La decimoprimera operación

Un flash del noticiario 90 Segundos sacudió a la señora Amelia Tello de Núñez, como a muchos peruanos, ese sábado 12 de setiembre de 1992. Alrededor de las diez y treinta de la noche, el Canal 2 interrumpió la película de acción que pasaba y un presentador de noticias dio la noticia que todos querían escuchar hacía mucho tiempo: “Abimael Guzmán ha sido capturado”.

Una gran noticia para la señora Amelia como para la inmensa mayoría de peruanos. Solo que para ella la noticia empezaba a transformarse en pesadilla, conforme se iban conociendo los detalles de la captura. Y es que el lugar donde se escondía el terrorista más buscado del Perú era la casa que ella había alquilado hacía cuatro meses atrás a una guapa bailarina y a su esposo, un arquitecto joven y amable. La señora Amelia no podía creerlo cuando la televisión confirmó el lugar exacto donde había caído el monstruoso líder de Sendero Luminoso: la casa que tenía el número 459 de la Calle 1, en la urbanización Los Sauces de Surquillo. Esa casa ni siquiera era suya. Era de propiedad de su hermana Lucero, quien vivía en Italia junto con su esposo, y le había pedido el favor de administrarla en su nombre mientras ella residía en el extranjero.

Varias preguntas le vinieron a la mente a la señora Amelia, que comenzaba a preocuparse mientras sus vecinos del barrio salían a festejar eufóricos y emocionados: ¿Qué tenían que ver con el terrorismo sus dos inquilinos que daban la impresión de ser una pareja pacífica y de bien? ¿Cómo así entró a la casa el hombre más buscado del país sin que nadie lo viera? ¿Qué pasará con ella cuando la Policía se entere de quién era la casa que servía de escondite al hombre responsable de miles de muertes y de la destrucción del país? ¿Cómo podrían reaccionar los terroristas cuando sepan que su líder cayó en la casa que ella les alquiló, acaso pensarían que su familia los delató? ¿Podría recuperar la casa de su hermana, después de todo esto? Estas interrogantes la asaltaban cuando todo el Perú salía a las calles a festejar, sin importarles que fuese casi la medianoche. Los peruanos se acostaron esa noche de sábado con la esperanza de que el país podía cambiar.

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Apenas cinco horas antes de conocerse la noticia, Patricia Awapara Penalillo y su pareja Celso Garrido-Lecca Seminario llegaron a la casa de la urbanización Los Sauces sin imaginar, ni siquiera remotamente, que la visita a Maritza Garrido-Lecca los iba a involucrar en una noticia de alcance global, asociándolos a la dirigencia de uno de los grupos terroristas más letales del mundo. Patricia Awapara y Celso Garrido-Lecca tuvieron la mala suerte de ser un “daño colateral”. Víctimas de la torpeza o desinteligencia de un general de la Policía, que se montó a última hora a la Operación Victoria del GEIN, fueron grabados junto con Abimael Guzmán y los demás senderistas detenidos esa noche. Horas después ese video fue presentado por el presidente Alberto Fujimori a los medios. Desde ese momento Patricia y Celso eran, al menos para la opinión pública y para no pocas autoridades, parte de la cúpula senderista.

Veinticinco años después, Patricia Awapara decidió romper su silencio. Contar cómo conoció a Maritza Garrido-Lecca y lo que vivió esa noche que cambió su historia y la historia del Perú. Ahora es una mujer madura, madre de una adolescente, sigue siendo una excelente bailarina de danza moderna, solo que a ese talento del movimiento y la coreografía le ha sumado la tranquilidad espiritual que practica e inspira una maestra de yoga. Está sentada en un ambiente de su academia de danza moderna, que es también una escuela de yoga, además de su casa, en Magdalena, el barrio donde siempre vivió. Celso Garrido-Lecca ya no es su pareja, él ha regresado a vivir a Chile. Patricia hace el esfuerzo para recordar los detalles de esa noche. Recuerda, por ejemplo, que esa tarde de sábado era la tercera vez que visitaban a Maritza en esa, su nueva casa, donde vivía con Carlos Incháustegui desde el mes de mayo. Patricia y Celso estuvieron a punto de dejar una nota debajo de la puerta porque por varios minutos no respondían sus llamados. No era raro en Maritza, siempre se demoraba en abrir, pero esa tarde la espera se prolongaba más de lo usual. Se miraron como para dar media vuelta y volver a casa, cuando escucharon al fondo la voz delgada de la sobrina de Celso que gritó: “ahorita salgo, Patricia”. Maritza Garrido-Lecca abrió la puerta y los hizo pasar. Adentro los saludó Carlos Incháustegui.

