Prólogo a la séptima edición

Han transcurrido cincuenta años desde que fui nombrado por el fallecido sir Dick White, entonces jefe del contraespionaje en la zona británica de Alemania, para averiguar, si era posible, qué le había ocurrido a Hitler, quien por entonces llevaba desaparecido más de cuatro meses. Llevé a cabo mi tarea y presenté mi informe al comité de inteligencia cuatripartito en Berlín el 1 de noviembre de 1945. Con este informe, que en ocasiones se cita como «Informe del servicio de inteligencia británico sobre la muerte de Hitler», terminaban mis deberes oficiales. Más tarde, cuando fui desmovilizado, sir Dick White me convenció para que escribiera este libro, que se publicó por vez primera en marzo de 1947. Se lo dediqué a él entonces, y lo dedico ahora a su memoria, porque fue mi inspirador y amigo fiel.

Un libro que después de cincuenta años no ha dejado de reimprimirse puede celebrar un modesto aniversario, y en este prólogo me gustaría hacer un breve relato de la suerte que ha corrido a lo largo de estos años. Ya he hablado de ello en el capítulo preliminar, que empezó siendo la introducción a la tercera edición, pero fue escrito hace casi cuarenta años, cuando los acontecimientos de 1945 estaban aún frescos en la memoria de todos. Sin embargo, hoy día para la mayoría de los lectores han pasado a formar parte de la historia. Así, desde la distancia, puedo evocar la cuestión con una perspectiva más amplia.

El principal problema al que me enfrenté en 1945 fue el de descubrir el destino personal de Hitler. Esas eran mis instrucciones y me propuse cumplirlas. Pero además de este primer problema, al que podríamos llamar el problema alemán, había otro que me persiguió a lo largo de toda la investigación y que permaneció sin resolver durante varios años: el problema ruso. Me preguntaba cómo era posible que los rusos, habiendo conquistado Berlín y ocupado las ruinas de la cancillería de Hitler, hubieran fracasado a la hora de verificar la información concerniente al destino de Hitler. Tenían la oportunidad y los medios, tal vez incluso el deber de hacerlo, y sin embargo, en septiembre de 1945, manifestaron su total desconocimiento de este tema, extendiendo así la confusión, la especulación y la sospecha que yo debía disipar.

Desentrañar este segundo misterio no formaba parte de mi labor, por lo tanto no dirigí mis pasos en esta dirección durante mis indagaciones. Pero no pude evitar darme cuenta de la paradoja que encerraba esta situación. Las autoridades rusas se declararon incapaces de resolver el problema, pero tampoco parecían muy interesadas en que otros lo hicieran. Nunca nos solicitaron pruebas ni respondieron a nuestras preguntas. Parecían totalmente faltos de interés y evitaron toda discusión sobre el tema. Cuando leí mi informe, se preguntó al general ruso que estaba presente si quería hacer algún comentario al respecto; su respuesta, en tono inexpresivo, fue lacónica: «Muy interesante». Todo esto me pareció muy extraño; pero como los rusos eran nuestros aliados debíamos respetar sus manías, con las que a esas alturas ya estábamos familiarizados.

La solución al problema ruso se me presentó en 1955, cuando Nikita Kruschev liberó a los prisioneros de guerra alemanes encarcelados en Rusia y los envió a su país. Tras plantearles numerosas preguntas pude establecer los hechos y analizarlos a fondo para escribir la nueva introducción a la tercera edición de mi libro. Desde entonces, esta introducción ha formado parte integral de él, por lo que no creo necesario repetir aquí su contenido.

En 1956 quedaron, pues, resueltos los problemas alemán y ruso respecto a la muerte de Hitler; pero había pendientes ciertas cuestiones secundarias que consideré oportuno consignar en anexos (prólogos o apéndices) a las sucesivas ediciones de mi obra. En la presente edición he decidido suprimir todos estos anexos. No merece la pena que me extienda con detalle en todas las controversias que fueron surgiendo durante mis investigaciones; será suficiente con un breve resumen.

La cuestión secundaria del problema alemán tenía que ver con el destino de Martin Bormann, que también desapareció durante la caída de Berlín. ¿Qué le sucedió? Mi investigación me convenció de que había permanecido en Berlín hasta el final, y de que había intentado sobrevivir. Se había propuesto llegar hasta el Oeste y ofrecer sus servicios como asesor al sucesor designado por Hitler, el almirante Dönitz, quien se encontraba en Ploen, cerca de la frontera con Dinamarca. Sabía que había abandonado el búnker con vida, pero que nunca llegó a su destino. Un testigo, el jefe de las Juventudes Hitlerianas Artur Axmann, aseguró haber visto su cadáver en Berlín, pero dado que su declaración no fue corroborada por nadie, solo pude aceptarla provisionalmente. La cuestión quedó pendiente.

