Me gusta mucho Audre Lorde y vuelvo a ella siempre, desde hace un montón de años. Y, a cada nueva lectura, aparecen capas de significado a las que no había prestado atención y que de pronto están, inevitablemente allá, relucientes, inesquivables.
En su biomitografía, una autobiografía novelada, narra las dificultades para encontrar un entorno seguro, certero, en cuanto que mujer, Negra (ella lo escribe con mayúscula), lesbiana y pobre, y de cómo todo encuentro articulado a través de la similitud es una ficción temporal. Cuenta de qué manera participó en grupos que giraban en torno a la experiencia lesbiana donde el racismo no era tomado en consideración, o en grupos donde el eje aglutinador era la racialización, pero donde su experiencia lesbiana era mirada de medio lado, o en grupos donde el común denominador era el género, y en los que no se tenía en cuenta ni lo uno ni lo otro. Y así, Lorde inicia un recorrido en busca de sus iguales, donde cada espacio se proyecta en un juego de espejos infinito que remite a una nueva diferencia interna, que a su vez genera un subgrupo que remitirá a una nueva diferencia interna que generará un subgrupo.
«Tardé mucho en darme cuenta —dice— de que nuestro lugar era el hogar mismo de la diferencia más que la seguridad de cualquier diferencia particular. (Y con frecuencia éramos cobardes en nuestro aprendizaje)».
Lorde, como la realidad, ni es simple, ni es simplista. Ella, sus textos, no sirven para negarles la diferencia a las y a los demás mientras reivindicamos la propia, no sirven para hacer ejercicios de abuso de poder. Eso que ella llama «la casa de la diferencia» es precisamente un espacio donde atender al hecho irrefutable de que somos distintas y de que, en el mundo en que vivimos, somos desiguales de manera multidimensional.
Y solo atendiendo a esa realidad podremos estar juntas.
Queridas Mentes Insanas:
Inicio este blog en las fechas que rodean mi cuarenta y cuatro cumpleaños, abrumada por la infinidad de mensajes que, desde hace más de una década, me informan puntualmente de que algo anda mal. No directamente, claro: cuando digo mi edad se hace un instante de silencio tras el cual todo el mundo se lanza a quitarle hierro a la cosa.
Y «la cosa» no es otra que el hecho de que soy una mujer y cumplo cuarenta y cuatro años.
Oye, pues no se te nota nada.
Parece que tengas treinta.
¿Cuántos cumples… dieciocho? (seguido de risa-risa, codazo-codazo).
Vamos a poner las cosas claras.
Haciendo un cálculo digno de la nefasta matemática que soy, cuarenta y cuatro años han sido unos 16.071 días sobre la faz de la tierra. En ese porrón de días, he aprendido a distinguir entre lo que me gusta y lo que me hace bien, he aprendido a escoger mis batallas, a no enfadarme más de la cuenta pero a enfadarme cuando es necesario, a no darle mayor importancia a algunas cosas pero a no dejar pasar ni una en otras cuestiones, a aguantarme a mí misma en general y a tratarme bien en particular.
Nada de esto venía de serie y nada lo he hecho yo sola: me ha acompañado una constelación de gente que me ha hecho bien, y otra que no tanto, y unas cuantas personas que me han hecho mal, así, directamente.
Me he llevado una cantidad de palos que prefiero no calcular, me he deprimido unas cuantas veces y lo he superado otras tantas, he ido a terapia una vez y he salido bastante renovada, a lo fénix.
Tengo un sentido del humor afinado y una perspectiva sobre el mundo que me alegra la vida y me la amarga simultáneamente, estoy de vuelta de un montón de cosas, mientras que a otras tantas ni siquiera he empezado a ir. Y cada vez me faltan más cosas por hacer, pues cada cosa que hago me remite a decenas que aún no he hecho pero que quiero hacer.
Todo esto, queridas Mentes, necesita tiempo. No lo pude hacer con treinta, ni mucho menos con dieciocho.
