BOGOTÁ

25 de abril de 2020, 3:13 am

Estoy aquí, frente a la hoja en blanco, en vez de estar durmiendo por lo que les voy a contar. Llevamos ya cinco semanas de confinamiento por causa de la pandemia ocasionada por el covid-19. A lo largo de estos días me he preguntado muchas veces qué habrá sucedido con todos esos venezolanos sin techo que vivían en las calles bogotanas. También muchos colombianos, claro. Pero sobre todo venezolanos. Migrantes del hambre y la desesperación.

Ellos, con sus morrales con la bandera tricolor y las gorras también con la bandera de su país. Con niños de brazos, con una maleta donde llevan lo que les queda de su vida pasada. Ahora no están. Nadie debe estar afuera. Nadie. Eso dice la ley. Suena un disparo. Luego otro. Me despierto sobresaltada. Escucho un grito como una desgarradura «¡Ayuuuuuuda!». Fue hace casi una hora y aún sigo escuchando la voz de esa mujer. Venía de muy hondo, de lejos. ¿Sería una de las tantas caminantes que andan a pie cientos de kilómetros para llegar a este país lleno de traumas y de injusticias a buscar asilo? Hay que estar aterrado para huir hacia acá, me digo.

Hace unos meses los vecinos decidieron pagar por seguridad privada. Un grupo adicional a los porteros que hay en cada edificio. Lo decidieron porque hubo robos, porque la tensión social entre los que tenemos un techo y los que no tienen nada es un estallido sin freno que ha venido a recrudecerse justo en épocas de confinamiento. Quienes viven de limosnas, de escarbar la basura, de limpiar un parabrisas en un semáforo, de pedir un paquete de pañales a la salida del supermercado, o una bolsa de arroz, o una botella de agua, o un yogur para el niño, todos ellos, todas ellas, ¿dónde están? ¿Adónde han ido? Escribo esto mientras escucho una moto patrullando las calles.

Lo que van a leer es una historia del presente contada con urgencia. La de alguien que, como muchos de ustedes, lo vive y lo sufre. La mía, como narradora testigo, como una ciudadana más, inquieta, preocupada, quien, al sentirse inútil frente a la desigualdad y la injusticia, sale a la calle para al menos ver lo que sucede y contarlo a modo de catarsis.

IR DONDE NO QUIERO

Vivo en Bogotá. Aquí he pasado la mayor parte de mi vida. Nunca estuve en Venezuela cuando era nuestro vecino rico. Ese país al que mirábamos con una mezcla de envidia y cariño. La gente que iba de visita volvía contando prodigios de las playas de la isla de Margarita, conocida como «la perla del Caribe». Dicen que Colón la llamó La Asunción. Los indígenas waikeríes llamaron a la isla Paraguachoa, que significa «abundancia de peces», o bien «gente de mar». En cualquiera de sus acepciones, la abundancia era desde la Conquista un término que afloraba para calificar a Venezuela.

En los años cincuenta, la inmensa mayoría de inmigrantes llegaban a esta parte del mundo del otro lado del Atlántico. Es por eso que es frecuente encontrar venezolanos de origen húngaro, germano, italiano, portugués o español. También hay una población judía importante. Valga decir que, en cambio, de las grandes oleadas europeas a América Latina, un destino casi nunca elegido fue Colombia. Entre otras razones porque el gobierno colombiano ha puesto desde siempre trabas a los inmigrantes. El delirio de grandeza, sumado a las guerras, nos convirtieron en el país excluyente y excluido que somos.

En el caso de los inmigrantes de la región, el país de donde más gente llegaba a Venezuela era de Colombia. Con la pobreza y el conflicto armado más antiguo de América Latina, cientos de miles de mis compatriotas se fueron al otro lado de la frontera. Si aquí había conflicto y desigualdad, allá había estabilidad y riqueza. En palabras de Andrea, que trabaja en unos comedores comunitarios de Caracas: «En los años setenta, esto parecía Arabia Saudita». No en vano se hablaba de una «Venezuela Saudita». Fue a ese país a donde cientos de miles de colombianos migraron a finales del siglo XX y comienzos del XXI. La cifra alcanzó su techo en 2011 con 721.791, de acuerdo con un trabajo académico. Sin embargo, a partir de entonces, la cifra no ha hecho otra cosa que decrecer mientras la de venezolanos en Colombia aumentaba hasta hace unas semanas, cuando la pandemia llegó para revertir el orden del mundo.