Esta escena era seguida por el equipo de vigilancia fija del GEIN desde “El Castillo”, como llamaban al cuarto del tercer piso de una casa ubicada exactamente enfrente. Por todo lo que vieron, oyeron y encontraron los policías tenían fundadas sospechas de que ahí estaba el “Cachetón”, el seudónimo que le pusieron a Abimael Guzmán para comunicarse por radio. Ese sábado estaban ahí para allanar la casa y nada iba a evitarlo. En enero de 1991, Guzmán había escapado por unas horas de una casa en la exclusiva zona de Chacarilla que era su escondite.

Patricia Awapara, Celso y Maritza Garrido-Lecca y Carlos Incháustegui pasaron las dos horas conversando distendidamente y tomando el vino chileno de caja que habían llevado los visitantes. Patricia cuenta que estuvieron sentados en la sala semivacía donde Maritza daba clases de danza. Hablaron probablemente de la familia, de teatro, música o danza, pero no de política, ni de atentados terroristas, tampoco de Sendero Luminoso o de Abimael Guzmán. Veinticinco años después no podría precisarlo. Lo que sí recuerda es que a los pocos segundos de haber salido escuchó una voz vehemente y después vio a un hombre y a una mujer que empuñando cada uno un revólver gritaban ser policías. Después escuchó un sonido parecido a un balazo. Todo fue muy rápido y confuso hasta que terminó tirada boca abajo en el pequeño jardín interior junto con su pareja Celso y los dueños de casa, con más hombres y mujeres armados a su alrededor. Los siguientes minutos y horas de esa noche de sábado fueron de extrema confusión y miedo para Patricia, quien relata que permaneció todo ese tiempo en uno de los ambientes del segundo piso de la casa. Uno de los hombres armados que la cuidaba abajo le dijo que eran policías de narcóticos, arriba escuchó a alguien hablar con acento de gringo masticando español, felicitando por la operación; eso solo acrecentó su confusión. No sabía que era el agente “Gitano”, que había perfeccionado la técnica de la imitación como parte de sus cubiertas de seguimiento, y esa noche ponía en marcha una estrategia psicosocial preventiva haciéndose pasar por un supuesto policía gringo. No entendía nada. Hasta que pidió ir al baño y la agente Elena Vadillo le explicó que en esa casa habían capturado a Abimael Guzmán. Quedó helada. Empezó a entender la transformación que había visto en Maritza Garrido-Lecca desde que la conoció a finales de 1990. Su paso de un pequeño departamento de la avenida Garzón de Jesús María a una casa bien ubicada en San Antonio, su repentina mudanza a la casa de Los Sauces, la cocina repleta de platos sucios, que un día descubrió sin querer, inexplicable para una casa donde vivían solo dos personas. El automóvil nuevo que manejaba y que decía era prestado. Su cambio de peinado y forma de vestir. Por qué ya no tenía ese “Ángel especial en escena” que había visto en ella la primera vez que la vio bailar. La razón por la que nunca le enseñó ninguna de las dos casas donde vivía con Carlos Incháustegui. Lo que no entendía era por qué Maritza cuidaba al monstruo Abimael Guzmán.