Por lo demás, cada una de estas cosas ha dejado una huella clara en mí, en mi cabeza, en mi espíritu y en mi cuerpo. Tengo magulladuras, cicatrices, arrugas, incluso una específica y vertical entre ceja y ceja de tanto fruncir el ceño y romperme la crisma buscando soluciones a los problemas que he ido encontrando.
Y si estoy aquí es porque, de alguna manera, he encontrado esas soluciones.
Mis 16.071 días se notan en todo lo que hago: se notan en los orgasmos que doy y que recibo, en las fiestas que monto, en los artículos que escribo, en las cosas de las que me río y en las que no me hacen gracia, en los límites que pongo y en las cuestiones que dejo pasar y que hace unos años se me hacían chicle en la boca del estómago.
Haber llegado hasta aquí me parece una especie de milagro, visto cómo anda el mundo. Y hacerlo orgullosa entre todos esos mensajes compasivos por algo que me parece un milagro, hace que el milagro sea aún mayor.
El problema con mi edad lo tiene el mundo, no yo. Un mundo que quiere que las mujeres seamos eternamente infantiles, inexpertas, maleables, dubitativas, controlables y muy poco peligrosas.
Pero yo, queridas, como muchas de vosotras, tengo peligro. Y, la verdad: estoy encantada de ser peligrosa.
Queridas Mentes Insanas:
Las actrices se quejan de que no hay papeles para ellas pasados los cuarenta. Como consecuencia, no tenemos representaciones audiovisuales de mujeres de más de cuarenta años, a menos que aparenten tener la mitad o que su rol sea puramente residual y estereotipado; las compañeras heterosexuales se quejan de que a partir de esa edad devienen invisibles… Me encantaría deciros que son invisibles a los ojos de los hombres, pero, desgraciadamente, en las redes de ligue lesbiano y bisexual hay un filtro de edad que ejerce una función invisibilizadora. Añado que en las apps de ligue para mujeres con mujeres hay muy pocos filtros. No los hay, por ejemplo, para cosas tan trascendentes como la ideología política, pero sí hay un filtro de edad para que ni siquiera veas los perfiles de mujeres que no entran en tu franja escogida. Cada cual sus gustos, me diréis, pero curiosamente el gusto de todo el mundo se parece mucho, y eso siempre es sospechoso.
¿Qué pasa con las mujeres a partir de una edad, y qué edad es esa?
La respuesta es bastante triste. Dejamos de ser posibles reproductoras y, por lo tanto, ya no tenemos espacio social asignado. Por mucho que las cosas hayan cambiado, por mucho que eso ya no se estile, por mucho que ahora el feminismo nosequé o nosecuántos. Que las mujeres ya no estamos reducidas únicamente a nuestra función reproductiva es relativamente cierto, sí. Aunque es como si hubiésemos derribado un muro, pero hubiéramos olvidado retirar los escombros, así que el espacio sigue ocupado por el muro en ruinas que ahí continúa al fin y al cabo.
Los escombros de aquella idea de las mujeres únicamente como madres es nuestra fecha de caducidad como mujeres, que sigue estando vigente en mil detalles. Desde el clásico «no aparentas tu edad» como piropo, aunque sea un insulto infantilizador, hasta la abuelización de las mujeres mayores, a las que llaman abuelas tengan o no descendencia.
En el mundo laboral, la cuestión es escandalosa: desde los entornos donde la apariencia física tiene tanto peso como la calidad del trabajo, hasta entornos que pretenden huir de esas dinámicas, pero confunden cuerpo joven con ideas novedosas, y acaban construyendo entornos solo de mujeres jóvenes con ideas decimonónicas sin darse siquiera cuenta.
El espacio postfértil, en lugar de ser un espacio liberado de ese mandato de la mujer-madre, es un espacio aleccionado de autoodio plasmado en el imaginario de la bruja, que tiene todos los defectos «imperdonables»: vieja, fea, mala, despeinada, con una nariz grande y una especie de falo (¡esa escoba!) entre las piernas.
