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Había escuchado claramente que las chicas no se masturbaban, no tenían deseos. Pero él había cosificado a todas, hasta a aquellas que no le gustaron nunca. Había pasado a la pubertad sintiéndose sucio y degenerado. Porque desde la escuela hasta el colegio él no había pensado en otra cosa que en el sexo. En el sexo de sus compañeras, algunas de ellas, amigas. En todas y cada una había observado un orificio, dos orificios, tres orificios contorneándose como una posible salida hacia la luz.
En la escuela, en algunas ocasiones, aprovechó el momento en que sus compañeras se apilaban en la puerta espiando la posible llegada del profesor para él mismo simular que aquello le interesaba y presionar su pelvis contra el trasero de alguna de ellas. Se apoyaba sin tocarlas con las manos. Jamás se preocupó por saber si alguna advirtió su bajeza. Había que hacerlo simplemente como si fuera un llamado urgente de la selva. Un grito interno como el pedido de auxilio de un intestino que necesita evacuarse.
Luego, en su primer colegio, nada. Era una institución militar donde todos los chicos parecían abrumados por la idea de ser ensartados por algún objeto fálico. Gritaban, se burlaban y les entusiasmaba esa posibilidad en los otros. O en ellos mismos. ¿Cómo saberlo? Incluso algún objeto tirado por el suelo, colgando de la mochila o dibujado en un cuaderno era una prueba contra ti. Todos vivían acusando a todos de maricones. Y aquello les quitaba tiempo para pensar en las chicas. Se organizaban violaciones grupales, con ropa, en los recreos. Eran curiosas simulaciones donde dos cadetes sostenían con fuerza a la víctima sobre una banca mientras el resto del curso, en organizada fila india, procedía a fingir la penetración anal. Todo concluía con eyaculaciones escandalosas que habían estudiado en las películas pornográficas de sus padres.
Luego, en su segundo colegio, algo. Chicas que hablaban mucho. Chicos que hablaban poco. Y viceversa. Adolescentes hipnotizados por el sexo. Todo el día, todos los días. Incluso, en el bus, Martín desarrolló una táctica astral de proyección: esperaba hasta que subiera la rubia de trenzas, flaca y tetona, y de allí tan solo con mirarla lograba que su glande comenzara a latir y cabecear con fuerza contra sus pantalones. La mochila de nylon, llena de libros, contrarrestaba ese empinamiento.
Se estimulaba sin tocarse y con los ojos abiertos.