Mientras escribo, reviso la cifra más reciente de migrantes venezolanos en Colombia. Ahora se habla de un millón y medio. Difícil saber con exactitud, pues la frontera son 2.219 kilómetros de selva, monte y desierto, por donde día a día cruzan miles de personas. Personas que se van de su país porque necesitan medicinas, porque están por parir en un lugar sin servicios hospitalarios, porque lo han perdido todo, porque tienen hambre.

Hace un par de años, en 2018, pude verlo con mis propios ojos por primera vez. Para un reportaje que hice entonces, crucé el puente que divide San Antonio del Táchira en Venezuela y Villa del Rosario en Norte de Santander, Colombia. Las multitudes semejaban esa procesión parsimoniosa de las masas al entrar a un estadio de fútbol un día de clásico.

Tras ver el equipaje de hordas de personas, daba la impresión de que no eran viajeros ocasionales, sino que estaban de trasteo, o bien se dedicaban al contrabando. Solo una de esas dos razones podría explicar la procesión de maletas, cajas, neveras, gallinas, carne fresca. Familias con niños, bebés, hombres, en su mayoría menores de treinta años, hacían pensar que todo aquel con fuerza suficiente en las piernas se estaba dando a la fuga. A este lado los esperaba un letrero de «Bienvenido a Colombia», que no siempre se cumple en la práctica, pues muchos han sido robados, estafados y violentados.

También han sido acogidos por «un ángel que se me apareció», como me contó entonces una mujer que pudo acomodarse con su familia en un rancho donde les dio posada una colombiana. Las épocas en que podían vivir de su trabajo quedaron atrás. Un día el hambre los empujó a empacar sus cosas y salir. Ahora están en todas partes. Casi cinco millones de venezolanos lo han abandonado todo. A este éxodo se le había bautizado con el estatus de «migrantes económicos». Hace un año empezaron a ser denominados como merecen por su condición de expulsados a la fuerza de su propio país: refugiados. Hoy en día, Venezuela representa el segundo fenómeno migratorio más grande del mundo después del de Siria.

«¿Qué hay que hacer?», le pregunté a un muchacho en la estación de buses de Cúcuta un caluroso día de junio de 2018. «Hay que matar a Maduro», respondió. «Eso todo el mundo lo sabe, pero en realidad no les importa el infierno que estamos padeciendo».

Cuando cae la oscura noche, solemos magnificar las bondades del día. Hace parte de la naturaleza humana. Por eso es frecuente escuchar entre los testimonios de quienes viven en medio de un país devastado, la idealización del pasado. Por eso quise preguntarle a un venezolano que ha estudiado la historia reciente de su país: «¿Cómo era Venezuela antes de Chávez?». Alberto Barrera Tyszka, coautor de Chávez sin uniforme, me respondió con las siguientes palabras:

En 1998 el país llevaba ya años viviendo un ansia de cambio. La antipolítica había tomado el ánimo de los ciudadanos, hartos de la corrupción de las élites políticas y económicas que habían dirigido el país por lo menos en la última década. El contraste entre la situación socioeconómica de las mayorías y los privilegios de los grupos en el poder era inmenso, pornográfico. Y entonces apareció un outsider perfecto para la tradición venezolana: un militar, un hombre de uniforme, que despreciaba a los civiles, que sospechaba de los ricos, que prometía devolverle al pueblo toda la riqueza saqueada. Chávez no llegó solo. No se coló furtivamente en el poder. Después de fracasar en su golpe de Estado, entendió que podía lograr lo mismo cabalgando sobre la antipolítica, sobre la propia crisis del sistema.