Nosotras no nos ayudamos las unas a las otras tampoco. Y no por aquello de que somos nuestro peor enemigo, que menuda frase también, sino porque el mundo nos ha enseñado a confrontarnos y tenemos que llevar a cabo un proceso de deconstrucción para darnos cuenta de ello. No nos viene dado de serie eso de apoyarnos las unas a las otras. La manera en que imponemos normas de edad a las otras mujeres es muy significativa. Parece unánime que tenemos que vestir y comportarnos acorde con un estereotipo que incluye nuestra edad. Y pobre de la que se quiera salir de la norma. Al mismo tiempo, aquellas que intentan seguir a rajatabla la norma y, por ejemplo, escogen los retoques estéticos, también son defenestradas por haberse «estropeado» la cara.
Parece un callejón sin salida, pero no lo es. Si no hay espacios de existencia, tendremos que crearlos. Y las viejas somos solo uno de los muchos grupos de mujeres que escapan al sistema, de manera voluntaria o impuesta. Tenemos un montón de alianzas por forjar y un montón de cosas que aprender las unas de las otras. Y eso es, siempre, una estupenda noticia.
Queridas Mentes Insanas:
He vuelto a ver, por enésima vez y pico, el documental Amy sobre la vida de la Winehouse. Esta vez me he quedado enganchada a una frase que dice Tony Bennett. Reflexionando sobre aquello que le hubiese querido decir a Amy que, como sabéis, murió a los veintisiete años por una mezcla letal de capitalismo bestia, patriarcado violento, amor Disney tóxico (oxímoron) y sustancias químicas asociadas, del tipo alcohol, cocaína, crack…
La frase de Tony Bennett era: «La vida te enseña a vivirla, si vives el tiempo suficiente para aprender».
Y sí, la vida hay que sobrevivirla. Diría que cada vez se pone más fácil, pero eso para nada es cierto, mal que nos pese. Lo que sí se pone es más comprensible, más inteligible, como que cada vez la película va sonando más a la misma película, más a ese déjà vu que canta Shakira refiriéndose a otra cosa. Y cada vez tienes más herramientas para relativizar lo relativizable, y para darle espacio a las cosas que son trascendentes, porque entiendes su trascendencia. Y eso te enseña a escoger mejor tus batallas, a saber en qué líos meterte y cuáles dejar pasar, porque total…
Vale, esa es mi experiencia después de cuarenta y pico años en el tinglado. Pero igual no, igual esto solo pasa a veces, o igual solo parece a veces que esté pasando.
Aunque, como todo, nuestras experiencias, todas ellas y todas distintas, tienen partes compartidas con el tinglado grande, con eso que llamamos «el sistema», tachán.
A las mujeres, al menos en el norte global y urbano en el que vivo, nos lo ponen muy difícil para aprovechar esa experiencia, que vamos acumulando con tanto esfuerzo, porque no paran de mandarnos mensajes para que odiemos nuestra edad, nuestro tiempo, nuestro recorrido. A ver, no hace falta ser muy lista para entender que, a menos experiencia, más fácil vendernos motos. Afortunadamente las diosas le dan a la juventud otra herramienta, que es la furia. Pero cuando la furia (que no la rabia) se calma, porque no puedes sobrevivir eternamente en estado de furia, o porque la vida es muy cansina en perpetuo estado de furia (que no de rabia, que es otra cosa y ojalá la conservemos siempre), llega lo otro: la zorrez. Que más sabe la diabla por vieja que por diabla. La edad te da listura, que no es inteligencia, es otra cosa.
Las mujeres viejas somos un peligro para el sistema. No lo digo yo, lo dice el sistema. ¿Cómo lo dice? Pues poniéndonos trabas constantes para la vejez. Quiere que actuemos siempre como si fuésemos jóvenes, pero sin la furia, que también nos la penalizan infinitamente. Quiere que estemos en la inopia constante, como si no hubiésemos visto la película mil veces, como si tuviésemos que comprar la misma moto una y otra y otra vez, como si la vida no nos hubiese ensañado a vivirla.