Esta incertidumbre dio lugar a una larga lista de fantásticas teorías, que han ido surgiendo de forma intermitente durante cincuenta años. En 1965 un periodista soviético autorizado, Lev Bezymenski, publicó un artículo con «pruebas» de que Bormann había huido a Sudamérica para servir al «imperialismo de Estados Unidos» durante la guerra fría. En realidad, su propio trabajo era en sí mismo una jugada más de la partida, aunque bastante floja: interpretándolas correctamente, las pruebas que presentaba demostraban que Bormann se había trasladado de Berlín al Tirol. Sin embargo, la tesis de Sudamérica siguió viva durante una década. Su último defensor fue el escritor norteamericano Ladislas Farago; un hombre muy emprendedor, pero demasiado confiado. Tras seguir una pista supuestamente reciente a través de toda Sudamérica, aseguró que había localizado por fin a Bormann en el hospital de un convento redentorista en Bolivia, y que allí había escuchado sus últimas palabras, pronunciadas débilmente desde el lecho. Después de esto la tesis de Sudamérica también perdió toda su fuerza: no solo había ido demasiado lejos, sino que fue superada por otra.

Sorprendentemente, esta tesis rival situaba a Bormann en Rusia. La idea no era totalmente nueva —desde 1945 se habían propagado algunos rumores a este respecto—, pero en otoño de 1971, mientras Farago perseguía a su presa en Argentina, se lanzó oficialmente en Alemania con un contenido más explosivo. Su defensor era un hombre de gran autoridad en estas cuestiones y con un cargo importante en el país: el general Reinhardt Gehlen.

Durante la guerra, Gehlen había sido el oficial de defensa encargado del espionaje militar en el frente ruso. Más tarde, gracias a su gran experiencia, el mecenazgo de Adenauer y el inicio de la guerra fría, fue nombrado jefe del nuevo servicio de inteligencia de Alemania Occidental, el Bundesnachrichtendienst. Ahora, en sus memorias y rompiendo un largo silencio, según sus propias palabras, revela que durante la guerra él y su superior, el almirante Canaris, llegaron por separado a la conclusión de que Bormann había sido un espía soviético en el cuartel general de Hitler, desde el principio de la guerra con Rusia. Asegura que Bormann suministró al enemigo información estratégica vital que contribuyó a la derrota de Alemania. Y añade que, más recientemente, había descubierto el desenlace de la historia: en 1945, en recompensa por los servicios prestados, Bormann fue acogido en Moscú. Allí fue visto en diversas ocasiones por testigos fiables, y había muerto en fechas recientes.

Gehlen no reveló las fuentes de información de esta interesante teoría, alegando que estas también necesitaban protección. En consecuencia, fue rechazada por sus críticos y enemigos, que no eran pocos. Por otra parte, tan solo un año después, esta teoría fue en efecto refutada cuando se encontraron dos cadáveres enterrados en un vasto terreno junto a la estación de Lehrter, en Berlín Occidental; es decir, no lejos del lugar donde Axmann aseguró haber visto los cuerpos. Un examen forense de los mismos los identificó como los de Bormann y su compañero de fuga, el doctor Stumpfegger. Con esta evidencia,1 el proceso penal contra Bormann como criminal de guerra, abierto desde 1945, quedó formalmente concluido. El misterio, se dijo, ha sido resuelto, y después de veintisiete años se puede dar por finalizada la búsqueda. Así estaban las cosas en 1978 cuando me informé del asunto por última vez para la quinta edición de mi libro; y no encontré ningún motivo para añadir más datos a este respecto en la siguiente edición, publicada en 1982.

No obstante, un buen mito no muere fácilmente. A la tesis de Gehlen le quedaba aún un poco de vida, y tal vez también tenía cierto interés político para los grupos derechistas de Alemania. En cualquier caso, en 1983 Hugo Manfred Beer la volvió a lanzar con argumentos más sólidos que los del propio Gehlen. Para ello examinó las pruebas que habían convencido a los oficiales de defensa y las situó en el contexto de toda la carrera de Bormann, con una nueva interpretación hecha por él mismo.2 Dado que su libro está basado en investigaciones serias, hay que tomarlo en consideración.

