Capítulo 1

«¿Eres feliz?» Eso fue lo que me preguntó mi mujer hace algunos años. Estábamos atravesando un periodo estresante y complicado. Ella es doctora y dedica un número enorme de horas a su profesión. Nuestro hijo Gabriel era aún pequeño, de modo que no podíamos dormir mucho por las noches. Nuestra hija Leeya, la mayor, vivía una de esas fases de la infancia en que cualquier tipo de situación podía provocarle un llanto. A todo eso hay que sumarle mis propias obligaciones profesionales. Junto con mis socios, estaba ocupado en el lanzamiento de The Daily Wire, la creación de mi propio podcast y los distintos compromisos derivados de mi gira de conferencias por los campus universitarios de Estados Unidos, donde a menudo me encontré con situaciones de violencia o de boicot.
«Claro que soy feliz», respondí. No se me hubiese ocurrido decir lo contrario: todo el mundo sabe cuál es la respuesta correcta y, desde luego, no era mi intención enfadar a mi mujer… Pero su pregunta era muy profunda, de modo que me quedé pensando en ella con mayor profundidad.
¿Era feliz? Y, si en efecto lo era, ¿cuándo me sentía más satisfecho con mi vida? No tardé en responderme: lo mejor de mi semana es el shabat, es decir, el séptimo día de la semana en la tradición judía, consagrado al descanso.
Cada semana, cuando llega ese momento, dejo absolutamente todo por espacio de veinticinco horas. Como judío ortodoxo, celebro tal compromiso a rajatabla. Esto significa que no recurro al teléfono ni a la televisión o que tampoco atiendo asuntos de trabajo. De igual modo, me abstengo de seguir las noticias o de hablar de política. Todo ese tiempo se lo dedico a mi familia: mi mujer, mis hijos, mis padres… El resto del mundo desaparece. Y ahí puedo disfrutar de lo mejor de mi vida. No hay mayor felicidad que sentarme al lado de mi mujer y ver cómo los niños juegan (o pelean…), quizá mientras ojeo un libro o una revista.
No estoy solo en esto. El shabat es el punto álgido de la semana de muchos judíos. Hay un viejo refrán en la comunidad judía que dice que no es que los judíos sigan el shabat, sino que el shabat sigue a los judíos. Sin duda, es una tradición y un compromiso que nos permite disfrutar de lo mejor de nuestras vidas.
Dicho todo esto, soy consciente de que es irónico que alguien que se dedica profesionalmente a hablar de política diga que su mayor felicidad coincide con los momentos en que no habla de política. Sin embargo, lo cierto es que, mientras estoy ocupado con mi trabajo, sí disfruto enormemente. Siento que mi ocupación tiene un propósito y un impacto relevante en la sociedad. El esfuerzo por entender mejor las ideas que forjan el mundo puede ser verdaderamente satisfactorio. Pero la política no es la fuente de mi alegría. La política puede ayudar a construir un marco en el que sea más fácil buscar la felicidad, pero la política no es la felicidad.
Dicho de otro modo, la acción pública puede generar algunas condiciones necesarias para que seamos felices, pero no puede hacer que seamos felices por sí misma. Los Padres Fundadores de Estados Unidos lo sabían bien. Por eso vemos que Thomas Jefferson no habló de que el gobierno deba garantizarnos la felicidad, sino de que el gobierno debe proteger nuestro derecho a perseguirla. El gobierno existe para proteger nuestros derechos y evitar que sean vulnerados. Su existencia se justifica para que impere el orden y no nos roben nuestras posesiones o nos asalten mientras dormimos.
Jefferson no sugería, en modo alguno, que los gobiernos puedan ser responsables de nuestra felicidad. Ninguno de los Padres Fundadores hubiese pensado algo así. Pero cada vez más estadounidenses están confiando su felicidad a la política. En vez de mirar dentro de sí mismos y descubrir qué pueden hacer para tener una vida mejor, han decidido que lo que les rodea es un obstáculo para su felicidad, aun a pesar de vivir en el país más libre y rico del mundo. Como resultado, el deseo de silenciar o subyugar a quienes disienten se ha vuelto cada vez más intenso.