Ahora, producto de la misma situación en la que estamos, hay una natural idealización del pasado, de ese país antes de Chávez. Y con razón. Pero no hay que olvidar que estaba lleno de problemas: «Nos duele la patria. Nos preocupa la cruda realidad que vive nuestro pueblo, las necesidades por las que están pasando los millones de venezolanos que hoy padecen esta terrible crisis histórica». Cualquiera podría pensar que se trata de una frase actual de Guaidó. Pero no. La dijo Chávez, desde la cárcel de Yare, en 1992. Y resonó de manera perfecta en la gente de aquel momento.

Hay un impulso que me empuja a querer entender, a querer saber, pero entre más avanzo en el recorrido, más perdida me encuentro. Este libro es una invitación a perderse conmigo. A buscar, más allá de los grandes discursos políticos, históricos o noticiosos, qué pasa en la vida de las personas cuando se vive en un prolongado estado de emergencia. Qué pasa cuando esa emergencia cae en el olvido, cuando la vida sigue, a pesar de todo, y la gente se resigna a vivirla en medio de los escombros.

Este no es un libro sobre política. No es un libro histórico. No es un análisis exhaustivo, tampoco un reportaje. Este libro es la reunión de cuatro viajes en los que quise hablar con las personas con las que me encontré. Entender los efectos del Estado o de su ausencia en la vida cotidiana, en sus contornos. También entender el poder de los seres humanos para darle un sentido renovado, sacar fuerzas de donde no hay y reinventar el presente día a día. Es también un punto de encuentro. Aquí podemos darnos cita, en este libro que espero sea como una casa donde en este instante los recibo en la puerta, los invito a pasar. Aún no han entrado al recibidor, siguen afuera. Aún no se quitan el abrigo y siguen con esa expresión de incertidumbre, no están seguros de estar en la casa correcta, no saben si van a encontrar lo que buscan, si mi verdad sepa hablarles al oído a las suyas. Tampoco yo lo sé. Sólo sé que el mundo se ha encerrado en sus casas. Las calles fantasma de todo el planeta son un susurro del futuro. Viene a anunciarnos que después de este cambio brusco, tantos muertos y enfermos y una crisis social sin precedentes, tendremos que repensarlo todo mientras nos lavamos las manos cada tres horas. Y es en este contexto, con el único sonido de los perros ladrando allá afuera, en donde me siento frente al computador, en la soledad de la noche, tan distinta de las jornadas con los niños en casa, con el marido haciendo turnos conmigo para remplazarnos a la hora de trabajar en nuestras cosas y en las tareas escolares, con el almuerzo a medio hacer, la ropa por lavar y la cama sin tender. Abro un espacio a este relato que es mío y ahora, querido lector, querida lectora, también de ustedes.

SIAMESES SEPARADOS DESPUÉS DE NACER

Quizá los lugares no esconden respuestas, pero al menos tranquiliza salir a buscarlas. Digo tranquiliza porque si hay algo que me inquieta en esta parábola de dos países hermanos que en un tiempo no tan lejano fueron uno solo (la época de la Gran Colombia) y luego pasaron a ser Venezuela y Colombia, dos países que oyen la misma música (vallenata, llanera, salsa, tropipop, cumbia, joropo, balada romántica, reguetón) y tienen los mismos dichos populares, y creen en personajes como José Gregorio Hernández, el médico, profesor y filántropo franciscano conocido por su generosidad con los más necesitados, un santo latinoamericano que, para terminar de construir el mito, murió de forma violenta al golpearse la cabeza contra el asfalto en un accidente automovilístico. Aunque nadie lo ha canonizado, santificado ni beatificado, el pueblo hace rato lo hizo. Aún recuerdo cuando siendo una niña, en la casa del barrio Santa Rita de mi tía Melba en Cali, una empleada que trabajaba con ella se hizo operar por el espíritu del doctor José Gregorio.

Miles de personas en Colombia aseguran haber sido sus pacientes. En su nombre hay oraciones para sellar la casa, para curar a los enfermos, para limpiar la energía negativa. En internet hay muchos testimonios de gente que se ha curado gracias a la intervención divina del doctor Hernández. A esta empleada de mi tía, recuerdo que él le hablaba en sueños. Fue así como le dijo que le trajera una sábana, un bisturí, algodón, gasa, alcohol. La mujer cayó en un sueño profundo y al día siguiente estaba operada; una cicatriz en el bajo vientre era la prueba, las sábanas ensangrentadas también daban fe del procedimiento.

