De vuelta a mi antiguo barrio en Londres noroeste después de una larga ausencia, pasé por delante de la escuela pública municipal y enseguida advertí un cambio. Allí estudiaron muchos de mis amigos de infancia y hace no mucho, cuando tuvimos que volver a instalarnos en Londres durante un año a causa de la enfermedad de un miembro de mi familia, matriculé allí a mi hija. La escuela ocupa un precioso edificio victoriano de ladrillo rojo, pero eso no impidió que la Ofsted —el organismo a cargo de la inspección y valoración de los centros educativos— le otorgara durante mucho tiempo la calificación más baja que puede recibir una escuela pública: no sólo la consideraba «inadecuada», sino necesitada de «medidas especiales».
Naturalmente, ante un diagnóstico semejante, muchos padres asustados se llevan a sus hijos de esos centros, mientras que otros, viendo con sus propios ojos lo que la Ofsted humanamente no puede detectar —puesto que se rige sobre todo por datos estadísticos—, desconfían del criterio de la institución y optan por dejarlos donde están. Por último, hay un tercer grupo: los que no hablan bien inglés, no tienen internet en casa o ni siquiera han oído hablar de la Ofsted, ya no digamos visitar su página web.
En mi caso, tenía la ventaja de conocer la historia del lugar: durante años, mi hermano le dio clases allí a un grupo extraescolar de niños inmigrantes, así que yo sabía de primera mano que es una buena escuela, que lo ha sido siempre y que acoge con los brazos abiertos a un alumnado de muy diversa procedencia, en muchos casos recién llegado al país.
La cuestión es que este año, por fin, la Ofsted la ha calificado oficialmente de «buena», lo que, si conozco un poco el barrio, se traducirá en que más padres y madres de clase media, por lo general blancos, correrán lo que a ellos les parecerá un riesgo, se mudarán cerca de la escuela y mandarán allí a sus hijos.
Si este proceso avanza de forma parecida a como suele hacerlo en Nueva York, el barrio experimentará un incremento de la población blanca de clase media y se irá gentrificando cada vez más al tiempo que el «ámbito de captación» de la escuela se va reduciendo hasta que, al cabo de unos cuantos años, el alumnado se vuelva casi por entero homogéneo, apenas con algunos toques de diversidad, momento en el cual el organismo regulador le concederá al fin la calificación más alta. Por suerte, nada de eso ha ocurrido todavía y, dado el prolongado y orgulloso historial que mi barrio tiene de abrazar cualquier forma concebible de diversidad, quizá no llegue a ocurrir nunca.
En todo caso, ése no fue el cambio que advertí al pasar.
En ese momento, mi sello particular de paranoia progre me llevó a fijarme en otro detalle: la valla. Porque esta escuela victoriana que durante un siglo no necesitó más que una verja de hierro forjado para delimitar su perímetro, había añadido, entre los barrotes, una especie de listones de bambú y un par de metros de vida vegetal que trepaba impidiendo ver desde la calle el patio y, en consecuencia, a los niños que jugaban. Me fui a casa y le envié un destemplado correo electrónico a dos representantes de los padres y madres ante el consejo escolar:
Acabo de volver a Inglaterra (ayer) y, al pasar por primera vez delante de la escuela, me fijé en el «velo» de madera (lo llamo así a falta de una palabra mejor) que se ha colocado alrededor. Me entristeció mucho: he vivido en esta zona cuarenta años; hace diez me tocó atestiguar cómo se erigía un muro alrededor de la escuela judía y, tiempo después, otro parecido alrededor de la musulmana, pero nunca pensé que las cosas continuaran por esos derroteros. Me gustaría conocer más detalles: quién lo solicitó, cómo se tomó la decisión, si los padres y madres están de acuerdo y cuál es su propósito oficial: ¿«seguridad», «privacidad», o algún otro?
Fue un correo destemplado y lleno de paranoia progre. En contraste, la respuesta que recibí fue sensata y cortés, y las razones que me dieron, simples y claras: «la privacidad y la polución»; esta última, en particular, era «un asunto de la máxima urgencia» que el ayuntamiento había exigido a la escuela atender de inmediato. Además, añadían, la vegetación suavizaba el aspecto del patio de cemento, y la verdad era que a los representantes de los padres y madres ante el consejo escolar no se les había ocurrido que la nueva valla pudiese parecerles defensiva o chocante a los transeúntes. Releí mi mensaje y me avergoncé de haberlo enviado. ¿Qué me había impulsado a interpretar tan negativamente un simple cambio estético?
