Siempre me fascinó el inicio de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens: «Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos; la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación». En ese puñado de frases se acumulan las dudas, la incertidumbre, la vorágine interior que esconde cada época y, en el desarrollo de dicha obra maestra, la imposibilidad material de que alguien sea la misma persona durante toda su vida.
Otra novela que me escalofrió en su momento fue La hora 25, de Constantin Virgil Gheorghiu. Publicada en 1949, cuando Europa aún sentía en la nuca el aliento de la Segunda Guerra Mundial y ya se batallaba en la Guerra Fría, aquella novela de la experiencia y de la reflexión nos sumergía en las tinieblas del nazismo y del estalinismo, a partir de la peripecia de Ion Moritz, acusado de ser judío por un vecino ansioso de yacer con su mujer y envuelto en esa débil frontera, a menudo vulnerable, que divide a las víctimas y a los verdugos.
Ambos títulos me han venido a la memoria al leer el original de Doctor Pirata, toda una pesquisa historiográfica con trazas del mejor periodismo y una indudable vocación narrativa que nos conduce a ese género felizmente híbrido que explorara el maestro Manuel Vázquez Montalbán en Galíndez o en Marcos, el señor de los espejos.
Andaluz de Rota y afincado en Jerez, Wayne Jamison se ha adentrado ya en ese mismo territorio estilístico con su novela histórica La sombra del Führer o en su documentado libro-reportaje Esvásticas en el sur, acompañado por un interesante documental en el que prevalecía la historia de Larissa Swirski, la célebre doble espía conocida como la Reina de Corazones; eso sí, vista a través de su hija, Liana Romero, quien describía con las siguientes palabras, en las páginas de Diario de Cádiz, al protagonista de esta obra: «Atlético de complexión y fácil sonrisa, emanaba confianza y cordialidad. Y nadie sentía curiosidad por su pasado, que Luis se cuidaba de camuflar. No hablaba de su familia ni desplegaba fotos a su alrededor. Llegado el momento, su mirada azul acero cortaba cualquier atisbo de interrogatorio».
Jamison agradece tanto a Liana Romero como a Francisco Javier Sempere su auxilio en esta obra, para trazar los rasgos de Doctor Pirata, un personaje poliédrico que ya asomaba su perfil en Esvásticas en el sur y que ahora protagoniza este valioso spin off respecto a aquel vademécum sobre las repercusiones del nazismo en Andalucía. Frits Knipa, Luis Gurruchaga o Doctor Pirata, tal y como se le conoció en Chipiona a finales de la década de los 40 del siglo xx, fue el hombre de los mil nombres: Frederik Wilhelm Heinrich Knipa —su identidad genuina, de la que devino la apócope con que sus allegados le conocían, Frits—, pero también Fredericus Askanius Von Leienhorst, Friedrich Ludwig von Freienfels, José Luis Gurruchaga Iturria, Soldado Muller, Frederick Laine y Jean Kaengrächt (o Koenegracht). Que se sepa.
Detrás de cada nombre, una definición diferente de su propia naturaleza: marino y traidor, cautivo y vigilante voluntario, delator y salvavidas, contrabandista, pirata o raptor de niños, pero quién sabe qué otras cosas. Un Jano bifronte que fue capaz de colaborar al mismo tiempo con la Resistencia y con la Gestapo, o fingir dos veces su propia muerte. Quizá uno de los principales hándicaps con los que hay que lidiar en el caso de Doctor Pirata es con la propia leyenda que él mismo ayudó a entretejer, cuando se le oía confesar que había gaseado un tren cargado de judíos, y lo hacía, a decir de Liana Romero, sin jactancia, «más bien era un abrir el paso a los fantasmas que le perseguían desde entonces». Hasta donde conducen las pesquisas del investigador, sería, sin embargo, a que Frits podría haber organizado el transporte de judíos, aunque no así su muerte posterior.
En líneas generales, Jamison resuelve esta historia con tanta amenidad como rigor, contextualizando la peripecia individual del protagonista en las circunstancias históricas o geopolíticas que le tocó vivir. Su relato se basa en testimonios personales —muy reveladoras las entrevistas que incluye como apéndice—, documentos oficiales desclasificados, materiales de hemeroteca y una bibliografía actualizada en lo que a este tipo de investigaciones se refiere.