En mundos donde las viejas aún conservan su espacio social, existe la posibilidad de transmitir conocimiento entre unas y otras. Un conocimiento que va en todas las direcciones: la listura de los muchos años y la furia de los pocos, puestas a trabajar juntas son imparables. Por eso nos separan en categorías cerradas desde que nacemos. Cada cual con su edad. Las mayores criticando infinitamente a las jóvenes porque en «nuestros» tiempos nosequé no pasaba o nosecuántos, y las jóvenes criticando a las mayores porque están pasadas de rosca.
Y así nos va.
Esa es otra de las grandes motos que hemos comprado. Pero, una vez más, el proceso es reversible desde hoy mismo, si nos ponemos a ello.
Queridas Mentes Insanas:
Hace unos días estuve en Ferrol dando una conferencia con motivo del Orgullo Crítico, que están las compañeras en plena ebullición y os recomiendo encarecidamente que sigáis las cosas que están haciendo los colectivos por allá, que solo nos fijamos en las grandes ciudades y así acabamos, viviendo de puro refrito del refrito del refrito.
Después de la charla se me acercó una mujer y me contó que una amiga suya había querido extirparse los pechos por riesgo de cáncer de mama, pero que «la medicina», así, en abstracto, no la había dejado. Me explicó que te puedes aumentar las mamas o reconstruírtelas, pero que no te dejan extirpártelas por mucho que el cuerpo sea tuyo, y el riesgo sea tuyo, y el miedo sea tuyo, y la vida sea tuya y hasta la medicina sea la tuya porque la pagamos entre todas. Y venía a contármelo para que yo os lo contase a vosotras, Mentes, para que supiésemos que eso está pasando y para que hablásemos del tema. Porque su amiga había muerto de cáncer de mama y ella se había quedado con esa angustia dentro.
Justo me he traído de Galicia un libro que me tiene fascinada y que es de lo mejorcito que he leído, así en general. De lo mejorcito. Es de Susana Sánchez Arins, y en galego se titula Seique, y si tenéis la suerte de poder leerlo en ese idioma, a por él en formato original, que es una maravilla. Está traducido también al castellano bajo el título de Dicen.
Tiene un fragmento maravilloso en el que habla del anonimato. Vivimos en una época y un contexto en los que consideramos la visibilidad como un bien superior, como un bien en sí mismo y, por supuesto, como un derecho. Susana Sánchez Arins le da la vuelta a esa lógica y propone el anonimato como un derecho también. Que lo es, efectivamente. Y dice que hay cosas que no son dignas de anonimato, que no merecen el anonimato precisamente por su dureza. Mostafà Shaimi habla del derecho a la diferencia, sí, y también del derecho a la indiferencia.
Tenemos que transmitir nuestras historias porque solo nosotras las transmitiremos. Porque solo nosotras podemos hacernos cargo de todo ello y darle la importancia y la trascendencia que tienen, y porque todas merecemos esa transmisión de conocimiento, incluso desde el dolor, o especialmente desde el dolor. Porque las violencias que recibimos no merecen el anonimato y nosotras merecemos el anonimato del vivir sin violencias.
Para la compañera de Ferrol que no me dio su nombre sino su historia: aquí va también mi eslabón en la cadena que empezaste. Para que siga adelante.
Queridas Mentes Insanas:
Paso el verano en una especie de pueblo balneario de la Europa periférica, donde la Unión pierde su nombre y empieza a ser otra cosa. En mi pueblo, porque ya es mío también, las verduras se compran a la persona que las cultiva, los coches van a veces en contradirección y tampoco es tan grave, y hay tanto tiempo que puedes perder un poco y aún te queda de sobras.
Este es un pueblo de mar y montaña todo junto y mezclado, y en eso que llamamos playa hay gente gorda y gente vieja y gente coja. Supongo que por eso lo llamo yo balneario, o también porque tiene un poco de óxido aquí y allá, algo de haber tenido delirios de grandeza y haberse quedado en menos sin saber muy bien por qué o sin querer recordarlo.
