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Rojo

Ikatza había vuelto a traerle un pájaro muerto. Un gorrión. El segundo en tres días. A veces le trae ratones. Se conoce que la gata tiene esa manera de contribuir a la economía familiar o de mostrar agradecimiento por el trato que recibe de su dueña. Sin la menor dificultad sube por el tronco del castaño de Indias hasta una rama que le permite saltar a uno de los balcones del tercer piso; de este pasa al de Bittori, donde acostumbra depositar sus presas de regalo en el suelo o sobre la tierra de alguna maceta. Si encuentra la puerta abierta, no es raro que las deposite en la alfombra de la sala.

—¿Cuántas veces he de repetir que no me traigas bichos?

¿Le causan asco? Un poco, pero no le da por los remilgos. Lo malo para ella es que los regalos de Ikatza le suscitan la idea de la muerte violenta. Al principio los barría con la escoba hacia la calle; pero algunos caían sobre los coches aparcados delante del portal y, claro, no es plan. Para evitar rencillas con los vecinos, hace tiempo que lleva los animales muertos a la parte trasera de la casa; se sirve de un palo para ponerlos en el recogedor y, con el debido disimulo, los tira a las zarzas.

Estaba, guantes de goma, en esta ocupación cuando sonó el timbre. Para que su madre no se sobresalte, Xabier suele anunciar su llegada antes de abrir la puerta.

Al ver los guantes:

—¿Te pillo limpiando?

—No te esperaba.

Hijo alto, madre baja y roce de mejillas en el recibidor.

—Tenía cita con el abogado. Un asunto de poca monta que apenas me ha retenido unos minutos. Como me pillaba cerca, he pensado que podía hacerte una visita y de paso sacarte sangre. Así te libras de ir mañana al hospital.

—Bueno, pero intenta hacerme menos daño que la última vez.

Xabier, que tiende a callado, hablaba de cualquier cosa con tal de distraer a su madre. De los hermosos ojos soñolientos de Ikatza, que se lamía las patas encima del sillón. De la predicción del tiempo. De lo caras que están las castañas este año.

—¿Y a ti qué te importan las castañas con el sueldo que ganas?

Bittori, el brazo remangado, apoyado por el codo en la mesa de la sala, quería hablar, no que le hablasen. Un tema le hinchaba la boca: Nerea.

Nerea esto, Nerea lo otro. Quejas, entrecejo fruncido, reproches.

—Te lo digo a ti porque eres mi hijo y hay confianza. No puedo con ella. No he podido nunca. Decían que el primer parto es el peor, que para los siguientes ya está el camino despejado. Pues a mí me dolió más su parto que el tuyo. Pero, vamos, mucho más. Y luego, qué niña tan difícil. Y de adolescente, ni te cuento. Y ahora, aún peor. Yo pensé que después de lo del aita sentaría la cabeza. Me amargó el luto.

—No digas eso. A su manera ha sufrido tanto como tú y como yo.

—Sé que es mi hija y no debería hablar así, pero ¿para qué callar lo que siento si, aunque me calle, no voy a dejar de sentirlo? Cada vez me resulta más difícil no cogerle manía. Ya no tengo años para aguantar ciertos comportamientos, ¿me entiendes? Hace cuatro días que se fue a Londres con el vivalavirgen de su marido.

—Te recuerdo que mi cuñado tiene nombre.

—No lo trago.

—Enrique, si no te importa.

—Para mí se llama Nolotrago.

La aguja penetró con facilidad en la vena. La fina sonda se coloreó rápidamente de rojo.

Rojo. Xabier, Xabier, tienes que ir a tu casa, a tu padre le ha pasado algo. Se entendía que algo malo. Y esas palabras, le ha pasado algo, se quedaron resonando dentro de él en un presente interminable, bruscamente despedido del fluir del tiempo. No le dieron más detalles ni él se atrevió a preguntar; pero ya se daba cuenta, por la cara de la compañera que le comunicó la noticia y por el gesto de cuantos se cruzaban con él por los pasillos, de que a su padre debía de haberle ocurrido algo muy grave, algo muy rojo, lo peor. En ningún momento pensó en la posibilidad de un accidente. Vio, por el trayecto hacia la salida del hospital, cejas compungidas, frentes estriadas de horror/compasión y a un viejo compañero que bruscamente se dio la vuelta para no coincidir con él en el ascensor. Así pues, ETA. Mientras atravesaba la explanada del aparcamiento, estableció tres grados de gravedad: movilidad restringida, toda la vida en silla de ruedas, el ataúd.

Rojo. Le temblaba tanto la mano que no acertaba a introducir la llave de contacto en la cerradura. Y se le cayó al suelo del coche y tuvo que bajarse y buscarla debajo del asiento. Quizá habría sido más sensato viajar en taxi. ¿Pongo la radio, no la pongo? Con las prisas se le había olvidado despojarse de la bata. Hablaba solo, maldijo semáforos en rojo, soltó palabrotas. Finalmente, a la vista de las primeras casas del pueblo, decidió conectar la radio. Música. Giraba, nervioso, la ruedecilla. Música, publicidad, trivialidades, bromas.

Rojo. La Ertzaintza lo obligó a desviarse. Aparcó en zona prohibida detrás de la iglesia. Si me multan que me multen. Llovía con intensidad y él recorrió el camino lo más deprisa que pudo. Para entonces ya había escuchado la noticia por la radio, si bien el locutor no tenía constancia del estado físico de la víctima. Y además dijo mal el apellido. Entre el garaje y la casa de sus padres, Xabier vio la mancha de sangre, mezclada con el agua de la lluvia que la arrastraba poco a poco hacia el bordillo de la acera. Andaba tan deprisa, tan nervioso, que por poco la pisa. Ante los agentes de la Ertzaintza se había identificado como hijo. ¿Hijo de quién? Nadie se lo preguntó. La bata blanca le abrió el camino, si no es que tenía tan claro aspecto de familiar del tiroteado que a ningún ertzaina se le pasó por la cabeza preguntarle adónde iba.

—Todavía no me ha llamado.

—Quizá sí te llamó y tú habías salido. Yo te llamé ayer y anteayer. No te pusiste. Es una de las razones por las que he venido a verte. Quería asegurarme de que te encuentras bien.

—Y si tanta preocupación tenías, ¿por qué no has venido antes?

—Porque sabía dónde estabas y dónde has pasado las últimas noches. Lo sabe todo el pueblo.

—¿Qué sabe nadie de mí?

—Saben que te bajas del autobús en la parada del polígono industrial y que luego te diriges a la casa procurando no cruzarte con la gente. Me lo ha contado en el hospital alguien que te vio. Por eso no me alarmé. Y puede que Nerea haya hecho varios intentos de hablar contigo. No te voy a preguntar por tus intenciones. Es tu pueblo, tu casa. Pero en el supuesto de que te propongas revivir historias del pasado, te agradecería que me mantuvieras al corriente.

—Son cosas mías.

Xabier guardó sus instrumentos y la prueba de sangre de su madre en el maletín.

—Soy parte de esa historia.

Se acercó a la gata, que dócilmente se dejó acariciar. Dijo que no se quedaba a comer. Dijo otras cosas. Besó a su madre antes de marcharse, y como sabía que ella se asomaría a la ventana, antes de meterse en el coche levantó la vista y, suponiéndola detrás del visillo, le hizo adiós con la mano.