
Han transcurrido diez años desde que escribí este libro. En estos diez años se han resuelto algunos misterios de la última guerra, otros se han vuelto más oscuros. Algunos testigos presenciales inaccesibles en 1945 han regresado por fin de su largo encarcelamiento en Rusia. Se han escrito nuevos libros y artículos, y se han cuestionado o cambiado viejas opiniones. Pero ninguna nueva revelación ha alterado la historia de los últimos días de Hitler según fue reconstruida en 1945 y publicada en 1947. Así pues —aparte de las correcciones triviales propias de toda reimpresión—, no veo motivos para modificar el texto de esta nueva edición de mi libro. Sin duda podría añadir algunos datos aquí y allá; pero dado que no hay errores sustanciales ni omisiones significativas, he decidido seguir el sabio ejemplo de Poncio Pilatos y decir: lo escrito, escrito está. He considerado que si un libro merece una reimpresión, bien puede soportar el testimonio de su fecha; y cuando he creído necesario añadir nuevos comentarios lo he hecho en forma de notas al pie o en esta nueva introducción. Para los curiosos, he señalado las notas nuevas con la fecha 1956. En esta nueva introducción me propongo dos cosas. Primero, dar un relato completo de la investigación original que me llevó a la publicación de este libro; un relato básicamente igual al que aparece en la segunda edición, publicada en 1950. Segundo, resumir las nuevas pruebas que han surgido desde entonces; pruebas que no varían la historia tal y como está relatada en el libro, pero que considero arrojan alguna luz sobre otras cuestiones y, en particular, sobre la actitud de los rusos con respecto a los últimos días de Hitler.
En septiembre de 1945, las circunstancias de la muerte o desaparición de Hitler ya llevaban cinco meses de oscuridad y misterio. Circulaban numerosas versiones acerca de su muerte o de su huida. Algunas aseguraban que había muerto luchando en Berlín; otras que había sido asesinado por un grupo de oficiales en el Tiergarten. Otros suponían que había escapado, por aire o en un submarino, y que ahora vivía en una brumosa isla del Báltico, en una fortaleza de las montañas de Renania, en algún monasterio de España, en una hacienda de Sudamérica, o entre los amistosos bandidos de las montañas de Albania; y los rusos, que de haberlo querido habrían podido aclarar los hechos, prefirieron perpetuar el misterio. En una época aseguraron que Hitler había muerto; en otra pusieron en duda su declaración; más tarde anunciaron que habían descubierto los cuerpos de Hitler y de Eva Braun y los habían identificado gracias a los dientes; a continuación, acusaron a los británicos de haber escondido a Eva Braun y posiblemente también a Hitler en la zona británica de Alemania. Llegados a este punto, las autoridades del servicio de inteligencia británico en Alemania decidieron que esta confusión era innecesaria, y fue entonces cuando se propusieron reunir toda la información disponible para determinar, en la medida de lo posible, la verdad. Fui designado para llevar a cabo esta labor. Dispuse de todas las facilidades en la zona británica; y las autoridades norteamericanas en Frankfurt pronto se ofrecieron generosamente a poner todo su material a mi disposición, a interrogar a sus prisioneros y a garantizar la colaboración de su organización local de contraespionaje, el CIC.1
¿En qué estado estaban las pruebas en ese momento? La última autoridad sobre la que se basaba el informe acerca de la muerte de Hitler parecía ser una declaración por radio del almirante Dönitz al pueblo alemán la noche del 1 de mayo de 1945. Dönitz anunció la muerte de Hitler ocurrida esa misma tarde, luchando al frente de sus tropas en Berlín. Esta declaración fue aceptada como auténtica en ese momento, al menos con ciertos propósitos prácticos: al día siguiente apareció una esquela en The Times anunciando la muerte de Hitler; De Valera expresó su pésame al ministro alemán en Dublín, y el nombre de Hitler (a diferencia del de Bormann, sobre cuyo destino no se hizo declaración ninguna) quedó excluido de la lista de criminales de guerra que debían ser juzgados en Núremberg. Por otra parte, no había ningún motivo que impulsara a creer en la declaración de Dönitz y a no aceptar, en cambio, otras afirmaciones al respecto. Es cierto que las palabras de Dönitz estaban secundadas por un tal doctor Karl Heinz Spaeth de Stuttgart, quien declaró bajo juramento durante sus vacaciones en Illertissen, en Baviera, que había atendido personalmente a Hitler en su búnker, la tarde del 1 de mayo, de una herida en un pulmón causada por una granada rusa, y certificado su muerte. Pero otra autoridad, la periodista suiza Carmen Mory, afirmó tajante que Hitler estaba viviendo en una finca en Baviera, junto a Eva Braun, su hermana Gretl, y el marido de esta, Hermann Fegelein. Carmen Mory se ofreció a investigar personalmente esta cuestión, mediante los numerosos canales de que disponía (dado que había estado internada como espía en un campo de concentración alemán, contaba con abundantes fuentes de información); pero advirtió a las autoridades británicas que cualquier intento de prescindir de sus servicios tendría trágicas consecuencias: si alguien vestido de uniforme se aproximaba a la finca, los cuatro se suicidarían sin dudar un segundo. Dado que era imposible que estas historias fueran auténticas, era evidente que las simples declaraciones juradas no se podían aceptar como prueba en este asunto.
