Tres días de lluvias bíblicas, torrenciales o como se diga. Por la noche, en la cama, Joxian oía intranquilo el tamborileo de gotas furiosas que reventaban contra los tejados y las calles. Y en la fundición, durante la jornada laboral, cada vez que se asomaba al exterior meneaba la cabeza con creciente desánimo a la vista de aquel derrumbe continuo de agua que difuminaba los montes cercanos, que haría crecer peligrosamente el río. La huerta, me cago en diez. Y no paraba de jarrear y ya son tres días más los que vengan.
Lo de menos eran las hortalizas. Bah, las repongo. ¿Los árboles? Esos aguantan. Igual los avellanos se han ido a tomar por culo. Más le preocupaba la pérdida de las herramientas o que la riada se llevase por delante la tapia y la caseta donde cría los conejos. Lo habló con un compañero de trabajo.
—La tapia, si la habrías hecho de cemento, no te pasa esto.
Joxian:
—Me da igual la tapia y la madre que la parió. Pero, sin tapia, el río se habrá llevado un montón de tierra. Tendré un boquete así de grande. Vamos, un barranco. Los conejos, ahogados seguro. Y de la parra ni te cuento.
—Eso te pasa por poner la huerta en la erribera.
—Nos ha jodido, pues donde el suelo produce más.
Al fin de la jornada, se fue directo de la fábrica a la huerta. ¿Seguía lloviendo? A cántaros. Según bajaba la cuesta, paraguas, boina ladeada, vio que la Ertzaintza había cortado el tráfico en el puente. Al agua rápida, sucia, le faltaban dos dedos para rebasar el pretil. ¡Menudo panorama! Pues si el agua casi salta por encima del puente, ¿qué daños no habrá causado en la huerta, que queda más baja? Dio la vuelta por detrás de una manzana de casas. Porque, claro, una cosa es que el río inunde y otra que, además de inundar, arranque y arrastre y destruya. Pulsó el botón de un timbre, reveló su propósito con la boca pegada al portero automático, le abrieron. Y en casa del amigo, desde el balcón que daba al río:
—La hostia bendita, ¿dónde está mi huerta?
Troncos imitaban canoas zozobrantes; ramas se asomaban, se hundían en el agua color café con leche; un bidón pasó, roñoso, dando saltos de tentempié; también plásticos veloces, y trascendía de la cólera fluvial un fuerte olor como de musgo y moho y putrefacción removida. El amigo, tal vez para contrarrestar las quejas de Joxian, señalando con el dedo la orilla frontera:
—Pues mira allá el taller de los hermanos Arrizabalaga. De esta se arruinan.
—Mis conejos, cagüen la puta.
—Esto les va a costar un dineral.
—Con todo el trabajo que he metido ahí. Hasta las jaulas las hice yo. ¡Horas!
Pasaron unos cuantos días, cesó la lluvia, descendió el caudal. A Joxian se le incrustaban las botas de goma hasta media caña en la tierra reblandecida de la huerta. Sobrevivieron los árboles rebozados de barro; también los avellanos y, milagro o buenas raíces, la parra. El resto, para echarse a llorar. La tapia que lindaba con el río había desaparecido, arrancada de cuajo. No quedaba ni una tomatera, ni un puerro, nada. De la parte baja, pegada a la orilla, la corriente se había llevado una gran cantidad de tierra con todo lo que allí había: los frambuesos, los groselleros, el txoko de las calas y los rosales. A la caseta le faltaban las tablas de un costado y la uralita de la cubierta. Los conejos estaban en sus jaulas, pringados de légamo, hinchados, muertos. Las herramientas, vete tú a saber.
A Joxian, aquellos días, en sus ratos libres, le dio por permanecer sentado en el sofá del comedor, con los codos sobre los muslos y la cabeza entre las manos. Una estatua de pena. Le preguntaban, no respondía.
—¿Quieres el periódico?
Ni caso. Hasta que Miren perdió la paciencia.
—Concho, si tanto te duele la huerta, baja y arréglala.
Se levantó, dócil. Ni que hubiera estado esperando que se lo mandaran. Al día siguiente parecía más animado. Como que reanudó la costumbre de echar la partida con los amigos en el Pagoeta. Del bar vino contento, casi eufórico. Y es que los amigos le habían dado la idea de levantar entre la huerta y el río un muro de hormigón.
—Total, ¿qué te va a costar? Cuatro duros.
Le contó a Miren durante la cena, congrio en salsa, porrón de vino con gaseosa, rascándose el costado derecho, que el Txato se había ofrecido a llevarle en un camión la tierra con la que reemplazar la que se había llevado la riada.
—Tierra buena tiene que ser, ¿eh? De Navarra. Aprovechando un transporte, me la va a traer sin cobrarme.
Pero antes debía construir el muro. Y antes de nada hacer limpieza. Demasiada tarea para uno solo. Y, sobre todo, ¿cuándo? ¿Después del trabajo?
Miren:
—Ah, tú sabrás.
Le aconsejó que preguntara a los hijos si le echaban una mano. Así que Joxian esperó levantado a que llegara Gorka y le dijo: Gorka, el domingo, la huerta, echar una mano, tú y tu hermano, etcétera. Y el chaval no respondió. Le falta arranque a este chico. Su padre, para animarlo:
—Al final nos vamos los tres a la sidrería a comer cada uno un chuletón. ¿Qué te parece?
—Bien.
No dijo más y llegó el domingo. Sol, buena temperatura y el río otra vez en su cauce. Joxian renunció a participar en la etapa de cicloturismo porque aunque la bici es importante, la huerta está por encima. La huerta es su religión. Lo dijo con esas palabras una vez en el Pagoeta, en réplica a unas burlas que le hicieron los amigos. Que cuando se muera, Dios no le venga con paraísos ni pijadas; que le dé una huerta como la que tiene ahora. Y todos se reían.
Por la calle:
—¿Le has dicho a Joxe Mari que venga a las nueve?
—No se lo he dicho.
—Anda tú. ¿Y eso?
Entonces se lo contó, se lo tenía que contar, no había más remedio.
—Hace dos semanas que mi hermano no vive en el pueblo.
Joxian se detuvo con cara de sorpresa.
—Pues no nos ha dicho nada. A mí, al menos, no. A la ama, no sé. ¿O todos sabéis y yo no? ¿Dónde vive ahora?
—No lo sabemos, aita. Supongo que se ha ido a Francia. Me han asegurado que en cuanto pueda nos lo dirá.
—¿Quién te lo ha asegurado?
—Amigos del pueblo.
Callaron durante el resto del camino hasta la huerta. Nada más llegar, Joxian preguntó:
—Si está en Francia, ¿cómo hostias se las arregla para ir al trabajo?
—Ha dejado el oficio.
—Pero si todavía no ha acabado el aprendizaje.
—Ya ves.
—¿Y el balonmano?
—También lo ha dejado.
Hicieron el trabajo los dos solos, cada uno en un lado de la huerta. Hacia las once, Gorka le dijo a su padre que se tenía que ir. Le dio, qué raro, un abrazo de despedida. Nunca se abrazaban y ahora, ¿por qué?
Solo en la huerta, Joxian siguió paleando porquería hasta la hora de comer, limpió con la manguera aquí y allá, puso a secar al sol las herramientas rescatadas del barro. ¿Francia? ¿Qué hostias se le ha perdido a ese tontorrón en Francia? Y si no trabaja, ¿de qué come?