Antes de que el arquitecto Fernando Belaunde Terry regresara a Palacio de Gobierno, Sendero Luminoso había empezado su plan de lucha armada como mecanismo para llegar al poder. La confusión y desconocimiento del fenómeno de extrema violencia y métodos terroristas para instaurar una dictadura comunista eran clamorosos entre la clase política. Al presidente Belaunde se le atribuye una declaración describiendo a los senderistas como vulgares abigeos. Después, cuando era claro que estaban subvirtiendo el orden público, dijo que sospechaba que habían sido entrenados en Cuba; dando a entender que se trataba de una típica guerrilla guevarista y no un grupo maoísta mucho más violento y mesiánico. No sabía que Abimael Guzmán calificaba de “expertos en guerrillas de un mes” o simplemente “burgueses” a los grupos alzados en armas que tomaban como modelo el levantamiento de los hermanos Castro contra la dictadura de Fulgencio Batista en la Cuba de mediados del siglo veinte.
Revisando las declaraciones públicas de sus ministros en los primeros meses del segundo belaundismo, es evidente que tampoco entendieron la naturaleza y amenaza de Sendero Luminoso. El ministro del Interior, José María de la Jara, negó que hubiera un “brote guerrillero” y consideraba a los senderistas “un grupo sin fuerza”. Para el ministro de Relaciones Exteriores, Javier Arias Stella, había evidencias altamente sospechosas de la existencia de algún tipo de intervención foránea en los actos de sabotaje que se sucedían con más intensidad. El hermano del presidente, Francisco Belaunde Terry, que era diputado por Acción Popular, declaró a la prensa que era “una exageración calificar de actos de terrorismo lo que son cuestiones pueriles”.
La ceguera no era exclusividad del partido de gobierno y de sus ministros. Los políticos de todas las tiendas tampoco tenían clara la situación. Solo por dar dos ejemplos de las antípodas ideológicas: el diputado del Partido Popular Cristiano Celso Sotomarino pensaba que el origen de Sendero Luminoso estaba en un portaaviones ruso anclado en el Caribe cubano; al otro extremo ideológico, para el senador Javier Diez Canseco Cisneros las acciones violentas de los primeros meses del senderismo tenían un “nítido sello de derecha”. Quizá una maniobra de la CIA para sabotear el crecimiento de la izquierda en el Cono Sur. Miopía política que favoreció a las huestes de Abimael Guzmán.
Sendero Luminoso se había preparado durante veinte años para dar el paso a la lucha armada. Su mayor fuerza de adoctrinamiento de campesinos y obreros eran los profesores que pasaron por las aulas de la Universidad San Cristóbal de Huamanga, donde Abimael Guzmán era profesor de Filosofía. Ellos estaban a cargo de los colegios unidocentes de las comunidades y pequeños poblados de la sierra ayacuchana. La ideología de Sendero Luminoso era una mezcla de las teorías de Marx, Lenin y Mao, en especial este último, interpretado por Abimael Guzmán según su particular análisis de la realidad socioeconómica del Perú. Guzmán definía al Perú como un país semicolonial y semifeudal, donde 60 % de la población era campesina sin tierra propia, lo que les obligaba a la servidumbre. La única posibilidad de cambiar esto era a través de una revolución armada del campo a la ciudad, tomando el modelo de guerra de guerrillas de la revolución cultural de la China de Mao. “¡Salvo el poder, todo es ilusión!”, reza uno de los dogmas de Sendero Luminoso.
Una explicación de esta ceguera del nuevo gobierno civil, después de doce años de dictadura militar, es la desaparición de los archivos de inteligencia del Ministerio del Interior en la víspera de la juramentación de Fernando Belaunde. Según se supo luego, estos archivos contenían abundante información sobre Sendero Luminoso, especialmente detalles de sus operaciones en Ayacucho e incluso datos sobre el inicio de la lucha armada y del propio profesor Abimael Guzmán Reinoso, quien era sin atenuantes el líder de esta facción radicalizada del Partido Comunista. Todo desapareció antes de que el ministro De la Jara ingresase a su despacho los días posteriores al 28 de julio de 1980. Las explicaciones sobre este robo de información clasificada del Estado peruano son varias, pero la que tiene más sentido es que los militares sentían vergüenza de admitir que estaban entregando un país con un movimiento terrorista organizado en su gestión, en sus narices. Siguiendo esa lógica, para ellos evitar su desprestigio era más importante que contribuir a la seguridad nacional.
