El duque y yo
Segundo epílogo

Las matemáticas nunca habían sido el fuerte de Daphne Basset, pero sin duda sabía contar hasta treinta, y dado que treinta era el número máximo de días que solían transcurrir entre una y otra menstruación, el hecho de que en ese momento estuviera mirando el calendario sobre su escritorio y contara cuarenta y tres era motivo de preocupación.

—No puede ser —dijo al calendario, medio esperando que este le respondiera. Se sentó lentamente e intentó recordar los acontecimientos de las últimas seis semanas. Quizás había hecho mal los cálculos. Había tenido la menstruación mientras visitaba a su madre, entre el veinticinco y el veintiséis de marzo, así que… Volvió a contar, esta vez físicamente, tocando cada casilla del calendario con el dedo índice.

Cuarenta y tres días.

Estaba encinta.

—¡Dios mío!

De nuevo, el calendario poco tuvo que decir al respecto.

No. No, no podía ser. Tenía cuarenta y un años. Eso no significaba que no existiera ninguna mujer en la historia del mundo que hubiera dado a luz a los cuarenta y dos, pero habían pasado diecisiete años desde la última vez que había concebido. Diecisiete años de relaciones placenteras con su marido, durante las cuales no habían hecho nada, absolutamente nada, para evitar un embarazo.

Daphne simplemente asumió que había dejado de ser fértil. Había tenido a sus cuatro hijos seguidos, uno por año, durante los primeros cuatro años de su matrimonio. Y después… nada.

Se había sorprendido al darse cuenta de que su hijo menor había cumplido un año y no había vuelto a quedarse encinta. Y luego su hijo cumplió dos años, después tres, y su vientre permaneció plano. Daphne contempló a su prole (Amelia, Belinda, Caroline y David) y se sintió tremendamente bendecida. Cuatro hijos sanos y fuertes, y el más pequeño un robusto varón que algún día ocuparía el lugar de su padre como duque de Hastings.

Además, a Daphne no le gustaba especialmente estar embarazada: se le hinchaban los tobillos y las mejillas, y su tracto digestivo hacía cosas que no quería volver a experimentar de ningún modo. Pensó en su cuñada, Lucy, a la que los embarazos le sentaban de maravilla. Algo bueno, ya que Lucy llevaba catorce meses embarazada de su quinto hijo.

O nueve meses, para ser precisos. Pero Daphne la había visto hacía pocos días y parecía estar de catorce.

Estaba enorme. Gigantesca. Pero radiante y con los tobillos sorprendentemente delgados.

—No es posible que esté encinta —dijo Daphne, apoyando una mano sobre su vientre plano. Puede que estuviera entrando en la menopausia. A su edad le parecía un poco temprano, pero tampoco era un tema del que la gente hablara. Quizá muchas mujeres dejaban de menstruar a los cuarenta y un años.

Debería sentirse feliz. Agradecida. La menstruación era una auténtica molestia.

Oyó pasos acercándose por el pasillo y se apresuró a tapar el calendario con un libro, aunque no tenía ni idea de lo que supuestamente estaba escondiendo. Era solo un calendario; no había ninguna cruz roja enorme, seguida de la palabra «Menstruación».

Su marido entró en la habitación.

—Ah, qué bien, estás aquí. Amelia te está buscando.

—¿A mí?

—Sí, gracias a Dios, no me está buscando a —respondió Simon.

—¡Vaya! —murmuró Daphne. Normalmente habría dado una respuesta más perspicaz, pero su cabeza todavía estaba sumida en la confusión del «tal vez estoy embarazada» o «tal vez me estoy haciendo vieja».

—Es algo sobre un vestido.

—¿El rosa o el verde?

Simon se la quedó mirando.

—¿En serio?

—No, claro que no sabes de lo que estoy hablando —repuso ella, distraída.

Él presionó los dedos contra las sienes y se dejó caer en un sillón cercano.

—¿Cuándo va a casarse?

—No hasta que esté comprometida.

—¿Y cuándo será eso?

Daphne sonrió.

—El año pasado tuvo cinco propuestas. Fuiste tú quien insistió en que esperara a casarse por amor.

—No te he oído quejarte.

—Porque no me quejo.

Él suspiró.

—¿Cómo hemos logrado presentar en sociedad a tres hijas al mismo tiempo?

—Por el celo en procrear que tuvimos al comienzo de nuestro matrimonio —respondió Daphne con descaro; luego recordó el calendario sobre su escritorio. El que tenía la cruz roja que solo ella podía ver.

—Así que celo, ¿eh? —Miró hacia la puerta abierta—. Qué interesante elección de palabra.

Daphne se fijó en la expresión de su marido y sintió que se ruborizaba.

—¡Simon, es de día!

El duque esbozó una lenta sonrisa.

—No recuerdo que eso nos detuviera cuando estábamos en pleno celo…

—Si las niñas suben…

Él se puso de pie de un salto.

—Cerraré la puerta.

—Ah, por todos los cielos, lo sabrán.

Simon echó el pestillo con decisión y se volvió hacia ella enarcando una ceja.

—¿Y de quién será la culpa?

Daphne retrocedió un paso.

—Me niego a permitir que mis hijas se casen tan ignorantes como lo era yo.

—Encantadoramente ignorante —murmuró él, cruzando la habitación para tomarla de la mano.

Dejó que tirara de ella para levantarla.

—No me encontraste tan encantadora cuando supuse que eras impotente.

Él se estremeció.

—Hay muchas cosas en la vida que adquieren más encanto con el tiempo.

—Simon…

Él le frotó la oreja con la nariz.

—Daphne…

Su marido empezó a depositarle una miríada de besos en el cuello y ella sintió que se derretía. Veintiún años de matrimonio, y todavía…

—Por lo menos, corre las cortinas —murmuró ella. Con un sol tan radiante como el de ese día, nadie podría ver mucho desde el exterior, pero estaría más cómoda. Después de todo, vivían en mitad de Mayfair, y todo su círculo de conocidos podía estar pasando en ese momento por delante de su ventana.

Él se apresuró hacia la ventana, pero solo cerró el visillo.

—Me gusta mirarte —dijo Simon con una sonrisa infantil.

Entonces, con una velocidad y agilidad asombrosas, actuó en consonancia para poder observarla por completo y, antes de darse cuenta, Daphne estaba tendida en la cama, gimiendo suavemente mientras él le besaba el interior de la rodilla.

—Ah, Simon —suspiró ella. Sabía exactamente cuál sería su próximo paso. Ascendería por su muslo, besando y lamiéndole la pierna.

Y lo hacía tan bien.

—¿En qué piensas? —murmuró él.

—¿En este momento? —preguntó ella, pestañeando para intentar salir de su aturdimiento. Tenía su lengua en el pliegue entre la pierna y el abdomen, ¿y creía que ella podía pensar?