Pues resulta que siempre creí que el doctor Hernández era colombiano. Y no, es venezolano. Lo mismo me ha venido pasando con comidas como las arepas, bebidas como el agua de panela (en Venezuela se llama papelón), la sopa de mondongo (nunca he podido con ella), las telenovelas, los colores de la bandera, el gusto por las peleas de gallos, y un largo etcétera. Tenemos además la misma geografía: llanos, selva, desierto, costa. Casi todo lo mismo, excepto por Bogotá. Los venezolanos son abiertos, risueños, caribeños, al fin y al cabo. En más de una ocasión me dijeron: «Es que los colombianos son muy clasistas». ¿Cómo refutar dicha sentencia? Resulta aún menos fácil luego de pasar en Venezuela varias semanas a lo largo de estos años. Ahora puedo decirles que este libro es también un testimonio del afecto que recibí en estos viajes, una crónica de la fuerza que nace de las personas cuando su vida está en peligro, de las hazañas de las que somos capaces los seres humanos, y de cuánto nos sirven las crisis, como esta de la pandemia global o el declive de un país, para concluir, como bien lo dice Albert Camus en La Peste, que «hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».

CAMINO AL AEROPUERTO

Mientras me subo a un taxi que me lleva al aeropuerto para viajar a Caracas, veo por la ventana empañada a un hombre con la bandera de Venezuela en una gorra. Escarba entre la basura. Recuerdo cuando mi vecina venezolana me dijo que para ellos los colombianos habían sido siempre los desplazados, un pueblo en situación de pobreza: «Sin el ánimo de ofender, para nosotros “colombiano” era quien venía a recogernos la basura».

No me ofende, al contrario, me ayuda a entender. Tenían diez veces más doctorados que nosotros, tenían un ingreso cercano al de los Estados Unidos. Tenían el petróleo, la educación gratuita, un sistema de salud envidiable, el sol, las playas más bellas del sur, en fin, lo tenían todo. Pero ahora es otro momento. Ahora es más otro momento que nunca. Ahora. Ese concepto que parece a ratos tan anticuado en este mundo más veloz que las palabras escritas, que las palabras dichas, más veloz que la velocidad.

A mí me parece que la historia de estos dos países se parece a una leyenda bíblica, a una tragedia griega, a una obra de Shakespeare. El caso es que Colombia y Venezuela tienen una relación particular. Porque hubo una migración masiva de aquí para allá durante años. Y luego, casi de un momento a otro, eso se revirtió.

Todo vuelve, dirían algunos. Y se puede decir que esa profecía se cumple aquí en su sentido más literal. Si muchos de nosotros aún los recordamos como el vecino rico, muchos de ellos aún nos ven como el vecino pobre y, además, en guerra. Su utopía no existe dentro de las fronteras de este país. La «tierra prometida» está más allá, en Ecuador, Perú, Chile, Argentina, Brasil. Colombia es sólo la primera estación del viaje. Sin embargo, para la inmensa mayoría, es también el destino final, así no lo quieran.

Uno de los entrevistados en 2018 llevaba meses durmiendo en las calles de Cúcuta. Juntaba apenas lo suficiente para tomar agua potable en una ciudad con una temperatura de cuarenta grados centígrados, pero en la entrevista me dijo que su plan era viajar a Chile. No supe contestar. Llevaba un año durmiendo en la calle, comía en un comedor comunitario cercano al estadio. Pero estoy segura de que, más que el agua y la sopa en bolsa plástica, su alimento vital era el sueño de llegar algún día a Chile. Allá, ese día, todo sería diferente. Es la utopía la que nos mantiene despiertos. La que no nos deja bajar los brazos aun en las épocas más oscuras. Necesitamos una ilusión para vivir, aun si es inalcanzable. Quizá todos tenemos un sueño igual de improbable como el del hombre sin zapatos, vestido de harapos que soñaba con tomar un bus para llegar al destino donde todo sería diferente: volvería a dormir en una cama, a bañarse con agua caliente. ¿Y por qué no?

