Prólogo

En marzo de 1993 se posesionaron ante el presidente César Gaviria nueve magistrados elegidos por el Congreso de la República para integrar la novedosa Corte Constitucional creada por la Carta Política de 1991 (desde el 7 de febrero de 1992 y hasta el 28 de febrero de 1993, se instaló una corte de transición entre la anterior Sala Constitucional de la Corte Suprema y la naciente corporación). Otro mes de marzo, veintidós años después, falleció uno de los ilustrados miembros de ese grupo privilegiado: Carlos Gaviria Díaz que describió el momento de apertura del organismo guardián del Estado de derecho, de una manera muy particular, muy suya: “(como) partíamos de una Constitución nueva, estábamos, prácticamente, en el primer día de la creación”.

Así debía sentirse, en su intimidad, el profesor de leyes: en el primer día de la creación. Bien describen a Gaviria Díaz, Ana Cristina Restrepo Jiménez y Santiago Pardo Rodríguez cuando hacen énfasis en la plenitud del académico en ese periodo de ocho años en que, tanto él como sus compañeros de Sala Plena pasaron de las teorías jurídicas que dominaban y enseñaban en las aulas, a las decisiones revolucionarias que modificaron las costumbres elitistas transformándolas, por fuerza del mandato constitucional, en relaciones igualitarias entre unos ciudadanos y otros. Fueron sentencias hito que llevaron al país a aceptar —entre temeroso, airado y asombrado— que el orden “natural” de las cosas no era el que se practicaba en la sociedad piramidal del moribundo siglo XX colombiano sino uno distinto en que la gente del común y las minorías ignoradas o aplastadas por las discriminaciones, gozaban de derechos, y más, tenían derecho a exigirlos, en la práctica, con el respaldo de la cúpula judicial.

Refiriéndose al tribunal que estrenaba sus funciones con fallos que sorprendían a las mayorías (eutanasia) y que, en no pocas ocasiones, ofendían porque removían prejuicios largamente enquistados en sus comunidades (consumo libre de dosis personal y promoción de libertades individuales), el profesor Gaviria comentó —en la misma entrevista en la que definió el inicio de la Corte como la hora uno del universo—, que esta corporación adquirió en poco tiempo “… un inmenso prestigio internacional como creadora de líneas doctrinarias para consolidar un Estado social y constitucional de derecho”. Y también recordó que “gozó de fama de pionera en muchos asuntos relacionados con los derechos sociales, la diversidad cultural, la diversidad de género (y otros)”.

Ni entrevistadora ni entrevistado sabían, entonces, que la melancolía que escapaba de sus respuestas, presagiaba su partida: solo veintitrés días después de responder el cuestionario periodístico, casi en contravía de su estado de ánimo pero interesado en dejar consignada su posición en el espinoso asunto que motivaba el interés mediático, falleció quien se caracterizó por conservar a lo largo de su existencia, una ética pública ejemplar.

En efecto, ningún otro personaje distinto al presidente de la Corte, Carlos Gaviria, hubiera sido mejor analista de la situación particular por la que pasaba su antigua sede de labores. Se trataba del vergonzoso episodio ocurrido a comienzos de 2015, cuando el recién elegido vocero del alto tribunal, Jorge Pretelt Chaljub, fue denunciado por sus colegas poco después de que estos escucharan una grabación en que un abogado confesaba que el dignatario de la Corte había tasado en quinientos millones de pesos, el sentido de un fallo de tutela que se tramitaba en el tribunal y que Pretelt prometía desviar a favor de quien lo escuchaba. Gaviria, la antítesis absoluta del oscuro Pretelt, había ganado durante su trayectoria de magistrado, senador, candidato presidencial y presidente de su partido, el respeto nacional y la admiración general por su estatura moral. Era, en consecuencia, el comentarista idóneo para criticar la postración de la Corte que él y sus colegas de 1993 habían enaltecido con sus conductas. Aunque advirtió que no estaba bien de salud y que viajaría de Medellín a Bogotá para practicarse unos exámenes médicos, aceptó responder, en tono fatigado, preguntas y contrapreguntas de la periodista, tal vez motivado por la obligación de dejar consignadas para el futuro debate sobre la legalidad de la permanencia de Pretelt en la Corte, sus inmensas dudas.