Algunos años después, el general Francisco Morales Bermúdez hizo una sorprendente revelación ante la pregunta de un periodista sobre por qué no hicieron nada para evitar el inicio de la lucha armada: “Teníamos informes de inteligencia que afirmaban que el grupo de Guzmán propugnaba la lucha armada. Pero en esos años, más de sesenta grupos políticos decían lo mismo. No podíamos prever que estos sí lo harían”.
Sin embargo, a pesar de la desaparición de los archivos del Ministerio del Interior, Abimael Guzmán no era un desconocido para los servicios de inteligencia de la Policía y las Fuerzas Armadas. Antes de pasar a la clandestinidad e iniciar acciones armadas, fue arrestado tres veces y conoció las celdas de El Sexto, la cárcel destinada a los presos políticos en Lima. La primera y única foto que se tenía de él es de 1969 y fue tomada después de ser arrestado por participar en las violentas y masivas protestas callejeras en Ayacucho y Huanta para oponerse a la reforma educativa del general Velasco. Fueron días de convulsión que obligaron al gobierno militar a mandar refuerzos de policías a Ayacucho para sofocar la protesta. El saldo fue de catorce personas muertas, entre ellos dos niños, y hubo cincuenta y cinco heridos.
En 1970 Abimael Guzmán fue detenido responsabilizándolo de la muerte de veintidós campesinos de una lejana comunidad de las alturas de Huanta. Su detención duró cuatro meses. Salió en libertad condicional después de que un grupo de intelectuales ayacuchanos firmaran una carta pública pidiendo que lo liberen.
El tercer y último arresto de Guzmán fue la noche del domingo 7 de enero de 1979. Una desactivada huelga general convocada por la Central General de Trabajadores del Perú (CGTP) había movilizado a los detectives más experimentados de la Dirección de Seguridad del Estado con la finalidad de ubicar y detener a los principales políticos de izquierda señalados como agitadores sociales por el gobierno militar. La noche que decidieron salir en busca de ellos, a un veterano policía que conocía de cerca los planes inminentes de la lucha armada que tenía la facción más extremista del Partido Comunista se le ocurrió aprovechar la situación para ir en busca de su líder que, según información privilegiada que tenía, estaba en Lima. Tres podían ser los lugares donde Abimael Guzmán estaba en Lima. La casa de sus suegros en Magdalena, la residencia para alumnos y profesores de la Universidad Enrique Guzmán y Valle (La Cantuta), de Chosica, o la casa de su hermana Clara. Fueron en grupos divididos a los tres lugares y lo encontraron en la cuadra cinco de la avenida Pershing donde vivía el padre de su esposa, Carlos La Torre Córdova. Fue conducido en calidad de detenido a las oficinas de Seguridad del Estado en la Prefectura de Lima. Su familia política de inmediato llamó a la abogada Laura Caller Iberico, quien lo había defendido cuando quedó preso en El Sexto por los sucesos violentos de Ayacucho, pero esta recomendó al doctor Horacio Alvarado, un conocido exjuez y profesor universitario. Cuatro días después, Abimael Guzmán Reinoso salió en libertad favorecido, más que por la acción de habeas corpus que presentó su abogado, por las gestiones que hicieron en su favor cuatro altos oficiales de la Marina, el Ejército y la Policía, quienes llegaron hasta la oficina de los policías que lo interrogaban sobre sus planes de la lucha armada para interceder por él, solicitando en un lenguaje sutil que lo liberasen. Era la manera elegante en que los generales de las Fuerzas Armadas le daban una orden a un subordinado de la Policía en un gobierno militar. Guzmán salió sin cargo alguno y no se le vería cara hasta el sábado 12 de setiembre de 1992. Regresaría al mismo edificio de La Prefectura, pero en calidad del enemigo número uno del Perú, detenido en una cinematográfica operación de inteligencia policial acusado de ser el principal responsable de la muerte de miles de peruanos.