Tomemos un ejemplo práctico. En septiembre de 2017, los republicanos y los demócratas se atacaron salvajemente sobre una propuesta política que, en el fondo, era exactamente igual. El presidente Obama había decretado una amnistía que afectaba al estatus de los hijos de los inmigrantes ilegales (los llamados DREAMers). El presidente Trump optó por revocar tal decreto ejecutivo y exigió al Congreso que crease una ley capaz de brindar cobertura a los hijos de los inmigrantes ilegales. Aunque se trataba de dos formas distintas de sostener una misma política migratoria, los demócratas llamaron a Trump «cruel» e «inhumano». Un congresista incluso comparó al mandatario con Poncio Pilatos. Y por su parte, los republicanos respondieron diciendo a los demócratas que no creían en las leyes y que defendían posturas políticas irresponsables. ¡Todo ello a pesar de que ambas partes estaban defendiendo el mismo enfoque!
Y la cosa no va a mejor, sino a peor. Parecería que nuestra felicidad depende solamente de la capacidad que tenemos de cambiar el mapa político. En vez de dejarnos en paz los unos a los otros, buscamos controlarnos los unos a los otros. Nuestra felicidad ya no consiste en que nosotros hagamos lo que nos hace sentir plenos, sino que alcanzamos la satisfacción obligando a otros a comportarse como nosotros deseamos. Y, siguiendo ese razonamiento, no sorprende que ya terminemos por asumir que, si elegimos al líder adecuado, éste sabrá obligar a los demás a hacer lo que pretendemos que hagan…
Nuestros políticos saben que cada vez hay más gente que vincula su felicidad vital a sus acciones y decisiones, de modo que no dudan en aprovechar estas circunstancias en su favor. En 2008, Michelle Obama llegó a decir que los estadounidenses deberían apoyar a su esposo Barack porque él podía «sanar sus almas». ¿Cómo? Según dijo, «Barack va a exigirnos que nos despojemos de nuestro cinismo, que dejemos atrás la división, que nos esforcemos por ser mejores y que nos involucremos. Barack no permitirá que volvamos a vivir como si nada, ajenos a todo lo que ocurre a nuestro alrededor y sumidos en la desinformación».24 No le anduvo a la zaga Donald Trump, que en mayo de 2016, cuando sólo era candidato a la Casa Blanca y aún no había alcanzado la presidencia, declaró ser «capaz de daros todo» y se presentó como «el único candidato capaz de hacer realidad lo que lleváis cincuenta años esperando».25
Somos tontos al creerles, y lo que es peor, sabemos que lo somos. Las encuestas nos dicen que no confiamos en los políticos, que consideramos que nos mienten y nos manipulan, que nos dicen lo que nos complace y que nos hacen promesas específicamente diseñadas para conseguir nuestro apoyo, promesas que, a la hora de la verdad, no se van a traducir en ninguna medida concreta. Pero, a pesar de todo, no dudamos en investir a nuestros políticos favoritos con más y más poder y autoridad, al tiempo que nos mostramos cada vez más hostiles con quienes se oponen a ellos.
¿Por qué invertimos tanto tiempo, esfuerzo y energía en discusiones políticas tremendas sobre cuestiones que, a menudo, no son tan importantes para nuestra vida cotidiana y que, sin duda, no contribuyen a hacer que seamos más felices? ¿Por qué los estadounidenses, en general, dan la impresión de ser cada vez menos optimistas? ¿Por qué tres de cada cuatro adultos dudan de que la vida de sus hijos vaya a ser mejor que la suya? —Hay que retroceder mucho en el tiempo para encontrar un porcentaje tan elevado—.26 ¿Por qué también hay tantos jóvenes que manifiestan más miedo que esperanza ante el futuro?27 Y ¿por qué están subiendo los suicidios en los segmentos más prósperos de la sociedad a tasas no vistas en los últimos treinta años?28
Quizá el problema es que lo que estamos buscando ya no es la felicidad, sino otro tipo de prioridades: el placer, la catarsis emocional, la estabilidad financiera… Todo eso puede ser importante, pero nunca nos va a ofrecer una felicidad duradera. A lo sumo, son medios que pueden acercarnos a la felicidad, pero nada más. Parece que hayamos confundido los medios con el fin. Y al hacerlo, hemos dejado que nuestras almas se vacíen por completo y terminen estando terriblemente necesitadas de sustento.
