Dos cagadas blancas, ya secas, en la losa, y una, todavía más grande, chorreada sobre los nombres de la lápida. Atribuyó, renegante, la fechoría a las dichosas palomas. Un pájaro, ¿cómo va a soltar semejante cantidad de excremento? Cientos, miles, un mar de tumbas y las guarras tenían que venir a soltar la plasta en la del Txato.
—Te han puesto fino, marido. Esto quizá te traiga suerte.
Siempre con sus bromas. ¿Qué iba a hacer? ¿Abrirse a diario la herida? Limpió lo que pudo con hojas secas y manojos de hierba arrancados de aquí y de allá. Los últimos restos se los confió a la siguiente lluvia. Esto lo susurró contemplando el horizonte sobre la ciudad, donde se veía una lejana nube solitaria. Y, como de costumbre, extendió el cuadrado de plástico y el pañuelo.
—Voy todos los días al pueblo. A veces llevo comida para calentarla allí. ¿Sabes qué? He puesto un geranio en el balcón. Como lo oyes. Uno bien grande y rojo para que sepan que he vuelto.
Le contó que ya no se apeaba en la parada del polígono industrial. Y anteayer, no te lo vas a creer, reunió valor para entrar en el Pagoeta. Eran las once de la mañana. Había poca gente. A primera vista, ningún conocido. El hijo del tabernero servía detrás de la barra. Bittori llevaba varios días mortificada por la tentación de poner los pies, después de tantos años, en aquel sitio. Ni siquiera tenía sed. Ni sed ni hambre y, si la apuran, tampoco curiosidad, sino algo más intenso que hervía en lo hondo de sus pensamientos.
—Bueno, yo ya me entiendo.
Salía hasta la calle el típico rumor de voces punteado por alguna que otra risotada. ¿Entro, no entro? Entró. Al punto se hizo el silencio. Habría como una docena de clientes. No los contó. Se callaron todos a una, desviando la mirada, ¿hacia dónde? Pues hacia donde no estaba ella. Y el chaval que pasaba el trapo por entre los platillos de los pinchos tampoco la miraba. Un silencio ¿agresivo, hostil? No, más bien de interrogación, de extrañeza. Que si estaba segura.
—Txato, esas cosas se notan.
La barra tiene forma de L. Bittori se colocó en el lado más corto, de espaldas a la entrada. Aprovechó que no le prestaban atención para observar el local. El suelo de baldosas a dos colores, el ventilador colgado del techo, las baldas con filas de botellas. Descontando unos cuantos detalles, el bar presentaba el aspecto de siempre. Estaba igual que cuando Bittori entraba a comprarles polos a sus hijos pequeños. Los inolvidables polos de naranja y de limón del Pagoeta, que no eran más que refrescos congelados dentro de un molde, con su palito para agarrar.
—No ha cambiado apenas nada, te lo juro. Las mesas donde jugabais a cartas los hombres siguen en su sitio, pegadas a los listones de la pared. El comedor, al fondo. Los servicios, bajando la escalera. No hay futbolín ni una máquina de las bolas como aquella que hacía tanto ruido, pero sí una tragaperras. De lo poco nuevo que he visto. Ah, y la hucha para los presos encima de la barra. Carteles de fútbol y traineras en lugar de los antiguos de toros, y para de contar. Ahora parece que el negocio lo lleva el hijo.
Por fin se acercó a ella:
—¿Qué va a ser?
En vano intentó que su mirada y la de él se cruzasen. El chaval, treinta y tantos años, para ella un chaval, aro en una oreja, un mechón de pelo en el cogote, seguía atareado con el trapo, pero no más allá, a dos o tres metros, como antes, sino justo delante de Bittori. Le preguntó para obligarlo a hablar si tenía descafeinado de máquina. Tenía. Los demás reanudaron sus conversaciones. A Bittori no le sonaban las caras. Aunque ese de pelo blanco, ¿no será por casualidad...?
—No tengo la menor duda de que todos estaban pensando lo mismo. Es la mujer del Txato. Cuando salí me dieron ganas de volver la cara y decirles tranquilamente desde la puerta: Soy Bittori, ¿qué pasa? ¿No puedo estar en mi pueblo?
No mostrar amargura. No llorar en público. Mirar de frente a las personas, a las cámaras fotográficas. Se lo prometió en el tanatorio, con el Txato dentro de la caja.
—¿Qué se debe?
El tabernero pronunció una cantidad sin levantar los ojos. Por no hurgar en el monedero, Bittori le pagó con un billete de diez. Mientras esperaba las vueltas, se acercó al ángulo de la L. Allí estaba. ¿Qué? La hucha. En la parte frontal, una pegatina: Dispersiorik ez. Le ardía una irresistible tentación que le fue bajando por el brazo izquierdo hasta el codo, hasta la mano, hasta el dedo meñique. Que no me vean, que no me vean. Como quien no quiere la cosa, alargó el dedo hasta rozar con la uña la parte inferior de la hucha. Nada, ni medio segundo, pues al punto retiró el dedo como si hubiera tocado una llama.
—No me pidas que te lo explique porque yo misma no lo entiendo. Me dejé llevar.
Salió a la calle. Cielo azul, coches. Antes de llegar a la esquina, la vio.
—Al principio no la reconocí.
Y cuando supo quién era, ¡Jesús, María y José!, se quedó paralizada por la impresión y también por una especie de congoja. Lo que se dice paralizada-paralizada. Como que ellas siguieron su camino y Bittori no fue capaz de moverse del sitio. Clavada al suelo. Pero si es...
—Deja que te cuente.
Bittori subía por la parte soleada de la calle. Por la acera opuesta bajaban algunas personas, entre ellas una señora bajita, con rasgos como los de los indios de los Andes. Del Perú o de por ahí. Y nada, esa señora empujaba una silla de ruedas, y en la silla iba sentada una mujer con la cabeza ligeramente caída hacia un hombro y una mano cerrada como los que no la pueden abrir. La otra, en cambio, podía moverla.
—Entonces me di cuenta de que me hacía señas. En todo caso sacudía la mano cerca del pecho, como saludándome. Y me miraba, pero no de frente. A ver cómo te lo explico. Con la cara ladeada y una gran sonrisa, una sonrisa violenta, con un poco de saliva en un costado de los labios y los ojos achinados. A primera vista irreconocible, te lo juro. Parecía como que le estaba dando una convulsión, ¿entiendes? Pues bien, era Arantxa. Está paralítica. No me preguntes qué le ha pasado. No tuve arrestos para cruzar la calle y preguntárselo.
No estaba segura de si Arantxa la había saludado o le había hecho señas para que se acercase. La mujer que la cuida no se percató, atareada con la silla de ruedas. Conque se la llevó calle abajo, sin prisas, y Bittori, sintiéndolo de veras, permaneció en el sitio hasta que las perdió de vista.
—En fin, Txato, ya te lo he contado. ¿Y qué quieres que te diga? Me da pena. Arantxa ha sido siempre para mí la mejor de esa familia. Ya cuando era niña me caía simpática. La más sensata y normal de todos ellos, y la única, como te he contado alguna vez, que se compadeció de mí y de nuestros hijos.
Recogidos el cuadrado de plástico y el pañuelo, Bittori se dirigió a la salida del cementerio. Dio un rodeo, ahora por aquí, ahora por allá, siempre con la mira puesta en no encontrarse con nadie. Ya casi al final del camino, en el hueco entre dos tumbas, vio una paloma y al palomo hinchado que la cortejaba. ¡Hospa! Espantó a las aves pisando con fuerza el suelo.