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La inevitable guerra armada planeada por Abimael Guzmán empezó antes de que regresara formalmente la democracia. Sucedió en los últimos días de la dictadura militar, el día previo, cuando millones de peruanos regresaron a las urnas para elegir democráticamente al civil que iba a suceder a los generales que tomaron de facto el poder. Empezó en el caserío ayacuchano de Chuschi y rápidamente se expandió por los pueblos de los Andes sureños. Contra el mito que sostiene que los limeños se dieron cuenta de la existencia de Sendero Luminoso el día que explotó un coche bomba en la calle Tarata de Miraflores, el 16 de julio de 1992, el primer atentado terrorista en la capital también se perpetró antes de que terminase la dictadura militar. El lunes 16 de junio de 1980, doce años antes del monstruoso atentado en el corazón de Miraflores, al otro lado de la ciudad, el local de la Municipalidad de San Martín de Porres fue incendiado con bombas molotov lanzadas por un grupo de jóvenes que gritaba consignas de un supuesto movimiento de campesinos, obreros y trabajadores. Es más, el primero de innumerables apagones en Lima, como táctica para infundir terror, se produjo el mismo día que Belaunde ingresaba a Palacio de Gobierno por segunda vez, el 28 de julio de 1980.
Para Sendero Luminoso, Lima siempre fue un blanco importante y centro neurálgico de sus actividades y atentados. Abimael Guzmán nunca salió de Lima, vivía acompañado de dos mujeres con las que conformaba el comité permanente del grupo terrorista. Desde casas de barrios residenciales dirigía una guerra que iba subiendo sus decibeles de violencia, destrucción y muerte.
La primera víctima mortal de Sendero Luminoso es registrada en el fundo San Agustín de Ayzarca, en Ayacucho, en la víspera de la Navidad de 1980. Pocas horas antes de la Nochebuena un grupo de terroristas irrumpió en la casona y asesinó cruelmente a su propietario. Lo golpearon y le cortaron las orejas, lo desangraron hasta matarlo. Dos días después, los transeúntes madrugadores del centro de Lima vieron con asombro los cadáveres de perros pintados de negro con carteles colgados de sus cuellos que decían “Teng Xiao Ping, hijo de perra”. Los policías que los vieron pensaban que llevaban dinamita, una trampa explosiva que después se conocería con el nombre de “caza bobos”, pero no era así. Para los senderistas era la forma de decir que estaban en desacuerdo con el líder chino que, según ellos, había traicionado las políticas revolucionarias de Mao.
El 15 de agosto de 1981 un ataque senderista al puesto policial de Quinua cobró la primera vida en las fuerzas del orden. El suboficial de la Policía Ramiro Flores Sullca fue el primer policía asesinado por el terrorismo. Las acciones subversivas aumentaban día a día y no daban visos de menguar. El gobierno de Acción Popular desplazó a Ayacucho a las fuerzas especiales de la Policía. Entrenados por veteranos de la guerra de Vietnam, un grupo de élite bautizados como los Sinchis, que en el idioma quechua significa ‘guerreros’, llegó a la ciudad con la consigna de acabar con los hombres y mujeres armados que estaban provocando caos en los pueblos aledaños. Su comportamiento errático produjo resultados inversamente proporcionales. Los métodos que emplearon estos policías deslegitimaron al Estado peruano y le dieron autoridad a Sendero Luminoso.
Cumplidos los dos años de la guerra armada, la cárcel de Ayacucho alojaba a más de setenta presos senderistas. Desde Lima, Abimael Guzmán planeaba dar golpes de alto impacto para demostrar que eran imparables, que su revolución se dirigía de modo inexorable hacia la destrucción del sistema. Un ataque certero al penal de Huamanga estaba en esa dirección estratégica. Y así lo planeó personalmente. El domingo 28 de febrero de 1982 un pelotón de treinta y tres subversivos atacó el frontis de la cárcel. Los guardias que la estaban custodiando respondieron con sus fusiles. Los internos estaban advertidos y preparados para el ataque y desde sus celdas también embestían contra la policía.