Podemos obtener placer de todo tipo de actividades: jugando al golf, saliendo a pescar, jugando con nuestros hijos, teniendo relaciones sexuales… Hay relaciones profundamente inmorales que nos pueden traer también ese sentimiento de satisfacción momentánea al que tanta gente se aferra para olvidar sus preocupaciones. Pero ese placer nunca es suficiente. La felicidad duradera llega por otro camino: el del cultivo del alma y de la mente. Y cultivar el alma y la mente nos obliga a vivir con un propósito moral.
Esto ha sido evidente desde el amanecer de la civilización occidental. El mismo término que empleamos cuando hablamos de «felicidad» está repleto de herencias que nos remontan a las enseñanzas judeocristianas y griegas. La Biblia hebrea llama simcha a la felicidad. Aristóteles, por su parte, articuló el concepto de eudaimonia. ¿A qué se refieren las Sagradas Escrituras al hablar de simcha? En esencia, a actuar de forma correcta, siguiendo los deseos de Dios. En el Libro del Eclesiastés, Salomón lamenta lo siguiente: «Me dije a mí mismo ¡vamos! ¡Mezcla el vino con la alegría y experimentarás placer! Pero esto no era más que vanidad».29 En la Biblia no parece importar mucho qué es lo que queremos. Más bien, Dios nos ordena que vivamos en el marco de la simcha. ¿Puede ordenarnos que seamos felices? No, pero lo que sí puede hacer es instarnos a que busquemos la felicidad de manera entusiasta. Él mismo nos enseña el camino. Si no lo seguimos, pagamos un precio: serviremos a dioses extraños que, en última instancia, no nos traerán felicidad alguna.
Por no haber servido al Señor, tu Dios con alegría y de todo corazón, mientras lo tenías todo en abundancia, servirás a los enemigos que el Señor enviará contra ti, en medio del hambre y la sed, de la desnudez y de toda clase de privaciones. Y él pondrá en tu cuello un yugo de hierro, hasta destruirte.30
Puede que ver una maratón de capítulos de Stranger Things no nos parezca equivalente a tener un yugo de hierro sobre nuestro cuello, pero si la televisión es lo mejor que tenemos en nuestra vida, entonces no tenemos una vida muy plena. Dios nos da un propósito y en ello deberíamos contemplarnos y regocijarnos. Vuelvo a Salomón, quien decía que «no hay nada mejor que el que el hombre se regocije en su trabajo, puesto que ése es su fruto».31 Pero Salomón nos habla de que encontremos el porqué de nuestra vida trabajando en una startup, porque el trabajo del que nos habla es el de servir y seguir a Dios. Como dijo el rabino Tarfón, «el día es corto, el trabajo es abrumador, los empleados pueden actuar con vagancia… Pero la recompensa vale la pena y el Señor de nuestra casa está llamando a nuestra puerta». Pero ¿y si no queremos hacer ese esfuerzo? En ese caso, el rabino Tarfón nos advierte que «no depende de nosotros rematar el trabajo, pero tampoco somos libres de abandonarlo».32
En sentido similar, la eudaimonia aristotélica se apoya en la idea de que deberíamos vivir de acuerdo con un propósito moral. Como la Biblia, Aristóteles no definía la felicidad como algo temporal, sino como el resultado de vivir una vida que merezca la pena. ¿Cómo podemos proceder de tal modo? ¿Cómo es la buena vida a la que queremos acercarnos? Lo primero es definir qué entendemos por «bueno», y, lo segundo, por «vivir» de acuerdo con ese propósito. Para Aristóteles, el «bien» no era algo subjetivo que podamos definir cada uno de nosotros, sino un hecho que se puede proclamar y observar de manera objetiva. Algo es «bueno» si cumple un propósito. Un «reloj bueno» nos da la hora con precisión. Un «buen perro» defiende y cuida a su amo. Pero, entonces, ¿qué hace una «buena persona»? Actuar de acuerdo con la razón. Lo que nos hace únicos a los seres humanos, dice Aristóteles, es nuestra capacidad de razonar y de volcar ese atributo hacia la investigación y la exploración de la naturaleza del mundo, que de hecho es lo que nos ayuda a tener un propósito dentro del mismo:
¿Qué nos impide, pues, decir que alguien es feliz, si esa persona vive de acuerdo con la virtud más completa y, además, está dotada de todos los bienes externos que pueda necesitar, no de forma puntual, sino de manera sostenida?33
Actuando bien, y de manera consecuente con nuestro papel como seres racionales, encontramos la felicidad. El propósito moral emana del cultivo de la razón y del empleo de la razón como fuente de acciones virtuosas. Buscar ese propósito moral engrandece nuestras almas.
