El teléfono sonó. Seguro que es ella. Bittori no se puso al aparato y eso que para alcanzarlo le bastaba con estirar el brazo. Que llame, que llame. Y se imaginaba a su hija diciendo con impaciencia creciente, al otro lado de la línea: ama, ponte; ama, ponte. No se puso. A los diez minutos, el teléfono volvió a sonar. Ama, ponte. Inquieta por tanto ruido, Ikatza aprovechó que la puerta del balcón estaba abierta para salir a la calle.
Bittori se acercó ensayando unos pasos de baile a la foto del Txato.
—¿Bailas, Txatito?
Segundos después, el teléfono dejó de sonar.
—Era ella, tu predilecta. ¿Que cómo lo sé? Ay, marido, tú sabías de camiones, yo sé de lo mío.
Nerea no asistió ni al funeral ni al entierro de su padre.
—Contraeré el alzhéimer, olvidaré que te mataron, olvidaré mi nombre; pero te juro que mientras arda una bombilla en mi memoria me acordaré de que nos negó su compañía cuando más la necesitábamos.
La muchacha se había establecido el año anterior en Zaragoza con el fin de proseguir allí la carrera de Derecho. No había teléfono en el piso de estudiantes, calle de López Allué, que compartía con dos compañeras. Bittori, una vez que fue a visitarla, anotó el número del bar de abajo para casos de emergencia. ¿Móviles? Que ella recordase, poca gente usaba por entonces móvil. Hasta la fecha, Bittori no se había visto en la situación de tener que llamar urgentemente a su hija. Ahora no quedaba más remedio.
Así que Xabier, por ruego suyo, pues ella, entre los calmantes, el estupor y la congoja no estaba en condiciones de hilar dos frases seguidas, llamó al bar, explicó quién era, dijo con aplomo pesaroso lo que tenía que decir y dio al tabernero las señas de su hermana. El hombre, muy amable:
—Enseguida mando a alguien.
Y Xabier: que por favor le dijeran a su hermana que llamase a casa sin pérdida de tiempo e insistió en que era urgente, que era muy urgente. No le comunicó la razón de la llamada porque así se lo había pedido su madre. Para entonces la televisión e innumerables emisoras de radio habían difundido la noticia. Xabier y Bittori supusieron que Nerea ya se habría enterado por su cuenta de lo sucedido.
Pero ella no llamó. Transcurrieron las horas. Primeras declaraciones: brutal atentado, vil asesinato, un hombre bueno, condenamos, rechazamos sin paliativos, etcétera. Anochecía. Xabier marcó de nuevo el número del bar. El tabernero prometió que mandaría de nuevo a su hijo con el recado. Nada. Hasta la mañana siguiente Nerea no llamó. Esperó un rato largo en silencio a que su madre terminara de llorar y lamentarse y desahogarse y contarle con voz entrecortada detalles de lo ocurrido, antes de decir en tono lúgubre, pero resuelto, que había decidido no moverse de Zaragoza.
¿Eh? A Bittori se le cortaron los sollozos de golpe.
—Ya estás viniendo a casa en el primer autobús. Que no se diga. Han asesinado a tu padre y tú ahí tan tranquila.
—No estoy tranquila, ama. Estoy muy triste. No quiero ver al aita muerto. No lo resistiría. No quiero que me saquen en los periódicos. No quiero aguantar las miradas de la gente del pueblo. Ya sabes cómo nos odian. Te ruego que hagas un esfuerzo por entenderme.
Hablaba a toda prisa para que su madre no la pudiera interrumpir y para que el pujo de llanto que le estaba subiendo a la boca desde el centro del pecho no la privase de voz.
Y siguió diciendo con los ojos arrasados en lágrimas:
—Nadie en Zaragoza me identifica con el aita. Ni siquiera mis profesores. Eso me permitirá vivir aquí tranquila. No quiero que nadie en la facultad murmure: mira, es la hija del que mataron. Y si ahora viajara al pueblo y me sacasen en la tele, todo cristo sabría en la universidad quién soy. Así que me quedo aquí y haz el favor de no juzgar mis sentimientos. Estoy tan destrozada como tú. Deja, por lo que más quieras, que yo elija mi propia forma de duelo.
Bittori trató de meter baza en el diálogo, pero Nerea cortó la comunicación. Y no se presentó en el pueblo hasta después de una semana.
Hizo sus cálculos. Personas de Zaragoza (facultad, vecindario, amistades) que supieran que ella era hija de la última, pronto la penúltima, pronto la antepenúltima víctima de ETA: sus dos compañeras de piso y para de contar, a menos que esas dos se hayan ido de la lengua. El apellido es bastante común en Euskadi y suena con frecuencia por otros lados. En caso de que alguno le pregunte si es pariente del empresario de Guipúzcoa asesinado por ETA o si lo conoce, ella lo negará.
Antes que sus compañeras de piso lo supo aquel chico, José Carlos. Pasó a recogerla para ir a un bar cercano, donde tenían previsto juntarse con otros estudiantes. Todos ellos pensaban dirigirse de atardecida, en varios coches, a una fiesta en la Facultad de Veterinaria. Mientras bromeaban y reían, la noticia golpeó a Nerea. En un aparte con José Carlos, le pidió que no la dejase sola y, sin decir nada a nadie, la acompañara al piso. Se encerraron en la habitación. El chaval buscaba palabras de consuelo y no las encontraba. Estuvo un rato largo despotricando contra los terroristas y contra el Gobierno de ahora que no hace nada, y por deseo de su desolada amiga se quedó a dormir con ella.
—¿De verdad que te apetece?
—Lo necesito.
Y él pidió disculpas por adelantado para el caso de que no lograse la erección. No paraba de hablar:
—Han matado a tu padre, jodo, lo han matado.
Incapaz de concentrarse en los juegos eróticos, soltaba ristras de injurias al tiempo que ella trataba de cerrarle la boca con besos. Cerca de la medianoche, se puso encima de él y consumaron un coito rápido. José Carlos continuó murmurando exclamaciones, palabrotas, frases de repulsa, hasta que finalmente, vencido por el cansancio, se volteó hacia un lado y ya no dijo más. A su lado, con la luz apagada, Nerea estuvo toda la noche sin pegar ojo. Apoyada de espaldas contra la cabecera de la cama, fumaba cigarrillos mientras repasaba recuerdos de su padre.
Volvió a sonar el teléfono. Esta vez, Bittori se puso al aparato.
—Ama, ya era hora. Llevo tres días llamándote.
—¿Qué tal en Londres?
—Fantástico. Todo lo que te diga es poco. ¿Has cambiado el felpudo?