En épocas de tragedia apocalíptica, cuando los niños mueren de desnutrición, cuando no existen medicinas para tratar las enfermedades, cuando hay fusilamientos extrajudiciales de los que nadie dirá nunca nada, cuando el salario de un mes de trabajo alcanza para una bolsa de leche y una bandeja de pollo, seguimos pensando en bañarnos con agua caliente, en comer con cubiertos. «Entonces éramos felices pero no lo sabíamos», dijo alguno de los entrevistados ese día en el comedor que no era un comedor sino un andén en la calle. Luego entendí que esa frase se ha convertido en una muletilla para los venezolanos. Lo repiten. A veces entre risas, a veces lúgubres. Otras para refutar esta premisa, otras para confirmarla. Lo cierto es que la sentencia que le da título a este libro encaja muy bien con este tiempo de cambios en el que la vida ha dejado de ser lo que era.

He visto a los caminantes por la televisión. Hombres y mujeres con llagas en los pies vienen desde el país vecino andando. Como si no tuvieran que andar cientos de kilómetros. Como si no estuviéramos a un desierto de distancia por el norte, o a una selva de distancia por el sur, o a una trocha agreste y llena de villanos por el noreste.

Al escribir este libro me he topado con muchas historias de vaqueros. Las películas del Oeste de hace setenta años están pasando ahora mismo aquí, en la frontera entre Colombia y Venezuela. Incluso escuché un tiroteo en una noche hirviente en La Guajira. Cosas que pasan. Pero no estamos en Estados Unidos, nos faltan el dinero, los efectos especiales, y quizá el tiempo y la distancia para pensar en esta trama más como un Western a lo Quentin Tarantino y menos como la tragedia que nos azota todos los días en esta orilla del mundo. Sin portadas en tabloides internacionales, sin fuegos artificiales. Todo en la penumbra del abandono.

Mi amiga Carolina, que vive en Londres hace años, me lo dijo con una claridad de vidente: «No sirvo para vivir en un país donde la inmensa mayoría de las personas viven en peores condiciones que uno». Fue tan claro que sentí vergüenza de vivir en Colombia. Volví a pensar en ese sueño frecuente de irme lejos. ¿Y si desempolvo el pasaporte español heredado de mi mamá? ¿Y si saco a mis hijos de aquí antes de que sea demasiado tarde? ¿Antes de que este país se los trague, tal como lo hizo conmigo, tal como lo hace con todos? Pero al día siguiente hay otra urgencia, como siempre, al otro día vuelve la locura, el tráfico ensordecedor, las noticias macabras, los desplazados internos peleándose el espacio de pedir limosna con los migrantes venezolanos en los semáforos, y esas ganas de que parezca fiesta, esas ganas de vivir, medio furiosas, medio masoquistas, medio dementes. La risa, el carnaval, el humor negro, la conversación fácil y liviana con el taxista, con la doctora, con el portero del edificio, con la profesora de mi hija, todo eso es estar en casa.

Y uno pasando en su carro o a pie con el niño en el cochecito para llevarlo al jardín infantil. Uno queriendo no mirar, queriendo no ver pero viendo y sabiéndose vivo, sabiéndose vivo entre tanta gente guerreándose la vida. Y es todo feroz y hermoso, y estamos todos aquí, ahora, y la vida está pasando, con la furia que produce el no poderlo olvidar por un segundo como haría un peatón alemán o noruego. Aquí no. Aquí al camarón que se duerme se lo lleva la corriente. Y yo estoy despierta. Y me río con fuerza, pero a veces lloro en las frías noches bogotanas, lloro sin saber por qué, o a veces sabiendo que nunca me iré de aquí, porque esta ciudad es mi propia heroína, sin la que no estoy segura de poder sobrevivir. Al menos así se siente ahora, a las 4:52 am, cuando termino estas palabras introductorias mientras escucho los aullidos de los perros que parecen haberse convertido en lobos desde que las calles urbanas les pertenecen. Me iré a la cama sin conocer la historia del disparo que me despertó en la madrugada a escribir este preámbulo. Dulces sueños.