Cualquiera que emprenda una investigación de este tipo pronto se dará cuenta de un hecho importante: la inutilidad del simple testimonio humano. Para un historiador es aleccionador reflexionar acerca de que gran parte de la historia escrita se basa en declaraciones tan poco fiables como las del almirante Dönitz, el doctor Spaeth y Carmen Mory. Si se hubieran hecho y registrado este tipo de afirmaciones con respecto a la controvertida muerte del zar Alejandro I en 1825, numerosos historiadores habrían estado dispuestos a tomarlas en serio. Afortunadamente, en este caso fueron hechas por contemporáneos, y fue posible verificarlas.
El historiador inglés James Spedding dijo que al enfrentarse a la relación de un hecho, todo historiador debería plantearse las siguientes preguntas: ¿quién lo relató primero? y ¿qué oportunidades tenía de conocerlo? Sometidas a este sencillo cuestionario, muchas de las evidencias históricas se desvanecerán. Fui en busca del doctor Karl Heinz Spaeth a la dirección de Stuttgart que él mismo había dado. Descubrí que no era una casa particular, sino una escuela técnica. Allí su nombre era desconocido, y tampoco aparecía en la guía telefónica de la ciudad. Era evidente que había dado un nombre y una dirección falsos; y puesto que había mentido en este aspecto de su declaración, no había motivos para dar crédito a otras cuestiones en las que la ignorancia hubiera sido más disculpable. En cuanto a Carmen Mory, toda su historia se vino abajo a la primera crítica: nunca había visto a Hitler ni hablado con alguien que hubiera conocido los hechos. Los hechos que defendía demostraron ser falsos, y en consecuencia sus conclusiones eran totalmente ilógicas. Toda su declaración, al igual que la del doctor Spaeth, era pura fantasía.
¿Por qué hicieron declaraciones falsas? Los motivos humanos nunca tienen una explicación clara, pero a veces se pueden hacer conjeturas. Durante su permanencia en un campo de concentración alemán, Carmen Mory se convirtió en agente de la Gestapo. Ella seleccionaba entre sus compañeros de prisión a las víctimas destinadas a las cámaras de gas o a sufrir experimentos. Este hecho era conocido por todos, y cuando los aliados se apoderaron del campo y liberaron a sus ocupantes, era tan solo una cuestión de tiempo el que Carmen Mory fuera acusada por sus crímenes. Probablemente pensó que inventando una historia que tuviera que investigar ella misma, retrasaría su castigo y recibiría el apoyo de los británicos. En ese caso, se equivocó: no se solicitó su ayuda, y poco después fue condenada a muerte por un tribunal militar. Se anticipó a su ejecución quitándose la vida.
Los motivos del doctor Spaeth fueron, al parecer, menos racionales. El origen de su historia es evidente. Es una ampliación, con detalles circunstanciales y un papel personal asignado al narrador, del mensaje emitido por radio del almirante Dönitz. Este dijo que Hitler había muerto luchando al frente de sus tropas la tarde del 1 de mayo; el doctor Spaeth aceptó y adornó este hecho aparente, añadiendo un toque de color y algunos detalles, y se colocó a sí mismo como figura central. Seguramente sus motivos no fueron racionales sino psicológicos: una alucinación producto de la vanidad, como la que lleva a algunas personas a convertirse en protagonistas de las anécdotas que repiten una y otra vez, o como la que convenció a Jorge IV de que había mandado personalmente la carga de la caballería en la batalla de Waterloo.
La mitomanía es una característica mucho más común del género humano (quizá en especial de la raza germana) que la veracidad; y esta afirmación se ha visto confirmada por numerosos incidentes. Aun en 1947 un piloto alemán, que dijo llamarse Baumgart, declaró en Varsovia que el 28 de abril de 1945 había trasladado a Hitler y Eva Braun en un avión hasta Dinamarca. La historia es pura ficción. Uno de los primeros pasos en mi investigación fue seguir la pista de los dos pilotos de Hitler, el Obergruppenführer Hans Baur y el Standartenführer de las SS Beetz. Descubrí que ambos habían abandonado el búnker junto a Bormann la noche del 1 de mayo. Beetz fue visto por última vez en el puente Weidendammer, y ni su mujer ni sus amigos han vuelto a tener noticias de él. Baur fue capturado por los rusos, y su mujer me mostró un mensaje que él le envió desde Polonia a Baviera en octubre de 1945. Además, tenemos la firma de Hitler en su propio testamento y certificado de matrimonio «extendido en Berlín el 29 de abril», justo el día después en que Baumgart afirmaba haberlo llevado a Dinamarca. Pero la razón tiene poco que hacer frente a la afición desmesurada por la ficción, y a pesar de que Baumgart acabó internado en un manicomio en Polonia, los que deseen creerle sin duda seguirán haciéndolo.
