Desde mi juventud, el escritor ruso Antón Chéjov ha sido uno de mis autores preferidos. Recuerdo con gran claridad cómo, cuando tenía alrededor de dieciséis años, devoré la narración «El pabellón número 6» y sentí una profunda admiración por la agudeza y el conocimiento psicológico de Chéjov, pero, sobre todo, por cómo se atrevía a ver la verdad, a mostrarla y a no manifestar consideración alguna por ningún canalla.
Mucho más tarde leí sus Cartas y, gracias a ellas y a las biografías escritas sobre él, averigüé algunos detalles de su niñez. Entonces me di cuenta de que la valentía de Chéjov frente a la verdad comenzaba a zozobrar cuando se trataba de su padre. La biógrafa de Chéjov, Elsbeth Wolffheim, relata lo siguiente de la infancia del autor:
No sólo padecía calumnias y humillaciones en el día a día escolar, sufría especialmente la represión en la casa de sus padres. El padre de Chéjov tenía muy mal genio, era ordinario y trataba a su familia con gran dureza. Casi todos los días pegaba a sus hijos, que tenían que levantarse a las cinco de la mañana y ayudar en la tienda antes de comenzar el colegio y también después de las clases, de tal manera que apenas les quedaba tiempo para sus tareas escolares. Además, durante el invierno, en la tienda, que se encontraba en un sótano, hacía un frío glacial que congelaba hasta la tinta. Allí atendían los tres hermanos a los clientes hasta altas horas de la noche, junto a otros aprendices a los que el patrón también azotaba y que, a veces, se quedaban dormidos de pie por el agotamiento. El padre participaba en la vida de su iglesia con un fervor fanático, dirigiendo el coro en el que también tenían que cantar sus hijos. (Elsbeth Wolffheim, Antón Chéjov, Rowohlt, 2001, pág. 13.)
Chéjov escribió una vez que cantando en ese coro se había sentido como un condenado a trabajos forzados (ibíd., pág. 14), y en una carta a su hermano comenta: «El despotismo y la mentira envenenaron de tal manera nuestra infancia que uno enferma y tiene miedo sólo de pensar en ello» (ibíd., pág. 15). Sin embargo, tales afirmaciones son poco frecuentes, pues el hijo se preocupó durante toda su vida por el bienestar de su padre asumiendo grandes sacrificios financieros. Nadie en su entorno fue capaz de reconocer el enorme sacrificio emocional que también asumía ocultando la verdad, puesto que su actitud era interpretada por todos como virtud. Sin embargo, reprimir los sentimientos auténticos que provoca en el niño el maltrato extremo requiere una gran fortaleza y puede que fuese el motivo por el que Chéjov enfermase ya muy temprano de tuberculosis y padeciese depresiones que, en aquel entonces, se denominaban «melancolía». El autor murió finalmente a la edad de cuarenta y cuatro años (véase, también, El cuerpo nunca miente, Condición Humana, 7/3, Tusquets Editores, Barcelona, 2020, pág. 140 y sigs.).
En el libro de Iván Bunin publicado recientemente (Tschechow. Erinnerungen eines Zeitgenossen [Chéjov. Recuerdos de un contemporáneo], Friedenauer Presse, 2004) he podido comprobar cómo mis reflexiones se veían confirmadas por las propias palabras de Chéjov. Aparece aquí una alabanza del autor a sus padres a pesar de que él mismo debería haber sabido que estaba distorsionando la realidad por completo: «Padre y madre son para mí las únicas personas sobre la tierra por las que todo merece la pena. Si alguna vez alcanzo el éxito, será gracias al trabajo de sus manos, son personas extraordinarias, tan sólo su infinito amor por los niños merece la más grande de las alabanzas, ya que anula todos sus defectos».
