Para escribir este reportaje hablé con decenas de personas que vivieron de cerca el tiroteo del Colegio Cervantes, sus secuelas y su investigación, así como especialistas en trauma y violencia.
Cubrir hechos violentos es un desafío. Los periodistas de la Comarca Lagunera, donde las noticias de homicidios y balaceras eran una dieta informativa constante durante un lustro, lo sabemos bien. Poco a poco fuimos aprendiendo a ser rigurosos con la información, cuando cualquier traspié podía repercutir en una amenaza o una agresión. Lo ocurrido en el Colegio Cervantes fue muy distinto a la violencia que estábamos acostumbrados a cubrir, pero aun así las lecciones de aquellos años turbulentos nos sirvieron mucho. Los errores en esta cobertura provocarían confusión en el público, alimentarían la desinformación o agravarían el trauma de las víctimas o testigos. Evitamos dar por buenos rumores no verificados. Tratamos con escepticismo las versiones circulando en redes sociales. Cuidamos de no revictimizar a quienes fueron traumatizados.
Recuperar la memoria de esos días ha sido un ejercicio difícil. ¿Cuánto puede acercarse un reportero a la verdad oculta detrás de muchas paredes? ¿Cuánto puede contar una persona que ha sufrido un trauma y cuánto de lo que recuerda es fiel a los hechos y no a su propia versión? Encontrar los datos precisos en recuerdos ya vagos no es fácil.
Las redes sociales también tienden a distorsionar la memoria y las cosas a veces no son como ocurrieron sino como creemos que las leímos. Por eso muchos periodistas deploramos las redes sociales por la forma en que distribuyen mentiras, desinformación o visiones distorsionadas.
Pero hay un aspecto de ellas que para un reportero las vuelve, verdaderamente, benditas. En este caso, una tabla de salvación fue WhatsApp, pues en los teléfonos de varias fuentes quedaron registros de datos precisos que pudieron reconstruir a detalle dónde estaban o qué hacían —incluso qué pensaban—, en varios momentos de ese 10 de enero, gracias a que los mensajes que recibían y enviaban en esa aplicación guardaron la cronología fiel.
De igual forma, la manera en que José Ángel Ramos Betts empezó a pensar en sus intenciones está nítidamente expuesta en los mensajes de texto que intercambió con un compañero de su salón con quien platicó detalles de la masacre de Columbine. Los mensajes permiten adentrarnos en lo que hizo el niño en los días anteriores al tiroteo.
Algunos de los mensajes que aquí se reproducen fueron obtenidos directamente de los teléfonos de los entrevistados. Otros (en particular los de José Ángel, su padre y su abuelo) fueron obtenidos por parte de diversas fuentes con acceso a la investigación y fueron observados personalmente por el autor. En todos los casos los textos se reproducen tal cual se redactaron, respetando la gramática y sintaxis originales.
Por el trauma que habían experimentado, varias personas accedieron a hablar conmigo bajo la condición de guardar el anonimato. De la misma manera, algunas personas que participaron en la investigación y fueron parte de los peritajes psicológicos, criminalísticos y forenses del caso aportaron información con el cuidado de no entorpecer las investigaciones y con la solicitud de que su identidad también se mantuviera anónima. Hubo datos, particularmente sobre la reconstrucción de los hechos y las posteriores investigaciones, que fueron verificados con dos o más fuentes para tener la versión más fiel.
Otros testigos del tiroteo declinaron mis peticiones de entrevista, de manera que los hechos que se les atribuyen tienen como fuente las entrevistas que dieron a investigadores y que éstos a su vez compartieron. Cuando se trata de atribuciones, así queda establecido. Los que aceptaron aportar información a su nombre están identificados entre las fuentes de cada capítulo.
El desafío de cubrir la violencia es aún mayor cuando ésta involucra a niños y su identificación se torna delicada por razones legales y éticas. En el caso del autor del tiroteo, José Ángel Ramos Betts, su nombre se describe completo porque las identidades de sus padres han quedado establecidas en registros periodísticos previos al 10 de enero de 2020 y su nombre fue identificado en una esquela publicada tras su muerte. Resultaría una farsa nombrar al niño como “José Ángel N” cuando su padre y madre están mencionados con nombre y apellido.
Hay dos niños nombrados con seudónimos. Uno es el primo de José Ángel y otro es el compañero de salón con quien intercambió mensajes sobre Columbine. A pesar de que la investigación ha establecido sus identidades, sus nombres han sido cambiados para evitar que queden estigmatizadas por su rol en esta tragedia. El nombre de un tercer niño, que aparece en un mensaje de texto, también fue cambiado por seudónimo.
En el caso de los niños lesionados, se identifican sólo por sus nombres de pila. Otros niños mencionados, cuyos testimonios se obtuvieron gracias a sus padres, aparecen con sus nombres con consentimiento de sus mismos padres.
De cualquier forma, los nombres no importan tanto como el trauma que han vivido.1