Bittori era más de tostadas con mermelada y descafeinado de máquina; Miren, de chocolate con churros. ¡Con lo que engordan! Le daba igual. ¿Se llevaban bien? Muy bien, íntimas. Un sábado iban las dos juntas a una cafetería de la Avenida, el siguiente a una churrería de la Parte Vieja. Siempre a San Sebastián. Decían San Sebastián como decían Donostia. No eran estrictas. ¿San Sebastián? Pues San Sebastián. ¿Donostia? Pues Donostia. Se arrancaban a conversar en euskera, pasaban al castellano, vuelta al euskera y así toda la tarde.
—¿Imaginas que nos hubiéramos metido monjas?
Y se reían. Sor Bittori, hermana Miren. En ese plan. Hacían, peinadas de peluquería, recuento de las habladurías del pueblo, entendiéndose sin escucharse, pues la mayor parte del tiempo hablaban las dos a la vez. Criticaban al cura, ese faldero; despellejaban a las vecinas; de casa y de la cama, se lo contaban todo. La espalda peluda de Joxian, las cochinadas lascivas del Txato. Lo que se dice todo.
También esto:
—Sabemos que está en Francia, pero no en qué pueblo. Por fin el bandido nos ha escrito. El pobre Joxian no duerme del disgusto. Se pregunta qué hemos hecho para que nos pase esto.
Era tarde de tostada, de lluvia y viento. La cafetería, llena. Ellas tenían su rincón donde hablar sin que nadie las incordiase.
—No te he podido traer la carta. No nos deja Joxe Mari. Ponía que la rompamos. Conque, ris ras, aunque me dolía, no te creas, la he hecho pedazos. Joxian, histérico. Que si no veo que se puede recomponer la carta juntando las partes. Huy, chico, pues cómetela. Ha cogido las cerillas y les ha pegado fuego a los papeles en el fregadero.
Trajo la carta anoche la novia o lo que sea, porque hoy día no se sabe. Tesis de Miren: se arrejuntan como conejos. Claro, como hay medios para no quedarse preñadas. Esto lo afirmaba a menudo y Bittori asentía. Estaban convencidas de haber nacido con treinta años de adelanto. Franco, los curas, el qué dirán: hay que ver lo ingenuas que habían sido. Así pensaban, merendantes, un ojo puesto en las mesas cercanas por si algún parroquiano tenía la antena puesta.
—La carta, ¿por correo? No, mujer. Usan sus canales. Remite no había. Así que nos hemos quedado sin saber adónde se ha ido a vivir. Tienen prohibidas las visitas. Hace unos años podías pasar al otro lado a verlos y a llevarles ropa y lo que haría falta. Ahora han de andar con cuidado porque los fascistas van detrás suyo.
—¿No tienes miedo de que le ocurra una desgracia?
—Joxian, sí. Joxian a veces no baja al bar para ver si sale la foto de Joxe Mari en el telediario. Yo estoy tranquila. Conozco a mi hijo. Es listo y fuerte. Se sabrá defender.
Entre bocados a la tostada y sorbos de café con leche, Miren citaba pasajes de memoria. Que no hicieran caso de los rumores. La gente habla sin saber. Aún menos de las mentiras de los periódicos. Que entendía la militancia como un sacrificio por la liberación de nuestro pueblo y que si alguien les venía al aita o a la ama con el cuento de que se había metido en una banda de criminales, que no se lo creyeran, que él lo único que hacía era darlo todo por Euskal Herria y también por los derechos de esos que se quejan y luego no hacen nada. Eran muchos gudaris, afirmaba. Cada vez más. Lo mejor de la juventud vasca. Y terminaba: «Os quiero. No me olvido de mis hermanos. Un muxu grande y espero que estéis orgullosos».
Ikatza se acerca sigilosa. De un salto se encarama a su regazo y aguarda, paciente, las caricias. Los dedos de Bittori se aseguran de que el collar no le aprieta demasiado, juegan con sus orejas, rozan sus párpados que, por el gusto del contacto, permanecen cerrados. Y Bittori le dice, mientras le pasa la palma de la mano por el lomo y la gata ronronea, que yo me apené de verdad, Ikatza preciosa. ¿Te imaginas? Yo con pena del hijo de mi mejor amiga, que había dejado el trabajo, el equipo de balonmano y la novia o la medio novia, para entrar de pistolero en una organización dedicada al asesinato en serie.
¿Y Miren? Pues verás, Ikatza, ahora que me lo preguntas, te diré lo que pienso. En el fondo, y que me perdone el Txato, la comprendo. Comprendo su transformación, aunque no la apruebo. Entre la merienda aquella en la cafetería de la Avenida y la siguiente en la churrería de la Parte Vieja, mi amiga Miren cambió. De repente era otra persona. En una palabra, había tomado partido por su hijo. No tengo la menor duda de que se fanatizó por instinto materno. En su lugar, quizá yo me habría comportado igual. ¿Cómo vas a darle la espalda a tu propio hijo aunque sepas que está cometiendo maldades? Hasta entonces, Miren no se había interesado lo más mínimo por la política. A mí no me ha interesado ni entonces ni ahora, y al Txato no digamos. Al Txato sólo le preocupaban su familia, la bicicleta los domingos y sus camiones el resto de la semana.
¿Nacionalistas esos? Ni por el forro. O como mucho el día de las elecciones por aquello de votar a los de aquí. Yo, Ikatza maitia, nunca les oí opinar de temas políticos. Y desde luego, Arantxa, de abertzale, lo justo y puede que ni eso. El pequeño, bah, ese era un bendito. La verdad, no creo que ellos educaran a sus hijos en el odio. Los amigos, la cuadrilla, las malas compañías, le metieron al sinvergüenza el veneno de la doctrina que lo llevó a destrozarles la vida vete tú a saber a cuántas familias. Y aún se creerá un héroe. Es de los duros, dicen. De los duros o de los brutos. No sabe ni cómo se abre un libro.
Fue el sábado siguiente cuando por primera vez la notó cambiada. Después de los churros con chocolate, se encaminaron como de costumbre hacia la parada del autobús y ¿qué ven? Una manifestación de tantas en el Bulevar. Lo de siempre: pancartas, independencia, amnistía, gora ETA. Bastante gente. Dos o tres caras del pueblo, lluvia y paraguas. Y en vez de esquivar a la muchedumbre, Miren dijo: hala, guapa, vamos. La cogió del brazo, le dio un tirón y se metieron las dos en medio del gentío, ni muy adelante ni muy atrás. Y, en esto, coge Miren y se arranca a corear a voz en cuello las consignas que aquella gente voceaba. Vosotros, fascistas, sois los terroristas. Y Bittori a su lado, un poco extrañada, pero bueno, allá fue.
No sabía nada. El Txato no se lo había dicho. Así es, Ikatza. El muy cabezota mantenía el asunto en secreto. Para protegernos, dijo después. ¡Menuda protección! Nos podían haber reventado a todos con una bomba.
Se enteró por Miren, que lo sabía por Joxian y este lo había sabido de labios del propio Txato, en la huerta, la tarde en que le llevó el camión con tierra de Andosilla. No se le pasó a Miren por la cabeza que su amiga no lo supiera.
—No hay forma de ir a verlo. Porque si podríamos ir, ya le diríamos: oye, habla con los jefes, que hagan algo para que dejen al Txato tranquilo.
Bittori, de pronto recelosa:
—¿Dejar tranquilo a mi marido?
—Por lo de las cartas.
—¿Cartas? ¿Qué cartas?
—Ah, pero ¿no lo tenéis hablado?