4

Cuarto, o cuando aprendí a odiar al señor Reed

Ordené la ropa y seguí convenciéndome de que todo era la mitad de grave y que mi orgullo era más fuerte que unas cuantas impertinencias de ese hombre.

Alisé la falda con cuidado, me revisé el peinado y coloqué bien el broche de la blusa justo debajo del cuello. Luego me mentalicé y regresé a la galería circular que dibujaba un círculo que se podía recorrer entero. Las paredes estaban atestadas de libros hasta tal altura que me mareaba levantar la vista, aunque también podía deberse a la emoción por ver semejante acopio literario.

Delante de mí, una puerta daba a un largo pasillo, también abarrotado de estanterías, cuyo final no veía desde mi sitio.

Di una vuelta despacio, atenta, y disfruté del silencio y el ambiente. Intenté a toda prisa grabar en la memoria la distribución de las distintas áreas temáticas, observé las plaquitas metálicas que tenían remachadas todos los libros en el lomo y que incluían las abreviaturas de la sección, el lugar y el autor. Me gustó que la sucesión de divisiones siguiera un patrón y una lógica.

Bajé la otra escalera de nuevo y me gustó el balanceo del angosto miriñaque. Había podido comprobar que el señor Reed no era una persona cortés, pero sus faltas de educación quedaban en un segundo plano cuando notaba el latido de mi corazón, tan conmovida como estaba por aquel lugar.

Siempre me habían gustado las bibliotecas, pero la de nuestra apacible ciudad era un saloncito de desayuno comparada con la de la Royal University. Esas salas fastuosas estaban hechas para mí. Estaba dispuesta a quedarme allí para siempre. Incluso con ese desagradable bibliotecario.

Absorbí con fruición las impresiones que me rodeaban: la acidez amarga del papel desteñido, los libros mohosos, la tinta fresca, la piel curtida, los herrajes metálicos, el polvo, la madera vieja y nueva; la luz que se colaba por la enorme cúpula de cristal y convertía la sala redonda en un brillante palacio gris repleto de conocimientos por descubrir.

Abajo las paredes también estaban cubiertas de libros y el sistema continuaba. Saqué una pequeña libreta y un lápiz del bolsillo de la falda, y me puse a hacer un esquema rápido de la distribución de los temas. Seguía cierta lógica, pero aun así no podría memorizarlo todo en un momento.

A derecha e izquierda se alzaban unas altas puertas que daban a unos pasillos anchos también llenos de libros, como arriba, que al entrar había pasado por alto.

Ahí encontré menos temas importantes, literatura general, incluso una cantidad inesperada de novelas y poemarios.

Las estanterías, las escaleras, las barandillas y las paredes revestidas de madera lucían una preciosa decoración tallada con ornamentos y estatuas bañadas en oro. El artista se había limitado a unos cuantos motivos que se repetían en versiones de lo más dispares. Los animales heráldicos de Gran Bretaña, el león y el unicornio, además de numerosos lirios.

El tiempo pasó sin darme cuenta, y estaba leyendo de pie un libro sobre el ascenso y la caída de Napoleón cuando alguien se aclaró la garganta a mi lado con comedimiento.

Terminé de leer una frase más, luego alcé la vista y me estremecí del susto. Por descuido cerré el libro haciendo demasiado ruido y resonó en toda la sala.

Tenía al señor Reed delante, con un gesto de intriga en el rostro y la mirada clavada en mí por encima de la montura de las gafas.

—¿Es que no tiene reloj, señorita Crumb? —me preguntó en un tono tan suave que enseguida comprendí que algo no iba bien.

—No, señor Reed —contesté, expectante, y le noté cierta rigidez en la boca.

De nuevo me llamó la atención que no llevara barba, algo insólito para un hombre tan joven. Tal vez no daba ningún valor a los caprichos de la moda de nuestra época; por lo menos a mis ojos, eso lo hacía un poquito más simpático.