Los guardias republicanos que resistían el ataque lograron abatir a dos asaltantes y herir a otros cinco, pero aun así los senderistas se imponían. La fuga era inminente, pero algo falló en sus planes. No llegó a tiempo el camión en donde iban a huir los reclusos liberados a fuego limpio. La fuga masiva fracasó. La furia de Abimael Guzmán fue muy grande. Por teléfono fustigó a un tal camarada “César”, el responsable militar de la operación a quien, en su léxico maoísta, acusó de haber incurrido en “graves desviaciones”. Ordenó repetir el ataque de inmediato a como diera lugar. El 3 de marzo, al mismo grupo de senderistas, mal armados con pocos fusiles, unas quince pistolas ametralladoras y tres carabinas, le bastó media hora para tomar el penal de Huamanga y rescatar a todos sus compañeros presos. La cárcel solo era custodiada por siete guardias republicanos. Las cifras finales estimaron en doscientos cuarenta y siete el número de reclusos fugados, de los cuales al menos setenta y ocho eran presuntos militantes de Sendero Luminoso.
Dos policías murieron en este segundo ataque al penal de Huamanga y esta vez los senderistas se aseguraron de llevar un camión que trasladó a los reclusos fugados a las alturas que rodeaban la capital ayacuchana, donde los esperaban sus camaradas para darles atención médica. Uno de los senderistas que resultó herido en el ataque al penal de Huamanga fue Óscar Ramírez Durand, el camarada “Feliciano”, quien después de recibir una bala en la pierna izquierda quedó renco para el resto de su vida. “Feliciano” fue el único líder en libertad después de la detención de Abimael Guzmán, y se escondió en la enmarañada selva del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). Recién fue capturado el 14 de julio de 1999 en Huancayo.
Al comandante del GEIN, Félix Castro Tenorio, le tocó trabajar en la estación de la Policía de Investigación del Perú (PIP) de Huamanga en esos aciagos años del inicio y proliferación del terrorismo en Ayacucho. Estuvo ahí aquella noche del martes 2 de marzo de 1982 cuando los senderistas, por orden expresa de Abimael Guzmán, quien ya denotaba un carácter obsesivo y compulsivo, insistieron en asaltar la cárcel de Ayacucho.
Castro Tenorio recuerda que esa noche tenía turno de ronda en la ciudad entre las diez de la noche y las dos de la mañana. Los atentados terroristas se producían en cualquier momento y su misión era dar rondas por los lugares estratégicos como el aeropuerto, las estaciones policiales y el penal que acababa de ser atacado. Ese día al apagón general le siguieron ataques armados simultáneos a la comisaría de la Guardia Civil y a las estaciones de la Guardia Republicana y de la PIP. Castro Tenorio estaba de regreso a su base cuando empezó a oír las balaceras en varios puntos de la ciudad. Llegó a su puesto y estaba siendo atacado desde la calle de enfrente. Repelió el ataque por otro flanco. Fue apoyado por un grupo de sinchis que llegó en ayuda de la estación PIP pero no pudieron salir de ahí a apoyar a los policías de la Guardia Republicana que defendían el penal porque el ataque de los senderistas era incesante. Estaba clara la estrategia que tuvieron esa noche. Cercaron a todos los demás policías en sus cuarteles mientras otro grupo de ellos lograba vencer la resistencia de los pocos guardias republicanos que estaban en la cárcel. Cuando cesó el ataque a su estación, Castro Tenorio solo alcanzó a llegar al penal para socorrer a los jóvenes guardias republicanos que habían quedado heridos. Estos fueron trasladados al hospital.
La humillación a la Guardia Republicana fue tal que los subalternos exigían venganza. Recordaron que cinco senderistas, que resultaron heridos en el primer ataque, permanecían internados en el hospital de la ciudad. Fueron violentamente a buscarlos a sus habitaciones. A tres de ellos les dispararon en sus camas y así los sacaron a rastras. Los tres murieron a los pocos minutos cuando eran subidos a vehículos policiales. Los otros dos sobrevivieron. Eucario Najarro Jáuregui estaba conectado a un balón de oxígeno cuando irrumpieron los guardias republicanos no le dispararon, pero sí le quitaron la conexión de oxígeno y pensaron que moriría en minutos. Sobrevivió. La presunta subversiva Felipina Palomino Pacheco tuvo suerte de ser la última, logró esconderse en los cuartos vecinos al escuchar los disparos en las primeras habitaciones donde estaban internados los senderistas Amílcar Urbay Valle (19), Jimy Winsjoe Mantilla (26) y Carlos Alcántara Chávez (20), los tres asesinados de esa madrugada. Esa actitud desesperada y torpe también jugó a favor de Sendero Luminoso. La denuncia del asesinato público convirtió a los policías de héroes a villanos y a los senderistas en víctimas de la fuerza irracional del Estado. Abimael Guzmán había capitalizado el nefasto accionar policiaco.
