Capítulo 2

Silencio...

El viernes por la mañana, en casa del comandante de vuelo Can James Drogo todo era silencio, paz y bienestar, algo muy apreciado para él, hasta que sonó la alarma programada en Alexa. Eran las 9.00.

Can abrió los ojos lentamente y vio a su lado a una mujer.

La miró durante unos segundos para recordar su nombre..., ¿cuál era?, y sonrió al hacerlo: ¡Enriqueta! Aquella preciosa mujer que había conocido la noche anterior mientras tomaba algo con un amigo y que se había ido con él a su casa. La miró satisfecho. Era guapa. Muy guapa. Buenos pechos. Largas piernas. Cuerpazo y una elegancia innata.

Estaba observándola cuando ella abrió los ojos. Ambos sonrieron y Can saludó:

—Buenos días.

Enriqueta rio mimosa. «Qué tipo tan sexy», se dijo.

—Buenos días, cariño —respondió.

«¡¿Cariño?!», pensó Can.

No..., no..., no... La intimidad que connotaba esa palabra no era buena señal.

Ni «amor», ni «cariño», ni «cielo», ni nada que se le pareciera. No le gustaba que emplearan esos términos con él y él tampoco los utilizaba. Prefería llamar a las personas por su nombre para no intimar, pero, sintiendo cómo su entrepierna se endurecía al ver los esplendorosos pechos desnudos de la mujer, tras pensar en los beneficios que aquello le proporcionaría, sonrió y ella se le acercó.

La cercanía dio lugar a besos calientes y jueguecitos de lenguas, acompañados de roces puramente abrasadores, mientras las manos de ambos volaban por sus cuerpos en busca de placer.

Enriqueta, hechizada por aquel hombre y su duro cuerpo, le mordió un hombro. Can era sexy, apetecible, embaucador. Y la noche anterior, cuando fue a ella a quien le sonrió y no a otra, se sintió muy bien. Can había sido su objetivo desde que lo vio.

Y cuando lo acompañó a su casa, él se desnudó y observó el tatuaje maorí que le iba desde el hombro hasta el codo, algo en ella se revolucionó hasta límites insospechados. No solía acostarse con hombres que tuvieran tatuajes, y menos aún tan sexys como el de aquél.

Can sonrió y ella le respondió. Y, tan encendida como él, abrió las piernas tumbada en la cama. Demandaba que la tomara. Deseaba facilitarle el camino. Lo deseaba a él.

Y Can, al ver su total rendición, tras ponerse con habilidad un preservativo que cogió de la mesilla, colocó la punta de su duro y erecto pene en la húmeda vagina de ella y la penetró de una estocada.

Enriqueta le rodeó gustosa la cintura con las piernas mientras sus manos se enredaban en aquel pelo salvaje, que, junto al tatuaje maorí, la volvía tremendamente loca.

Complacido por el momento y la entrega, Can ancló las manos en el trasero de ella para tenerla sujeta. El sexo era para disfrutar, y ambos deseaban hacerlo, por lo que, hundiéndose en ella una y otra y otra vez, gozó de aquel instante morboso y caliente que entre los dos habían creado sin pensar en nada más. Sus cuerpos se golpeaban con placer en busca de más profundidad, más descontrol, más deseo, hasta que un glorioso y estupendo orgasmo los alcanzó y, encantados, se dejaron llevar.

Sexo mañanero. Qué maravilla.

Enriqueta disfrutaba...

Él también...

¿Qué más se podía pedir?

Tras el buen ratito de placer, Can miró de reojo el reloj que tenía sobre la mesilla. Quedaban diez minutos para que la alarma volviera a sonar.

Acomodado en la cama, intentó hablar con la mujer, pero le resultó imposible. Enriqueta parecía más ocupada en tener buena postura y colocarse bien el pelo que en charlar con él.

¿En serio la noche anterior se había comportado de ese modo?

Si algo valoraba él era la naturalidad y una buena conversación, además de la química y el sexo, y sin duda con aquélla estaba siendo imposible.

Esperó pacientemente a que la alarma de Alexa volviera a sonar. Y por fin lo hizo.

Esta vez iba acompañada de una canción: I’m Not in Love, del grupo 10cc. Una canción que siempre programaba para aquellos momentos y cuyo mensaje era que ni estaba enamorado ni quería que lo malinterpretaran. Un mensaje que, hasta el momento, siempre le había funcionado con las mujeres.

