Las nueve de la noche. En la cocina, la ventana abierta para que saliera a la calle el olor del pescado frito. El telediario empezó con la noticia que Miren había oído de víspera en la radio. Cese definitivo de la lucha armada. No del terrorismo como dicen esos, que mi hijo no es terrorista. Y se volvió hacia su hija:
—¿Has oído? Paran otra vez. Ya veremos hasta cuándo.
Arantxa parece que no se entera, pero lo capta todo. E hizo un leve movimiento con su cara medio ladeada, ¿o es el cuello el que está torcido?, como para expresar una opinión. Con ella uno nunca está seguro; pero por lo menos Miren tuvo la certeza de que su hija había entendido.
Con el tenedor le fue partiendo los dos trozos de merluza rebozada. Los bocados, no muy grandes para que pueda ingerirlos sin dificultad. Así lo recomienda la fisioterapeuta, que es una chica muy maja. No es vasca, pero bueno. Arantxa se tiene que esforzar. Si no, no hará progresos. Y el borde del tenedor, al chocar contra el fondo del plato, hacía un ruido enérgico, de loza enfadada, y por un momento, rota la capa del rebozado, salía de la carne blanca del pescado una nubecilla de vapor.
—A ver qué excusa se inventan ahora para no dejar libre a Joxe Mari.
Tomó asiento a la mesa, cerca de su hija, sin quitarle ojo. No se fiaba. Ya se les había atragantado en varias ocasiones. La última, en verano. Tuvieron que llamar a la ambulancia. Un escándalo de sirena por todo el pueblo. Qué susto, Dios. Para cuando llegaron los sanitarios, ella misma se había sacado de la garganta un pedazo de solomillo así de grande.
Cuarenta y cuatro años. La mayor de tres. Luego Joxe Mari, en Puerto de Santa María I. Hasta allí abajo nos hacen ir. Cabrones. Y por último el pequeño. Ese va a lo suyo. A ese ni le vemos.
Arantxa agarró el vaso con vino blanco que le había servido su madre. Lo levantó, se lo llevó temblorosamente a la boca con la única mano que tenía disponible. La izquierda es un puño muerto. La mantenía como siempre pegada al costado, cerca de la cintura, inutilizable debido a una contracción espástica. Y le arreó un buen trago al vino, lo cual, según Joxian, es una alegría si pensamos que hasta no hace mucho Arantxa se alimentaba por una sonda.
Le resbaló algo de líquido por la barbilla, pero no importa. Miren se apresuró a limpiársela con la servilleta. Una chica tan guapa, tan sana, con tanto futuro, madre de dos criaturas, y ahora esto.
—Qué, ¿te gusta?
Arantxa sacudió la cabeza como diciendo que no le hacía mucha gracia el pescado.
—Oye, pues no es barato. Menos mimos.
En el televisor se sucedían los comentarios. Bah, políticos. Paso importante para la paz. Exigimos la disolución de la banda terrorista. Se abre un proceso. Camino a la esperanza. Fin de una pesadilla. Que entreguen las armas.
—Dejan la lucha a cambio de qué. ¿Se han olvidado de la liberación de Euskal Herria? Y los presos que se pudran en la cárcel. Cobardes. Hay que acabar lo que se empieza. ¿Te suena la voz del que ha leído el comunicado?
Arantxa masticaba despacio un trozo de merluza. Negó con la cabeza. Algo más quería decir y, alargando el brazo bueno, le pidió a su madre que le alcanzara el iPad. Miren estiró el cuello para leer en la pantalla: «Falta sal».
Joxian llegó poco después de las once de la noche con un mazo de puerros. Había pasado la tarde en la huerta. Una afición que tiene el hombre, ya jubilado. La huerta está pegada al río. Cuando el río se desborda, la última vez a principios de año, adiós huerta. Hay cosas peores, dice Joxian. Tarde o temprano el agua se retira. Él seca las herramientas, barre la cabaña, compra nuevas crías de conejo, renueva las hortalizas que no se pueden aprovechar. El manzano, la higuera y los avellanos aguantan la inundación, y eso es todo. ¿Todo? Como el río arrastra residuos industriales, después la tierra echa un olor fuerte. Él dice que a fábrica. Miren le replica que:
—A veneno. Algún día nos vamos a morir con unos dolores de tripa espantosos.