Esta traición a su propio conocimiento no constituye una excepción. Son muchas las personas que albergan durante toda su vida similares juicios infundados sobre sus padres, debido a un miedo reprimido que es, realmente, el miedo del niño pequeño hacia sus padres. Pagan esta traición a sí mismos con depresiones o graves enfermedades, que les llevan a una muerte prematura. En casi todos los casos de suicidio es posible determinar que en la infancia se vivieron espantosas experiencias jamás aceptadas o ni tan siquiera reconocidas como tales. Ninguna de esas personas quería saber nada de este sufrimiento temprano y la sociedad en la que vivían ignoraba igualmente su dolor. En este sentido, las cosas no han cambiado mucho. Así, hoy en día todo el mundo se asombra cuando un artista famoso se suicida y se desvela que sufría depresiones. Pero si lo tenía todo, ¿qué más podía desear?, oímos decir a unos y otros, pero ¿qué le faltaba a esta persona?
Me percaté de la discrepancia entre la realidad negada y la fachada «feliz» viendo un documental sobre la cantante Dalida, que padeció depresiones durante mucho tiempo y se suicidó a los cincuenta y cuatro años. Se realizaron numerosas entrevistas a personas que supuestamente la conocían muy bien, la querían y tenían una relación muy próxima a ella, tanto en el ámbito profesional como en el privado. Todos aseguraron que las depresiones y el suicidio de Dalida constituían un enigma para ellos. Repetían una y otra vez: «Tenía todo cuanto una persona normal desea: belleza, inteligencia y grandes éxitos. ¿Por qué, entonces, estas depresiones recurrentes?».
La ignorancia del entorno de Dalida me hizo reparar en la soledad, interna y externa, en la que, a pesar de sus muchos admiradores, debió de transcurrir la vida de esta artista. Sospecho que la historia de su infancia podría explicar el suicidio de la cantante, sin embargo, nadie mencionó este tema en el programa. Busqué en Internet y encontré lo que, de hecho, siempre encontramos: supuestamente Dalida había tenido una infancia feliz y unos padres cariñosos. Pero nadie se preguntaba por los efectos que había tenido en Dalida su educación en un colegio de monjas.
Después de todo cuanto he leído sobre esos internados, sé que no es raro que los niños tengan que soportar abusos sexuales, físicos y psíquicos, que deben interpretar como prueba de afecto y atención, aprendiendo así a aceptar la mentira como algo normal. Sé también que los intentos de sacar a la luz las condiciones escandalosas en tales colegios han sido vetados por las instituciones eclesiásticas. La mayoría de las personas que han sido víctimas de estos abusos hacen todo lo posible por olvidar las torturas padecidas en su infancia, especialmente porque saben que apenas encontrarán «testigos con conocimiento»1en la sociedad que se tomen en serio su sufrimiento. Sólo la indignación de otras personas podría ayudarles a sentir su propia indignación y rebelarse contra la mentira. Sin embargo, si este apoyo es inexistente de forma tácita y todas las autoridades se solidarizan con la mentira, el afectado se verá empujado literalmente a la depresión.
No sé si Dalida fue víctima de un destino similar, mis deliberaciones son mera especulación y deben ser entendidas como una hipótesis. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que las depresiones de esta famosa mujer remiten a un dolor infantil que fue reprimido.
Muchas estrellas de fama mundial se sienten en el fondo muy solas. Nadie las entiende, como resultará claro al tratar el caso de Dalida, porque ellas tampoco pueden entenderse a sí mismas. Y no son capaces de comprenderse a sí mismas porque han crecido en un entorno que no expresa ninguna comprensión por el dolor del niño. Ya en su infancia fueron objeto de admiración, pero reconocer los méritos de una persona no significa quererla o comprenderla. Así, se repite en la edad adulta la tragedia, nunca superada, de la infancia, de la que sólo pueden protegerse a través del éxito y del público: buscan la comprensión por medio del éxito, se esfuerzan al máximo para conseguirlo y para conquistar a más personas. Sin embargo, su pasión no las saciará mientras les siga faltando la comprensión de la infancia. Como las estrellas ocultan precisamente este dolor, nunca podrán superarlo y permanecen, como un niño, ávidos del amor y de la comprensión de la madre. De esta forma, y a pesar de su carrera, su vida carece de sentido para ellos, puesto que son extraños para sí mismos. Y son extraños para sí mismos porque quieren olvidar por completo lo que ocurrió al principio de su vida. Como toda la sociedad funciona así nadie puede comprender a estas estrellas, que sufren una gran soledad incluso en sus actuaciones multitudinarias. El suicidio se presenta como la única salida de este estado. Este proceso nos dice mucho de los mecanismos de la depresión.