—Han pasado tres cuartos de hora desde que la he dejado sola. Y en verdad no tengo tiempo para buscarla por todo el edificio —me reprendió, la inicial dulzura en el tono había desaparecido, igual que mi buen humor.

Siempre se me habían dado bien las palabras, era capaz de plantar cara. No obstante, no encontré ninguna ocurrencia contra la aspereza de sus palabras sin caer en la mala educación, y eso me contrariaba sobremanera.

—¡Venga conmigo! —me ordenó con dureza, y lo seguí entre las estanterías de regreso a la sala de lectura—. Cada libro tiene su sitio —empezó, y yo puse cara de desesperación, aunque él no lo vio porque iba delante y me daba la espalda—. Encontrará las signaturas en los libros —explicó, como si yo fuera completamente boba.

No quería saber qué había tenido que enseñar a la gente para encontrar necesario explicarme algo tan evidente. Tal vez lo hacía por ser mujer.

—La función de un asistente de bibliotecario es saberlo. Esta biblioteca debe convertirse en su segundo hogar y debe tomárselo todo muy en serio. —Se volvió hacia mí y se quitó las gafas—. Porque yo sí me lo tomo muy en serio —añadió.

El tono me pareció más significativo que las palabras. Fue un momento intenso, con él ahí de pie, observándome. Intentaba trasmitirme que los libros eran su bien más preciado y que yo debía respetarlo. Realmente, aquella biblioteca era muy importante para él.

A continuación, desvió la mirada de nuevo y se colocó las gafas en el chaleco como había hecho antes.

—Tendrá que llevar a cabo todas las tareas a las que no llegue yo, y con frecuencia serán más de las que crea poder hacer —me avisó, mientras yo lo seguía—. La espero a las siete y media de la mañana. Recibirá los periódicos de actualidad de nuestro mensajero y le pagará su importe. Luego tendrá que colocar los periódicos en los soportes y colgarlos en su lugar. —Señaló hacia el vestíbulo, donde vi un soporte alto con numerosos periódicos—. Llevará los ejemplares antiguos al archivo. Realizará los préstamos y las recepciones de libros. Hay que clasificar los volúmenes devueltos. Los libros dañados se acumulan y se envían al encuadernador cuando se llega a una cantidad determinada, para que los restaure.

El señor Reed hablaba cada vez más rápido. Se notaba que lo había explicado en numerosas ocasiones durante los últimos meses. Saqué la libreta del bolso para tomar notas. Si quería demostrarle que me subestimaba, tenía que prestar mucha atención.

—Registrará las novedades en el fichero, preparará el libro con las signaturas y comprobará las palabras clave para la máquina de localización.

Lo anoté, pero no entendí a qué se refería. ¿Qué era una máquina de localización?

—Permítame una pregunta —le interrumpí.

No me molestó que se volviera hacia mí irritado. Dirigió su mirada a la libreta y el lápiz que tenía en las manos y me pregunté por un momento cuánto veía sin gafas. ¿Las necesitaba solo para leer?

—¿Es que está escribiendo? —soltó, sorprendido.

Asentí, sin saber si era una ofensa o un halago.

—La pregunta —le recordé, pues no paraba de mirarme las manos y de parpadear, cada vez más confuso—. ¿Esa máquina de buscar? ¿Cómo debo imaginármela? ¿Es una máquina de verdad? ¿Está aquí, en la biblioteca?

Era mi turno de abrumarlo con palabras; por un momento, parecía que se le había comido la lengua el gato.

—Es una máquina de verdad, señorita Crumb. Y está en el edificio. Para ser exactos, justo al lado de la sala donde ha dejado el abrigo. Me sorprende que no se haya fijado —dijo tras recuperar el habla, y luego se aclaró la garganta—. Pero ese tema ya lo trataremos más adelante. Para empezar, tiene más que suficiente.

De repente, había recuperado el tono áspero; el breve instante de humanidad que habíamos compartido se desvaneció antes de poder disfrutarlo.

El señor Boyle tenía razón. Ese hombre era muy complicado.