La combinación de playa y gente gorda, gente vieja y gente coja es un regalo, porque todos los cuerpos estamos allí, de repente. Hay playas donde es difícil ser gorda, porque eres la única gorda en muchos metros a la redonda. La gorda. O la vieja. O la coja. Nunca tenemos ocasión de mirarnos los cuerpos y entender que los cuerpos raros son los otros, los que salen en los anuncios y en las revistas, y que el tuyo y el mío son eso: cuerpos. Nunca tenemos suficiente espacio para ver lo bonitos que son todos los cuerpos raros, todas las barrigas que cuelgan, todas las piernas dispares, todos los ojos torcidos.
En mi pueblo balneario la gente pasa de todo, o al menos pasa de estas cosas. Seguramente porque la gente es obrera a la vieja usanza y tiene otras cosas más importantes que atender. Y seguramente porque venir aquí de vacaciones es el mejor momento del año y han decidido que no se lo amarguen menudencias como los kilos, o los ojos torcidos, o las barrigas que cuelgan, ni todas esas historias que poco tienen que ver con una misma y con su vida sino con unas modas que vete tú a saber de dónde vienen y para qué.
Si estáis imaginando un paisaje idílico, pues tampoco. La gente aquí, en mi pueblo, es medio taciturna, medio malcarada, medio a la defensiva siempre, ni especialmente simpática, ni especialmente sonriente. Por si esto fuera poco, de buenas a primeras, conmigo no saben muy bien ni qué hacer, con mi pinta, que es rara más allá de las rarezas que aquí pasan desapercibidas, ni saben en qué idioma hablarme, ni saben cómo he venido a parar aquí ni de dónde he venido. Que si rusa, que si sueca. Pero hay un par de señoras que, a fuerza de verme y reverme, me han empezado a hablar. En un idioma que yo chapurreo y que ellas me hablan muy rápido como si las estuviese entendiendo. Yo les digo que sí porque me fascinan. Por muchas cosas, pero una de ellas es que van maquilladas a la playa. No se avergüenzan de su cuerpo viejo en la playa y se maquillan, tal vez, precisamente, porque no se avergüenzan de su cuerpo viejo. Y entran en el agua perfectamente maquilladas y salen igual de divinas y vuelven a contarme cosas. Y yo vuelvo a dejar mi libro de lado y me pongo a escuchar esas cosas que no entiendo y a admirarlas y a desear ser como ellas.
Y se acabará mi tiempo aquí y volveré a las playas de gente guay, a las playas delgadas, a las playas jóvenes, y me pasaré el resto del año añorando a las señoras maquilladas con bañadores de flores y sombreros de rayas hasta que el nuevo verano me devuelva aquí.
Queridas Mentes Insanas:
He estado pensando mucho últimamente, y me refiero con ello a los últimos veinte años, en la cosa esta del patriarcado y el feminismo y los cuidados y los autocuidados. Estamos ahí luchando, resistiendo, pensando, exprimiéndonos el coco, las tripas, haciendo asambleas de esas que no terminan nunca o que ya empalman con la siguiente, montando manifestaciones y todo eso y hay muchas cosas que han cambiado y mucho trabajo por hacer y voy a poner un punto en esta frase porque ya.
Punto.
Todo esto ya lo sabemos, y que quede constancia de que ni lo niego ni lo nada. Pero iba yo el otro día (de 1993) carreteando penosamente una maleta por una estación de tren cuando me dije a mí misma: «Joder, Brigitte, qué mal nos lo estamos montando. Ahora los hombres ya pueden llorar, y nosotras ya podemos cargar maletas infinitamente y montar estanterías».
Sí, claro, ya sé que la idea es desvincular estas cosas del género y todo eso, pero a lo que vamos. Que a nosotras nos siguen violando y ahora, además, tenemos que cargar las maletas, que es un hecho central en tu pensamiento feminista cuando la estás cargando por una estación de tren después de mil horas de viaje y estás que trinas.
¡Es que nosotras, me diréis ofendidas, también somos capaces de cargar maletas! Y sí, lo sé. Soy de esas mujeres que demuestran que la estadística es mentira, que miden 1,80 m y pueden partirle la cara a cualquiera sin despeinarse mucho. Esa soy yo, por regalo de mi genética. Ahora bien, el caso es: puedo cargar maletas, pero… ¿quiero hacerlo? ¿Qué parte del mundo es mejor si yo cargo mis propias maletas?