—¿Sabes en qué estoy pensando yo? —dijo él.

—Si no estás pensando en mí, voy a sufrir una terrible decepción.

Él se rio entre dientes y movió la cabeza para poder depositar un leve beso en su ombligo. Luego se incorporó para rozar sus labios con los de ella.

—Pensaba en lo maravilloso que es conocer a otra persona de una forma tan completa.

Daphne extendió los brazos y lo apretó contra su pecho. No pudo evitarlo; enterró el rostro en el cálido pliegue de su cuello, inhaló su aroma familiar y dijo:

—Te amo.

—Te adoro.

Ah, ¿así que él iba a convertir aquello en una competición? Se echó hacia atrás, solo la distancia suficiente para replicar:

—Me atraes.

Él enarcó una ceja.

—¿Te atraigo?

—Es lo único que se me ha ocurrido con tan poca antelación. —Se encogió de hombros. —Además, es cierto.

—Muy bien. —La mirada de él se tornó más intensa—. Te venero.

Daphne abrió la boca. Su corazón latió con fuerza, luego se desbocó y perdió cualquier habilidad que tuviera para encontrar un sinónimo capaz de contrarrestar el de él.

—Creo que has ganado —admitió ella, con una voz tan ronca que apenas pudo reconocerla.

Él volvió a besarla; un beso largo, ardiente y tremendamente dulce.

—Ah, ya lo sé.

Daphne echó la cabeza hacia atrás, mientras él volvía a descender por su vientre.

—Todavía tienes que adorarme —dijo.

Él siguió bajando.

—En eso, excelencia, soy su eterno servidor.

Y eso fue lo último que ambos dijeron durante un buen rato.

Varios días más tarde, Daphne volvió a mirar el calendario. Habían pasado cuarenta y seis días desde su última menstruación y aún no le había dicho nada a Simon. Sabía que debía hacerlo, pero le parecía algo prematuro. La falta de menstruación podía deberse a otra explicación; solo tenía que recordar la última visita que hizo a su madre. Violet Bridgerton no había dejado de abanicarse en ningún momento, insistiendo en que el aire era sofocante, aun cuando para Daphne había estado a una temperatura de lo más agradable.

La única vez que Daphne había pedido que encendieran la chimenea, Violet se opuso con tal fiereza que Daphne pensó que se pondría delante del hogar para protegerlo con un atizador.

—No enciendas siquiera una cerilla —había rezongado su madre.

A lo que Daphne respondió con buen tino:

—Creo que iré a buscar un chal. —Echó un vistazo a la criada de su progenitora, que temblaba de frío junto a la chimenea—. Eh… quizá también deberías buscar uno para ti.

Sin embargo, ahora no sentía calor. Sentía…

No sabía qué sentía. En realidad, se encontraba perfectamente bien. Lo cual era sospechoso, ya que nunca se había sentido bien estando encinta.

—¡Mamá!

Daphne dio la vuelta al calendario y levantó la mirada de su escritorio justo a tiempo para ver a su segunda hija, Belinda, deteniéndose en la entrada de la habitación.

—Entra —la invitó Daphne, agradeciendo la distracción—. Por favor.

Belinda tomó asiento en un cómodo sillón cercano y miró a su madre con la franqueza habitual de sus resplandecientes ojos azules.

—Debes hacer algo con Caroline.

—¿Yo debo hacer algo? —preguntó Daphne, alargando levemente el «yo».

Belinda ignoró el sarcasmo.

—Si no deja de hablar de Frederick Snowe-Mann-Formsby me volverá loca.

—¿No puedes simplemente ignorarla?

—¡Se llama Frederick Snowe… Mann… Formsby!

Daphne pestañeó.

—¡Snowman, mamá! ¡Como «muñeco de nieve»!

—Es cierto que es un nombre poco acertado —concedió Daphne—. Sin embargo, lady Belinda Basset, no olvides que a ti también podrían compararte con un perro de orejas caídas.

Belinda la miró con hastío, y resultó evidente de inmediato que alguien la había comparado con un basset hound.

—Ah —repuso Daphne, algo sorprendida de que Belinda nunca lo hubiera mencionado—. Lo lamento mucho.

—Fue hace mucho tiempo —respondió Belinda con un suspiro—. Y te aseguro que solo fue una vez.

Daphne apretó los labios, tratando de no sonreír. Por supuesto que no estaba bien fomentar las disputas, pero como ella se había pasado toda la infancia peleando con sus siete hermanos, cuatro de ellos varones, no pudo evitar alentarla con un «Bien hecho» en voz baja.

Belinda asintió con gesto majestuoso antes de decir:

—¿Hablarás con Caroline?

—¿Y qué quieres que le diga?

—No sé. Lo que sea que sueles decir. Parece que siempre surte efecto.

Estaba claro que allí subyacía un elogio, pero antes de poder analizar la oración, se le revolvió el estómago de una manera muy desagradable, sintió una extraña presión y…

—¡Discúlpame! —chilló, y corrió hacia el baño, justo a tiempo para llegar al orinal.

¡Dios mío! No era la menopausia: estaba encinta.

—¿Mamá?

Daphne agitó la mano hacia Belinda, tratando de que se marchara.

—¿Mamá? ¿Te encuentras bien?

A Daphne le vino otra arcada.

—Iré a buscar a papá —anunció Belinda.

—¡No! —poco menos que gritó Daphne.

—¿Ha sido el pescado? Porque me ha parecido que tenía un gusto dudoso.

Daphne asintió, esperando que ese fuera el final de la conversación.

—Ah, aguarda un momento, tú no has comido pescado. Lo recuerdo muy bien.

Ay, maldita Belinda y su atención a los detalles.

No era el sentimiento más maternal, pensó Daphne mientras vomitaba nuevamente, pero en ese momento no se sentía especialmente benévola.

—Has comido pollo. Yo he comido pescado, también David, pero tú y Caroline habéis comido solo pollo, y creo que papá y Amelia han comido ambas cosas, y todos hemos tomado sopa, aunque…

—¡Basta! —rogó Daphne. No deseaba hablar de comida. La sola mención…

—Será mejor que vaya a buscar a papá —volvió a decir Belinda.

—No, estoy bien —jadeó Daphne, e hizo un gesto con la mano para que su hija se callara. No quería que Simon la viera así: él sabría al instante lo que le ocurría.

O para ser más exactos, lo que iba a ocurrir. Dentro de siete meses y medio, semana arriba semana abajo.

—Muy bien —concedió Belinda—, pero al menos déjame traer a tu doncella. Deberías acostarte.

Daphne volvió a vomitar.

—Cuando termines —corrigió Belinda—. Deberías acostarte cuando termines con… eh… eso.