Subimos la escalera hacia la sala circular, dimos una vuelta y volvimos a bajar, mientras el señor Reed hablaba sin parar de los procedimientos de la biblioteca. Lo hacía con tal imprecisión que, por mi parte, tenía que deducir la mitad de la información. Mi lista era cada vez más larga. Poco a poco, iba entendiendo por qué todos los jóvenes se rendían tan rápido. Hacer tanto en tan poco tiempo era imposible, tendría que esforzarme de forma intensa si pretendía demostrarle mi valía.

Al cabo de un rato que me parecieron horas y que como mucho había sido solo media, el bibliotecario se despidió diciendo que, si tenía más preguntas, acudiera a él; no obstante, su mirada me dejó claro que no me atreviera a hacerlo con mucha frecuencia.

Finalmente, se fue, con el correo que había recogido debajo de la escalera bajo el brazo. Otra cosa que en adelante sería tarea mía. Lo seguí con la mirada, vi que desaparecía en su despacho sin volverse y me quedé indecisa en el pasillo.

Tenía tantas cosas que hacer que estaba como paralizada. ¿Dónde me había metido? ¿Dónde me había metido mi tío?

Sin duda, él mismo se arrepentía ya de haberme dejado con el señor Reed. La mirada y la sonrisa falsa lo habían delatado. Lo que al principio había considerado una pequeña diversión había resultado ser algo muy complicado, por el evidente rechazo del señor Reed. Ahora el tío Alfred caía en la cuenta de lo que le había hecho en realidad a su querida sobrina.

No obstante, ya no había marcha atrás. Por lo menos si quería conservar la dignidad. Si me rendía tan rápido, el señor Reed soltaría un bufido, murmuraría «lo sabía» y seguiría mirando por encima del hombro a las mujeres como si su trasero de funcionario fuera mejor.

Además, aquello era un paraíso lleno de libros y, por lo menos, tenía que encontrar el momento de enfrascarme en la lectura de unos cuantos.

Inquieta por la nueva responsabilidad, me mordí el labio inferior, un gesto que con frecuencia reprimía en público, y apreté con más fuerza mi libreta contra el pecho.

Lo conseguiría, usaría mi ambición y mi inteligencia para estructurarme de forma ordenada; luego sería pan comido. Seguro. Por lo menos, eso esperaba.

Me senté rápidamente en una de las mesas y contemplé todas las tareas que se me habían acumulado. No me costó clasificarlas. Estaban las diarias y las que solo se realizaban esporádicamente; luego me creé un plan diario en el que todo siguiera un orden. Lo importante antes de lo secundario. Además, dividía las tareas grandes en muchas tareas pequeñas.

Cuando terminé me sentí mucho mejor, tenía una primera visión global de mis actividades y estaba lista para acometerlas. Guardé la libreta en el bolsillo de la falda y me dirigí a los dos chicos jóvenes que el señor Reed me había presentado y que trabajaban en el mostrador.

Se llamaban Cody y Oscar, y me miraron con escepticismo cuando me acerqué a ellos.

—Buenos días, caballeros —saludé con amabilidad, incluso logré sonreír con la euforia—. Puesto que, por lo visto, el señor Reed es un hombre muy ocupado y a mí aún me queda mucho que aprender, me gustaría ver un poco su trabajo. ¿Sería posible? —dije con educación.

Dos rostros estupefactos. Por un momento, me dio la sensación de que no me habían entendido.

—Eh, claro, señorita. Si usted quiere —contestó Oscar con frescura, y se encogió de hombros con torpeza sin dejar de mirar a Cody, como si quisiera asegurarse de que lo que había dicho estaba bien.

Pese a ir vestidos correctamente, no pude evitar pensar que no procedían de familias acaudaladas; por tanto, tampoco habían gozado de una completa formación académica ni de modales. Tal vez fue por la forma de hablar de Oscar, o quizá por la actitud retraída de Cody, que le hacía parecer un perro apaleado.

No sabía muy bien cómo tratarlos, me forcé a seguir sonriendo y me coloqué tras el mostrador para verlo todo mejor.