La completa negación del dolor al principio de nuestra vida es fatal. Imaginémonos que una persona quiere realizar una excursión a pie y justo al principio se tuerce el tobillo. Aunque intente ignorar el dolor y seguir caminando, porque le apetece mucho dar ese paseo, los otros se darán cuenta más tarde o más temprano de que cojea. Le preguntarán qué le ha sucedido. Entonces contará su historia, entenderán por qué cojea y le aconsejarán que alguien la trate.
Es muy diferente cuando se trata del dolor de la infancia, que desempeña un papel similar al del tobillo torcido al principio de la excursión. Uno no puede autoconvencerse de que no existe, pues determinará todo nuestro camino, con la diferencia, no obstante, de que por lo general nadie le dará importancia a este hecho. En este caso, toda la sociedad está, en cierta medida, de acuerdo con la persona que sufre, que no quiere relatar lo que le ha sucedido. Posiblemente, aquel cuya integridad se ha visto herida carece también de recuerdos. Disimulará, porque tiene que vivir junto a personas que trivializan los traumas de la infancia. Por lo tanto, su vida transcurrirá como la excursión de una persona que justo al principio se tuerce el tobillo pero no quiere admitirlo y finge que no le ha sucedido nada. Sin embargo, si conoce a alguien que hace tiempo que sabe de las repercusiones que los traumas de la infancia tienen a largo plazo, tendrá la posibilidad de dejar de ocultar esos traumas y permitir que se curen las heridas.
Muchos no son tan afortunados. Precisamente las personas más célebres están muchas veces rodeadas de inocentes admiradores, entre los que no hay nadie que reconozca, o quiera conocer, el conflicto interno de la admirada estrella. Quizás algunos de ellos hayan deseado incluso un éxito similar en su vida y no puedan comprender por qué su ídolo no puede disfrutar de este éxito. Cuando una persona tiene un talento especial, también puede utilizarlo para luchar contra la verdad con mayor firmeza. Existen numerosos ejemplos en este sentido. Pensemos en el destino de la adorable Marilyn Monroe, abandonada por su madre en un orfanato y violada a los nueve años, cuando regresó de nuevo con su familia sufrió abusos sexuales por parte de su padrastro y, hasta el final de su vida, sólo pudo confiar en su encanto, de tal manera que la depresión y las drogas finalmente la mataron. En estas frases, a menudo citadas en Internet, reveló lo que pensaba de su infancia: «No fui una huérfana. Un huérfano no tiene padres. Todos los otros niños en el orfanato ya no tenían padres. Yo todavía tenía una madre. Pero ella no me quería. Me avergonzaba haber de explicarles esto a los otros niños...».
Los niños cuyos traumas no han sido ocasionados por el maltrato infligido por los padres no padecen estos síntomas fatales. Estas personas tienen mayor probabilidad de ser comprendidos, pues todo el mundo puede imaginar lo que significa que unos terroristas te retengan como rehén, sentirse terriblemente impotente durante un tiempo o crecer en un campo de concentración. Para poder curar las heridas que provocan estos acontecimientos nuestra sociedad necesita «testigos con conocimiento».
En general, un niño que ha padecido abusos por parte de sus padres carece en su vida adulta de testigos y permanece aislado, no sólo de los demás, sino también de sí mismo, porque reprime la verdad y nadie le ayuda a reconocer la realidad de su infancia. Porque la sociedad se pone siempre de parte de los padres. Todo el mundo sabe que esto es así y por lo tanto no se atreverá a acercarse a la verdad. Sin embargo, si en el marco de una terapia adecuada una persona consigue experimentar y expresar su rabia, se enfrentará con la oposición de su familia y amigos, ya que habrá roto un tabú y esto les inquieta. Estas personas se enfrentarán con todos los medios contra el afectado para poder proteger sus propios recuerdos reprimidos.
Hay muy pocos supervivientes de abusos infantiles que sean capaces de soportar estas agresiones y que prefieran aceptar el aislamiento que ocasionan a traicionar su verdad. Las cosas cambiarán, no obstante, cuando la sociedad tenga más información sobre la dinámica emocional de estos procesos y sea mayor el círculo de las personas informadas, de esta forma las víctimas no tendrán que experimentar una absoluta soledad.