De modo que, al final, la Biblia y el filósofo llegan a la misma conclusión partiendo de postulados aparentemente opuestos. La Biblia nos pide que sirvamos a Dios con alegría y que identifiquemos el propósito moral con la felicidad. Aristóteles nos sugiere que es imposible encontrar la felicidad sin virtud, lo que nos conmina a actuar de acuerdo con un propósito moral en el que los seres humanos emplean su capacidad de raciocinio, diferenciándonos así de la naturaleza de ese universo que Aristóteles vinculaba al impulso de un primer motor inmóvil. George Washington sintetiza esta cuestión en su carta a la Iglesia Protestante Episcopal, remitida el 19 de agosto de 1789: «La noción de que la felicidad humana y la obligación moral están inseparablemente conectadas me lleva siempre a promover lo primero a base de inculcar la práctica de lo segundo».34
Si todo esto parece una definición de la felicidad más restrictiva de lo habitual es porque, en efecto, lo es. La felicidad no es revolcarse en el barro en el festival de Woodstock ni jugar en un buen campo de golf una vez a la semana. La felicidad es la búsqueda de un propósito que dé sentido a nuestras vidas. Si vivimos con un propósito moral, hasta la muerte se nos antoja menos dolorosa. Cuando Charles Krauthammer, columnista de The Washington Post, supo que su muerte sería inminente, escribió una carta anticipando tal desenlace y demostrando que, en efecto, su alma era grande: «Creo que la búsqueda de la verdad y de las ideas correctas a través de debates honestos y rigurosos es un empeño noble […]. Dejo esta vida sin arrepentimientos».35 Sólo cuando vivimos con un propósito moral podemos encontrar una profunda felicidad.
El psiquiatra austríaco Viktor Frankl escribió unas conmovedoras memorias después de sobrevivir al Holocausto: El hombre en busca de sentido. En su testimonio, afirma lo siguiente: «La pena es la que lleva aquél que no ha encontrado un sentido a su vida, ni una aspiración, ni un propósito, ni un motivo para seguir. Él está perdido y siempre lo ha estado […]. Pero nosotros tuvimos que aprender y, además, enseñarle a los demás que, pese a su desesperanza, lo que importa no es lo que esperamos nosotros de la vida, sino lo que la vida espera de nosotros».36
El sentimiento de Frankl no es anecdótico. La Universidad de Carleton, en Canadá, realizó un estudio a lo largo de un periodo de catorce años y comprobó que, al final del mismo, la probabilidad de seguir vivo era un 15 por ciento mayor entre quienes habían manifestado un propósito vital desde el primer momento. Dicho porcentaje se mantuvo prácticamente constante en todos los grupos de edad analizados. Por su parte, el University College de Londres encontró que, entre quienes superan la edad de jubilación, el sentido de propósito tiene una correlación con una menor mortalidad en los ocho años siguientes al retiro, con un 30 por ciento de diferencia a su favor. Por su parte, el profesor Steve Taylor, de la Universidad de Beckett, en Leeds, ha apuntado que aquellas personas que se muestran más satisfechas con su trayectoria tienen, de media, dos años más de vida que el resto.37 Un estudio sobre 951 pacientes con demencia encontró que aquéllos que decían percibir un sentido y un propósito vital tenían 2,4 veces menos posibilidad de desarrollar alzhéimer que el resto. En el caso de los enfermos de cáncer, las terapias centradas en el sentido y el propósito de la vida consiguen que los pacientes se motiven más y se sientan mejor que las terapias basadas en el mero apoyo mutuo. Una investigación realizada entre quinceañeros mostró que aquéllos con más sentimientos de empatía y altruismo tienen también menos riesgo de sufrir enfermedades cardiovasculares. El doctor Dhruv Khullar, investigador en el Instituto Weill Cornell de Política Sanitaria, escribe en The New York Times que «sólo el 25 por ciento de los estadounidenses tiene un fuerte sentido del propósito y de lo que hace que su vida tenga significado, mientras que hay un 40 por ciento que, o bien se muestra neutral ante tal perspectiva, o bien dice no percibir nada al respecto. Esto no es sólo un problema social, sino que también tiene implicaciones para la salud».38
Pero ¿qué necesitamos para generar ese propósito moral que siente las bases de la felicidad? En esencia, cuatro elementos que se obtienen por dos vías: a título individual, necesitamos un propósito moral y la capacidad de perseguir dicho propósito y, a escala comunitaria, lo mismo, es decir, un propósito moral colectivo y una capacidad de perseguir colectivamente tal propósito. Estos cuatro elementos son cruciales y toda civilización de éxito articula un cuidado equilibrio entre ellos.
