un séter irlandés hermoso. Para el cuarto de nosotros, los varones, papá compró un camarote con una escalerita por la que Mochis, mi hermano menor, se subía a su lecho en el segundo piso. Se podía ver desde las ventanas de nuestros cuartos la avenida diecinueve y, más allá, la autopista norte. Ni los pocos edificios de tres o cuatro pisos impedían la vista.

La sensación de que todo estaba nuevo aún la siento en la nariz. Basta hacer el pequeño esfuerzo de recordar y todas las células de mis cinco sentidos empiezan a permearse del recuerdo. Y es que todo era nuevo. Mi vida era nueva. Los cuartos, de techos altos y triangulados, algunos con cielos rasos y otros con las vigas expuestas, tenían clóset y tapete color camello de pared a pared. Olía a nuevo toda la casa. Todo el barrio olía a nuevo. Era un olor penetrante que permaneció flotando, sobre todo en la calle de nuestra cuadra, por lo menos uno o dos años. Profundo y sutil, me parecía el aroma de la vida nueva: …año nuevo, vida nueva... Era el agradable olor a pintura blanca de los muros corrugados de pañete rústico, sumado al aroma embriagante del pegamento del tapete, además de la inconfundible fragancia de la laca china, el perfume de la madera recién cortada de los techos y los muebles nuevos y los guardaescobas..., no sé..., todo olía a un algo que cuando llega así en torbellino a mi memoria, lo único que sé es que no existe en el mundo otra sensación que me produzca más nostalgia.

Para llegar a nuestra casa, era inevitable tener que cruzar un barrizal que existía desde la ciento cuarenta, hasta la ciento cuarenta y siete, por la antigua carrera veinticinco. No lo quiero recordar. Pero toca. Eran siete cuadras nada más. Ni siquiera un kilómetro. Parecía la entrada a una vereda, a un caserío en mitad del campo. Era una trocha de película de terror, espantosa, llena de barro y baches enfangados, sin un solo poste de luz, sin señales, sin nada más que potreros y potreros y uno que otro rancho o casona. Cuando invitaba por primera vez a nuestra casa a mis amigos, me preguntaban abrumados mientras recorríamos esas impresentables siete cuadras, con los zapatos embarrados hasta las medias, que si estábamos llegando a Chía, a Zipaquirá, a Sopó o a Cajicá o que si nuestra casa tenía techo de paja.

Cedritos era una finca ganadera abandonada, enlagunada, empantanada, enlodada y olvidada. Cómo sería de lejos, que en el mapa oficial de Tabogo la ciudad terminaba justo ahí, en la ciento cincuenta y uno... Don Metopé, quien convivía con sus vacas, cerdos, perros, gatos y gallinas al otro lado de la calle, ya se consideraba residente de una zona por fuera del censo y de los límites de la ciudad. Vivía fuera de la capital, en una zona imprecisa y nebulosa.

De hecho, de esa avenida para allá, el único panorama antes de las siete de la mañana era una siniestra cortina de una neblina espesa y colosal, que parecía sacada de la película de terror La niebla. El rancho de paja de don Metopé no se veía de la bruma. Hacía su aparición diaria de manera repentina, cuando salía del velo gris que ocultaba su rancho. Era surrealista verlo aparecer como si fuera un espanto de las tinieblas, con sus canchosos amarillos, sus cantinas de metal plateadas y sus canastos de mimbre. Parecía salido de una escena de Dimensión desconocida, una serie de tevé en la que presentaban de una manera convincente historias cotidianas, protagonizadas por personajes comunes, pero con desenlaces inesperados, más bien absurdos e incoherentes, pero interesantísimos.