Sin embargo, las personas informadas son un caso excepcional incluso entre los profesionales. Quien quiera informarse sobre, por ejemplo, la vida de Virginia Woolf y visite en Internet una página web al respecto, averiguará por prestigiosos psiquiatras que tenía una «enfermedad mental» y que ésta no estaba relacionada con la violencia sexual por parte de su hermanastro, a merced de quien estuvo durante años cuando ella era una niña. Aunque Virginia Woolf describió de forma impresionante el horror de su infancia en escritos autobiográficos (Augenblicke. Skizzierte Erinnerungen [Momentos de la vida. Escritos autobiográficos inéditos], S. Fischer Verlag, 1993), todavía hoy en día se niega por completo la relación entre los graves traumas de su niñez y sus posteriores depresiones.
Nadie, ni siquiera en vida de la escritora, reparó en esta relación. Woolf leía sus textos en el círculo de artistas que frecuentaba, pero continuaba sintiéndose sola, porque el significado de estas primeras experiencias permaneció siempre oculto tanto para ella como para su entorno, incluso para su marido Leonard (como atestiguan sus recuerdos sobre su mujer). Estaba rodeada de personas que compartían y apoyaban sus ideales artísticos, sin embargo, ni ella misma lograba comprender su experiencia de la soledad absoluta. Esta incomprensión puede allanar al final el camino hacia el suicidio, pues, de hecho, este aislamiento hace aflorar una y otra vez la soledad que amenazaba al niño pequeño.
Hace algunos años vio la luz una amplia biografía, en forma de novela, escrita por Alain Absire sobre la vida de Jean Seberg, protagonista de muchas películas, algunas de ellas muy conocidas (como Buenos días, tristeza o Al final de la escapada). Supuestamente Jean Seberg mostró una gran pasión por el teatro ya en su infancia y sufrió mucho la estricta moral protestante-luterana de su padre, a quien más adelante idealizaría. Cuando estando todavía en el colegio fue elegida entre miles de aspirantes para protagonizar su primera película, Juana de Arco, su padre, en lugar de alegrarse por ella, la desilusionó con advertencias. Le echaba estos sermones en nombre del amor paterno siempre que conseguía algún éxito. Nunca logró admitir cuánto la había herido la actitud de su padre, pero sufrió durante toda su vida las torturas que le infligían sus parejas, que ella misma escogía siempre según el mismo patrón.
Evidentemente no podemos decir que el carácter de su padre fuese la causa de su vida desgraciada. Fue la negación de Jean del sufrimiento padecido con su padre lo que le provocó sus graves depresiones. Esta negación dominaba su vida y la empujaba a entregarse a la violencia de hombres que ni la comprendían ni la respetaban. Una y otra vez escogía de forma compulsiva, autodestruyéndose al hacerlo, al mismo tipo de hombre, pues no quería reconocer los sentimientos que la actitud de su padre despertaba en ella. Cuando un hombre no se comportaba de forma destructiva con ella, lo abandonaba. Cuánto deseó que su padre le dispensase el reconocimiento por todos sus éxitos, aunque sólo fuera una vez. Pero él sólo la criticaba.
Evidentemente Jean Seberg no tenía ni la más remota idea de la tragedia de su infancia, de otra forma no se habría convertido en una esclava del alcohol y del tabaco, ni tampoco se habría suicidado. Jean Seberg comparte su destino con muchas estrellas que esperaban poder escapar de sus verdaderos sentimientos con la ayuda de las drogas o con otros cuya vida terminó con una muerte temprana debida a una sobredosis, como Elvis Presley, Jimi Hendrix o Janis Joplin.
La vida (y la muerte) de todos estos iconos de su tiempo atestigua que la depresión no es un sufrimiento provocado por el presente, en el que, de hecho, habían cumplido espléndidamente sus sueños, sino un sufrimiento producido por la separación de su propio yo, por cuyo abandono prematuro nunca se expresó dolor y al que, por lo tanto, nunca se le permitió vivir. Es como si el cuerpo, con ayuda de la depresión, protestase por esta infidelidad consigo mismo, contra las mentiras y la represión de los verdaderos sentimientos, porque es del todo incapaz de vivir sin sentimientos auténticos. Necesita que las emociones fluyan con libertad, que cambien sin cesar: la rabia, la tristeza, la alegría. Si estos sentimientos están bloqueados por la depresión, el cuerpo no puede funcionar de forma normal.