—Mi doncella —aceptó Daphne por fin. Maria deduciría la verdad de inmediato, pero no diría una sola palabra a nadie, ni a los sirvientes ni a la familia. Y quizá lo más importante, Maria sabría exactamente qué remedio darle. Tendría un gusto repugnante y peor olor, pero le calmaría el estómago.

Belinda se fue corriendo, y Daphne (en cuanto se convenció de que no le quedaba nada más en el estómago) se tambaleó hasta la cama. Se encontraba muy indispuesta; incluso el movimiento más leve hacía que se sintiera como si estuviera en el mar.

—Soy demasiado mayor para estas cosas —gimió, porque lo era. Sin duda era demasiado mayor. Si ese embarazo era como los anteriores (¿por qué iba a ser diferente de los otros cuatro?), tendría náuseas durante por lo menos dos meses más. La falta de apetito la mantendría delgada, pero solo hasta mitad del verano, cuando duplicaría su tamaño prácticamente de la noche a la mañana. Se le hincharían los dedos hasta el punto de no poder usar anillos, no le cabría ninguno de sus zapatos y hasta un mero tramo de escaleras la dejaría exhausta.

Sería un elefante. Un elefante con dos piernas y cabello castaño.

—¡Excelencia!

Daphne no podía alzar la cabeza, así que se conformó con levantar la mano a modo de saludo silencioso y patético a Maria, que ahora estaba junto a la cama, observándola con una expresión horrorizada…

…que pronto se transformó en una de sospecha.

—Excelencia —repitió Maria, esta vez con un tono inconfundible. Sonrió.

—Lo sé —respondió Daphne—. Lo sé.

—¿El duque lo sabe?

—Todavía no.

—Pues no podrá ocultarlo mucho tiempo.

—Se marcha esta tarde y pasará algunas noches en Clyvedon —le informó Daphne—. Se lo diré cuando regrese.

—Debería decírselo ahora —opinó Maria. Veinte años de servicio la autorizaban a hablar sin reparos.

Daphne se incorporó con cuidado, deteniéndose una vez para calmar una oleada de náuseas.

—Podría malograrse —explicó—. A mi edad suele suceder.

—Ah, pero yo creo que la fase de peligro ya ha pasado —opinó Maria—. ¿No se ha mirado al espejo?

Daphne agitó la cabeza.

—Está verde.

—Pero podría no…

—No va a vomitar al bebé.

—¡Maria!

Maria se cruzó de brazos y clavó su mirada en Daphne.

—Usted sabe cuál es la verdad, excelencia. Solo que no quiere admitirla.

Daphne abrió la boca para hablar, pero no tenía nada que decir. Sabía que Maria tenía razón.

—Si todavía estuviera en la fase de peligro —prosiguió Maria con un poco más de delicadeza—, no se encontraría tan descompuesta. Mi madre tuvo ocho bebés después de tenerme a mí, y antes había tenido cuatro pérdidas. Con los embarazos que se malograron nunca se sintió indispuesta, ni siquiera una vez.

Daphne suspiró y luego asintió, dándole la razón.

—Sin embargo, voy a esperar —dijo—. Solo un poco más. —No sabía muy bien por qué deseaba guardar el secreto algunos días más, pero eso era lo que quería. Y como era su cuerpo el que sufría los embates, pensó que esa decisión le correspondía a ella.

—Ah, casi lo olvidaba —dijo Maria—. Hemos tenido noticias de su hermano. Vendrá a la ciudad la semana próxima.

—¿Colin? —preguntó Daphne.

Maria asintió.

—Con su familia.

—Deben quedarse con nosotros —repuso Daphne. Colin y Penelope no tenían casa en la ciudad, y para ahorrar solían alojarse en casa de Daphne o de su hermano mayor, Anthony, que había heredado el título y todas las responsabilidades que iban con él—. Por favor, pídele a Belinda que escriba una carta de mi parte para insistirles en que vengan a Hastings House.

Maria asintió y se retiró.

Daphne gimió y luego se durmió.

Cuando Colin y Penelope llegaron acompañados de sus cuatro encantadores hijos, Daphne vomitaba varias veces al día. Simon aún no estaba al tanto del embarazo; se había demorado en el campo (algo relacionado con la inundación de un prado) y ahora no regresaría hasta el fin de semana.

Sin embargo, Daphne no iba a permitir que su malestar le impidiera recibir a su hermano favorito.

—¡Colin! —exclamó, con una sonrisa radiante al ver los brillantes ojos verdes de su hermano—. ¡Hacía tanto tiempo que no nos veíamos!

—Es verdad —respondió él, dándole un abrazo rápido, mientras Penelope intentaba hacer que sus hijos entraran en la casa.

—¡No, no puedes perseguir a esa paloma! —dijo Penelope con voz severa—. Perdóname, Daphne, pero… —Corrió hacia los escalones de la entrada y echó el guante al cuello de la camisa de Thomas, su hijo de siete años.

—Debes sentirte agradecida de que tus pilluelos ya estén crecidos —dijo Colin, riéndose entre dientes mientras retrocedía un paso—. Nosotros no podemos… Dios mío, Daff, ¿qué te pasa?

Nada como un hermano para prescindir de toda delicadeza.

—Tienes un aspecto terrible —dijo, como si con su primer comentario no lo hubiera dejado claro.

—Estoy un poco indispuesta —murmuró Daphne—. Creo que ha sido el pescado.

—¡Tío Colin!

Daphne agradeció que Colin se distrajera con Belinda y Caroline, que corrieron escaleras abajo de una forma en absoluto refinada.

—¡Tú! —exclamó con una sonrisa, abrazando a una de sus sobrinas—. ¡Y tú! —Levantó la mirada—. ¿Dónde está la otra?

—Amelia ha salido de compras —explicó Belinda antes de prestar atención a sus primos pequeños. Agatha tenía nueve años recién cumplidos, Thomas siete y Jane, seis. El pequeño Georgie cumpliría tres el mes siguiente.

—¡Estás tan grande! —exclamó Belinda, con una sonrisa radiante a Jane.

—¡He crecido cinco centímetros el mes pasado! —anunció la niña.

—Durante el año pasado —la corrigió Penelope con dulzura. Como no alcanzaba a Daphne para abrazarla, se inclinó y apretó su mano—. Sé que tus hijas ya estaban bastante crecidas la última vez que nos vimos, pero juro que aún me sorprenden cada vez que las veo.

—También a mí —admitió Daphne. Todavía se despertaba todas las mañanas casi esperando que estuvieran vestidas con delantales. Pero ya eran señoritas, casi adultas…

Era desconcertante.

—Ya sabes lo que dicen sobre la maternidad —dijo Penelope.

—¿Qué dicen? —murmuró Daphne.

Penelope hizo una pausa lo suficientemente larga como para sonreír con ironía.

—Los años pasan volando y los días son interminables.

—Eso es imposible —anunció Thomas.

Agatha suspiró ofendida.

—Se lo toma todo al pie de la letra.