Estoy acostumbrada al cambio: en esta zona de Londres, el cambio es la norma. El antiguo instituto de secundaria que está en lo alto de la colina se transformó en una de las escuelas musulmanas más grandes de Europa; la antigua sinagoga, en una mezquita; la iglesia es ahora un edificio de apartamentos... oleadas de inmigración y gentrificación recorren estas calles igual que lo hacen los autobuses. Pero supongo que la escuela del barrio era, para mí, una especie de símbolo, y si los británicos hemos descubierto algo de nosotros mismos últimamente es que podemos reaccionar de una forma muy extraña cuando permitimos que las realidades materiales se conviertan en símbolos.
Yo consideraba esa escuela un símbolo porque se trata de una institución mixta en la que los hijos de los más acomodados y los de los pobres, ya sean musulmanes, judíos, hindúes, sijs, protestantes, católicos, ateos, marxistas o devotos del pilates, se educan juntos en las mismas aulas, juegan juntos en el mismo patio y hablan entre ellos de sus creencias religiosas —o de su falta de creencias—. Cuando paso por delante, a menudo echo un vistazo y, en un plis plas, recibo una garantía simbólica de que el mundo de mi propia infancia no ha desaparecido aún del todo. Hoy en día, la escuela judía parece Fort Knox y la musulmana no le anda muy a la zaga; ¿nuestra pequeña escuela municipal se iba a convertir también en un recinto vallado, aislado, privado, paranoide, obsesionado con la seguridad, apartado del conjunto de la comunidad?
Dos días después, los británicos votaron a favor del Brexit. Yo estaba en Irlanda del Norte, en casa de mis suegros, una pareja amable y moderadamente conservadora de protestantes norirlandeses con quienes, por primera vez en la vida, coincidí en el mismo bando ante una cuestión política. La misma extrañeza que me sacudió ante las vallas de la escuela se reprodujo entonces delante del enorme televisor, mientras veíamos juntos cómo Inglaterra levantaba una valla para separarse del resto de Europa sin apenas detenerse a pensar en lo que eso significaba para sus primos escoceses e irlandeses del norte y del oeste.
Mucho se ha escrito desde entonces sobre la tremenda irresponsabilidad con que se comportaron tanto David Cameron como Boris Johnson, pero creo que no me hubiera enfocado en ellos de haberme levantado en mi propia cama en Londres. No, en ese caso mis primeros pensamientos habrían sido en esencia hermenéuticos: ¿qué significa ese voto? ¿Qué lo motivó en realidad? ¿La inmigración? ¿La desigualdad? ¿La xenofobia histórica? ¿La soberanía? ¿La burocracia europea? ¿El descontento frente al neoliberalismo? ¿La lucha de clases?
Pero en Irlanda del Norte estaba claro que, si algo no tenía nada que ver con el voto a favor del Brexit era Irlanda del Norte, así que toda mi atención se centró en el extraordinario acto de ensimismamiento que había permitido que ese pequeño país maltratado durante tanto tiempo se convirtiera, junto con Escocia, en un daño colateral de una escisión interna del Partido Conservador. Cuesta de creer. Y el hecho de que dos hombres supuestamente cultivados, que presumiblemente han leído la historia de Gran Bretaña, pudieran de un modo tan absolutamente temerario dejar al azar una unión conseguida con tanto esfuerzo y mantenida durante trescientos años con tal de satisfacer sus propias ambiciones políticas me pareció aquella mañana un crimen más grave que romper un pacto europeo que sólo llevaba unas décadas y que al menos tenía relación con la consulta.