Toda la zona inferior del mostrador estaba llena de cajones marcados con el alfabeto.

Un joven con un chaleco caro, bordado y de color azul claro se acercó con tres libros bajo el brazo y se apoyó en el mostrador delante de Cody.

—Señor Lassiter —le dijo Oscar, mientras Cody se limitaba a mantener la mirada gacha con timidez y abría el cajón de la L.

Tardó solo un instante en sacar una tarjeta alargada de papel grueso, luego Oscar le dictó los títulos de los libros que el señor Lassiter quería llevarse prestados.

Oscar abrió cada libro por la contraportada, sacó una hoja y estampó con un sello la fecha de devolución.

Conocía el procedimiento y me gustó ver que, en eso, aquella biblioteca no era tan distinta de la de mi ciudad.

Luego el señor Lassiter se fijó en mí y el desinterés un tanto impaciente que había mostrado hacia los dos chicos se transformó en sorpresa.

—¿Quién es esta señorita? —preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto, como si se hiciera a sí mismo la pregunta.

Su voz era clara y agradable, pero tan rotunda que no tenía ningún interés en que me presentaran a ese hombre que rebosaba arrogancia y una incómoda picardía.

Me observó con tanto descaro que su conducta me avergonzó y no pude evitar levantar la cabeza con obstinación y resistirme a su molesta mirada.

—Va a ser la nueva asistenta del bibliotecario —aclaró Oscar, que, al parecer, era el más hablador.

Me lanzó una mirada elocuente que lo expresaba todo, desde inseguridad a incredulidad: no creía que yo fuera a durar mucho.

—¿Qué? ¿De verdad? —soltó el señor Lassiter, divertido, como si Oscar hubiera contado un chiste.

Tuvo que esforzarse por seguir hablando en voz baja.

Poco a poco me estaba hartando. Yo no era un animal enjaulado. Que ese inculto creyera lo que quisiera. Enojada, di media vuelta en un movimiento brusco y salí del mostrador en forma de U. Pasé por su lado sin mirarlo, pero él me cerró el paso con agilidad.

—¿No debería una mujer bella buscar un marido, en vez de dejarse asustar por un tirano como el señor Reed? —me preguntó, divertido.

Por el brillo de sus ojos comprendí que se estaba riendo de mí.

Mi primer pensamiento fue que para mí no había diferencia en que el tirano fuera mi jefe o mi cónyuge, pero no lo dije en voz alta.

—Qué triste —dije, en cambio, con cara de compasión—. Suena usted tan anticuado como mi madre.

Y ahí lo dejé.

En una de las salas laterales encontré un espacio adecuado para muchas de mis tareas. Me irritó que el señor Reed no hubiera tenido a bien avisarme de que existía. Era alto como un pequeño salón, con unos ventanales que daban al parque. En las paredes había estanterías altas y archivadores, llenos de tarjetas de libros, apuntes sobre encargos de libros y entregas y todas las tarjetas de préstamo de antiguos estudiantes que alguna vez se habían llevado prestado un libro de esas salas. En una imponente mesa de madera había varias máquinas curiosas que identifiqué rápidamente. Una era para hacer el relieve de las placas metálicas de los lomos de los libros: la probé y era más fácil de lo que pensaba. La segunda remachaba las plaquitas en los lomos de los libros; necesitaba tanta fuerza para la palanca que tuve que emplear todo el peso del cuerpo para bajarla.

En la misma habitación encontré una serie de tablas de madera de un palmo de alto y de ancho, finas como una rodaja de embutido y con dos agujeros en la parte superior. También tenían grabado el título de un libro, el autor, la ubicación del libro y palabras clave del contenido. Por desgracia, no entendía del todo para qué estaban pensadas. ¿Acaso tenían algo que ver con esa máquina de localización?

También las obras dañadas estaban por todas partes sin orden ni concierto, casi me daban lástima los pobres libros.