En tiempos previos a la Biblia, el propósito nos lo daba nuestro lugar en la estructura social. En el Código de Hammburabi sólo se describe al rey como un individuo creado a imagen y semejanza de Dios. Cuanto más cerca estuviese uno del rey, más derechos tenía.
Pero esta forma de entender las cosas cambia con la Biblia. La frase clave que, en parte, supone el comienzo de la civilización occidental, viene recogida en Génesis 1:26, que nos dice que todos nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. No sólo los monarcas o los potentados, sino cada ser humano. Esto significa que nuestra persona tiene un valor inherente y que nuestra misión en la vida pasa por emplear esa individualidad para lograr algo con ella. Ese propósito moral que tenemos como persona podemos desarrollarlo también en nuestras relaciones con los demás, tal y como indica la tradición y la fe judeocristiana. Pero en la raíz de nuestro trato con los demás sigue estando la relación con el Divino Creador, que es quien nos otorga ese valor y nos pide que lo busquemos.
No sólo somos receptores de derechos, sino también de obligaciones. Y esas obligaciones nos dan propósito y nos mejoran como individuos. Son obligaciones que, de hecho, no entienden de circunstancias sociales, puesto que somos criaturas con un valor innato, «situadas casi a la altura de los ángeles […] y coronadas con gloria y honor».39
Sin el propósito moral que encierra nuestra relación con un Creador, buscamos el significado de la vida en el colectivo o nos destrozamos en las ascuas del libertinaje. Vivimos vidas de hedonismo y amoralidad, sin rumbo alguno. Aunque en ocasiones pueda parecer benigno, nunca lo es, puesto que, en última instancia, nuestros intereses prevalecen sobre los derechos de los demás, despertando un atomismo individualista que tiende a oprimir a los demás. Hasta los más ardientes ateos lo han reconocido, caso de Voltaire, quien declaró lo siguiente:
Quiero que mi abogado, mi sastre, mis sirvientes e incluso mi esposa crean en Dios, porque ello implica que seré engañado, robado o traicionado mucho menos […]. Si Dios no existiese, sería necesario inventarlo.40
Si no creemos en nuestro valor innato como individuos, nos convertimos en animales incapaces de seguir un propósito moral, aun a pesar de que sintamos una intensa necesidad de encontrar ese camino interior.
Es importante saber llenar ese vacío, pero a menudo tomamos el camino equivocado y nos dejamos llevar por falsos dioses. Hacemos proselitismo sin fin para todo, desde la teoría de la interseccionalidad hasta el consumismo, desde Instagram hasta la comida orgánica, desde la protesta política hasta los aceites esenciales… ¿Cuántos de nosotros creemos, verdaderamente, que el propósito último de nuestra vida se puede encontrar en esas distracciones transitorias?
Pero no basta con que seamos conscientes de que tenemos un propósito moral particular que nos ayuda a buscar la felicidad mediante acciones virtuosas. Para ser felices, debemos creer que podemos explorar ese camino con cierto éxito. Dicho de otro modo, es necesario que tengamos la capacidad de cultivar y utilizar las habilidades que nos llevan a ese fin y que nos aseguran que somos individuos libres y capaces de guiar su propia vida.