¿Cuál fue la prueba que convenció a Canaris y a Gehlen? Principalmente la gran cantidad de mensajes de radio enviados a Moscú, entre 1941 y 1943, por una organización de espías comunistas, la denominada «red Lucy». Bajo el nombre en código de «Werther», estos mensajes, interceptados y descifrados por el Abwehr, transmitían información detallada y actual sobre las órdenes de batalla de los alemanes en el frente oriental. Canaris y Gehlen convinieron en que este tipo de información únicamente podía proceder de un traidor situado en un puesto importante en el cuartel general del Führer, y que controlara además medios de comunicación secretos y rápidos con Suiza. Decidieron que ese traidor debía de ser Bormann, al que de todos modos detestaban. Al parecer, Canaris informó de sus sospechas a Keitel, pero este se negó a plantear la cuestión ante Hitler; en palabras de Beer, prefería perder la guerra antes que enfrentarse a la cólera de Hitler, pues el Führer tenía fe ciega en Bormann.

Así pues, Canaris y Gehlen no estaban solo especulando: tenían algo en que fundamentar su teoría. Pero ¿fue correcto su razonamiento? ¿Realmente fue Bormann la única fuente posible de la información suministrada por «Werther»? Nunca se ha llegado a establecer la identidad de «Werther», y con el tiempo se han sugerido otros candidatos: el servicio secreto británico, los generales antinazis, el mismo Abwehr. No existe ninguna prueba concreta a favor de estos candidatos y sí, en cambio, objeciones a todos; pero Bormann es el menos probable de todos ellos y la tentativa de Beer de dar consistencia a su teoría presentándolo como un comunista convencido no resulta nada convincente.3

Ahora bien, aunque en mayo de 1945 Bormann no fuera un antiguo espía ruso, seguía siendo un fugitivo necesitado de protección, y es posible que si cayó en manos de los rusos, por alguna misteriosa razón, estos hubieran decidido ocultarlo y evitarle el proceso público en Núremberg, a lo que ellos mismos se habían comprometido con anterioridad. Pero ¿existe alguna prueba de esta improbable hipótesis? La última vez que se lo vio se dirigía al Este... Una mujer rusa que nunca lo había visto en persona afirmó haberlo reconocido, a partir de unas fotografías, en un interrogatorio llevado a cabo por los rusos en Berlín... Radio Moscú informó de su captura, lo cual fue desmentido por el alto mando ruso... Todo esto no son pruebas muy sólidas; en cualquier caso, son menos sólidas que los cadáveres exhumados. Si deseamos creer que Bormann huyó a Rusia, tendremos que suponer que los expertos forenses que identificaron su cadáver se equivocaron (aunque incluso Beer admite que el de Stumpfegger se identificó correctamente), o bien que los rusos lo trasladaron en secreto —reducido con métodos artificiales a un estado de descomposición adecuado— desde Moscú a una nueva tumba en Berlín Occidental. Resulta difícil encontrar una explicación a un fraude tan elaborado.

Así pues, las pruebas corroboran el testimonio de Axmann consignado en este libro. Pero ahora la nueva teoría, formulada por Gehlen y perfeccionada por Beer, empieza a cuajar. La idea de Bormann como espía ruso en el cuartel general de Hitler, «el triunfo de Moscú en la batalla de los servicios secretos», es demasiado seductora para dejar que muera. Resulta ciertamente atractiva para los alemanes, tal vez como explicación de su derrota en la guerra. Otro libro de Beer, titulado Dolchstosslegende y publicado por una editorial de tendencias derechistas, ha alcanzado una tercera edición. Y al parecer, también los rusos han aceptado su contenido, pues ¿acaso no supondría otra operación brillante del servicio secreto soviético? Cuando se publiquen estas palabras, seguramente ya estará disponible la obra de Boris Tartakovski Who Are You, Reichsleiter Bormann?, una parte reveladora de la cual, tras haber conseguido la aprobación de la KGB, fue publicada por esta —supuestamente sin el consentimiento del autor— en 1992, y disfrutó de un gran éxito tanto en Rusia, donde según el autor fue enterrado el cadáver de Bormann, como en Sudamérica, donde todavía perdura su fantasma.4 Sin embargo, después de haber leído el libro de Tartakovski, que podría describirse como una versión novelada de la tesis de Beer, no estoy dispuesto a modificar mi opinión de que Martin Bormann murió en Berlín a primeras horas del día 2 de mayo de 1945, y de que los restos que se desenterraron allí fueron correctamente identificados como los suyos.5

El problema de Martin Bormann se ha desvanecido, pues, dejando tan solo otro engaño de los rusos. Mientras tanto, ¿qué sucede con el problema ruso original, es decir, la actitud de los rusos acerca de la muerte de Hitler? Esta cuestión también se ha mantenido viva durante muchos años. Ha sido divertido observar las sucesivas vueltas que ha dado esta elaborada comedia, pero resultaría aburrido repetirlas aquí. Las autoridades rusas abandonaron progresivamente la opinión radical —o mejor dicho el dogma— de Stalin, según la cual Hitler seguía vivo y se encontraba bajo protección en Occidente. Pero este cambio, tras una cortina de humo de desinformación tendenciosa, fue torpemente filtrado a través de periodistas supuestamente independientes, como el versátil Bezymenski. El apéndice a la quinta edición inglesa de mi libro contiene un relato detallado de estas maniobras rusas, que se puede consultar como simple curiosidad histórica. Ahora no se cuestionan los hechos y no es necesaria ninguna revisión de mi capítulo preliminar.

