25 de marzo de 1992. Miércoles.
Tras otra larga y laboriosa investigación por tierras valencianas fui a recalar en la ciudad de Alicante. Mi propósito era estudiar un plan que me permitiera penetrar en el EVA número cinco (Escuadrón de Vigilancia Aérea), situado en Aitana, en plena sierra de Alcoy. El ingreso en cualquiera de estos radares militares no es sencillo. Se requiere, obviamente, una autorización. Y quizás, de haber cursado la petición, el Cuartel General del Aire, en Madrid, hubiera contestado afirmativamente. Pero no se trataba de una visita normal y corriente. Por exigencias de uno de los casos que llevaba entre manos, me veía obligado a comprobar sobre el terreno una serie de datos y —lo que resultaba más comprometido— a fotografiar determinadas instalaciones consideradas como secretas. Pormenorizar en un escrito estos objetivos era una lamentable pérdida de tiempo. La negativa —con el «inri» añadido de que el solicitante es un incómodo y descarado investigador de ovnis— habría sido fulminante. No tenía, pues, alternativa. Si en verdad deseaba redondear el suceso y ofrecerlo a la opinión pública con un máximo de objetividad y precisión, no podía hacer otra cosa que intentar «colarme» en el EVA.
Y en ello estaba cuando, a las quince horas del referido miércoles 25 de marzo, forzado a efectuar una llamada telefónica, abandoné momentáneamente la reunión a la que asistía en uno de los salones del hotel Meliá.
Minutos más tarde, concertada la cita con un oficial de Inteligencia de la Armada, que debería colocarme en la pista de otro sugestivo caso protagonizado por militares, crucé el animado hall, dispuesto a reunirme de nuevo con las personas que podían auxiliarme en el arriesgado «asalto» al radar de Aitana. Pero, de pronto, fui abordado por alguien a quien no veía desde 1979. La asombrosa «casualidad» nos dejó perplejos…
Y mi viejo amigo Bienvenido Martínez —«de paso» por la ciudad—, en el transcurso de la breve charla, fue a desvelarme un asunto que me obligaría a posponer buena parte de las pesquisas en marcha. Ni él mismo lograba entender por qué la noticia había permanecido «olvidada» en su memoria durante tanto tiempo. Y mucho menos por qué fluyó con tan incomprensible prioridad, justamente en este irrelevante encuentro.
¿Por qué no lo hizo por carta o con una simple llamada? Y, sobre todo, ¿por qué en esos momentos, cuando servidor se hallaba encelado con el binomio ovnis y militares?
La revelación, en principio, era atractiva: alguien cuya identidad no estoy autorizado a desvelar por el momento tenía en su poder unos documentos gráficos de especial valor. Concretamente, un juego de fotografías ovni, al parecer, inédito.
E intrigado y curioso —«velocidades» que uno debe controlar como si circulara sobre hielo—, tras activar la primera fase del plan para acceder al radar de Aitana, me lancé a la localización de ese «alguien»: un capitán de la Fuerza Aérea Española. Un oficial al que, desde este momento, designaré con el sobrenombre de «Mirlo Uno». Sus informaciones han sido, y siguen siendo, providenciales.
Después de varios intentos fallidos, «Mirlo Uno», finalmente, accedió a reunirse conmigo en una determinada población extremeña. Y a esta decisiva entrevista le han seguido otras muchas.
Una vez ganada su confianza, factor clave en el terreno en el que me desenvuelvo, todo fue sencillo. Los que me conocen saben que el único tema en el que casi soy honrado es precisamente ése: el de los «no identificados». Con el tiempo, los investigadores «de campo» comprenden y aceptan que la prisa nada tiene que ver con la precipitación. En ocasiones es más rentable saber esperar —o congelar un dato— que colgarse en la solapa el dudoso éxito propiciado por la traición. No creo que sean los años la única fuente de experiencia.
Primer documento. Un ovni típicamente cupular sobrevuela una zona boscosa.
Segundo documento. La luz del sol refleja en la parte superior del ovni. Los expertos en fotografía han observado en esta toma una curiosa circunstancia, difícil de resolver en un trucaje. Mientras la cámara parece correctamente enfocada a infinito, con las ramas situadas en primer plano lógicamente desenfocadas, el objeto presenta una anómala distorsión. En principio, dado que el reflejo solar se halla bien definido, cabe la posibilidad —como simple hipótesis— de que lo que rodea el objeto sea humo, niebla o algún tipo de fluido elástico. En el supuesto de que la distorsión se debiera al propio movimiento del ovni, el problema se complicaría ya que, como digo, la imagen presenta un enfoque correcto.