Daphne alborotó el cabello castaño claro de Agatha con la mano.

—¿De verdad solo tienes nueve años? —Adoraba a Agatha desde siempre. Esa niña tan seria y resuelta tenía algo que la conmovía.

Agatha, siendo como era, se dio cuenta de inmediato de que era una pregunta retórica y se puso de puntillas para dar un beso a su tía.

Daphne le devolvió el gesto con un ligero beso en la mejilla y luego se giró hacia la niñera de la joven familia, que estaba de pie junto a la puerta y sostenía al pequeño Georgie.

—¿Y cómo estás tú, mi bebé precioso? —susurró, extendiendo los brazos para alzar al niño. Era rollizo, rubio y de mejillas rosadas, y despedía un delicioso aroma a bebé, a pesar de que ya no era tan pequeño—. Estás sabrosísimo —dijo, fingiendo darle un mordisco en el cuello. Después, comprobó lo que ya pesaba y lo meció ligeramente de ese modo instintivo que tienen las madres.

—Ya no necesitas que te acunen, ¿verdad? —murmuró, volviendo a besarlo. Tenía una piel tan suave que se acordó de la época en que era una madre joven. Había tenido nodrizas y niñeras, por supuesto, pero se había escabullido a las habitaciones de los niños en incontables ocasiones para besarlos en la mejilla y verlos dormir.

¡Ah, qué época! Era una sentimental. Eso no era nada nuevo.

—¿Cuántos años tienes ahora, Georgie? —preguntó, pensando que, quizá, tendría que volver a pasar por aquello. Tampoco tenía mucha elección. Sin embargo, se sintió más tranquila estando allí, con el pequeño entre sus brazos.

Agatha tironeó de su manga y murmuró:

—Él no habla.

Daphne pestañeó.

—¿Cómo dices?

Agatha miró a sus padres, como si no estuviera segura de si debía decir algo, pero estaban ocupados charlando con Belinda y Caroline y no prestaron atención.

—Él no habla —repitió—. Ni una palabra.

Daphne se inclinó hacia atrás levemente para poder ver de nuevo la cara de Georgie. Él le sonrió, arrugando los ojos en las comisuras, como hacía Colin.

Daphne volvió a mirar a Agatha.

—¿Entiende lo que le dicen?

Agatha asintió.

—Cada palabra; estoy segura. —Su voz se redujo a un murmullo—. Creo que mamá y papá están preocupados.

¿Un niño a punto de cumplir tres años que no hablaba ni una palabra? Claro que estaban preocupados. De pronto entendió el motivo del inesperado viaje de Colin y Penelope a la ciudad: venían en busca de orientación. A Simon le había pasado exactamente lo mismo de pequeño: no habló hasta los cuatro años. Y luego había sufrido un tartamudeo agotador durante años. Incluso ahora, cuando estaba especialmente disgustado por algo, volvía a sucederle; ella se daba cuenta por su voz. Una extraña pausa, un sonido repetido, la voz entrecortada. Su marido aún se mostraba cohibido al respecto, aunque no tanto como cuando se habían conocido.

Pero ella podía verlo en sus ojos. Un destello de dolor. O quizá de enfado. Consigo mismo, por su propia debilidad. Daphne suponía que había ciertas cosas que la gente nunca superaba, no por completo.

A regañadientes, Daphne devolvió a Georgie a su niñera e instó a Agatha a ir escaleras arriba.

—Ve, querida —dijo—. El cuarto infantil te espera. Hemos puesto todos los antiguos juguetes de las niñas.

Miró con orgullo cuando Belinda tomó de la mano a Agatha.

—Puedes jugar con mi muñeca favorita —dijo Belinda de forma solemne.

Agatha miró a su prima con una expresión que solo podría describirse como reverencial y la siguió escaleras arriba.

Daphne esperó a que todos los niños se retiraran para dirigirse a su hermano y su cuñada.

—¿Queréis té? —ofreció—. ¿O preferís ir a cambiaros la ropa de viaje?

—Té —pidió Penelope con el típico suspiro de madre exhausta—. Por favor.

Colin asintió también y juntos fueron al salón. Una vez que estuvieron sentados, Daphne decidió que no tenía sentido andarse con rodeos. Al fin y al cabo se trataba de su hermano, y él sabía que podía hablar con ella de lo que fuera.

—Estáis preocupados por Georgie —dijo. Fue una afirmación, no una pregunta.

—Todavía no ha dicho ni una palabra —informó Penelope con voz uniforme, aunque la garganta se le contrajo por la emoción.

—Pero nos entiende —explicó Colin—. Estoy seguro. Justo el otro día le pedí que recogiera sus juguetes y lo hizo. De inmediato.

—A Simon le pasaba lo mismo —dijo Daphne. Miró a Colin y luego a Penelope—. Supongo que habéis venido por eso, ¿verdad? ¿Para hablar con Simon?

—Esperábamos que él pudiera darnos su opinión —respondió Penelope.

Daphne asintió lentamente.

—Estoy segura de que os la dará. Me temo que se ha demorado en el campo, pero espero que regrese antes del fin de semana.

—No hay prisa —dijo Colin.

Por el rabillo del ojo Daphne vio que Penelope hundía los hombros. Fue un movimiento muy leve, pero que cualquier madre reconocería. Penelope sabía que no había prisa; habían esperado durante casi tres años a que Georgie hablara; unos días más no marcarían la diferencia. Sin embargo, deseaba con desesperación hacer algo. Actuar, curar a su hijo.

Venir desde tan lejos solo para enterarse de que Simon no estaba… debía de ser desalentador.

—Creo que es una muy buena señal que él os comprenda —opinó Daphne—. Me preocuparía mucho más si no lo hiciera.

—En todo lo demás es completamente normal —repuso Penelope con vehemencia—. Corre, salta, come. Creo que incluso lee.

Colin se volvió hacia ella, sorprendido.

—¿De verdad?

—Eso creo —respondió Penelope—. La semana pasada lo vi con la cartilla de William.

—Probablemente solo miraba las ilustraciones —dijo Colin con dulzura.

—Eso pensé, ¡pero luego me fijé en sus ojos! Se movían de un lado a otro, seguía las palabras.

Ambos se volvieron hacia Daphne, como si ella tuviera todas las respuestas.

—Supongo que podría estar leyendo —dijo Daphne, sintiéndose incómoda. Deseaba tener todas las respuestas. Quería decirles algo más que supongo o quizá—. Es muy pequeño, pero no hay motivo para dudar que pueda leer.

—Es muy inteligente —dijo Penelope.

Colin la miró con indulgencia.

—Querida…

—¡Lo es! William y Agatha también leían con cuatro años.

—Es cierto —admitió Colin, pensativo—. Agatha comenzó a leer a los tres. Nada muy difícil, pero sí palabras cortas. Lo recuerdo muy bien.