Para obligarlo a que lo haga de todas formas, se emplearán todo tipo de métodos: drogas, alcohol, nicotina, medicamentos, evadirse en el trabajo. Todo ello para no tener que comprender que el cuerpo nunca miente, para no enterarnos nunca de que los sentimientos no nos matan, sino que, muy al contrario, nos pueden liberar de esta prisión llamada depresión. La depresión puede manifestarse otra vez si ignoramos de nuevo nuestros sentimientos y necesidades, pero con el tiempo aprenderemos a reconocerlos y escucharlos. Como los sentimientos nos revelan lo que ocurrió en nuestra infancia, sabremos comprenderlos, no debemos temerlos tanto como antes, nuestro miedo se mitigará y tendremos armas más potentes en el caso de que se produzca una nueva fase depresiva. Pero sólo podremos tolerar nuestros sentimientos cuando dejemos de temer a la figura del padre o la madre que hemos interiorizado.
Sospecho que la mayoría de las personas no puede soportar pensar que sus padres no los han querido. Cuantos más hechos apunten a esta carencia afectiva, más se aferrarán estas personas a la ilusión de que sí fueron queridos. Se aferran también a los sentimientos de culpa, para que éstos les certifiquen que, si sus padres no se han portado de forma cariñosa con ellos, ha sido culpa suya, de sus errores y de sus faltas. En la depresión el cuerpo se rebela contra estas mentiras. Muchas personas prefieren morir o morir de forma simbólica, ahogando sus sentimientos, antes que experimentar la impotencia de un niño pequeño, al que sus padres utilizan para su propia ambición o como plataforma donde proyectar los sentimientos de odio que han ido acumulando.
El hecho de que la depresión sea uno de los males más comunes de nuestro tiempo es hoy un secreto a voces. En los medios se discute con frecuencia sobre las causas y los diferentes métodos de tratamiento, pero en la mayoría de los casos parece tratarse simplemente de encontrar el psicofármaco más adecuado para cada paciente. Los psiquiatras afirman que al final se han podido desarrollar medicamentos que no crean dependencia y no presentan efectos secundarios. Con esto parece haberse resuelto el problema. Pero, entonces, ¿por qué tantas personas siguen padeciendo depresiones cuando la solución es tan sencilla? Naturalmente hay enfermos que no quieren tomar medicamentos, pero también entre aquellos que sí los toman hay algunos a los que, no obstante, la depresión atormenta una y otra vez y a los que ni décadas de psicoanálisis ni otros métodos psicoterapéuticos o estancias en clínicas han podido ayudarles a liberarse de esta enfermedad.
¿Qué caracteriza una depresión? Sobre todo la desesperación, la falta de energía, un gran cansancio, miedo, falta de impulso, de intereses. No logran acceder a sus propios sentimientos. Todos estos síntomas pueden aparecer al mismo tiempo o de forma independiente, también en personas que aparentemente funcionan bien, que incluso rinden mucho en su trabajo, que de vez en cuando actúan como terapeutas y tratan de ayudar a otros. Pero a sí mismos no pueden ayudarse. ¿Por qué?
En 1979 describí en El drama del niño dotado cómo a algunas personas les resulta posible mantenerse alejados de la depresión gracias a la ayuda de fantasías espectaculares o de un esfuerzo extraordinario, y cómo esto puede suceder precisamente con psicoanalistas o terapeutas que han aprendido a comprender a otras personas, pero no a sí mismos. Atribuyo esta circunstancia a la historia de la infancia de estos profesionales y demuestro que ya muy temprano tuvieron que aprender a percibir el conflicto de su madre y de su padre, concentrarse en ellos y olvidarse de sus propios sentimientos y necesidades. La depresión es el precio que el adulto paga por renunciar a sí mismo. Siempre ha tenido que preguntarse qué es lo que los otros necesitan de él y, por esa razón, no sólo descuida sus sentimientos y sus necesidades más profundas, sino que ni siquiera es capaz de reconocerlas. Pero el cuerpo sí las reconoce e insiste en que la persona experimente sus sentimientos reales y auténticos y se permita expresarlos. Esto que parece tan elemental no lo es para aquellas personas a quienes sus padres utilizaron cuando eran niños para satisfacer sus propias necesidades.