Y ¿sabéis qué me dije en 1993? Que no quiero, que no me da la gana. Así que no volví a cargar una maldita maleta, porque siempre había un señor dispuesto a ejercer de susodicho y a herniarse la espalda para demostrar su masculinidad. Pues bienvenido, colega. Yo, a lo mío.
Ahora, con los años y la pinta marimacho que luzco, cada vez tengo menos señores dispuestos a galantear a costa de sus hernias. Pero ahora aprovecho la edad, mis cuarenta y pico años como cuarenta y pico soles, y siempre hay un gallito dispuesto a ayudar a una señora mayor para demostrar que es un nuevo masculino de esos. Pues bienvenido también. Y yo, a lo mío.
Tengo la suerte de que ya nadie me puede quitar el carnet de feminista porque hace siglos que me lo quitaron por diversos motivos que no vienen a cuento, pero todos ellos bien justificados. Soy una feminista nefasta. De hecho, soy una feminista entre comillas. «Feminista». Porque no me va la identidad en ello. El feminismo es una perspectiva, una forma de mirar y estar en el mundo. Y cuidarse la espalda a costa de los privilegios masculinos me parece una perspectiva feminista de autocuidados maravillosa. Y un acto de teatro callejero de esos disruptivos muy divertido si después de que el gallito de turno te haya subido la maleta, haces una demostración de fuerza bajándola tú solita o cualquier otra cosa así. O cuando le dices a la niña de al lado: «¿Sabes? Yo puedo subir esa maleta, pero no me da la gana». Y la niña te mira con un brillo en los ojos y el señor también, pero de odio.
Que sí, queridas. Que a nosotras nos matan. Bastante tenemos con ello.
Y, para acabar, echad un vistazo a Sojourner Truth y su «¿Acaso no soy una mujer?».
Para situar el tema feminismo y tal.
Queridas Mentes Insanas:
Me acabo de marcar un post diciendo que está muy bien eso de utilizar el patriarcado a nuestro favor, ya que ahí está y goza de buena salud, por lo que parece. Que decía yo que basta de cargar maletas si hay señores dispuestos a herniarse por la cosa caballeresca esa. Que a nosotras nos violan, qué menos que ellos carguen maletas.
Bueno, pues no. Me desdigo.
A ver, yo vivo en una burbuja como todas, que vivimos en nuestros micromundos y que nos parece que todo el mundo es así y resulta que no, y te pegas unas hostias antológicas cuando sales de tu rinconcito y ves el percal. Y lo de las maletas y tal está muy bien cuando tú ya has aprendido a llevártelas sola, ya has entendido que no necesitas a un maromo para que te las lleve. Parece obvio, ¿sí? Pues no, de nuevo.
El patriarcado, como todos los sistemas esos que están tan bien aposentados, hace una cosa muy graciosa, que es meternos en el cuerpo una serie de creencias que no pasan por la cabeza sino por otros sitios más moleculares. Con esta cosa tan graciosa resulta que una acaba creyendo, rollo ciencia infusa, que conduce peor que los hombres, que todas las maletas pesan demasiado o que si no tienes un maromo, a tu vida le falta un nosequé muy importante. Eso no lo crees conscientemente, no lo piensas, sino que está ahí metido, incrustado. El malestar ese maldito, el autoboicot constante y todos los autoodios del mundo interiorizados. La misoginia interiorizada, sin ir más lejos, o la confrontación femenina esa de natural que nos hace decirnos a nosotras mismas que preferimos tener amigos hombres porque las mujeres nosequé. Pero a ver, Mentes, ¿cómo que las mujeres nosequé? ¿Qué mujeres, por favor? ¿Cuáles? ¿Y qué hombres? Todo eso es misoginia interiorizada, y es la razón final por la que el patriarcado sigue ahí. Porque no está ahí, sino aquí, caladito padentro, metido en cada poro, cada célula y cada gesto que hacemos. Por eso lo de las maletas está muy bien siempre y cuando tú sepas que puedes llevártelas perfectamente pero que no te da la gana. Eso es la libertad, tener opciones reales. Y ¿qué es una opción real? Pues hagamos un ejercicio de sinceridad con nosotras mismas, cada cual con su ella misma, para saber si realmente sabemos bien sabido que si no hay maromo las maletas nos las llevamos nosotras y tan panchas, oiga. Que, si no hay maromo, no solo no pasa nada, sino que incluso a veces pasan muchas cosas que jamás pasarían estando el señor de turno allá. Y cuando eso lo tenemos claro, lo hemos vivido, lo hemos interiorizado y estamos encantadas de la vida, solo entonces, podemos tomar decisiones reales sobre nuestras maletas, nuestras mochilas, nuestras compañías, nuestras parejas y nuestras formas de vida.