Pasé poco a poco por todos los puntos de mi lista, busqué las zonas de trabajo correspondientes dentro de la biblioteca y tardé un buen rato en orientarme.

El tiempo pasaba, y en el reloj de pie situado en el ala derecha, entre Tecnología y Filosofía, vi a qué velocidad.

Sentía que apenas avanzaba. Los libros devueltos se amontonaban revueltos en varias pilas junto al mostrador del vestíbulo. A pesar de que me habría resultado fácil clasificarlos para que Cody o incluso Oscar los devolvieran a sus departamentos, tardaba lo que me parecía una eternidad porque los manipulaba con torpeza.

No estaba acostumbrada a estar tanto tiempo de pie, pues hasta ahora me había pasado la vida sentada en muebles cómodos, leyendo. Al mediodía me dolían tanto las pantorrillas que tuve que sentarme un momento en una silla de la sala de lectura. Me ardían las plantas de los pies, seguro que tenía los tobillos hinchados; me dolían los brazos y mi cabeza pedía a gritos una pausa.

La biblioteca empezó a vaciarse poco a poco para la pausa del almuerzo, y los estudiantes dejaron en un carro los libros que ya no necesitaban o que devolvían.

Me puse en pie de nuevo con un gemido y me dirigí a paso ligero al mostrador del vestíbulo, donde ya se aglomeraba la gente. Cody y Oscar tenían mucho que hacer y había muchos estudiantes nerviosos y cansados esperando su turno.

A cierta distancia me coloqué junto al mostrador alto y le arranqué con descaro el libro de las manos a un chico joven con el cabello muy rubio.

—Buenos días, ¿su nombre? —le dije con calma.

Él me miró sorprendido.

—Higgins —contestó.

Abrí el cajón de la hache como si no hubiera hecho otra cosa en todo el día. Como mínimo, era algo que me resultaba fácil.

—¿Charles o James? —pregunté al encontrar dos tarjetas con el mismo apellido.

El muchacho se echó a reír y le brillaron los ojos verdes de forma llamativa:

—Charles. James es mi primo —contestó, y yo saqué la tarjeta correspondiente.

Cogí una pluma estilográfica del bote de cerámica y escribí a toda prisa el título y el autor del libro en la siguiente línea libre.

Observé un momento las distintas entradas escritas en el papel; la mayoría de ellas parecían garabatos. Solo las últimas dos entradas se leían bien de verdad; me pregunté si esa letra tan bonita era de Cody.

—Usted es nueva —comentó el señor Higgins con amabilidad.

Asentí.

—Muy nueva, de esta misma mañana —bromeé.

Él se rio, cohibido.

No me gustaba admitirlo, pero lo cierto era que, en Londres, algunos hombres parecían menos bobos que otros del campo.

Estampé el sello en el dorso del libro y se lo di.

—Adiós —se despidió educadamente, insinuó una reverencia y desapareció con una sonrisa en los labios.

El siguiente estaba esperando. Ya se había formado una buena cola.

—Zachary Bostick —dijo con un deje de impaciencia en la voz y antes de que pudiera preguntárselo.

Entendí que tendría que ir aún más rápido.

Cuando la biblioteca se vació del todo, empecé a recoger los ejemplares devueltos por los estudiantes. Guardé libros, los clasifiqué en los carritos, me llevé uno al cuarto porque ya tenía varias hojas rasgadas y apunté la cantidad en una hojita que pegué en la tapa del libro.

Me acerqué con un gemido a la caja de madera donde se habían colocado sin ningún cuidado más libros dañados y los fui mirando uno por uno. En cada uno escribía una breve nota; unos cincuenta libros después, maldije mi vida por haber tomado una deriva tan desgraciada. Me dolía la espalda, los brazos ni los sentía y me ardían los pies, aunque ya los había puesto en alto.

«Dorsos rotos, páginas sueltas en la parte trasera», escribí, y deseé estar de nuevo en casa, en mi buhardilla. Ahí no me dolería la espalda.

Volví a dejar el libro con cuidado en la caja y me froté los ojos.