De esta manera muchas personas pierden completamente a lo largo de su vida el contacto con el niño que fueron. En verdad nunca lo habían tenido, pero la comunicación se dificulta con los años. Por otra parte, el cuerpo recuerda la situación del niño a través de una progresiva impotencia provocada por la edad. Se habla entonces de depresión senil, una circunstancia que, por lo visto, debemos aceptar como algo natural.
Pero no es así. Una persona que conoce su historia no tiene por qué padecer depresión senil. Y si experimenta fases depresivas, para resolverlas únicamente deberá dejar aflorar sus propios sentimientos. Puesto que, a cualquier edad, la depresión no es más que la huida de todos los sentimientos que nos harían revivir las heridas de la infancia. Así, en los afectados se desarrolla un vacío interior. Cuando es necesario evitar a cualquier precio el sufrimiento emocional, en el fondo no queda mucho más con lo que sostener las ganas de vivir. Uno puede rendir de forma extraordinaria en el ámbito intelectual, pero en su interior estará simplemente sobreviviendo, como un niño que no ha madurado en el terreno emocional. Esto es válido para cualquier edad.
Como se ha dicho, la depresión, que refleja este vacío interior, resulta de nuestra huida de todas las emociones relacionadas con aquellos traumas experimentados durante la infancia. Como consecuencia, una persona depresiva tampoco puede experimentar apenas sus sentimientos conscientes. A no ser que los sentimientos, desencadenados por un acontecimiento externo, la desborden y sea incapaz de comprenderlos, porque no conoce la verdadera historia de una infancia sin idealizar, y experimenta entonces esta irrupción emocional como una catástrofe repentina.
Los pacientes que buscan una clínica psicoterapéutica escuchan una y otra vez que no deben recurrir a la infancia, que no es allí donde encontrarán las respuestas, que deberían olvidar todo de una vez y adaptarse a la nueva situación. Resulta muy significativo el empeño en evitar que los pacientes se emocionen, para lo cual prohíben las visitas de sus allegados. La teoría de que tales encuentros, precisamente por su gran impacto emocional en los pacientes, podrían ser positivamente estimulantes (puesto que las emociones no perjudican, sino que, al contrario, ayudan) no ha tenido todavía aceptación en la mayor parte de las clínicas. Es posible comprender las trágicas consecuencias que tales medidas tienen en la vida del individuo leyendo la correspondencia entre el escritor Paul Celan y su esposa. Cuando a Celan se le prohibió recibir las visitas de su mujer en la clínica, se intensificó su soledad, y con ella su enfermedad.
El rey Luis II de Baviera constituye un caso espectacular de alguien que inconscientemente pregonó su soledad al mundo contando la historia de su infancia. El regente bávaro construyó majestuosos castillos que nunca utilizó. En uno permaneció durante once días, en el otro ni uno solo. Estos maravillosos castillos se construyeron con el mayor cuidado y los procedimientos técnicos más avanzados. Innumerables turistas los visitan, y son admirados por unos y ridiculizados por otros, que los tachan de kitsch, mientras que algunos los consideran el engendro estrafalario de un espíritu enfermo. Pues al rey le diagnosticaron ya en vida «esquizofrenia» —un diagnóstico que se mantiene hasta el día de hoy y que, realmente, no sirve para explicar nada, o que viene a decir que un comportamiento absurdo es la consecuencia de una enfermedad genética, por lo que no aporta ninguna información.
Los visitantes provistos de estas informaciones confusas pasean por las salas de los lujosos castillos que un rey «enfermo» mandó construir con el dinero de sus súbditos. Y hasta ahora parece que nadie se ha preguntado: ¿qué sucedió en el umbral de esa vida?
¿Por qué construía este hombre castillos en los que no vivía? ¿Qué quería decir con ello? ¿Querría contar la historia que su cuerpo había conservado y conocía muy bien, pero que su conciencia había eliminado porque está prohibido acusar a los padres?