Sus palabras, al final del artículo de prensa, reflejan su espíritu reflexivo de siempre pero también, la debilidad física que empezaba a agobiarlo. Habiendo sido un formidable combatiente de ideas, comenzaba a abandonar la lucha. A la pregunta sobre una propuesta desesperada de revocar la totalidad de los miembros de las cortes, y de crear, a partir de cero, nuevos tribunales con normas diferentes para devolverle a la ciudadanía confianza en la justicia y sus jueces, respondió: “… (es) un grito justificado de indignación contra las situaciones vergonzosas que hoy presenciamos pero, aplicándola, nada garantiza que el ciclo no se repita”. Calmadamente, continuó: “me parece que la propuesta no debe ser meramente coyuntural y que lo que debe hacerse es pensar, hacia el futuro inmediato, una fórmula mejor”. Concluyó con un decaimiento inusual en su dureza argumentativa: “si me pregunta cuál es esa fórmula, le tendría que responder que no la tengo y que apenas me ofrezco para ayudar a pensarla”. Nunca pudo cumplir esta promesa.1

El hereje es el título adecuado para calificar la vida y obra de Carlos Gaviria. Eso fue el profesor en sus setenta y siete, casi setenta ocho años, de su paso por el mundo: un díscolo, una mente que disentía siempre, que meditaba e ideaba un orden racional regido por una justicia social que se apartaba del statu quo. Este libro, singular en varios sentidos, es el resultado de la intensa tarea de Ana Cristina Restrepo Jiménez, de andar con Gaviria en sus últimos tiempos para aprehender la importancia de su existencia y para, una vez ausente, desandar sus caminos, y descorrer el velo del hijo, hermano, esposo, padre, amigo y hombre enamoradizo que también fue como cualquiera otro, con sus afectos, desafectos, vacíos y errores.

Restrepo se propuso descubrir, y lo logró, la individualidad desconocida de esa figura mayestática que veían, a lo lejos, sus seguidores en los debates de plaza abierta o en los de televisión. Un favor le hace, así, Ana Cristina a su memoria, porque al develar el ser imperfecto que era, lo humaniza, justamente, lo que siempre el magistrado del 93 esperó estampar en sus sentencias históricas: humanización de la justicia en una época en que, no por coincidencia, se encontró, para enfrentarlo, con uno de sus coterráneos de enorme poder político que pretendía, en las antípodas de la esfera ideológica y moral de Gaviria, la dominación de la Nación por la fuerza y la criminalización de las ideas. Entonces, el profesor se plantó civilizadamente al otro lado para contraargumentarle con sabiduría y para avanzar mientras su contradictor, su enemigo más bien, planificaba cómo obligar al país, a retroceder. Libertades contra imposiciones. Civilización contra barbarie.

Santiago Pardo Rodríguez, por su parte, complementa el cuadro: a la singularidad dibujada por Restrepo, Pardo añade las aristas admirables del jurista y se centra en el ideólogo de las libertades y en la trascendencia de sus obras de derecho, además de sus libros, las sentencias que escribió, testimonios claros de su pensamiento. Pero también las que debatió y rebatió con sus colegas en sus salvamentos de voto, tan sesudos como sus ponencias aunque menos visibles por ser la expresión minoritaria de la Corte. Al menos dos de estas piezas son, sin embargo, joyas jurídicas por su contenido y porque se anticiparon veinte años a las discusiones en que Colombia todavía patina, arrastrada contra su voluntad hacia el pasado, hoy, cinco años después de la muerte del maestro.

La primera se produjo, según recuerdan Pardo y los anales de la Corte de 1997, cuando un ciudadano demandó varios artículos del Código Penal en que se establecía el castigo de cárcel para la mujer que, pese a haber sido violada, acudiera al aborto (increíble: hace 23 años Colombia debatía el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, lo que en esa época no era extraño. Pero sí es raro que después de dos décadas ese derecho continúe siendo controvertido por un sector poderoso de la política y por movimientos religiosos con representación en el Congreso). En la corporación constitucional del 97, el magistrado ponente y la mayoría de sus colegas con él, acogieron y aprobaron la teoría de la Iglesia católica según la cual, la víctima de violación se convertía en victimaria si abortaba porque su voluntad la hacía “moralmente mala”. Una tesis como esa, en 2020, habría originado manifestaciones en las calles, gritos y cánticos: “el violador eres tú” refiriéndose al Estado.

Carlos Gaviria y otro colega suyo se apartaron de la decisión y escribieron sus salvamentos de voto, acusando a la Corte de una falta gravísima: “haber perdido la imparcialidad” frente al asunto en estudio por haber hecho suya una tesis religiosa que no tiene relevancia alguna frente a lo dispuesto por la Carta Política de un Estado laico. El tribunal constitucional calló, un poco avergonzado, pero deshizo su equivocación en 2006 con la sentencia de despenalización del aborto en tres casos de extremo riesgo, con ponencia del sucesor de Carlos Gaviria, Jaime Araujo Rentería, junto a su colega Clara Inés Vargas.