El segundo golpe de impacto para Sendero Luminoso llegó unos meses después. El 10 de setiembre se llevó a cabo el entierro de la primera mártir senderista. Edith Lagos Sáez era una adolescente que había estudiado la secundaria en una escuela de monjas de Huamanga y había muerto el 3 de setiembre en el vecino departamento de Apurímac.
El agente del GEIN Félix Castro recuerda que Lagos Sáez fue una de las terroristas que fugó del penal de Ayacucho. Subraya que en la estación de la PIP en Huamanga estaba identificada como una de las subversivas más aguerridas. No era un cuadro político, ni mucho menos, pero sí una mujer con liderazgo entre los milicianos. Su padre, un comerciante acomodado de la ciudad con el suficiente dinero como para mandarla a estudiar a Lima en una universidad privada, quería que fuera abogada. Edith Lagos Sáez, o simplemente Edith Lagos para la historia, viajó a Lima en el verano de 1979 para estudiar Derecho en la Universidad de San Martín. Cuando empezó su carrera de leyes no había cumplido siquiera los diecisiete años. Cuando murió en la comunidad de Andahuaylas, tenía diecinueve. Había abandonado la universidad para regresar a Huamanga y unirse a Sendero Luminoso. Pasó a la clandestinidad hasta que fue detenida y encarcelada. Según Castro, no murió en un enfrentamiento con una patrulla policial, tampoco en setiembre, sino el 2 de julio. Dice que Edith Lagos y su novio estaban aprendiendo a manejar y se les malogró el carro en el que practicaban, en un paraje del distrito de Acobamba, de la provincia andahuaylina de Chincheros. No tuvieron mejor idea que asaltar a una camioneta que pasaba por esa zona sin saber que eran policías vestidos de civil. Cuando la joven pareja sacó sus revólveres para someter a los pasajeros de la camioneta, fueron recibidos a balazos. Había sido enterrada en Andahuaylas sin conocimiento de la familia, después se exhumó el cadáver para llevarlo a Huamanga, donde se organizó su multitudinario entierro. Los Lagos Sáez eran una familia reconocida de Ayacucho con la suficiente influencia social como para pedirle al arzobispo de la ciudad que oficiase la misa por sus funerales. El ataúd salió de la iglesia envuelto en una bandera roja con la hoz y el martillo. Los cálculos más conservadores estiman que fueron unas diez mil personas las que acompañaron al féretro que iba custodiado por senderistas armados. Las fuerzas del orden prefirieron no intervenir, se replegaron a sus cuarteles y dejaron todas las calles del centro hasta el cementerio sin su presencia. Ese día Abimael Guzmán decidió hacer oficial el nacimiento del Ejército Guerrillero Popular.
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Hasta ese momento el presidente Fernando Belaunde insistía en enfrentar a Sendero Luminoso solo con los cuerpos policiales (Guardia Civil, Policía Republicana y Policía de Investigaciones) bajo la dirección política del Ministerio del Interior. Pero la presión fue muy fuerte para que las Fuerzas Armadas ingresaran en el combate a la subversión. Desde enero de 1983 se creó el “Comando Político Militar de la Zona de Emergencia” y se le dio a un militar de alto rango la autoridad máxima en el departamento de Ayacucho. Hasta el final del belaundismo hubo tres jefes de este comando en Ayacucho con diferentes matices y estrategias, pero con algo en común: los tres fracasaron estrepitosamente en controlar la subversión que creció exponencialmente. Según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), en el año 1984 se produjo la mayor cantidad de víctimas de asesinato, desaparición y violación de derechos humanos, producidos especialmente en la sierra sur del Perú. En el segundo gobierno de Acción Popular se produjo el 35 % de las muertes y desapariciones de todo el conflicto armado interno, estudiado por la CVR entre los años 1980 y 2000.