Así que, un pasito para atrás. Que el rollo de poder elegir no sea una mentira más que nos cuela el sistema. Y una vez que todo el proceso está hecho, entonces sí, queridas Insanas, que nos lleven las maletas, que bastante tenemos nosotras con lo nuestro.
Queridas Mentes Insanas:
Como parece ser que hablar de depilación es un tema de alto riesgo, que levanta unas sorprendentes ampollas y malestares, vamos a hablar más de ello. Especialmente en verano, cuando no puedes ni comerte una paella en un chiringuito cualquiera sin que la tele te bombardee con mensajes negativos sobre esos pelos que, ¡maldita!, permites que te salgan en las piernas para agravio de todo el entorno. Pero… si solo son unos pelos… dices, mientras tratas de concentrarte en el arroz. No, queridas Mentes, no son solo pelos: son el mayor negocio del mundo. El negocio de la producción de feminidad.
Empezamos por el deseo, si queréis. Eso de que con pelos no gustas es un invento. A mucha gente nos gustan las mujeres peludas, pero como no las hay, no hay ocasión de demostrarlo. Además, la cosa se convierte en una especie de perversión, como si te diese morbo el monstruo del lago Ness o algo así, una idea que esconder entre fantasías más infames que guardas en el fondo de tu imaginario porno.
Seguimos por la normalidad. Como ninguna mujer muestra su vello corporal, parece que tenerlo sea algo totalmente anormal. Dos amigas mías, Mar y Marta, un día decidieron dejar de depilarse la cara. Y ¡sorpresa! les creció una barba. La verdad, todas nos quedamos de piedra. ¡Tenéis barba! Pero entonces empezamos a repasar nuestros hábitos, y entendimos que la mayoría de nosotras tiene barba o bigote, pero desde adolescentes hemos estado retirando urgentemente cualquier vello que aparezca en el rostro como si fuese algo tan maligno que no se pudiera ni ver crecer un rato. Desde que van por la vida barbudas reciben todo tipo de violencias. Lo que queda claro es que la barba de las mujeres es una cuestión de orden público, y así se lo hacen saber constantemente en el metro, en la calle, en el trabajo. Su barba pertenece a todo el mundo, y todo el mundo tiene derecho a opinar. Y a insultar, claro está.
La higiene también es un argumento interesante. Que una mujer tenga vello corporal es sucio. ¿Qué hay de sucio en ello, exactamente? Si el pelo en la cabeza no es sucio (cuando lo llevas limpio), ¿por qué debería serlo el pelo en las piernas? ¿El vello de los hombres, no sería sucio también?
En resumen: que el tema es estético (y económico). Pero, a lo que vamos: que la estética debería ser una opción, pues la vida ya es lo bastante complicada como para que la estética sea una obligación tan sumamente obligatoria también. Y veo anuncios donde chicas comentan con sus amigas que no pueden salir de fiesta porque no van depiladas. Y veo a mis amigas sacar tiempo de donde no lo tienen para correr a depilarse antes de ponerse un pantalón corto, o ante la posibilidad de ir a la piscina el fin de semana. Porque si no se depilan, no podrán ir. ¿Realmente tiene sentido todo esto? ¿Existe la posibilidad de decirnos que, aun sin ir depiladas, lo prioritario es salir, es ir a la piscina, es ponerse ropa fresca?