También las decepciones contribuyen —y de qué manera— a consolidar la amistad. Como pregonaba Graf, no es quien más ha vivido sino el que más ha observado, el que posee una mayor experiencia del mundo.
Y sólo cuando «Mirlo Uno» me hubo observado lo suficiente y estuvo seguro de mi respeto y sigilo —es decir, de la palabra dada— fue cuando consintió en mostrarme aquellas imágenes. Pero me rogó paciencia. En cuestión de meses cambiaría de destino. Entonces hablaríamos de nuevo. Y así fue.
Pero el contacto con este militar me depararía otras sorpresas. Y aunque habrá ocasión de volver sobre ello, ahí van unas pinceladas, a manera de anticipo.
Era asombroso. De entre los millones de españoles, quien esto escribe había coincidido con uno que —en 1953— fue testigo de excepción del célebre aterrizaje ovni en las proximidades de Villares del Saz, en la provincia de Cuenca. Mejor dicho, para ser exactos, este capitán —entonces un adolescente— fue uno de los privilegiados que pudo contemplar las huellas dejadas por el objeto y por los pequeños seres que descendieron del mismo. En ese verano, «Mirlo Uno» —¿casualidad?— disfrutaba de unas vacaciones en un campamento del entonces denominado Frente de Juventudes. Un campamento que se levantaba —¡oh increíble Destino!— a corta distancia del escenario de los hechos. Y alertados por la noticia, «Mirlo Uno» y el resto de sus compañeros —con los monitores a la cabeza— se personaron en la zona, verificando, en efecto, la existencia de unos extraños orificios en el suelo y de unas diminutas pisadas. Pero, amén de dar fe de las misteriosas señales, profesores y muchachos tuvieron una feliz iniciativa: poner a salvo las referidas huellas por el tradicional procedimiento de la escayola. Y «Mirlo Uno», a pesar de los cuarenta años transcurridos, ha conservado varios de estos preciosos moldes. Y vuelvo a preguntarme: ¿es esto normal? ¿Cómo entender que este investigador —fruto de una aparente casualidad en el hall de un concurrido hotel alicantino— terminara trabando amistad con tan interesante y desconocido personaje? Creo que era Albert Einstein quien defendía que «la casualidad es la forma que tiene Dios de firmar sus obras anónimas». Dicho queda. Como se cansó de repetir mi admirado Jesús de Nazaret, quien tenga oídos…
Tercer documento. El objeto, aparentemente, ha sido captado a menor distancia.
Ampliación del documento número dos.
Ampliación del primer documento gráfico.
Pero en realidad, según mi confidente, aquella experiencia en Villares del Saz no pasó de ser una simple e intrascendente anécdota veraniega. El interés por el fenómeno ovni no despertaría en «Mirlo Uno» hasta nueve años después. En el otoño de 1962, cuando se hallaba destinado en la base aérea de Talavera la Real, en Badajoz, otro suceso parecido le hizo saltar las alertas interiores. Una noche, un amigo que circulaba en automóvil en dirección a la mencionada ciudad tuvo ocasión de observar, a corta distancia, el descenso de un objeto no identificado. La impresión fue tal que el testigo tuvo que ser atendido y calmado por un practicante. Pues bien, a la mañana siguiente, deseoso de averiguar lo ocurrido, «Mirlo Uno», en compañía de otro militar, recorrió el lugar, descubriendo «algo» a unos diez kilómetros de Talavera y a cosa de diez metros de la carretera. En mitad de los sembrados sobresalía un gran círculo, de veinticinco metros de diámetro. La tierra, en su interior, aparecía negra, calcinada y como si hubiera sido absorbida por una poderosa fuerza.
«… Parecía harina. Al caminar, nuestros pies se hundían una cuarta.»
El incidente, como ha ocurrido con tantas personas de mente abierta, no cayó en saco roto. Allí había sucedido algo fuera de lo normal. Y «Mirlo Uno», a pesar de su condición de militar y del secretismo que les atenazaba, se preocupó de todo lo relacionado con el fenómeno, adquiriendo con los años una muy notable carga documental y, en especial, el convencimiento de que estamos siendo visitados por civilizaciones «no humanas». Y a pesar de su habitual discreción, este interés y sus conocimientos sobre los ovnis fueron difundiéndose entre los casi siempre ávidos compañeros de milicia. Estas circunstancias, con seguridad, propiciaron el acceso en 1979 a los documentos gráficos mencionados por Bienvenido Martínez.