—Georgie está leyendo —insistió Penelope con firmeza—. Estoy segura.

—Bueno, eso significa que tenemos menos de qué preocuparnos —dijo Daphne con decidido entusiasmo—. A cualquier niño que lee antes de su tercer cumpleaños, no le costará mucho hablar cuando esté preparado.

No sabía si ese sería el caso, pero confiaba que sí. Además, parecía razonable pensarlo. Y si Georgie resultaba ser tartamudo como Simon, su familia lo amaría y adoraría igual, y le daría todo el apoyo necesario para convertirse en la persona maravillosa en que ella sabía que se convertiría.

Él tendría todo lo que Simon no había tenido de niño.

—Todo saldrá bien —dijo Daphne, inclinándose para tomar la mano de Penelope entre las suyas—. Ya verás.

Penelope apretó los labios, y Daphne vio que se le hacía un nudo en la garganta. Se volvió, deseando darle a su cuñada un momento para recuperarse. Colin masticaba su tercera galleta y se servía una taza de té, así que decidió hacerle a él la siguiente pregunta:

—¿El resto de los niños está bien? —quiso saber.

Colin tragó un sorbo de té.

—Muy bien. ¿Y los tuyos?

—David ha estado haciendo travesuras en la escuela, pero parece que se está tranquilizando.

Colin tomó otra galleta.

—¿Y las niñas no te están dando problemas?

Daphne pestañeó, sorprendida.

—No, por supuesto que no, ¿por qué lo preguntas?

—Tienes muy mal aspecto —respondió su hermano.

—¡Colin! —exclamó Penelope.

Colin se encogió de hombros.

—Es verdad. Pregunté al respecto cuando llegamos.

—De todos modos… —lo reprendió su esposa— no deberías…

—Si yo no puedo decirle la verdad a mi hermana, ¿quién más puede? —dijo con sinceridad—. O, mejor dicho. ¿Quién lo hará?

Penelope bajó el tono de voz hasta convertirlo en un murmullo apremiante.

—No es la clase de cosas que uno comenta.

Él miró a su esposa un momento. Luego a Daphne. Y después volvió a mirar a Penelope.

—No tengo idea de qué estás hablando —dijo.

Penelope abrió la boca y se le ruborizaron las mejillas. Después, miró a Daphne, como si dijera: ¿Y bien?

Daphne se limitó a suspirar. ¿Tan evidente era su estado?

Penelope miró a Colin con impaciencia y empezó a explicarle:

—Ella está… —Se volvió hacia Daphne—. Lo estás, ¿verdad?

Daphne hizo un leve gesto de asentimiento para confirmarlo.

Penelope miró a su marido con aire de suficiencia.

—Está encinta.

Colin se quedó inmóvil durante aproximadamente medio segundo antes de continuar con su acostumbrada actitud imperturbable.

—No, no lo está.

—Sí, lo está —respondió Penelope.

Daphne decidió no hablar. Sentía náuseas de todos modos.

—Su hijo pequeño tiene diecisiete años —señaló Colin. Miró a Daphne—. Tiene esa edad, ¿verdad?

—Dieciséis —murmuró Daphne.

—Dieciséis —repitió su hermano, dirigiéndose a Penelope—. Igualmente.

—¿Igualmente?

—Igualmente.

Daphne bostezó. No pudo evitarlo. Últimamente se sentía exhausta.

—Colin —dijo Penelope, con ese tono paciente y ligeramente condescendiente que a Daphne le encantaba oír cuando alguien se dirigía a su hermano—, la edad de David no tiene nada que ver con…

—Lo sé —interrumpió él, mirándola con cierta irritación—. Pero no crees que, si ella estuviera… —Agitó una mano hacia Daphne, y esta se preguntó si su hermano no podría pronunciar la palabra embarazada cuando se refería a su propia hermana.

Colin se aclaró la garganta.

—Pues, no habría existido un período de dieciséis años.

Daphne cerró los ojos un momento y luego apoyó la cabeza sobre el respaldo del sofá. Debería sentirse avergonzada. Era su hermano. Y aunque utilizara términos tan imprecisos, hablaba de los aspectos más íntimos de su matrimonio con Simon.

Soltó un murmullo de cansancio, entre un suspiro y un bostezo. Tenía demasiado sueño para sentirse avergonzada. Y puede que también demasiada edad. A las mujeres debería permitírseles prescindir de los arrebatos de modestia después de los cuarenta.

Además, Colin y Penelope estaban discutiendo, y eso era bueno, porque de ese modo no pensaban en el problema de Georgie.

Daphne lo encontraba muy entretenido. Era estupendo ver a cualquiera de sus hermanos atrapado en un callejón sin salida con su esposa.

A los cuarenta y un años no era demasiado mayor para sentir un leve placer ante el malestar de su hermano. Aunque (pensó mientras bostezaba) sería más divertido si estuviera un poco más despierta para disfrutarlo. Sin embargo…

—¿Se ha dormido?

Colin observó a su hermana sin poder creerlo.

—Creo que sí —respondió Penelope.

Colin se inclinó hacia ella, estirando el cuello para verla mejor.

—Hay tantas cosas que podría hacerle en este momento —musitó—. Ranas, langostas, ríos convertidos en sangre…

—¡Colin!

—Es muy tentador.

—También es una prueba —dijo Penelope con una sutil sonrisa.

—¿Prueba?

—De que está embarazada, tal como te he dicho. —Pero al ver que no estaba de acuerdo de inmediato, agregó—: ¿Alguna vez la has visto quedarse dormida en mitad de una conversación?

—No desde que… —Colin calló.

La sonrisita de Penelope dejó de ser sutil.

—Exactamente.

—Detesto cuando tienes razón —gruñó Colin.

—Lo sé. Una lástima para ti que tenga razón tan a menudo.

Colin miró a Daphne, que había empezado a roncar.

—Supongo que deberíamos quedarnos con ella —dijo con cierta renuencia.

—Llamaré a la doncella —repuso Penelope.

—¿Crees que Simon lo sabe?

Penelope miró por encima de su hombro después de tocar la campanilla.

—Ni idea.

Colin agitó la cabeza.

—El pobre se va a llevar la sorpresa de su vida.

Cuando Simon por fin regresó de Londres con una semana entera de retraso, estaba exhausto. Siempre había sido un terrateniente muy comprometido, incluso ahora que rondaba los cincuenta años. De modo que, cuando varios de sus campos se inundaron, entre ellos el que era el único sustento de una familia arrendataria, se arremangó y se puso a trabajar junto a sus hombres.

En sentido figurado, por supuesto. Nadie se había arremangado, ya que hacía muchísimo frío en Sussex. Un frío que empeoraba si estabas mojado. Y todos se habían mojado por la inundación.