Todos los Padres Fundadores de Estados Unidos eran auténticos especialistas de la autoayuda. Washington dedicó sus años formativos a estudiar las reglas básicas del civismo. Su biógrafo Richard Brookhiser escribe al respecto que tales reglas «abordan asuntos morales indirectamente, pues procuran forjar al hombre que llevamos dentro a base de moldear su conducta externa».41 Benjamin Franklin era un gran creyente en la superación personal y llegó a crear un calendario de la virtud con el que procuraba luchar contra la tendencia al mal. Hoy en día se pueden encontrar copias de dicho calendario en internet.42
Incluso en las circunstancias más adversas, todos tenemos la posibilidad de ser mejores. Como escribió Frankl en su libro sobre su supervivencia al Holocausto, «cada día y cada hora tenías la oportunidad de elegir si te rendías o no ante los poderes que intentaban arrebatarte tu propio yo, tu libertad interior. De tu elección dependía que fueras, o no, un juguete de las circunstancias que renunciaba a la libertad y a la dignidad para convertirse en un mero recluso más».43
Debemos asumir que nuestra existencia como individuos tiene significado. No somos simples grupos de células. No somos bolas de carne que deambulan por el universo ni aglomeraciones de materia cambiante. Somos individuos con identidad y responsabilidad.
También es importante que seamos capaces de creer en el poder de la razón, de nuestra capacidad de razonar. No somos sólo una suma de instintos y neuronas activadas. Tenemos la capacidad de pensar las cosas detenidamente. Los científicos materialistas hablan constantemente sobre el poder de la razón y nos dicen que la razón debería rechazar la religión. Pero la noción misma de la razón, entendida como la existencia de argumentos lógicos que guían nuestro comportamiento, es ajena al materialismo científico. Si somos solamente un conjunto de neuronas y hormonas, ¿por qué habría que apelar a la razón? ¿Por qué invocar argumentos? La razón es sólo una ilusión, de la misma forma que lo es el libre albedrío. Nuestros neuronas actúan y generan una respuesta en las neuronas de otros seres humanos. Negar la razón acabaría con toda forma de comunicación humana, destruiría nuestras instituciones políticas y derribaría hasta los cimientos todo lo que significa ser un ser humano. También sería el fin de la ciencia misma: sólo podemos comprender el universo a través de nuestra habilidad cognitiva. Por lo tanto, debemos creer en la razón para vivir vidas productivas.
Por último, es vital que sintamos que perseguimos metas verdaderas, que no efectivas. La evolución darwiniana no deja espacio para aquello que es cierto, sino apenas para lo que es beneficioso desde el punto de vista de la adaptación. La supervivencia del más apto no es un principio moral. Si fuera beneficioso matar bebés y comérnoslos, igualmente no sería moral hacerlo. Podría ser beneficioso decidir que 2 + 2 es igual a 5, pero eso no lo haría cierto. Nos preocupamos tanto por lo moral como por lo verdadero, y eso requiere una suposición básica: debemos partir de que podemos descubrir lo moral y lo verdadero.
Somos criaturas sociales, no solamente individuos. Eso significa que buscamos el contacto con los demás y aspiramos a sentirnos parte de algo más grande. Es por eso que buscamos amigos y participamos en la vida en comunidad. Séneca declaró que «nadie puede vivir felizmente si sólo se considera a sí mismo y reduce todo a la utilidad».44 Salomón escribió en el Libro del Eclesiastés que «dos son mejor que uno, porque tienen una mayor recompensa por su trabajo, porque uno levanta al otro si se cae ¡Ay del que está solo cuando se cae! No tiene a nadie que lo ayude a levantarse».45
Las ciencias sociales están de acuerdo. El sociólogo Emile Durkheim descubrió que podemos medir la tasa de suicidios según el grado de conexiones sociales. Jonathan Haidt escribió que «si queremos predecir cuán feliz es alguien, o cuánto tiempo vivirá, y si no podemos hacer preguntas sobre sus genes o su personalidad, entonces lo más útil que tenemos a nuestro alcance es saber cómo son sus relaciones personales. Tener relaciones sólidas con los demás fortalece el sistema inmunitario, prolonga la vida (más incluso que dejar de fumar), acelera la recuperación después de una cirugía, reduce el riesgo de caer en depresión o sufrir trastornos de ansiedad…».46 Un masivo estudio longitudinal de la Universidad de Harvard descubrió que el mejor predictor de la felicidad durante nuestra vida es la presencia de relaciones cercanas. La satisfacción con nuestras relaciones sociales a los cincuenta años es más predictiva de la salud a largo plazo que el nivel de colesterol y otros indicadores similares.47
Pero ¿qué es lo que nos une los unos a los otros?