Como primogénito, Luis fue sometido desde su nacimiento a una rígida educación que hizo de él un niño solitario, ávido de amor y apoyo. Este niño hipersensible no encontró protección en sus padres, que lo consideraban necio y encargaban su tutela a los sirvientes. De ellos, el joven recibía el pan que le negaban en palacio para que aprendiese a disciplinar el hambre. Luis no podía comprender que esos métodos educativos eran sencillamente sádicos y su origen se encontraba en la infancia de sus padres. Aunque lo hubiese entendido siendo ya adulto, no le habría ayudado puesto que su cuerpo habría insistido en la necesidad de revisitar su historia y sus emociones verdaderas, reprimidas hasta entonces. Pero Luis, a lo largo de toda su vida, no fue capaz de hacerlo, y ahí se origina el comportamiento absurdo, denominado esquizofrenia. El rey respetaba a sus padres, como mandan los cánones. Nunca se permitió sentir frustración; más adelante canalizaría su rabia, a lo sumo, contra los sirvientes. La impotencia experimentada de forma inconsciente por el niño, condenado en medio del lujo a pasar hambre, sólo le dejó un sentimiento de temor.
Este miedo dio lugar a su soledad como adulto. Evitaba a la gente, sufría pesadillas, temía que de repente alguien lo agrediese. Es muy probable que este temor resultase de experiencias reales en la infancia. Luis vivía su sexualidad en secreto, se hacía enviar fotos de apuestos muchachos que las enviaban pensando que serían utilizadas como modelo para dibujos de desnudos. Pero una vez en los aposentos del rey, éste abusaba de los jóvenes. No es frecuente que estos abusos y engaños sucedan si el que los comete no ha sido a su vez víctima de ellos, por lo que resulta evidente que debemos concluir que Luis sufrió abusos cuando era un niño. Esto no tuvo que suceder forzosamente en el ámbito de la propia familia. Por los apuntes de Heroard, el médico de palacio, sabemos del daño ocasionado por el personal al rey francés Luis XIII durante su infancia (AM: Du sollst nicht merken [Prohibido sentir. Variaciones sobre el tema del Paraíso], Suhrkamp, Frankfurt am Main, 1998, pág. 165 y sigs.).
Estas circunstancias no tendrían que haber derivado en «esquizofrenia» si Luis hubiese encontrado a alguien que lo hubiese ayudado a reconocer la cruel actitud de sus padres y protegerse contra ella. De esta manera habría podido enfrentarse a su rabia o preguntarse más adelante qué sentimientos le producía planear sus castillos. Es muy posible que, de forma inconsciente, quisiese representar de forma creativa aquello de lo que de ninguna manera podía permitirse ser consciente: a saber, que cuando era niño tenía que vivir, a pesar de los grandes lujos, como si fuera un don nadie. Sus padres lo ignoraban, no reconocían su talento (al padre no le parecía suficientemente interesante como para llevarlo con él de paseo) y nunca lo alimentaron de modo adecuado, por lo que de vez en cuando debía saciar su apetito en compañía de aldeanos más allá de los muros de palacio. ¿Estaban destinados los castillos quizás a demostrarle a su padre lo «interesante» que su hijo era realmente?
Aun cuando se conocen las particularidades de la infancia de una persona, casi nunca se establece una relación entre éstas y el sufrimiento del adulto. Se habla de un destino trágico sin querer comprender mejor la naturaleza de esta tragedia. En la vida de Luis parece que nunca hubo alguien que se preguntase o le preguntase a él sobre el significado más profundo de sus castillos. Incluso hoy en día, a pesar de las numerosas películas sobre el «pobre» rey, todavía nadie ha buscado en su infancia el origen de esta esquizofrenia, si bien numerosos investigadores sí estudian a conciencia todos los detalles de su arquitectura y se publican libros sobre el tema. El producto de la locura parece despertar un gran interés. Pero su origen está acompañado de un profundo silencio, porque no podemos entender la génesis de esta enfermedad sin revelar la falta de cariño y la crueldad de los padres. Y esto a la mayor parte de las personas les provoca miedo, porque podría recordarles su propio destino.