«… La forma en que llegaron a mi poder es tan simple como enigmática. Creo recordar que fue en el otoño. Yo era un suboficial, destinado en una importante instalación aérea, a orillas del Mediterráneo.»
Por expreso deseo de «Mirlo Uno» he suprimido cualquier referencia que pudiera identificarlo.
«… Mis compañeros, por supuesto, sabían de mi afición por estos asuntos. Y un buen día, en el pabellón de suboficiales, apareció una carta. Venía dirigida a mi nombre, pero sin remitente. En el matasellos, si no recuerdo mal, podía leerse “Alhama”. Tanto el destinatario, la dirección y la escueta nota que acompañaba a las fotos y a los negativos habían sido escritos a mano. Deduje (y puedo estar equivocado) que se trataba de alguien con escasos estudios. ¿Quizás un soldado que hubiera hecho la “mili” bajo mis órdenes? Quién sabe… Y en el interior, como te decía, junto al papel, tres fotos en color. La nota en cuestión decía textualmente: “¿Es esto lo que le gusta a usted?”.
»Al principio, entre las diferentes hipótesis, contemplé también la posibilidad de una broma. Pero, después de tantos años, lo he descartado. Si alguien hubiera querido tomarme el pelo, tarde o temprano se habría descubierto. Y, ya ves, en casi catorce años no he vuelto a tener noticia del asunto. Por supuesto, jamás han salido a la luz pública. Y todos mis esfuerzos por averiguar el origen de las mismas han sido infructuosos. Ojalá tú tengas más suerte y el autor —si es alguien de este mundo, bromeó “Mirlo Uno”— se decida a establecer contacto contigo…»
La secuencia fotográfica —ofrecida en primicia en estas páginas— ha sido minuciosa y exhaustivamente analizada en el laboratorio. El resultado, según los expertos, es positivo. Y aunque el trucaje es un fantasma que planea siempre sobre el fenómeno ovni —en fotografía pueden hacerse auténticas maravillas y «milagros»—, en este caso hay altas posibilidades de que nos encontremos ante un documento de estimable fiabilidad. A los análisis propiamente dichos —composición, estudio de luces y sombras, enfoque, etc.— debemos sumar un elemento tan decisivo como el veredicto de los especialistas: el dilatado período de tiempo transcurrido desde la ejecución de las tomas hasta su difusión. De no haber sido por el ya mencionado cúmulo de «coincidencias», lo más probable es que dichas imágenes seguirían durmiendo el sueño de los justos en los archivos de «Mirlo Uno». No puede hablarse, por tanto, de afán de protagonismo, ni de intereses comerciales. Catorce años de silencio —creo yo— constituyen un argumento aceptable, que garantiza un mínimo de credibilidad.
Y tengo que rematar este capítulo retornando al punto de partida. ¿Semejante tela de araña es consecuencia de la casualidad? ¿Por qué tuve que tropezar en Alicante con aquel amigo, a quien no veía desde, justamente, 1979? Cuando uno vive sucesos como éstos, ¿a qué conclusiones puede llegar? La lógica se desmorona. Y los mil ensayos para racionalizar lo acaecido terminan reducidos a cenizas. Ante hechos así, aferrarse al clavo de la lógica no es de hombres sensatos o comedidos, sino de necios.
Pero lo magnífico —diría yo— es que este tipo de «cosas» no es patrimonio de unos pocos. El fenómeno de las aparentes e infinitas casualidades se repite en todo y en todos. Constituye algo natural en la espiral de la vida. Desde antes del nacimiento hasta la muerte. Y puede que también después… Son tantas y tan continuadas que, precisamente por ello, pierden el rango de «casual». Lo lamentable es que uno necesita decenas de años para descubrirlo. Más aún: la mayoría de los mortales cruza el puente de la existencia sin caer en la cuenta de que ha sido estafada. Desde la infancia, el mundo se encarga de «graduar» los ojos del alma, obligándonos a usar las lentes del azar. Y hombres y mujeres vivimos así, engañados de por vida, creyendo que esa «óptica» es la única posible.