Está, por supuesto, el amor romántico, que se convierte con el tiempo en un amor más profundo y acompañado. Está la amistad, ensalzada por Aristóteles por basarse en la apreciación virtuosa del valor del otro. Pero necesitamos más que eso. Necesitamos también que exista una comunidad que nos agrupe. Necesitamos esa vitalidad cívica, ese compromiso inherente al colectivo. Necesitamos redes a las que acudir, amigos en los que confiar, conciudadanos con quienes compartir principios de vida. En los términos del politólogo de Harvard Robert Putnam, necesitamos capital social para funcionar adecuadamente como individuos, es decir, necesitamos confianza, normas compartidas y virtudes cívicas.
¿Y qué es lo que construye las comunidades? Una visión compartida del propósito moral del grupo.48 Al igual que Aristóteles, los Padres Fundadores de Estados Unidos creían en las organizaciones sociales que fomentan la virtud. Un país sin esos lazos sociales no puede sobrevivir en libertad. También creían los Padres Fundadores que la tradición judeocristiana proporciona la base de los valores que necesitan las personas para vivir en una comunidad libre. John Adams escribió en una carta a la milicia de Massachusetts que «nuestro gobierno no cuenta con un poder capaz de contener las pasiones humanas que se desatan cuando faltan moral y religión. La avaricia, la ambición, la venganza y la vanidad pueden romper los lazos de nuestra sociedad y anular nuestra Constitución, que fue hecha para un pueblo con moral y fe, no para cualquier otro colectivo en el que sus reglas serían inadecuadas».49
Los mejores países —las mejores sociedades—, son aquéllos —y aquéllas— donde los ciudadanos son lo suficientemente virtuosos como para sacrificarse por el bien común, pero no están obligados a sacrificarse por ese bien mayor. Las sociedades que florecen tienen un tejido funcional detrás, creado por ciudadanos que trabajan juntos —y sí, también individualmente—, con el objetivo de avanzar hacia una vida significativa.
La búsqueda de la virtud, tanto a escala individual como colectiva, sólo puede realizarse cuando prosperan instituciones sociales fuertes. Iglesias y sinagogas, clubes sociales y organizaciones de caridad… Además, también es preciso que el gobierno sea lo suficientemente fuerte como para proteger contra la anarquía y lo suficientemente limitado como para asegurar que está bajo control su tendencia hacia la tiranía.
Éste es un delicado equilibrio. Apelamos a instituciones sociales que nos brinden la seguridad de asumir riesgos y que nos ayuden a levantarnos cuando nos caigamos, pero también precisamos de estructuras públicas que blinden nuestra libertad de asumir esos riesgos. Requerimos organizaciones sociales que promuevan la virtud cívica y, de esa forma, nos ayuden a inculcar la virtud a título individual, pero igualmente necesitamos que el gobierno proteja el derecho de las personas a elegir y vivir en libertad. Hay que alcanzar una armonía, puesto que ni la sociedad es el Estado, ni el Estado es la sociedad.
Es fácil romper ese delicado equilibrio: tenemos tendencia al tribalismo y a la lealtad grupal y olvidamos la importancia de preocuparnos por ser mejores. Entonces, pasamos a ocuparnos en decirles a los demás cómo deben vivir. Utilizamos el poder colectivo para aplastar al individuo. Rompemos huevos para hacer tortillas, tal y como defendió Lazar Kaganovich, mano derecha de Stalin, en una entrevista con la revista Time publicada en 1932. Kaganovich sería después uno de los millones de huevos rotos que dejó el estalinismo.