Enriqueta y Can se miraron mientras la canción sonaba. Y cuando éste comprendió por su mirada que había entendido el mensaje, la apremió mintiendo:

—Lo siento, Enriqueta, tengo prisa y voy tarde. Tengo un vuelo dentro de dos horas.

La mujer, al oírlo, se levantó azorada y, tras ponerse el elegante vestido que llevaba la noche anterior en treinta segundos, cogió su bolso y, acompañada por aquél hasta la puerta, se marchó después de toquetearse infinidad de veces más el pelo.

Una vez que Can cerró la puerta de la calle y se quedó solo en su casa, miró aliviado a su perro Chester, que lo observaba desde su cojín, y musitó:

—Lo sé. He mentido.

Chester, acostumbrado a aquel trasiego de mujeres en la casa, cerró los ojos para seguir durmiendo mientras Can decía en voz alta:

—Alexa, para la canción.

La música dejó de sonar y a continuación él pidió:

—Alexa, pon It Ain’t Over ‘Til It’s Over de Lenny Kravitz.

Instantes después, la canción comenzó y Can se dirigió hacia su impresionante, minimalista y bonito cuarto de baño, donde todo era orden y pulcritud.

Tras darse una ducha y despejarse del todo, quitó el vaho del espejo con la mano y se echó hacia atrás el pelo. Aquella melena salvaje que tanto horrorizaba a su madre a él le encantaba, y durante sus vuelos la llevaba recogida y volvía locas a las mujeres.

Can sabía de su sex-appeal. Conocía su potencial gracias a su genética para atraer a hombres y mujeres, aunque a él sólo le interesaban las segundas. Era alto, moreno, deportista, simpático, y un canalla con la mirada y la sonrisa, dos cosas que, como decía su madre, le venían de serie.

Sin proponérselo, atraía a las mujeres. Nunca había tenido que esforzarse por ninguna, y eso en cierto modo le facilitaba la vida. Poder disfrutar de la mujer que deseara sin esforzarse era una suerte.

En el sexo era fogoso, caliente, morboso, juguetón, y tremendamente sensual.

El tema amor no le preocupaba. Nunca había conocido a la mujer que lo dejara sin palabras. En cambio, disfrutaba de cada jadeo que le arrancaba a una como si de un gran triunfo se tratara. Años atrás, un día que fue junto con su amigo Daryl a un local swinger, intuyó que aquello sería un excelente extra en su juego, aunque a él le gustaba más el tú a tú con una sola mujer.

Sonriendo, se miró al espejo mientras de echaba body milk para hidratarse el cuerpo, pero entonces observó que tenía un arañazo en el costado. «Enriqueta.» Y, sin dejar de sonreír, recordó el momento en que había ocurrido.

Salió del baño desnudo, se dirigió a su grande y bonita habitación y dijo en alto:

—Alexa, pon Dancing in the Dark de Bruce Springsteen.

El tema comenzó a sonar y, como siempre que lo escuchaba, Can empezó a moverse al compás de la música mientras se encaminaba hacia su vestidor. Le encantaba aquella canción. A la derecha, la ropa de sport; a la izquierda, la de trabajo en High Drogo, y al fondo los trajes y las camisas de vestir.

Una vez que se puso un bóxer negro, camiseta blanca, vaqueros y se calzó las zapatillas de deporte, fue al salón y miró a Chester.

—Vamos, amigo —le dijo al perro—. Tienes que salir a la calle.

Diez minutos después, mientras caminaba por el parque Saint James, que estaba cerca de su casa, observaba con curiosidad a las personas con las que se cruzaba y sus sonrisas. ¿Cómo serían sus vidas? ¿Serían felices como aparentaban?

En un determinado punto del parque, Can soltó a Chester. El animal correteó durante un rato junto a otros perros mientras Can lo observaba sentado sobre el césped y era consciente de cómo lo miraban algunas mujeres. Vamos, lo de siempre.

El teléfono le sonó y, al ver de quién se trataba, descolgó y saludó:

—¿Qué pasa, Linterna Verde?

Daryl sonrió al oír cómo lo llamaba su amigo.

—¿Cuándo vas a dejar eso?

—No lo sé... —se mofó Can.

Habían pasado meses del desastre que la abuela de su novia le causó en el pelo con aquel tinte verde en Venecia, pero, evitando seguir con el tema, preguntó:

—¿Dónde andas?