Otra afición cotidiana de Joxian es echar la partida por las tardes. Los cuatro amigos se juegan un porrón al mus. Ahí abajo, yendo a la plaza del pueblo, en el bar Pagoeta. Lo de que sólo beben un porrón entre cuatro está por ver.
Por la forma de sostener los puerros supo Miren que venía con el morro caliente. Le dijo que se le iba a poner la nariz roja como a su difunto padre. Hay una señal infalible de que ha bebido: cuando le da por rascarse el costado derecho, como si le picara en la zona del hígado. Entonces no hay duda. Pero no es que vaya por la calle haciendo eses; eso, no. Ni le pica nada. Su manía es rascarse el costado como la de otros es hacer la señal de la cruz o tocar madera.
No sabe decir que no. Ese es el problema. Sopla en el bar porque los demás también soplan. Y si uno de ellos dijera: «Hala, vamos a tirarnos de cabeza al río», Joxian iría detrás como un corderito.
En fin, llegó a casa con la boina torcida, los ojos brillantes, rascándose la camisa a la altura del hígado, y se puso sentimental.
En el comedor le dio un beso lento, cariñoso, casi un chupetón, a Arantxa en la frente. Por poco se cae encima de ella. Miren, en cambio, lo rechazó.
—Quita, quita, que hueles a taberna.
—Mujer, no seas dura.
Alargó hacia él las dos manos abiertas para mantenerlo a distancia.
—En la cocina tienes pescado. Estará frío. Te lo calientas, pues.
A la media hora, Miren lo llamó para que la ayudara a acostar a Arantxa. La levantaron de la silla de ruedas, él agarrando de un brazo, ella del otro.
—¿La tienes?
—¿Eh?
—Que si la tienes. Dime si la tienes antes de tirar los dos para arriba.
Un pie equino le impide a Arantxa caminar. A veces da unos pasos. Pocos, inseguros. Con bastón o asistida por otra persona. Andar por casa, comer sola, recuperar el habla, son las principales esperanzas de la familia a medio plazo. A largo plazo ya veremos. La fisioterapeuta les da ánimos. Es muy maja. Habla muy poco euskera, casi nada, pero en este caso no importa.
Entre el padre y la madre la pusieron de pie junto a la cama. Lo habían hecho muchas veces. Tenían práctica. Y, además, Arantxa, ¿qué pesaría por entonces? Cuarenta y tantos kilos. No más. Con lo fuertota que había sido en sus buenos tiempos.
Su padre la sostuvo mientras Miren retiraba hacia la pared la silla de ruedas.
—No la dejes caer.
—¡Cómo voy a dejar yo caer a mi hija!
—Tú, capaz.
—Bobadas.
Y se miraron hostiles, de mal humor, él con los dientes apretados como para retener dentro de la boca alguna palabra fea. Miren apartó la colcha y después, los dos juntos, con cuidado, despacio, ¿la tienes?, tendieron a Arantxa encima de la cama.
—Ya te puedes ir, que la voy a desnudar.
Entonces Joxian se inclinó para besar la frente de su hija. Y le dio las buenas noches. Y le dijo: «Hasta mañana, polita», mientras le acariciaba la mejilla con el nudillo de un dedo. Y se dirigió, rascándose el costado, hacia la puerta. Ya casi había salido de la habitación cuando se dio la vuelta y dijo:
—Al venir del Pagoeta he visto luz en casa de esos.
En aquel momento, Miren estaba descalzando a su hija.
—Habrá ido alguien a limpiar.
—¿A limpiar a las once de la noche?
—A mí esa gente no me interesa.
—Bueno, ya te he dicho lo que he visto. Igual les da por volver al pueblo.
—Igual. Ahora que no hay lucha armada se pondrán chulitos.