El autor define este trabajo como «una novela sin ficción que narra una historia de búsquedas y huidas». Así es, en su contenido y en su continente, ya que la expresión literaria de todo ello resulta tan trepidante como un relato ficticio. Y la acumulación de datos y referencias aparece tan digerida que no molesta al lector que no se encuentre familiarizado con la lectura de ensayos académicos.
Los primeros indicios que llevan a Jamison a construir este formidable retrato robot se localizan a partir de la memoria colectiva de Chipiona, de otro artículo aparecido en Diario de Cádiz en 2011 o incluso de las ilustres páginas del Boletín Oficial del Estado. De ahí surge toda una trama de pistas por la que desfila buena parte de la historia del siglo xx. El primer flash que nos dibuja a Fritz se relaciona con las reminiscencias del sanatorio de Santa Clara, en Punta Camarón, no muy lejos del santuario de Nuestra Señora de Regla, en dicha localidad gaditana. En primer plano, la presencia a finales de los años 40 de un estrafalario médico que resultó no serlo y que a veces vestía chilaba y se tocaba con un fez constituye la primera pista de esta encuesta biográfica.
No se trata de una hagiografía, pero tampoco es un ajuste de cuentas, sino, más bien, el recorrido estupefacto a través de una línea de vida que nos habla de identidades robadas, nos lleva a un poema de Gabriel Celaya o nos conduce al Auxilio Social de la posguerra española, a las adopciones forzadas e ilegales de esa época, al inicio de la Segunda Guerra Mundial en Holanda… en definitiva, como podrá comprobarse en las páginas que siguen, un periplo que transcurre entre San Sebastián, Burgos, Madrid, Alemania, Francia, Tánger, Argentina, Guadarrama o Brasil.
Con una evidente carga de intriga y de aventura, vamos descubriendo los sucesivos rostros de Friedrich Wilhelm Heinrich Knipa, los distintos uniformes que luciera desde que se alistó en la Kriegsmarine alemana o su incorporación obligada al ejército holandés tras un consejo de guerra en Den Helder. Herido en la contienda, la metralla le mordió el brazo, mientras que en su primer viacrucis hospitalario afianzaría su relación con una opulenta familia judía, hasta ingresar en la Resistencia francesa, a la que terminó vendiendo a sus enemigos.
A estribor y a babor, a lo largo de su exagerada vida, Frits sufriría serias torturas en los interrogatorios e incluso un simulacro de ejecución, más una condena a muerte por parte del Tribunal Superior del Reich, que fue atenuada in extremis mediante cuantiosas donaciones en metálico por parte de su padre. De ahí a su afiliación al partido nazi holandés, el NSB, lleva un camino definido, el de la supervivencia a costa de lo que fuere.
Jamison nos refiere sus ideas y venidas sin perder de vista el impacto de la guerra en Holanda, con un coste de vidas superior al cuarto de millón de personas. A sueldo presumiblemente del SD alemán, la inteligencia nazi, su nombre apareció con el número 49 en un listado de traidores a la causa aliada que elaboró la propia guerrilla. ¿Colaboró en los experimentos médicos de Dachau, Mauthausen o Auschwitz? Aquí, el investigador se ciñe a los hechos: él no ha encontrado prueba alguna que corrobore esa siniestra parte de su leyenda.
Su huida final hacia España, a partir de abril de 1943, también estuvo cuajada de obstáculos, desventuras y mixtificaciones: un itinerario trufado por sus complicadas dobles alianzas, en una ruta que le llevó desde Bruselas a París, Burdeos, Dax, Bayona, Vera de Bidasoa o Miranda de Ebro, donde dos guardias civiles le saquearon los cuantiosos ahorros que le habían reportado sus propios delitos. Allí le encerraron de nuevo, esta vez en un campo de concentración, de los que también hubo entonces a este lado del mundo.
Bajo el antifaz de Leienhorst, Friedrich von Freienfels, Jean Koenegracht o Luis Gurruchaga intentó empezar de cero en nuestro país. Jamison refiere el fallido intento de conducir a Portugal a un grupo de holandeses a los que terminó delatando como comunistas, lo que no le evitó un nuevo ingreso en prisión. Frits también pasaría por la cárcel de Porlier, y desde nuestro país colaboró asimismo con la Gestapo y con la inteligencia nazi dependiente de la RSHA: así, figuró de pleno derecho en algunos informes de la Comisión Roberts y en la célebre lista negra de 176 agentes y colaboradores nazis en España que ya estudió en su día José María Irujo y cuya repatriación fue exigida a Franco sin demasiado éxito, poco después de la Segunda Guerra Mundial.