Igual tendríamos que permitírnoslo por una vez, y ver que no pasa nada. Que igual nos miran un poco mal, pero que vale la pena aguantar esas miradas hostiles a cambio de un día al fresco con el cuerpo que tenemos, moleste a quien moleste.
Queridas Mentes Insanas:
Hace unos días, una alumna mía nombró el gimnasio como una zona de violencias machistas de esas que parecen que no son nada pero que van calando… y yo aluciné, la verdad. El gimnasio. A mí nunca se me han dado bien esos espacios, pero pensé que era una cosa mía, que me socializo mal o yoquesé. Así que me puse a consultar con mi entorno.
Os digo una cosa, Mentes: si hablásemos más de nuestras miserias cotidianas con nuestro entorno saldríamos muy reforzadas. Porque la mayoría de las cosas que te pasan a ti, me pasan a mí también. ¡¿A ti también?!, nos decimos las unas a las otras. Y sí, a mí también.
A lo que iba: que me he puesto a consultar con mi entorno y he recibido un montón de historias alucinantes de personas que no nos sentimos a gusto en un sitio tan anodino, al fin, como es un gimnasio. Todas somos demasiado algo: o demasiado patosas, o demasiado gordas, o demasiado viejas, o demasiado musulmanas (sí, eso también opera), o demasiado nosequé o demasiado nosecuántos. Total. Que me he ido al gimnasio a verlo con mis propios ojos.
Lo primero que he descubierto en mi estudio improvisado es que hay una manera correcta de vestir y una incorrecta… y yo iba incorrecta, ya podéis imaginar. Al gimnasio hay que ir vestida ajustada, pero igual eso tiene motivos ergonómicos que no he llegado a entender. Pero, además, las zonas están divididas por géneros, así, a lo bestia: hay una zona para hombres muy hombres, y una zona para el resto, seamos lo que seamos. Los hombres muy hombres toman la zona de pesas y hacen cosas curiosas: se miran mucho en el espejo, ocupan mogollón de espacio y hacen ruidos. Rugen. Los y las demás se ponen en otras zonas, hacen máquinas a lo discreto, no rugen ni gimen ni nada. Si alguien de las zonas periféricas se atreve a tomar la zona de los hombres muy hombres, una de las posibilidades es que vengan a explicarte cómo hacer las cosas y tengas que sostenerle la conversación a un señor que ruge empapado en sudor.
Hay muchas maneras de poner barreras en los espacios. En los patios de las escuelas, por ejemplo, el fútbol ocupa el centro y los demás juegos se van colocando en las periferias. Curiosamente (qué curioso), al fútbol juegan los niños con masculinidades de esas hegemónicas y algunas niñas de las mías, las marimachos, que aún no se han enterado de que eso no les toca hacerlo. Pero que ya se enterarán, en cuanto lleguen a la adolescencia y la cosa del género se ponga chunga. Nadie les dice a los niños futboleros que tomen el centro: es algo que va sucediendo, si nadie se encarga de regularlo y cambiar la disposición del espacio. Y así unos van aprendiendo que el centro es su derecho y ni se dan cuenta de ello nunca más, y otros y otras van aprendiendo a estar en la periferia, y que ese es su lugar. No solo las niñas: los niños que no quieren ser machos, los patosos, los gordos, los tartamudos… todo ese bosque de personas que van volviéndose invisibles y van aprendiendo desde pequeñas cuál es su lugar.
Y así, hasta el gimnasio.
Como siempre, la solución está en las alianzas. Deberíamos tomar la zona de pesas ni que fuese un momento para ver que no pasa nada. Deberíamos rugir un rato para ver qué se siente al poder hacer ruidos de esos y mirarte al espejo como si fueses Rocky antes de un combate. Y deberíamos hacerlo juntas. Las viejas, las gordas, los tartamudos, las patosas, los y las y les que no visten ajustadas y todo el resto de las periferias. Llegar un día y tomar el espacio. Y ver qué pasa.
Yo me voy a poner a ello. Ya nos iremos contando. Igual no cambiamos el mundo, pero seguro que nos echamos unas risas con todo esto.