Si estuviera en casa, mi madre me habría sacado de quicio, tomaríamos el té y ya me habría hablado de tres jóvenes que debía tomar en consideración y que hasta entonces no había visto.

Yo pondría cara de desesperación, pero mis pies estarían fantásticos.

Parpadeé, procuré no pensar más en mi casa y paseé la mirada por la estancia. Me llevé un buen susto cuando vi más cajas de madera.

Oí la inconfundible melodía del Big Ben y añadí una hora a mi jornada. Eran las seis de la tarde y yo estaba de los nervios.

Mi estómago era un agujero profundo, pues, en realidad, aún no había comido nada. Los brazos me pesaban como si fueran de plomo y mantenía la cabeza alta por pura fuerza de voluntad.

Estaba destrozada. Me sentía tan hundida que durante las últimas horas había deseado que mi madre hubiera hecho de las suyas con algún chico solo para no tener que seguir ahí poniendo orden.

No sabía cuánto tiempo quedaba para terminar la jornada, pero tenía que ser un rato considerable si se había acumulado tanto trabajo.

La mayoría de los libros dañados ya estaban revisados, guardados en cajas y atados. Sin embargo, esos solo eran los dañados. Había como mínimo dos cajas más de novedades, y nadie había hecho esfuerzo alguno por registrarlos en el fichero y etiquetarlos.

Por no hablar de las palabras clave.

Había clasificado las devoluciones en el vestíbulo, había pasado por todas las estanterías para encontrar los libros extraviados, había ayudado sin duda a treinta estudiantes a buscar obras concretas y tenía los dedos llenos de manchas de tinta.

Me froté la espalda con un suspiro, cerré la puerta de la sala y recorrí el parco pasillo entre estanterías hasta la sala de lectura.

Aún había algunos estudiantes consultando sus libros. Había tenido tanto papel entre los dedos que tenía las manos secas. Aun así anhelaba una butaca y un par de frases que me pertenecieran solo a mí.

Por la mañana me había quedado fascinada con aquel lugar, me había impregnado de su ambiente. Ahora, en cambio, tras una jornada entera de trabajo, ya no estaba tan receptiva a ese tipo de magia y me sentía cansada y apática.

—¿Sigue aquí? —me dijo alguien con asombro, pero yo estaba demasiado agotada incluso para asustarme.

Tenía al señor Reed delante, con un gesto de sorpresa y un libro abierto en las manos.

No había dicho nada. Aun así, enseguida me sentí atacada. Fue por cómo lo dijo, como si esperara que me hubiera largado hacía tiempo.

—Por supuesto. He estado todo el día aquí trabajando —me indigné, respondona, sin preocuparme por mantener un tono adecuado.

Si ese hombre no era educado, ¿por qué tenía que serlo yo?

—Le corresponde hacer una pausa al mediodía, de doce y media a una. Y a las cinco puede irse a casa —me aclaró.

En ese momento, me entraron ganas de saltarle al cuello.

—¿Y me lo dice ahora? —contesté, perpleja.

Sentí que la rabia desbordaba mi cuerpo.

—No la he visto durante la mitad del día. Pensaba que ya se había dado por vencida —respondió el señor Reed con calma, como si ni siquiera se diera cuenta de lo enfadada que estaba.

—Estaba en la sala, he clasificado los libros dañados, que, por cierto, se habían acumulado y ya se pueden enviar al encuadernador —mascullé, consciente de que tenía la cara roja y caliente por la indignación.

Por suerte no llevaba el corsé muy estrecho; de lo contrario, seguro que me habría faltado el aire.

—¿Qué? —dijo el señor Reed, riéndose para sus adentros—. ¿Y no ha hecho nada más en todo este tiempo?

Se estaba burlando de mí, lo veía, lo sentía, probablemente incluso lo olía. Me sentí al borde de las lágrimas, que me costó un esfuerzo extremo contener.

En ese momento, me quedó una cosa muy clara: odiaba a ese hombre con toda mi alma.