Acogido por la alta burguesía en Madrid —desde la familia de la Serna a los Moctezuma—, sus conocimientos de medicina no estaban refrendados por titulación alguna, pero la ejerció en distintos momentos de su azarosa existencia, como durante su etapa en Auxilio Social: «Todavía —escribe Jamison— no se había “transformado” en el Doctor Pirata, apelativo con el que acabaría siendo conocido en ámbitos policiales y también en la prensa, que no dudaría tiempo después en hacerse eco de algunas de sus fechorías». Por cierto, su implicación en el asesinato de Josefina Antón Ruiz, conocida como Pepita Antón, tampoco llegó a ser confirmada ni descartada nunca. Por no hablar, posteriormente, del secuestro y desaparición o muerte del niño sueco Fred Lundberg, arrebatado a sus padres so pretexto de curarle en España de una hernia que padecía.
El villano tuvo ocasión de convertirse en héroe el 18 de agosto de 1947, cuando estalló el polvorín de Cádiz, episodio que dejó una formidable cantidad de muertes. A Frits le faltó tiempo para recorrer con su coche cargado de penicilina la distancia que media entre Chipiona y la capital gaditana, participando activamente en el rescate de heridos.
Durante su estancia en Chipiona, trabó amistad con el almirante Luis Carrero Blanco, el delfín de Francisco Franco al que ETA asesinaría en diciembre de 1973. Pero es en esa misma época cuando aquel extraño doctor cuyo supuesto acento vasco no dejaba de resultar muy extraño comenzó a hacer negocios con el contrabando a través del estrecho y con Tánger, la ciudad internacional, como epicentro: mercado negro de tabaco y de penicilina, pero también de oro, diamantes y obras de arte, por no hablar de su intervención para facilitar la huida de algunos nazis fugitivos tras la debacle que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial. Tampoco, de ahí su sambenito, desaprovechó alguna que otra ocasión para abordar en alta mar barcos cuyo cargamento pudiera interesarle. En uno de esos asaltos terminó confinado por las autoridades en el lazareto de Malabata, al norte de Marruecos. Aunque su condena era de cinco años, logró fugarse sorprendentemente a los pocos días de haber sido encerrado.
Como muchos otros nazis fugitivos, conoció la Argentina de Juan Domingo Perón, aunque a finales de los años 50 se le localiza en Madrid, donde volvió a ejercer fraudulentamente la medicina e incluso la psiquiatría, bajo su disfraz de Luis von Freienfels. Su rastro más o menos se diluye hasta la aparición de su esquela mortuoria en las páginas de ABC, el 4 de noviembre de 1971. ¿Fingió su muerte como ya hizo en una ocasión anterior? Jamison parece inclinarse en dicha dirección, aunque su libro, cargado de datos y de buen pulso narrativo, brinda honradamente algunas de las preguntas sobre las que no ha recibido una respuesta cierta. Así, no llega a constatar que la inteligencia israelí le hubiera enviado un explosivo o unos matones para propinarle una paliza, tal y como reza su propia mitología.
Doctor Pirata es un libro escrito bajo el prisma de la honestidad más absoluta: ni se ocultan los éxitos de la investigación, ni se disimulan sus lagunas, antes bien, Jamison ofrece estas últimas al lector como una vía abierta a futuras indagaciones. No obstante, dudo que ninguna de ellas pueda alguna vez enmendarle la plana a este magnífico trabajo que excede, con mucho, el artificio literario para corroborar otra vez, como ya advirtiese Oscar Wilde, que la naturaleza imita al arte y que en la memoria personal de ciertos individuos alienta el grandilocuente espíritu de las grandes epopeyas.
Hay muchas otras incógnitas que no pueden desvelarse, como la que se cierne sobre la relación que pudiera haber mantenido Doctor Pirata con Otto Skorzeny, coronel de las Waffen SS y jefe de operaciones especiales de Hitler. Interrogantes como los que formula, en el capítulo de apéndices, a los padres del niño sueco desaparecido, o a Frederik van Goor, hijo de Frits, en cuya esencia reconoce «la de un hombre bueno». No creo —permítanme— que él lo fuera, pero esta biografía suya sí lo es.
Juan José Téllez