Una segunda pieza jurídica envuelta en salvamento de voto, fue escrita por el profesor cuando se debatía un tema aparentemente sencillo pero con un hondo significado civilizador: la facultad de los padres de castigar a los hijos. La Corte encontró, en 1994, que una norma demandada por violar los derechos a la integridad física y emocional de los niños pues permitía a los adultos tomar acciones contra los menores, era constitucional con tal de que los “sancionara moderadamente”. A pesar de que el tribunal advertía que “las sanciones que apliquen los padres… estarán excluidas de toda forma de violencia física o moral”, los magistrados Carlos Gaviria y Jorge Arango Mejía dejaron consignados sus argumentos en contra, en un salvamento de voto conjunto. Sus razonamientos fueron de mayor profundidad que los contenidos en la sentencia que les otorgó carácter de exequible a las sanciones paternas.

Escribieron casi un tratado sobre el significado del castigo desde Protágoras, Sócrates y Platón, sin olvidar las teorías de Kant al respecto, en la era de la Ilustración. Empezaron por preguntarse “¿qué es castigar?”, y siguieron con las teorías retributivas y preventivas de los actos sancionatorios. No dejaron resquicio en la sentencia para escudriñarla y, desde luego, criticarla. De manera minuciosa, formularon unas afirmaciones tremendas en las que describían el más profundo fondo del castigo: la venganza y el odio.

La función que no se explicita (del castigo) porque se juzga inconfesable, es la que consiste en gratificar el sentimiento de aversión al transgresor que la falta genera, y que se traduce en un incontrolable deseo de venganza que sólo la pena viene a saciar. El contenido de odio implícito en el castigo se presenta siempre racionalizado, encubierto con artificiosos razonamientos tendientes a persuadir de que todo es, finalmente, en beneficio de quien lo padece. Empero, los afeites retóricos lo escamotean pero no lo eliminan.

Siguieron las disquisiciones de los dos togados que parecieran haber sido redactadas para que las escuchara la sociedad del siglo XXI, año 2020, la que ha promovido la cadena perpetua y la pena de muerte:

Cuando una muchedumbre manifiesta su indignación contra el autor de un crimen horrendo, no es retribución proporcional, ni mucho menos prevención contra hechos futuros lo que clama, sino venganza. En los linchamientos, sin duda alguna, es ese elemento el que resplandece. No es, pues, razonablemente cuestionable la presencia del odio en el castigo.

Cayendo en el problema concreto sobre la facultad de sanción que poseerían los padres sobre sus hijos, Gaviria y Arango encabezaron sus argumentos con una frase del maestro escocés Alexander Sutherland Neill, pionero de los centros de educación en libertad: “Realmente, la falta de miedo (al castigo físico, moral o emocional) es la cosa más hermosa que puede ocurrirle a un niño”. En consonancia con el pensamiento escocés, los jueces colombianos establecieron una comparación entre castigar y educar. Y se preguntaron qué resultaba más eficaz, más sano y más útil para la formación del individuo y el futuro de la sociedad que conformará: “La tarea del educador (o de los padres) consiste, ante todo, en crear las condiciones propicias para que la conciencia moral (del niño) empiece a plasmarse y el sujeto ético a construirse. Y nada de ello es posible en un ambiente presidido por el miedo”.

Gaviria y Arango concluyeron su demoledor salvamento de voto, con una lección para la sociedad de 1994 que alcanza a la comunidad del 2020 aunque la existencia física de los dos se apagó, una, hace cinco años y la otra, hace tres: “El autoritarismo en la educación no se compadece con los valores democráticos y pluralistas de la sociedad. Una nueva pedagogía ha surgido de la Constitución del 91”.2

“Educar, no encarcelar, educar, no castigar”, es la frase que le gustaba repetir a Carlos Gaviria Díaz, frase que condensa su legado admirablemente recordado por Restrepo y Pardo en un libro para devorar.

Cecilia Orozco Tascón

Julio 2020

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1 Yo habría renunciado de inmediato”. Entrevista a Carlos Gaviria Díaz. El Espectador, 8 marzo de 2015 (con ocasión del escándalo Pretelt en la Corte Constitucional).

2 Sentencia Corte Constitucional C-371/94.