«Conservador» ya no es el término adecuado para referirse a ninguno de los dos: esa palabra cuando menos denota el compromiso tácito de cuidar y conservar un legado; «pirómanos» parece una palabra más precisa. Entretanto, los verdaderos ideólogos de la derecha, Michael Gove y Nigel Farage, llevaban años enfocándose en unos objetivos muy claros. El primero tenía la mira puesta en la «soberanía», un caballo de Troya de cuyas entrañas huecas tendría que salir, llegado el momento, un sector financiero sin restricciones ni regulación alguna. El segundo, que dimitió el 4 de julio de 2016, parecía poseído por una genuina obsesión racial combinada con la determinación de proteger a Gran Bretaña de la corriente dominante europea no sólo en lo relativo a la libertad de circulación, sino a toda una serie de cuestiones que iban del cambio climático al control de armas o la repatriación de inmigrantes.[1]
Un referéndum magnifica los peores aspectos de un sistema ya de por sí imperfecto, la democracia, al pretender que una amplísima variedad de cuestiones pase a través de una puerta muy estrecha. Da la impresión de que la ciudadanía gana terreno —¡la democracia definitiva: pulgares arriba o pulgares abajo!—, pero en la práctica entraña una simplificación peligrosamente engañosa. Muchos, incluso, de los que votaron «sí» a la salida de la Unión Europea acabaron descubriendo que su voto no expresaba con exactitud lo que sentían: había motivaciones muy diversas tras su decisión, y lo mismo sucedió entre los partidarios del «no».
Algunos argumentos se alejaban casi cómicamente de la cuestión binaria planteada. Una amiga cuya madre vive todavía en el barrio me describió una conversación por encima de la valla del jardín entre su madre y una vecina suya de izquierdas que, según sus propias palabras, había votado «sí»... ¡«para mandar a paseo a ese maldito ministro de Sanidad»! Ah, igual que tanta gente a lo largo y ancho de esta gran nación, también yo desearía ir a la caza de Jeremy Hunt —cuyo apellido significa precisamente «cacería» y resulta por ello casi perfecto—, pero un referéndum resulta ser un martillo muy poco eficaz para mil clavos torcidos.
La principal presunción de los votantes de izquierdas que optaron por el «no» fue que todo el referéndum giraba, en último término, alrededor del problema de la inmigración, pero cuando llegaron las cifras y se hizo el desglose por clase social y edad, salió a la luz una revolución populista obrera, aunque del tipo que siempre desconcierta a los progresistas de clase media, que tienden a ser a la vez ingenuos en el ámbito político y sentimentales en su concepción de las clases trabajadoras. A lo largo del día llamé por teléfono a casa, envié varios correos electrónicos e intenté procesar, como gran parte de Londres —por lo menos del Londres que yo conozco—, nuestra inmensa consternación. «¿Qué han hecho?», nos preguntábamos unos a otros, a veces refiriéndonos a los dirigentes, de los que creíamos que debían haber sabido lo que hacían, y otras veces a la gente, de la que presumíamos que no tenía ni idea.
Ahora, en cambio, estoy tentada de pensar que fue al revés. Hacer algo, lo que fuese, era, en cierto modo rudimentario, el objetivo: la característica más notable del neoliberalismo es que da la impresión de que no puedes hacer nada por cambiarlo, pero este referéndum ofreció la rara recompensa de causar una ruptura caótica en un sistema que suele llevarse por delante todo lo que encuentra en su camino. Sin embargo, ni siquiera esta interpretación de la izquierda más optimista —que todo fue una reacción violenta, más o menos meditada, a la austeridad y al colapso económico neoliberal que la precedió— puede negar el despreocupado racismo que tanto la campaña como la propia votación parecen haber desatado.
A las muchas anécdotas que he oído, añadiré dos que me contó mi madre, nacida en Jamaica. Una semana antes del referéndum, un cabeza rapada la abordó en Willesden y le gritó «Deutschland über alles!» en plena cara, como si estuviésemos de nuevo a finales de los años setenta. Luego, el día después de la votación, una señora que compraba sábanas y toallas en la avenida de Kilburn se plantó cerca de ella y de media docena más de personas originarias de otros lugares y anunció, sin dirigirse a nadie en particular: «¡Bueno, ahora todos tendréis que volver a vuestro país!»
¿Qué has hecho, Boris? ¿Qué has hecho, David? Sí, pero el relato sobre los líderes ensimismados que encendieron una mecha sin pensar en las consecuencias oculta una historia menos complaciente sobre nuestro propio ensimismamiento londrescéntrico, que en mi opinión es igualmente real y ha creado un velo equivalente a la cegadora ambición personal de un hombre como Boris Johnson. Al menos, eso sugiere la profunda conmoción que a mí y a tantos otros londinenses nos causó el resultado: que hemos estado viviendo tras un velo, incapaces de ver en qué se ha convertido nuestro propio país.