Así que estaba fatigado, seguía helado (no estaba seguro de si sus dedos volverían a recuperar su temperatura habitual) y echaba de menos a su familia. Les habría pedido que se unieran a él en el campo, pero las niñas se estaban preparando para la temporada y había visto a Daphne un tanto pálida cuando se marchó.

Esperaba que no estuviera a punto de resfriarse. Cuando su esposa se ponía enferma, toda la casa se veía afectada.

Ella creía que era estoica. En cierta ocasión él había intentado señalar que una persona verdaderamente estoica no andaría por la casa diciendo a cada rato «No os preocupéis, estoy bien» mientras se desplomaba en cada silla.

En realidad, había intentado decírselo dos veces. La primera vez le dijo algo a lo que ella no respondió. En ese momento pensó que quizá ella no lo había oído. Ahora que lo pensaba bien, seguro que Daphne eligió no oírlo, porque la segunda vez que decidió decirle algo sobre la auténtica naturaleza de una persona estoica, ella le respondió de una manera…

Bueno, baste decir que, en lo que se refería a su esposa y al resfriado común, de su boca jamás volvería a salir otra cosa que no fuera «¡Pobrecita!» y «¿Te traigo un poco de té?».

Un hombre aprendía ciertas cosas después de dos décadas de matrimonio.

Cuando entró en el vestíbulo principal, el mayordomo lo estaba esperando. Su rostro tenía su expresión habitual: es decir, ninguna.

—Gracias, Jeffries —murmuró Simon entregándole el sombrero.

—Su cuñado está en la casa —le informó Jeffries.

Simon se detuvo.

—¿Cuál de ellos? —Tenía siete cuñados.

—El señor Colin Bridgerton, excelencia. Con su familia.

Simon ladeó la cabeza.

—¿De verdad? —No oía ruidos ni alboroto.

—Han salido, excelencia.

—¿Y la duquesa?

—Está descansando.

Simon no pudo evitar un gruñido.

—No está enferma, ¿verdad?

Jeffries se ruborizó, de una forma poco habitual en él.

—No sabría decirle, excelencia.

Simon observó a Jeffries con curiosidad.

—¿Está enferma, o no lo está?

Jeffries tragó saliva, se aclaró la garganta y respondió:

—Creo que está cansada, excelencia.

—Cansada —repitió Simon, más para sus adentros, ya que era evidente que Jeffries se moriría de una inexplicable vergüenza si seguía hablando del tema. Sacudió la cabeza y se dispuso a subir la escalera mientras agregaba—: Por supuesto que está cansada. Colin tiene cuatro hijos menores de diez años, y seguro que mi mujer cree que debe mimarlos mientras están aquí.

Quizá se acostaría junto a ella. Él también estaba agotado, y siempre dormía mejor cuando ella estaba cerca.

Cuando llegó a su habitación, la puerta estaba cerrada. Estuvo a punto de llamar (era un hábito que tenía frente a una puerta cerrada, aunque fuera la de su propio dormitorio), pero en el último momento giró el picaporte y empujó con suavidad. Puede que Daphne estuviera durmiendo. Si de verdad estaba cansada, debía dejarla descansar.

Entró a la habitación con sigilo. Las cortinas estaban a medio cerrar, y pudo ver a Daphne tendida en la cama, muy quieta. Se acercó de puntillas. Era cierto que parecía estar pálida, aunque era difícil asegurarlo bajo la luz tenue.

Bostezó y se sentó en el lado opuesto de la cama, inclinándose hacia adelante para quitarse las botas. Se aflojó el pañuelo, se lo quitó por completo y se acercó hacia ella. No iba a despertarla, solo se arrimaría para entrar en calor.

La había echado de menos.

Se acomodó con un suspiro de satisfacción y la rodeó con el brazo, apoyándolo justo debajo de su caja torácica, y…

—¡Puaj!

Daphne saltó como un resorte y prácticamente se precipitó de la cama.

—¿Daphne? —Simon se sentó, justo a tiempo para ver cómo su esposa corría hacia la bacinilla.

¿La bacinilla?

—Cielo santo —dijo, estremeciéndose mientras oía sus arcadas—. ¿Ha sido el pescado?

—No pronuncies esa palabra —dijo ella, jadeando.

Seguro que se trataba del pescado. Tendrían que encontrar otra pescadería en la ciudad.

Salió de la cama y buscó una toalla.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Daphne no respondió. Tampoco esperaba que lo hiciera. Sin embargo, extendió la toalla, tratando de no estremecerse cuando ella vomitó por lo que parecía ser la cuarta vez.

—¡Pobrecita! —murmuró—. Lamento tanto que te haya ocurrido esto. No estabas así desde…

Desde…

Ay, Dios mío.

¿Daphne? —preguntó con voz temblorosa. Diablos, le temblaba todo el cuerpo.

Ella asintió.

—Pero… ¿cómo…?

—Como siempre, me imagino —respondió ella, tomando la toalla agradecida.

—Pero ha sido… hace… —Simon trató de pensar. No podía pensar. Su cerebro había dejado de funcionar por completo.

—Creo que ya he terminado —dijo Daphne. Sonaba exhausta—. ¿Podrías traerme un poco de agua?

—¿Estás segura? —Si mal no recordaba, ella volvería a vomitar el agua en la bacinilla.

—Está allí —dijo ella, señalando con un débil movimiento la jarra que había sobre la mesa—. No me la voy a tragar.

Simon le sirvió un vaso y esperó mientras ella se enjuagaba la boca.

—Bueno —dijo él, carraspeando varias veces—. Yo… eh… —Tosió nuevamente. No podía pronunciar palabra. Y esta vez no podía culpar a su tartamudez.

—Todo el mundo lo sabe —dijo Daphne, mientras apoyaba la mano sobre el brazo de él para volver a la cama.

—¿Todo el mundo? —repitió él.

—No tenía pensado decir nada hasta tu regreso, pero lo adivinaron.

Él asintió lentamente, tratando de asimilar toda la información. Un bebé. A su edad. A la edad de ella.

Era…

Era…

Era algo extraordinario.

Le resultó extraño lo mucho que le había sorprendido la noticia. Sin embargo, ahora que había superado el impacto inicial, solo sentía alegría.

—¡Es una noticia maravillosa! —exclamó. Se acercó a ella para abrazarla, pero se lo pensó mejor al ver lo pálida que estaba—. Nunca dejas de complacerme —agregó, optando por darle una palmadita en el hombro.

Ella se estremeció y cerró los ojos.

—No muevas la cama —gimió—. Me mareo.

—Pero tú no te mareas —le recordó él.

—Sí, cuando estoy encinta.

—Eres un pato extraño, Daphne Basset —murmuró, y luego retrocedió para A) dejar de mover la cama, y B) alejarse de ella en caso de que se ofendiera por la comparación.