Mientras los hombres del GEIN coronaban la Operación Victoria, la captura tomó a todo el mundo por sorpresa; incluyendo a la cúpula del poder. El presidente Fujimori descansaba en un villorrio perdido de la selva, después de haber pescado en una cocha del río Amazonas cercana a Iquitos. Aunque, varios años después, su hijo Kenji dijo que su padre no estaba pescando en Iquitos esa noche, sino en el aeropuerto militar del Callao a punto de viajar a provincias y, cuando se enteró de la captura, destapó un champagne y brindó con los militares que lo acompañaban. Kenji era un niño que esa noche estaba con su padre. Su superasesor de inteligencia, Vladimiro Montesinos, terminaba de comer conejos en una casa campestre de Chaclacayo. Los ministros, incluidos los de Defensa e Interior, ambos generales del Ejército, asistían a un cóctel en la residencia del embajador británico en Lima en honor del ministro del Interior del Reino Unido, Kenneth Clarke, quien estaba de visita en el Perú ofreciendo ayuda para la lucha contra el narcotráfico. Nadie interrumpió esa reunión de diplomáticos, políticos, empresarios, militares y periodistas, rociada de mucho whisky inglés, que ofrecía el embajador británico. Los últimos en dejar la casa del embajador fueron advertidos por sus guardias de seguridad que habían capturado a Abimael Guzmán. No sabían nada, pensaban que era una broma, pero sus guardaespaldas les dijeron que ya lo habían anunciado en la televisión. Antes que Fujimori y Montesinos, en el Perú, el presidente estadounidense George Bush, padre, ya había sido informado de la captura. Lo supo a los pocos minutos, porque ese sábado, desde las primeras horas de la tarde, Bob estuvo al tanto de las operaciones, el enlace de la Central de Inteligencia Americana (CIA) en la oficina del comandante Benedicto Jiménez, quien era el jefe operativo del GEIN. Bob o “Superman”, como le decían los policías por su parecido al actor Christopher Reeve, era un personaje conocido en el Grupo Especial de Inteligencia; era él quien todos los meses entregaba la ayuda económica en efectivo para sufragar los viáticos de los ochenta agentes en el campo. La CIA había colaborado con equipos electrónicos de avanzada para la época, había construido las oficinas del GEIN en el edificio sin terminar erigido enfrente de la Prefectura de Lima. Así que, ese sábado, Bob permaneció todo el tiempo en la oficina de Jiménez y se enteró de la captura de Abimael Guzmán en el mismo momento en que el mayor Luis Valencia Hirano dijo por la frecuencia de radio: “¡Acero… bingo, bingo! ¡Tenemos al ‘Cachetón’!”. En ese momento Bob salió a llamar por teléfono a su jefe en Lima y este avisó de inmediato a su central en Virginia. A los pocos minutos el presidente estadounidense George Bush estaba enterado de todo. Fujimori dormía en una apacible carpa en medio de la selva, exhausto de tanto practicar su deporte favorito. Montesinos no podía comunicarse con él para avisarle. Estaba desesperado porque quería que Fujimori diera la orden para que la Dirección Nacional Contra el Terrorismo (DINCOTE) le entregase a Abimael Guzmán. Pero ya era demasiado tarde. El general de la Policía que se montó a última hora en la Operación Victoria tenía el control del detenido y a toda la prensa nacional e internacional en la puerta de su oficina como el mejor seguro para que no le quitasen su trofeo. Luego filtraría un video para inmortalizarse como el “Cazador de Abimael”. Había nacido un héroe.

Pero, ¿cómo hicieron los héroes de verdad, ese puñado de policías que vivió y sufrió de cerca la violencia terrorista? Los que poco a poco, con errores y aciertos, fueron entendiendo la naturaleza, organización y estrategias de Sendero Luminoso y que un día cambiaron la manera de investigarlo, de desbaratarlo con inteligencia, sin violencia y sí con mucha persuasión. Hombres y mujeres que trabajaban dieciocho horas al día sin descanso semanal a cambio de un salario ínfimo. Sin las mínimas condiciones para enfrentarse a un enemigo tan devastador como fanático. Esta es una historia real que, veinticinco años después, se puede contar con detalles porque el tiempo se ha encargado de poner las cosas en su lugar. Esta es la historia del Grupo Especial de Inteligencia de la Policía del Perú, el GEIN.