En el pasado, hemos tendido a conjugar la capacidad colectiva con las ventajas de tener un gobierno efectivo. Pero es peligroso entregarle más poder al Estado, por mucho que pensemos que un gobierno más grande podrá consumar obras más grandes. En 2012, la Convención Nacional del Partido Demócrata presentó un vídeo en el que se afirmaba que «el gobierno es lo único a lo que todos pertenecemos». Esa creencia ha sido una característica definitoria de las tiranías de todo el mundo. Es la noción utópica según la cual, si todos remamos en la misma dirección, marcada por un gobierno poderoso, lograremos más cosas que nunca.
Esta idea es, cuando menos, peligrosa. Es tentador movilizar el deseo y la pasión por la movilización y, a través de la política, intentar forzar la libertad individual en nombre de un cambio a gran escala. La tiranía nunca empieza con la represión: siempre arranca apelando al ardiente deseo compartido de un futuro mejor, que se conjuga con una fe inquebrantable en el poder de la movilización masiva.
Alternativamente, hemos descontado el valor de la capacidad comunitaria por completo. Hemos rezado con devoción en el altar del individualismo radical, sugiriendo que los estándares de la comunidad sofocan la creatividad y destruyen la individualidad. Recordemos la película Footloose. Aquella historia sobre los puritanos represivos de una pequeña ciudad que impiden a Kevin Bacon bailar con libertad, sigue presente en la mente de muchos estadounidenses. Eso hace que nuestro desarrollo se produzca sólo mirando hacia dentro, ignorando lo que nuestra comunidad espera de nosotros.
Entonces, ¿podemos ver la capacidad comunitaria en positivo? Podríamos decir que sirve como un sistema de gestión capaz de movilizarse para detener injerencias externas. Se trata, incluso, de un tejido social lo suficientemente poderoso como para apoyar a los miembros de la comunidad y lo suficientemente sólido para enfrentarse a las herramientas de control que activa el Estado.
La capacidad comunitaria debe dejarnos margen para que exploremos y desarrollemos nuestros propósitos morales individuales pero, al mismo tiempo, también esperamos de ella que nos proporcione los medios que nos permitan trabajar y avanzar juntos hacia objetivos morales compartidos.
Al final, la capacidad comunitaria requiere, esencialmente, de dos cosas: comunidades sociales activas que promueven la virtud, y un Estado lo suficientemente efectivo y limitado como para proporcionar un marco en el que desarrollar plenamente nuestra libertad de elegir.
La felicidad, entonces, comprende cuatro elementos: el propósito moral y la capacidad individual, por un lado, y el propósito moral y la capacidad colectiva, por otro. Si nos falta uno de estos cuatro elementos, la búsqueda de la felicidad se torna imposible y, si esa búsqueda queda descartada, la sociedad se desmorona.
Nuestra sociedad fue construida sobre el reconocimiento de estos cuatro elementos. La fusión de Atenas con Jerusalén, templada por el ingenio y la sabiduría de nuestros Padres Fundadores, condujo a la creación de una civilización de libertad incomparable y repleta de hombres y mujeres virtuosos, que se esfuerzan por mejorarse a sí mismos y a la sociedad que los rodea.
Pero estamos perdiendo esa civilización. Estamos dejando que se nos escape porque nos hemos pasado generaciones y generaciones socavando las dos fuentes más profundas de nuestra propia felicidad, las fuentes que se encuentran detrás de esos cuatro elementos. Esas dos fuentes son el significado divino y la razón.
No puede haber un propósito moral individual o comunitario sin una base de significado divino. No puede haber capacidad individual o comunitaria sin una creencia constante y permanente en la naturaleza de nuestra razón.
La historia de Occidente se basa en la interacción entre estos dos pilares: lo divino y lo racional. Recibimos nuestras nociones sobre lo primero de un linaje de tres milenios que nos remonta a los antiguos judíos, y debemos nuestras ideas acerca de la razón de una tradición de dos mil quinientos años que nos remonta a los antiguos griegos. Al rechazar ambas herencias y sumirnos en movimientos filosóficos sin esa raíz, nos aislamos de nuestra propia historia y nos condenamos a ser vagabundos existenciales.
Debemos regresar a nuestras raíces. Y esas raíces se afianzaron en el monte Sinaí.