(Había una anécdota al respecto. Cuando estaba en avanzado estado de gestación de Amelia, Daphne le había preguntado si estaba radiante o si solo parecía un pato mareado. Él le había respondido que parecía un pato radiante. Pero no fue la respuesta que ella esperaba).

Carraspeó y dijo:

—¡Pobrecita!

Y luego huyó.

Varias horas después, Simon estaba sentado en su enorme escritorio de roble macizo, con los codos apoyados sobre la madera lisa y el dedo índice derecho haciendo círculos sobre el borde de la copa de coñac, que ya había llenado dos veces.

Había sido un día memorable.

Aproximadamente una hora después de dejar a Daphne para que durmiera su siesta, Colin y Penelope regresaron con su prole, y todos juntos tomaron té y galletas en la sala del desayuno. Simon había querido ir a la sala de estar, pero Penelope sugirió un sitio alternativo, un lugar sin «telas y tapizados costosos».

El pequeño Georgie había sonreído a Simon al oírla, con el rostro aún manchado con una sustancia que esperaba fuera chocolate.

Mientras observaba el sinfín de migas que caían de la mesa al suelo y la servilleta mojada que habían usado para secar el té que había tirado Agatha, recordó que él y Daphne siempre tomaban el té allí cuando los niños eran pequeños.

Era gracioso cómo uno olvidaba esos detalles.

Sin embargo, cuando terminaron de tomar el té, Colin le pidió hablar en privado. Se habían retirado a su despacho, y fue allí donde su cuñado le confió el problema de Georgie.

El niño no hablaba.

Su vista era muy buena. Colin pensaba que ya sabía leer.

Pero no hablaba.

Colin le había pedido consejo, y Simon se dio cuenta de que no tenía ninguno para darle. Por supuesto que había pensado en ello. Era una preocupación que lo había perseguido cada vez que Daphne se quedaba encinta, hasta que cada uno de sus hijos había empezado a formar frases.

Supuso que ahora también se preocuparía. Llegaría otro bebé, otra personita a la que amaría con locura… y que sería motivo de inquietud.

Lo único que pudo aconsejarle a Colin fue que amara al niño. Que le hablara y lo elogiara, que lo llevara a cabalgar y a pescar: todas esas cosas que un padre debería hacer con un hijo.

Todas esas actividades que su padre nunca había hecho con él.

Últimamente no pensaba mucho en su padre. Debía agradecérselo a Daphne. Antes de conocerla, había estado obsesionado con vengarse de él. Había deseado hacerle daño, hacerlo sufrir tanto como él había padecido de niño, con todo el dolor y la angustia de saberse rechazado por sus deficiencias.

No le había importado que su padre estuviera muerto. Había querido vengarse de todos modos y había necesitado mucho amor, primero de Daphne y luego de sus hijos, para desterrar ese fantasma. Y cuando Daphne le entregó un paquete de cartas de su padre, que le habían encomendado, por fin se dio cuenta de que era libre. No había querido quemarlas ni romperlas en pedazos.

Tampoco había querido leerlas.

Había mirado la pila de sobres, atados cuidadosamente con una cinta roja y dorada, y se había dado cuenta de que no sentía nada. Ni enfado, ni pena, ni siquiera remordimiento. Había sido la mayor victoria que podía haber imaginado.

No estaba seguro de cuánto tiempo habían estado las cartas en el escritorio de Daphne. Sabía que las había guardado en el último cajón, y de vez en cuando, había echado un vistazo para ver si seguían allí.

Pero al final, también había dejado de hacerlo. No había olvidado las cartas (de vez en cuando sucedía algo que reavivaba su memoria), aunque no las recordaba tan a menudo. Y, probablemente, se había desentendido de ellas durante meses hasta que un día abrió el último cajón de su escritorio y vio que Daphne las había guardado allí.

De eso hacía veinte años.

Y aunque seguía sin tener ganas de quemarlas o romperlas, tampoco sentía la necesidad de abrirlas.

Hasta ahora.

Bueno, no.

¿O tal vez sí?

Volvió a mirarlas, aún atadas con esa cinta. ¿Quería abrirlas? ¿Habría algo en las cartas de su padre que pudiese ayudar a Colin y a Penelope a orientar a Georgie a lo largo de lo que posiblemente sería una niñez difícil?

No. Era imposible. Su padre había sido un hombre severo, sin sentimientos ni arrepentimientos. Había estado tan obsesionado con su herencia y su título que había dado la espalda a su propio hijo. No había nada, nada, que hubiese escrito que pudiera ayudar a Georgie.

Simon tomó las cartas. Las hojas estaban secas. Olían a viejo.

El fuego en la chimenea parecía reciente. Caliente, brillante y redentor. Observó las llamas hasta que su visión se volvió borrosa; permaneció sentado incontables minutos, recordando las últimas palabras que su padre le había dirigido. Cuando su padre murió, no se hablaban desde hacía más de cinco años. Si había algo que el viejo duque le hubiera querido decir, estaría en esas cartas.

—¿Simon?

Levantó la mirada despacio sin poder salir de su ensoñación. Daphne estaba de pie junto a la puerta, con la mano apoyada en el marco. Llevaba su camisón favorito color azul claro. Lo tenía desde hacía años; cada vez que él le preguntaba si quería cambiarlo, ella se negaba. Algunas cosas eran mejores suaves y cómodas.

—¿Vienes a la cama? —preguntó.

Él asintió y se puso de pie.

—En seguida. Yo solo… —Carraspeó, porque la verdad era… que no estaba seguro de lo que estaba haciendo. Ni siquiera estaba seguro de lo que había estado pensando—. ¿Cómo te sientes? —le preguntó.

—Mejor. Siempre me encuentro mejor por la noche. —Daphne se acercó unos pasos—. He comido un trozo de tostada e incluso algo de mermelada, y… —Se detuvo; el único movimiento de su rostro fue un rápido parpadeo. Estaba mirando las cartas. Él no se había dado cuenta de que aún las tenía en la mano cuando se levantó.

—¿Vas a leerlas? —preguntó ella con voz queda.

—Pensé que… quizá… —Tragó saliva—. No sé.

—Pero, ¿por qué ahora?

—Colin me contó lo de Georgie. Creí que podría encontrar algo útil aquí. —Movió su mano levemente, sosteniendo la pila de cartas a un poco más de altura—. Algo que pudiese ayudarlo.

Daphne abrió la boca, pero pasaron varios segundos antes de que fuera capaz de hablar.

—Creo que eres uno de los hombres más buenos y generosos que he conocido jamás.

Él la miró, confundido.

—Sé que no quieres leerlas —añadió ella.

—En realidad no me importa…

—Sí, te importa —lo interrumpió ella con suavidad—. No lo suficiente para destruirlas, pero aún significan algo para ti.

—Apenas pienso en ellas —respondió él. Y era verdad.

—Lo sé. —Extendió la mano, tomó la de él y le acarició suavemente los nudillos con el pulgar—. Pero solo porque te hayas liberado de tu padre no significa que nunca te haya importado.