La matanza de ocho periodistas limeños en el caserío de Uchuraccay exacerbó la confusión, el recelo y el miedo que empezaron a imponerse en los pueblos de Ayacucho, extendiéndose a otras zonas de la sierra sur. Los periodistas fueron asesinados en enero de 1983 por campesinos quechuahablantes que confundieron sus cámaras fotográficas y micrófonos con armas de fuego. Pensaban que eran senderistas que volvían a vengarse por la muerte de siete de sus compañeros en la comunidad de Huaychao unos días antes. Los comuneros de Uchuraccay estaban hartos de que los senderistas llegaran a su comunidad para robarles sus animales y la poca comida que podían cosechar en sus heladas y descampadas tierras de las alturas de Huanta. La tensión había empezado cuando Sendero Luminoso quiso imponer su estrategia de autoabastecimiento en el campo para cortar el suministro de alimentos a las ciudades. Con el abandono de sus puestos de autoridades civiles y la policía, los campesinos se sintieron cada vez más desamparados y decidieron organizarse para enfrentarse a los sediciosos. Los terroristas habían dinamitado el único camino que conectaba la comunidad con los pueblos vecinos. Dos campesinos habían sido asesinados por una columna senderista como escarmiento por no acatar sus disposiciones. Un hombre fue volado con dinamita por trabajar su chacra en lugar de unirse a los ejercicios de entrenamiento impuestos por ellos. Los campesinos estaban furiosos. Según la comisión investigadora presidencial, encabezada por el escritor Mario Vargas Llosa, los comuneros habían linchado en Huaychao no solo a siete sino a veinticuatro presuntos senderistas en los días previos a la llegada de los periodistas. Una de las conclusiones del informe de la Comisión Vargas Llosa señala que los periodistas fueron atacados con salvajismo, poniendo en práctica un ritual ancestral reservado para quienes se cree que han pactado con los espíritus malignos. Willy Reto, uno de los fotoperiodistas muerto en Uchuraccay, logró disparar su máquina fotográfica segundos antes de que el ataque salvaje de los comuneros terminara con su vida y con la de sus siete colegas. La secuencia fotográfica de Reto da la razón al informe de la comisión investigadora.
La reacción de Sendero Luminoso contra los campesinos militarizados fue brutal. Una de las masacres más sangrientas ocurrió en los pueblos de Santiago de Lucanamarca y Huancasancos en abril de 1983. Los campesinos, sintiéndose protegidos por una base militar instalada cerca de ellos, decidieron romper la prohibición de cultivar y vender productos agrícolas al mercado citadino que les había impuesto Sendero Luminoso, quienes querían interrumpir la cadena de suministro a las ciudades grandes como Huamanga o Huanta. La respuesta senderista fue asesinar a ochenta hombres y mujeres de los dos pueblos. Lo hicieron a machetazos en una escena tan violenta como primitiva. Los comuneros trataron de defenderse en vano con piedras. Dejaron sobre sus cadáveres cartulinas con frases escritas con letras rojas como “Mueran los traidores a la lucha armada”. En la entrevista de El Diario, en el año 1988, Abimael Guzmán reivindica abiertamente su autoría personal de la matanza y el uso del terror.
Enviados a zonas que no conocen, sin muchos recursos logísticos, los militares aplicaron la única fórmula que conocían. Entrenados para la guerra convencional o, en el mejor de los casos, bajo la influencia de la Escuela de las Américas en métodos antisubversivos que privilegia únicamente el aspecto militar desconociendo los elementos psicosociales, políticos y económicos, los militares peruanos en zonas de emergencia imitaban el modelo argentino actuando más como una fuerza de ocupación que como una fuerza protectora para la población civil, especialmente para los campesinos que, para todo efecto práctico, vivieron sometidos entre dos fuegos: por un lado Sendero Luminoso, que quería imponer a la fuerza su “revolución”, y por otro las fuerzas del orden que los trataban como presuntos terroristas o sospechosos de colaborar con los senderistas.