En estas circunstancias, difícilmente podía esperar que mi libro se publicara en la Unión Soviética. De hecho, a pesar de que algunas traducciones han alcanzado cautelosamente las imprentas de otros países comunistas —China entre ellos—, siempre ha estado prohibido en Rusia. En una ocasión estuvo a punto de cruzar la frontera. Fue en 1959, cuando se permitió al Instituto Británico organizar una exposición de libros británicos en Moscú. Pero el día antes de la inauguración oficial, las autoridades soviéticas examinaron el catálogo y vieron que Los últimos días de Hitler era uno de los tres mil volúmenes expuestos. Decidieron vetar la exposición a menos que se retiraran este y dos o tres volúmenes más, ofensivos según su criterio. No se dio ningún motivo, pero al menos la decisión era consecuente con su actitud previa. Yo me encontraba por casualidad en Moscú en esos días, y así pude disfrutar de toda la comedia.

¡Cuántas controversias ha generado este inocente libro! Ahora que las doy por concluidas, tal vez se me permita desvincularme de estos pedantescos detalles y volver la vista atrás, a través del medio siglo transcurrido, a las inolvidables circunstancias en las que llevé a cabo mi investigación y al estado de ánimo con el que escribí este libro. Tal vez se me acuse de vanidad si confieso que, desde el principio, mi deseo no solo era escribir un libro que no quedara anticuado, que conservara toda su autoridad, como debe hacer cualquier historiador, sino que, en este caso particular, creí que podía hacerse. Y esa era mi intención.

No lo considero un mérito personal, ya que fueron las circunstancias las que lo hicieron posible. La mayoría de los tratados de historia contemporánea no son —no pueden ser— duraderos, porque el material al que tiene acceso el escritor rara vez es completo. Siempre surgirán nuevas pruebas que sobrepasen a las conclusiones previas; o también es posible que cambie todo el contexto, y por lo tanto el significado de los acontecimientos concretos en ese contexto. Pero en este caso las circunstancias eran excepcionales, incluso únicas. El teatro en el que tuvo lugar la acción estaba cerrado; los actores eran pocos y conocidos; no había butacas para el público ni la prensa; ni críticas ni anuncios. Los documentos básicos eran pocos, y estaban todos en mi poder. Así pues, en teoría podía contar la historia sin miedo a que fuera objeto de correcciones posteriores. Y sin embargo, por muy aislada que estuviera de la realidad, de los grandes acontecimientos a su alrededor, la acción en el búnker no era trivial ni irrelevante, pues simbolizaba y anunciaba el drama más grave que tenía lugar en el exterior: el drama que afectó a toda una generación. Ese angosto búnker subterráneo encerraba las últimas convulsiones de la agonía europea; una experiencia terrible que, transcurridos cincuenta años, todavía nos asombra. A medida que avanzaba con dificultad por esa oscura y maloliente madriguera y manipulaba los humedecidos documentos que los rusos habían dejado inexplicablemente sin tocar —los planes megalomaníacos que Hitler y Goebbels habían elaborado juntos mientras las bombas rusas caían a raudales sobre su capital destruida—, ¿cómo podía dejar de meditar en este justo castigo de una ideología funesta y en la pasmosa insolencia del poder absoluto? ¿Qué historiador podría desdeñar un desafío similar, una oportunidad como esta? Para su presentación, la situación era en sí misma tan dramática, tan extraña, tan cargada de ironía, que no necesitaba retórica ninguna: tan solo necesitaba que la expusieran. Y yo la expuse. En palabras del doctor Johnson, tenía que contar hasta diez y lo hice.

En esta edición el contenido del texto no ha sufrido ningún cambio sustancial; pero dado que he suprimido los prefacios y apéndices anteriores, que el tiempo ha vuelto superfluos, también he eliminado ciertas notas al pie que me parecían innecesarias, y he añadido otras con informaciones recientes que he considerado relevantes. Estas nuevas notas van señaladas con: Nota del autor, 1995.