Es el miedo del niño abandonado o incluso tiranizado ante el verdadero rostro que sus padres muestran sin disimulos, el miedo que hace que nos engañemos a nosotros mismos y nos lleva a la depresión. No sólo a algunas personas, a todos nosotros, a la sociedad entera que piensa que los medicamentos pueden solucionar de una vez el problema. Pero ¿cómo puede ser esto posible? La mayoría de los suicidas que he mencionado tomaba medicamentos, pero su cuerpo no les permitió engañarse a sí mismos y rechazó una vida que, en el fondo, no lo era. La mayor parte de las personas conservan las historias de su infancia profundamente enterradas en su inconsciente y les resultaría muy difícil poder acceder a sus orígenes sin ayuda, aunque así lo quisieran. Dependen, por tanto, de un profesional que les ayude a revelar el autoengaño y a liberarse de las cadenas de la moral tradicional. Pero si estos profesionales se dedican tan sólo a recetar medicamentos, están contribuyendo simplemente a cementar el miedo y a dificultar el acceso a los propios sentimientos, desaprovechando así las posibilidades de liberación que éstos ofrecen.
Yo personalmente agradezco sobre todo a la pintura espontánea mi madurez. Pero con esto no pretendo decir que podemos recetar el dibujo contra la depresión. Nicolas de Staël, cuyo talento antes admiraba muchísimo, dibujó en los últimos seis meses de su vida 354 grandes cuadros. Alejado de su familia, en Antibes se entregó en cuerpo y alma a su trabajo y después «se quitó la vida tirándose de la terraza que había utilizado como atelier durante los seis meses anteriores» (Nicolas de Staël, Éditions du Centre Pompidou, 2003). En ese momento tenía cuarenta y un años. Su talento, envidiado por muchos pintores, no le protegió de la depresión. Quizás algunas preguntas habrían bastado para invitarlo a meditar. Su pintura, sus facultades no fueron nunca reconocidas por su padre, que había sido general antes de la Revolución Rusa. Puede ser que De Staël esperase en su desesperación lograr pintar un día el cuadro decisivo que le hiciese merecedor del reconocimiento de su padre. Posiblemente, existe una relación entre el esfuerzo sobrehumano al final de su vida y este conflicto. Sólo el mismo De Staël podría haberlo averiguado si no se le hubieran prohibido las preguntas decisivas. Quizás entonces habría llegado a comprender que el aprecio de un padre no depende de los excelentes resultados de su hijo, sino únicamente de la capacidad del padre de juzgar la calidad de un cuadro.
En mi caso fue determinante la circunstancia de que yo me he hecho estas preguntas una y otra vez. Dejaba que mis cuadros me contasen las historias que había reprimido, más bien que me las contase mi mano, que, por supuesto, ya lo sabía todo, pero esperaba a que yo estuviese preparada para sentir junto a la niña pequeña. Y yo veía entonces, una y otra vez, a esa niña pequeña a la que sus padres únicamente utilizaban sin reparar nunca en ella, sin prestarle atención o animarla, esa niña que debía esconder en lo más profundo su creatividad para que sus padres no la castigaran.
Uno no puede analizar los cuadros desde fuera. Eso apenas constituiría una ayuda para el artista. Sin embargo, los cuadros pueden despertar sentimientos precisamente en el pintor. Si la persona se permite experimentar estos sentimientos y tomárselos en serio, podrá conocerse a sí mismo y superar las barreras de la moral. Sólo así le será posible enfrentarse a su pasado y a la imagen de sus padres que ha interiorizado, para establecer con ellos una relación diferente a la que existía hasta entonces, una relación que surja de una conciencia madura y no del miedo del niño.
Cuando realmente puedo sentir lo que me duele o lo que me alegra, lo que me enfada o me enfurece y por qué; cuando sé lo que necesito y lo que no deseo de ninguna manera, entonces me conozco lo suficiente para ser capaz de amar mi vida y de encontrarla interesante, con independencia de la edad o de mis circunstancias sociales. Entonces no tendré la necesidad de acabar con mi vida, a no ser que el envejecimiento o la progresiva debilidad de mi cuerpo me sugieran tales pensamientos. Pero, incluso entonces, una persona sabe que ha vivido su propia vida, su verdadera vida.