Con esta lógica, en los primeros años de la lucha contrasubversiva se produjeron matanzas indiscriminadas de campesinos por parte de patrullas de las Fuerzas Armadas y de la Policía. Una de las más sonadas fue la muerte de sesenta campesinos en el caserío ayacuchano de Accomarca, en agosto de 1985. El joven subteniente del Ejército, Telmo Hurtado, en un acto de profundo salvajismo, ordenó disparar con fusiles FAL y luego volar a todos los comuneros reunidos en la plaza del pueblo. El oficial Hurtado fue el primero en ser sancionado por esta masacre. La matanza fue tan abominable y tantas eran las evidencias que a la cúpula militar le fue imposible encubrirla, como habían venido haciendo con los casos anteriores.
Desde los albores de la violencia política, organismos de derechos humanos denunciaron la detención-desaparición de muchos jóvenes en el cuartel militar Domingo Ayarza, más conocido como “Fuerte Los Cabitos”, de Ayacucho. Estas denuncias siempre eran respondidas por voces oficiales u oficiosas negando cualquier posibilidad de detenciones arbitrarias, torturas, asesinatos y menos incineración de los cadáveres de personas detenidas, especialmente jóvenes, bajo el cargo de ser presuntos militantes de Sendero Luminoso. A inicios del nuevo siglo, el periodista Ricardo Uceda en su libro Muerte en El Pentagonito, basándose en el testimonio de Jesús Sosa Saavedra, uno de los militares que conformó el escuadrón de la muerte Colina, denunció que en el cuartel ayacuchano no solo se detenía arbitrariamente a muchas personas acusándolas de ser terroristas, sino que se les asesinaba después de torturarlas y, finalmente, sus cadáveres eran incinerados en un horno construido en el mismo cuartel. La CVR investigó estas denuncias recibiendo el testimonio de muchos familiares de detenidos-desaparecidos en Ayacucho, entre los años 1983-1985. También quisieron recibir las versiones de los militares directamente involucrados, pero la mayoría de ellos no quiso colaborar. Conocidas las conclusiones de la CVR, la fiscal de Huamanga Cristina Olazábal denunció por los delitos de secuestro, tortura y desaparición forzada de personas a tres generales del Ejército y a siete oficiales más. Como era predecible, el llamado caso “Los Cabitos” desbordó la jurisdicción ayacuchana y fue a parar al despacho de la fiscal Luz Ibáñez, titular de la Fiscalía Nacional de Derechos Humanos y Terrorismo, quien de manera diligente hizo una prolija investigación que le llevó a hallar cincuenta y ocho fosas clandestinas esparcidas en los 170 mil metros cuadrados que tiene el cuartel militar huamanguino. Los peritos han establecido que, por lo menos, ciento nueve personas fueron maniatadas, amordazadas, vendadas, brutalmente golpeadas y ejecutadas con balas 9 mm en la nuca y en la sien. Encontraron restos reconocibles de cincuenta y tres personas, pero solo pudieron ser identificadas plenamente cinco de ellas. La fiscal Ibáñez también pudo encontrar el horno crematorio y hasta el tanque de combustible que lo abastecía para lograr temperaturas infernales que desintegraban los cuerpos de las víctimas. Treinta y cuatro años después, el viernes 18 de agosto del 2017, la justicia ha sentenciado a los responsables de estas criminales acciones, de esta matanza sistemática, a penas que llegan a los treinta años de cárcel. Sin embargo, ninguno de los sentenciados, ni el exministro de Guerra Óscar Brush Noel, ni el exjefe del “Fuerte Los Cabitos”, Humberto Orbegozo Talavera, o el exjefe de inteligencia de Ayacucho, Edgard Paz Avendaño, se presentaron a la lectura de sentencia. La señora Angélica Mendoza, una mujer que se pasó casi la mitad de su vida exigiendo justicia por la muerte de su hijo Arquímedes Ascarza Mendoza, escuchó la decisión judicial sosteniendo con las dos manos un crucifijo que tenía impreso dos palabras: verdad y justicia. Ya se conoce la verdad. Solo falta que la justicia se concrete. Aunque Mamá Angélica, desafortunadamente, nunca pueda verla. Falleció el lunes 28 de agosto del 2017 a los ochenta y ocho años. Su cuerpo no resistió más una penosa enfermedad.