Él no habló. No supo qué decir.

—No me sorprende que, si por fin decides leerlas, sea para ayudar a otra persona.

Simon tragó saliva y luego se aferró a la mano de Daphne como si fuera una cuerda salvavidas.

—¿Quieres que las abra? —preguntó ella.

Él asintió y, sin decir palabra, le entregó la pila.

Daphne caminó hasta una silla cercana y se sentó, tirando de la cinta hasta que se soltó el lazo.

—¿Están en orden? —quiso saber.

—No lo sé —admitió Simon, y volvió a sentarse detrás de su escritorio. Se encontraba lo suficientemente lejos como para no poder ver las páginas.

Ella asintió y luego rompió el sello del primer sobre con cuidado. Sus ojos se movieron a lo largo de las líneas… o al menos él así lo creyó. La luz era demasiado tenue para ver su expresión con claridad, pero la había visto leer suficientes cartas como para conocer exactamente sus expresiones.

—Tenía una pésima caligrafía —murmuró Daphne.

—¿De verdad? —Ahora que lo pensaba, Simon no estaba seguro de haber visto jamás la letra de su padre. En algún momento debió de haberla visto. Pero no la recordaba.

Esperó un rato más, tratando de no contener el aliento cuando ella volvió la página.

—No ha escrito en el reverso —dijo ella con sorpresa.

—Claro que no —señaló él—. Jamás hizo nada semejante al ahorro.

Ella levantó la mirada y arqueó las cejas.

—El duque de Hastings no necesita ahorrar —dijo Simon con voz seca.

—¿De verdad? —Daphne se puso con la siguiente página y murmuró—: Tendré que recordarlo la próxima vez que vaya a la modista.

Él sonrió. Le encantaba que ella pudiera hacerlo sonreír en un momento como aquel.

Un rato más tarde Daphne volvió a plegar las páginas y levantó la mirada. Hizo una breve pausa, quizá por si él quería decir algo, pero al ver que seguía callado, comentó:

—En realidad es bastante aburrida.

—¿Aburrida? —No sabía muy bien qué había estado esperando, pero desde luego eso no.

Daphne se encogió de hombros levemente.

—Habla de la cosecha, y de una mejora en el ala este de la casa, y sobre varios arrendatarios que sospechaba que lo estafaban. —Apretó los labios con desaprobación—. Es mentira, por supuesto. Se refiere al señor Miller y al señor Bethum. Ellos jamás estafarían a nadie.

Simon pestañeó. Había pensado que las cartas de su padre incluirían una disculpa. O, por el contrario, más acusaciones de ineptitud. Nunca se le había ocurrido que su padre solo haría un relato del estado de sus propiedades.

—Tu padre era un hombre muy desconfiado —murmuró Daphne.

—Ya lo creo.

—¿Leo la siguiente?

—Sí, por favor.

Eso hizo, y fue más de lo mismo, excepto que en esta ocasión hablaba de un puente que había que reparar y una ventana que no se había construido según sus especificaciones.

Y así sucesivamente. Arrendamientos, cuentas, reparaciones, quejas… De vez en cuando una tentativa de acercamiento, pero nada más personal que Estoy pensando en organizar una partida de caza el mes próximo, dime si te interesa participar. Era increíble. Su padre no solo había negado su existencia cuando lo consideraba un idiota tartamudo, sino que había conseguido negar su propia negación cuando Simon logró hablar de forma clara y satisfactoria. Actuaba como si nunca hubiese sucedido, como si jamás hubiese deseado que su propio hijo estuviera muerto.

—¡Dios mío! —exclamó Simon, porque algo tenía que decir.

Daphne levantó la mirada.

—¿Mmm?

—Nada —murmuró él.

—Es la última —dijo Daphne, sosteniendo la carta en alto.

Él suspiró.

—¿Quieres que la lea?

—Por supuesto —respondió él con sarcasmo—. Podría dar información sobre los arrendamientos. O las cuentas.

—O una mala cosecha —bromeó Daphne, obviamente tratando de no sonreír.

—O eso —respondió él.

—Arrendamientos —anunció ella cuando terminó de leer—. Y cuentas.

—¿Y la cosecha?

Ella sonrió levemente.

—Esa temporada la cosecha fue buena.

Simon cerró los ojos un momento mientras su cuerpo se liberaba de una extraña tensión.

—Qué raro —dijo Daphne—. Me pregunto por qué nunca te las envío.

—¿A qué te refieres?

—Pues, a que no lo hizo, ¿no te acuerdas? Las guardó hasta el final, y luego se las entregó a lord Middlethorpe antes de morir.

—Supongo que sería porque yo estaba fuera del país. No sabría adónde enviarlas.

—Sí, por supuesto. —Daphne frunció el ceño—. Aun así, me parece interesante que dedicara tiempo a escribirte las cartas sin pensar en despacharlas. Si yo escribiera cartas a alguien a quien no pudiera enviárselas, lo haría porque tendría algo que decirle, algo importante que querría que esa persona supiese, aun después de mi muerte.

—Esa es una de las muchas razones por las cuales no eres como mi padre —afirmó Simon.

Ella sonrió, apenada.

—Pues, sí, supongo que sí. —Se puso de pie y dejó las cartas sobre una mesa pequeña—. ¿Vamos a la cama?

Él asintió y caminó junto a ella. Pero antes de tomarla del brazo agarró las cartas y las arrojó al fuego. Daphne soltó un leve jadeo cuando se dio la vuelta a tiempo para verlas ennegrecerse y consumirse.

—No hay nada en ellas que valga la pena guardar —dijo. Se inclinó hacia ella y la besó, primero en la nariz y luego en la boca—. Vamos a la cama.

—¿Qué les dirás a Colin y a Penelope? —preguntó Daphne mientras caminaban del brazo hacia la escalera.

—¿Sobre Georgie? Lo mismo que les he dicho esta tarde. —Volvió a besarla, esta vez en la frente—. Simplemente que lo quieran. Es lo único que pueden hacer. Si habla, hablará. Si no, no hablará. Pero de un modo u otro, todo saldrá bien, siempre y cuando lo quieran.

—Simon Arthur Fitzranulph Basset, eres un padre excelente.

Simon trató de no explotar de orgullo.

—Has olvidado «Henry».

—¿Qué?

—Simon Arthur Henry Fitzranulph Basset.

Ella resopló.

—Tienes demasiados nombres.

—Pero no demasiados hijos. —Dejó de caminar y la acercó hacia él hasta que estuvieron frente a frente. Apoyó una mano suavemente sobre su vientre—. ¿Crees que podremos volver a hacerlo?

Ella asintió.

—Siempre y cuando te tenga a mi lado.

—No —dijo él con dulzura—. Siempre y cuando yo te tenga a ti.