La noche antes de marcharme a Irlanda del Norte cené con varios amigos, todos ellos intelectuales del norte de Londres... de hecho, justo la clase de gente a la que el diputado laborista Andy Burham se refería cuando afirmó que el Partido Laborista había perdido terreno ante el Partido por la Independencia del Reino Unido porque «le sobraba Hampstead y le faltaba Hull» (aunque, en realidad, Hampstead hace ya tiempo que se ha vuelto inaccesible para nosotros gracias a los banqueros y a los oligarcas rusos). El caso es que, igual que en tantísimas otras mesas por todo Londres, estábamos sopesando la posibilidad del Brexit. Pero no debimos de sopesarla bien, puesto que ninguno de nosotros creyó ni por un instante que pudiera ocurrir lo que ocurrió: era una estupidez tan evidente, y era tan obvio que la razón estaba de nuestra parte... ¿cómo iba a ganar el «sí»?
Una vez zanjada la cuestión, todos procedimos a lamentarnos de la extraña tendencia de esta nueva generación de jóvenes de izquierdas a censurar o silenciar discursos u opiniones que considera intolerables; todo ese asunto de «no dar voz a...», los «espacios seguros» que supuestamente defienden a los miembros de minorías discriminadas, etcétera. En eso también teníamos razón, por supuesto; pero entonces, desde un sofá colocado en un rincón, mientras daba de mamar a su bebé, la más inteligente de todos nosotros dijo al fin, tras oírnos pontificar durante un buen rato: «Bueno, esa costumbre la han heredado de nosotros: por encima de todo, siempre nos ha obsesionado demostrar que tenemos razón. Más incluso que intentar hacer algo: tener razón siempre ha sido lo más importante.»
En los días posteriores al resultado pensé mucho en esas palabras. No dejaba de leer artículos de londinenses orgullosos de su ciudad multicultural, sin prejuicios, tan diferente de esos lugares provincianos y xenófobos del norte. Sonaba bien, y me habría encantado que fuese cierto, pero mis propios ojos me ofrecían una versión bien distinta. Porque la gente que de verdad vive una vida multicultural en esta ciudad es la que educa a sus hijos en entornos realmente multiculturales o la que vive en ambientes donde hay una diversidad auténtica: en viviendas de protección oficial o en unos cuantos barrios con una larga tradición en ese sentido, de los que no quedan tantos como nos gustaría creer.
Ahora mismo, los presuntos rasgos de multiculturalidad y transversalidad social en la vida de muchos londinenses se limitan al trato con sus empleados domésticos —niñeras, personal de la limpieza...—, con las personas que les sirven el café y conducen los taxis o con el puñado de príncipes nigerianos que uno puede encontrarse en los colegios privados. La dolorosa verdad es que en Londres se están levantando vallas por todas partes: alrededor de los recintos escolares, alrededor de los vecindarios, alrededor de las vidas. Una consecuencia útil del Brexit es que revela por fin y sin ambages una honda fractura en la sociedad británica que lleva treinta años gestándose. Las brechas entre norte y sur, entre clases sociales, entre londinenses y no londinenses, entre londinenses ricos y pobres y entre blancos, mulatos y negros son reales, y todos debemos hacerles frente, no sólo los que votaron por abandonar la Unión Europea.
En medio de la histérica caricaturización de los partidarios del «sí» que tantos británicos —yo incluida— emprendimos al calor del momento tras conocer los resultados de la votación, me acordé de una joven a la que veía a menudo en el patio durante el año que mi hija pasó en aquella escuela bajo «medidas especiales». Era una madre, igual que todas nosotras, pero como mínimo quince años más joven. Después de subir la cuesta detrás de ella hasta mi casa unas cuantas veces, deduje que vivía en el mismo bloque de pisos donde yo me crié. La razón de que me fijara en ella fue que mi hija estaba profundamente prendada de su hijo; el siguiente paso era, lógicamente, que quedaran para jugar en casa.
Sin embargo, ni ella ni yo dimos nunca ese paso. Por mi parte, porque no conseguí quitarme la impresión de que me miraba con miedo y desprecio no por ser negra —la vi muchas veces charlar alegremente con otras madres negras—, sino porque yo era de clase media: me había visto abrir la reluciente puerta negra de mi casa, justo enfrente de su vivienda subvencionada, al igual que yo la había visto a ella todos los días entrando en el bloque de pisos. Recordaba muy bien esos episodios tensos de la infancia, cuando las cosas eran al revés: ¿podía invitar al piso de protección oficial donde vivíamos apretujados a la niña que tenía una casa grande y elegante con vistas al parque? Y más adelante, cuando nos mudamos a un piso precioso en la parte buena de Willesden, ¿podía ir a ver a mi amiga, que vivía en uno chungo en la parte mala de Kilburn?