Can observó a su perro corretear y saltar.

—En el parque con Chester, ¿y tú?

Daryl sonrió y contestó mirando a su alrededor:

—En el aeropuerto. Vuelo para Canadá dentro de dos horas.

Can asintió y luego musitó tomando aire por la nariz:

—El lunes vuelo yo para Tokio.

Durante un rato, los dos amigos hablaron y, riendo, Daryl le contó cómo iban los preparativos de su boda con Carol, que se celebraría al cabo de unos meses.

—¿Traerá la nonna el ron de marihuana? —preguntó de pronto Can.

—¡No jorobes!

—Joder, me muero por probarlo.

Al oír eso, Daryl soltó una carcajada y, recordando su experiencia con aquella bebida, se mofó:

—Por tu bien, si lo trae, ni te acerques a él.

—Sinceramente —rio Can—, esta noche me vendría bien algún traguito.

—¿Y eso?

Mientras recordaba la cena a la que no podía faltar, Can musitó echándose el cabello hacia atrás:

—Mis padres y algunos de sus amigos han organizado una cenita de las suyas.

—Woooo, colega..., ¡eso huele a encerrona!

Él sonrió. Desde hacía tiempo sufría aquel tipo de encerronas por parte de sus progenitores. Les permitía organizarle una cenita al mes. De esa manera, ellos se sentían mejor creyéndose que hacían algo bueno, mientras Can simplemente lo soportaba por ellos.

—Lo sé. Ya los conoces. No descansarán hasta que encuentren la mujer ideal para mí. Siguen sin entender que me gusta estar solo y libre. Que así soy feliz.

—Eso pensaba yo también hasta que Carol apareció para desbaratarme la vida —afirmó Daryl sonriendo—. Pero, amigo, ahora reconozco que ya no podría vivir sin ella.

El comandante Can James Drogo sonrió y, pensando en aquellos dos, afirmó mientras veía a dos chicas pasar por su lado besándose:

—Vale, pero lo que te ocurrió a ti no tiene por qué ocurrirme a mí.

—Nunca se sabe. Si mal no recuerdo, en una charla que tuvimos me dijiste que...

—Yo sí lo sé —lo cortó Can, consciente de a qué se refería; las mujeres lo agobiaban con sus mensajes continuos. Suspiró y, tras intercambiar la mirada con una mujer que había más allá y que le pestañeó, indicó—: Mira, Daryl, me gusta mi vida. Soy de los que sopesan las cosas mil veces antes de actuar, y que mis padres me busquen la mujer ideal no es algo que me haga ilusión, a pesar de que se lo permita. Lo que tengo claro es que no quiero responsabilidades, y menos aún que nadie coarte mi libertad.

—En ocasiones, pensar tanto las cosas como tú haces no es bueno —repuso Daryl—. Además, hay ciertas limitaciones y responsabilidades que merecen la pena.

Can sonrió, meneó la cabeza y, cambiando de tema, prosiguieron hablando de otras cosas hasta que se despidieron y quedaron en verse cuando él regresara de Tokio.

Una vez que se guardó el teléfono en el bolsillo de su pantalón vaquero, se levantó del suelo y dio un silbido. Chester, al oírlo, enseguida lo miró y, sin necesidad de nada más, el animal corrió hacia su dueño. Lo adoraba.

Tras pasar el día tranquilamente en casa leyendo, descansando, dibujando y escuchando música relajante, despues de una ducha rápida, Can se dirigió de nuevo a su vestidor. Su madre le había dicho que la cena era formal. Por ello, tras pensarlo mucho, eligió un traje casual azul marino y una camisa blanca. Eso sí, nada de corbata. Por ahí no pensaba pasar.

Terminó de arreglarse y se miró en el espejo. La imagen del hombre que se reflejaba en él le gustaba pero, al ver su cabello suelto, decidió recogérselo en su particular moñito de hípster. Su madre lo agradecería.

Instantes después, tras despedirse de Chester, cogió las llaves de su Aston Martin Rapide gris oscuro, un coche que disfrutaba conduciendo tanto como cuando pilotaba un avión, y, con una sonrisa de resignación, introdujo en el navegador la dirección que su madre le había enviado por WhatsApp mientras la voz de Alicia Keys sonaba por los altavoces cantando If I Ain’t Got You. Instantes después, arrancó el motor y se dirigió hacia el lugar de la cena.