La respuesta era, por lo general, que sí; no sin cierta tensión, no sin ocasionales momentos bochornosos de comedia social o atisbos de situaciones domésticas que rozaban la tragedia, pero en definitiva era un sí: entonces aún estábamos todos dispuestos a correr el «riesgo», si «riesgo» es la palabra adecuada para describir lo que supone entrar en la vida de los otros, no de una forma simbólica, sino de verdad. Pero en la nueva Inglaterra algo así resultaba ya imposible, al menos para mí, y creo que también para ella. La brecha entre nosotras se ha hecho demasiado grande.
La casa victoriana alta y estrecha que compré hace quince años es exactamente la misma clase de vivienda que tenían mis amigas de clase media cuando yo era pequeña, pero ahora está valorada en una absurda cantidad de dinero, y me preocupaba que ella asumiera que yo había pagado ese dineral. La distancia que separa su piso de mi casa, apenas doscientos metros, es, desde el punto de vista simbólico, mayor que nunca: una posible invitación para que los niños jugaran planeaba sobre ese abismo, y nunca llegó a concretarse porque no me atreví a proponerla.
La desigualdad extrema fractura las comunidades y al cabo de un tiempo las grietas se ensanchan tanto que el edificio entero se desmorona. En este proceso, todo el mundo está perdiendo desde hace mucho, pero quizá nadie tanto como las clases trabajadoras blancas, que realmente no tienen nada, ni siquiera la autoridad moral que suele concederse a las víctimas o a quienes han sufrido un trauma. La izquierda se avergüenza completamente de ellas, la derecha sólo las ve como una herramienta para sus propias ambiciones. La inoportuna revolución de la clase obrera que estamos atestiguando se ha tachado de estupidez, yo misma la maldije el día en que ocurrió, pero cuanto más se mira, más se descubre en ella un toque de genialidad, porque intuyó las debilidades de sus enemigos y las explotó eficazmente. A la izquierda de clase media le encanta tener razón y, en respuesta, una parte importante de la clase obrera excluida ha optado por equivocarse del modo más flagrante y desenfadado.
En Gran Bretaña existe una vieja costumbre de ridiculizar a los pobres por «echarse tierra encima» y «votar en contra de sus intereses». Pero las clases media y media alta neoliberales no han hecho menos viviendo como viven en sus jaulas de oro londinenses. Si alguien cree que exagero, que se dé una vuelta por Notting Hill y vea los vehículos de seguridad privada pagados por los residentes que patrullan las calles frente a las residencias de más de veinte millones de euros, probablemente para protegerlos de otros residentes que aún resisten en sus viviendas de protección oficial al otro lado de Portobello Road. O que vaya al Savoy y eche una ojeada a la lista de cócteles retro en la que no hay una sola bebida de menos de ciento quince euros (la más cara es el enigmático Sazerac, que presume de ser el cóctel más caro del mundo y cuesta cinco mil setecientos). Vaya tiempos que corren.
Por supuesto, esa lista de cócteles no es más que otro símbolo estúpido, pero de una época y un lugar. En Londres de un tiempo a esta parte se ha extendido una especie de locura por el dinero, y a muchos de quienes contemplamos la escena nos cuesta encontrar en esos símbolos algún indicio de una vida bella, armoniosa o incluso feliz (¿qué clase de persona feliz necesita que la vean pidiendo un cóctel de cinco mil setecientos euros?); aunque supongo que cuando uno es tan rico al menos puede engañarse con toda comodidad y creerse feliz recurriendo a lo que los viejos marxistas del norte de Londres solían llamar «falsa conciencia». Esa excusa manida, sin embargo, ya no sirve para describir la situación de los excluidos económica y socialmente en este país: éstos viven en la penuria, son profundamente infelices, y lo saben.
Creo que, al margen de los auténticos fieles a la ideología de la derecha y de los izquierdistas nobles que se oponen a la Unión Europea por considerarla una herramienta del capitalismo global, la mayoría de los que votaron a favor del Brexit lo hicieron por rabia, dolor y desilusión, empujados por años de calculada manipulación política y mediática de ciertos sentimientos mezquinos y bajos instintos. Por más que me duela escribirlo, cuando constaté que, según los registros de Google, una gran cantidad de británicos había buscado «¿Qué es la ue?» en las horas posteriores al referéndum, se me hizo muy difícil negar que una proporción significativa de mis compatriotas cumplió con vergonzosa irresponsabilidad su deber democrático el 23 de junio de 2016.
Hay que escuchar a la gente sin importar lo que vote, pero la ignorancia ante las urnas no debería celebrarse ni defenderse hipócritamente. Y, más allá de la ignorancia, es sencillamente un error tomar decisiones importantes sin sopesar seriamente sus consecuencias para otros, en este caso naciones enteras un poco más al norte y al oeste de la tuya, por no hablar del resto de Europa. Aun así, no me parece que los partidarios del Brexit sean los únicos que se han dejado llevar por impulsos mezquinos.
Mientras condenamos a voz en grito y con razón las deleznables posturas racistas que llevaron a millones de personas a pedir que «toda esa gente» se marchara, que «nos» devolvieran los puestos de trabajo, las viviendas públicas, los hospitales, las escuelas y el país entero, podríamos también echar un vistazo a los últimos treinta años y preguntarnos qué tipo de posturas han permitido que ciertas personas movieran los hilos discretamente, entre bastidores, para garantizar que «ellos» y «nosotros» no coincidamos nunca en nada más que de modo simbólico. El Londres rico, ya sea rojo (laborista) o azul (conservador), siempre ha estado en condiciones de elegir cuidadosamente la naturaleza de sus relaciones con gente de otros orígenes culturales o sociales, y se ha permitido sermonear al resto del país por su cerrazón mientras, simultáneamente, blindaba sus propios privilegios. Quizá nos cruzamos con «ellos» a menudo en la calle, nos subimos en sus taxis y comemos en sus restaurantes étnicos, pero la verdad es que las más de las veces no están en nuestras escuelas ni en nuestros círculos sociales, y en muy raras ocasiones entran en nuestras casas, a menos que vengan a trabajar en esas cocinas que tan a menudo remodelamos.
En el resto de Gran Bretaña, la gente vive de verdad codo con codo con los inmigrantes, y sufre los recortes salariales cuando los recién llegados aceptan trabajar por menos. La gente pasa apuros de verdad para conseguir salir adelante bajo un gobierno cuya política de austeridad hace que sea demasiado fácil culpar a la familia de inmigrantes de al lado cuando no hay una cama disponible para ti en el hospital, o culpar a una burocracia impuesta desde el otro lado del Canal, que son los argumentos con los que nos bombardean los necios demagogos de la televisión para justificar que no haya dinero suficiente en la Seguridad Social. En este clima de hipocresía y engaño, ¿deberían los pobres de clase trabajadora demostrar que pueden ser «ejemplares», cuando a su alrededor todo es corrupción y venalidad? Cuando todo el mundo está levantando una valla, ¿no es un auténtico iluso el que vive fuera, expuesto a la intemperie?
Ahora mismo, las noticias se suceden tan rápidamente que da la impresión de que sus engranajes vayan a saltar por los aires; se habla de un segundo referéndum que, por supuesto, vendría a reforzar las sospechas de muchos de los tradicionalmente excluidos de que nuestras decisiones, las de los acomodados partidarios de la permanencia en la ue que siempre tenemos la razón, son las únicas que en realidad cuentan. No: esto nos lo hemos guisado nosotros y ahora parece que nos tocará comérnoslo. Pero asumir que todos hemos desempeñado nuestro papel no impide ver quiénes han llevado la batuta en esta especie de versión vergonzosa de los conciertos anuales de la bbc. Cameron y Johnson ya han caído y/o han sido empujados sobre sus propias espadas, y Gove no ha tardado en seguirlos, pero Jeremy Corbyn, a pesar de su nefasta inoperancia —y de las docenas de cuchillos que lleva clavados en la espalda—, se niega a ceder. Si, en efecto, es cierto que no sólo fue inoperante, sino que incurrió en un «deliberado sabotaje» de la campaña por el «no» —como ha asegurado Phil Wilson, diputado y líder parlamentario de los laboristas que defendían la permanencia en la ue—, entonces ha traicionado profundamente el voto de la juventud que hace tan poco lo encumbró al poder.[2] Debería dimitir.
Cuando en Inglaterra se pone una escuela bajo «medidas especiales», algunas de las madres de clase media más optimistas, entre las que me incluyo, murmuran al tomar el café de la mañana: «Bueno, no deja de ser positivo porque así tendrán que hacer algo.» Gran Bretaña entera se encuentra ahora bajo medidas especiales: la crisis que siempre estuvo ahí ha salido a la luz y, más que poner otro velo para cubrir el desastre, podríamos empezar a construir a partir de lo que tenemos. El primer punto en la agenda sería sustituir a los «directores» —como saben en cualquier escuela que fracasa— y luego preparar al resto de la izquierda para el combate. Los derechos y garantías que Europa ofrecía al pueblo británico, aunque fuera a trancas y barrancas, no deben sustituirse por la absurda visión faragiana de la soberanía británica, en la que un san Jorge con un brazo y una pierna cercenadas empuña la espada y parte a la pata coja al encuentro del dragón de la ue para renegociar, desde una posición extraordinariamente débil, los términos de una relación en la que llevamos décadas invirtiendo nuestras energías.
Cuando empecé a escribir este artículo, un triunfante Farage, calzando unos zapatos con la bandera británica, había sido sorprendido en una fiesta privada con Rupert Murdoch y Alexander Lebedev, padre del dueño del Evening Standard y el Independent, y Liam Fox, por entonces candidato a liderar el Partido Conservador, tratando asuntos de interés público a puerta cerrada. Ahora que estoy a punto de terminarlo, Farage ha dimitido alegando que «quiere recuperar su vida». En Gran Bretaña, los Nigel van y vienen, pero los Rupert Murdoch permanecen. Mi vida, al igual que las del resto de mis compatriotas británicos, está en todo momento sujeta, al menos parcialmente, a las decisiones de una serie de multimillonarios inamovibles y jamás electos que son dueños de los periódicos y de gran parte de los canales de televisión, a través de los cuales resulta muy fácil dar bombo a peleles como Farage, inclinando así la balanza en las elecciones y modelando las decisiones políticas. He aquí otra lección útil: el pacto británico de posguerra entre el gobierno y el pueblo no está garantizado y puede disolverse colectivamente o ser pisoteado por unos pocos actores malignos. Precisamente por eso, los argumentos progresistas que hicieron surgir de las ruinas de la guerra el sistema de sanidad pública universal, la escuela pública y la vivienda de protección oficial, precisan ahora de un partido dispuesto a retomarlos en una nueva era de capitalismo global, aunque está por ver si ese partido seguirá llamándose Laborista.
Los que han migrado hace poco a este país han venido precisamente por ese patrimonio: la vivienda, la educación y la atención sanitaria; algunos simplemente se aprovecharán de él, sin duda, pero la gran mayoría quiere otra cosa: matriculan a sus hijos en escuelas públicas, pagan sus impuestos aquí, intentan abrirse camino. Desde luego, no es un crimen buscar una vida mejor en el extranjero, ni huir de países asolados por guerras —en algunas de las cuales nosotros mismos hemos metido mano—. En Gran Bretaña, lo que está ahora en entredicho es si todavía sabemos lo que es una vida mejor, qué supone y cómo se alcanza.
Unos días después del referéndum viajé a París para impartirles un curso a mis estudiantes de la Universidad de Nueva York como parte de su programa de verano, algo que supongo que muy pronto no será tan fácil. Apenas bajé del tren, fui a una cena y, en el restaurante, me senté enfrente de uno de mis colegas, el escritor de origen bosnio Aleksandar Hemon, pedí algo de beber y declaré, con gran dramatismo, que el Brexit era «un desastre total». Los novelistas somos propensos al melodrama. Hemon suspiró, sonrió con tristeza y contestó: «No, es un desastre cualquiera: el desastre total es la guerra.» Está claro que haber vivido la sangrienta implosión de la soberanía de Yugoslavia le aporta a uno un gran sentido de la proporción. Una guerra europea de ese calibre es algo que Gran Bretaña ha evitado experimentar en sus carnes durante más de medio siglo, y la Unión Europea se creó en parte para alejarnos de esa posibilidad. Si seguimos adelante por el camino que apunta hacia el desastre, es cosa nuestra.