Por supuesto no todas las leyendas son pura mentira: hay grados de invención humana, y algunos mitos tienen una base real o al menos de ilusión. De este tipo era la leyenda difundida por Schellenberg tras su rendición en Suecia, y aceptada con ansia por los crédulos. Schellenberg aseguraba que Himmler había envenenado a Hitler, pero ¿cómo podía saberlo? Él no había visto a Hitler desde 1942.2 Su única prueba era su propio anhelo: deseaba creer que Himmler había aceptado su consejo, y por una tergiversación selectiva y prudente de los comentarios de Himmler, logró convencerse a sí mismo de que así había sucedido. Para que la leyenda de Schellenberg se desvaneciera —al igual que ocurrió con las de Spaeth y Mory—, bastaron unas pocas preguntas planteadas a Schellenberg, un estudio del entorno de Himmler y una referencia a los informes del conde Bernadotte.
Así, la evidencia del destino de Hitler se redujo a investigar la declaración de Dönitz. Pero ¿qué oportunidades tuvo Dönitz de conocer los hechos? Se sabe que abandonó Berlín el 21 de abril, y no volvió a ver a Hitler. Su discurso por radio se efectuó desde Ploen, a doscientos cincuenta kilómetros de donde tuvo lugar el incidente del cual pretendía tener constancia. Entonces ¿cómo podía conocerlo? La respuesta a esta pregunta es fácil. Cuando el llamado «gobierno de Flensburgo» fue capturado, también se requisaron todos sus documentos, y entre ellos había una serie de telegramas que se habían cruzado entre Dönitz y el cuartel general de Hitler. El último de esta serie era un telegrama de Goebbels a Dönitz con fecha 1 de mayo.3 En él se informaba a Dönitz de que Hitler había muerto «ayer —es decir, el 30 de abril— a las 15.30 horas». Dönitz no disponía de ninguna otra prueba, puesto que ninguno de los que habían estado con Hitler hasta el fin logró reunirse con el almirante: los últimos testigos presenciales que llegaron hasta él fueron Ritter von Griem y Hanna Reitsch, y ambos abandonaron el búnker dos días antes del fin. El que Hitler hubiera muerto luchando al frente de sus tropas fue pura invención, y el que hubiera muerto el 1 de mayo también se vio refutado por la única prueba de la que disponía y que fijaba la fecha de la muerte del Führer el 30 de abril. De este modo, Dönitz pasó a formar parte del mismo grupo que Spaeth, Mory y los periodistas imaginativos, perdiendo toda credibilidad en este asunto. La única prueba de la muerte de Hitler era un telegrama firmado por Goebbels, al cual no se podía interrogar porque estaba muerto, y su cuerpo, a diferencia del de Hitler, había sido encontrado por los rusos.
No obstante, había al menos otra posible fuente de datos. El 9 de junio de 1945, el mariscal Zhúkov, comandante general ruso, anunció a la prensa que, antes de morir o desaparecer, Hitler había contraído matrimonio con Eva Braun. Este sorprendente hecho (pues incluso en Alemania apenas se había oído hablar de Eva Braun) se descubrió, según Zhúkov, gracias a los diarios de los ayudantes del Führer que los rusos habían encontrado en el búnker. Estos diarios, si realmente existían, serían una importante fuente de información, y por lo tanto decidí pedir a los rusos que me permitieran acceder a ellos. Pero primero quería reunir todo el material que me fuera posible obtener en las zonas bajo control británico y norteamericano, y utilizarlo para obtener de los rusos los diarios y cualquier otra información que pudieran poseer.
Algunos hechos podían verificarse con toda seguridad. Los aliados tenían bajo custodia a algunos hombres que habían estado con Hitler hasta aproximadamente el 22 de abril —incluidos Dönitz, Keitel, Jodl, Speer y otras figuras menos importantes—, por lo que lo sucedido hasta ese momento no suponía ningún misterio. Pero el 22 de abril Hitler había celebrado la famosa conferencia de su estado mayor durante la que por fin perdió los estribos, y tras la cual ordenó a todos los presentes que se fueran, declarando que él permanecería en Berlín. El período oscuro era el comprendido entre el 22 de abril y el 2 de mayo, fecha en que los rusos ocuparon la cancillería, y acerca del cual no se presentó ningún testigo. Y sin embargo, tenía que haberlos. La pregunta era ¿quiénes eran? Mi labor consistía en encontrarlos.
Ni la pregunta ni la labor eran realmente difíciles. Los testigos eran los habituales del entorno de Hitler que habían estado con él antes del 22 de abril y no se habían marchado en esa fecha: generales y políticos, empleados civiles y ayudantes, secretarias, guardias y soldados. No fue difícil elaborar una lista de las personas que servían a Hitler en la cancillería: me bastaba con encontrar a los que abandonaron el búnker el 22 de abril —la mayoría de los cuales fueron capturados en Flensburgo o en Berchtesgaden—, e interrogarlos acerca de a quiénes habían dejado atrás en Berlín. Era preciso seleccionar a un representante de cada clase, pues los guardias y taquígrafos podían ser tan buenos testigos como los políticos y generales. Así empecé por localizar a cuantos fugitivos me fue posible, cualquiera que fuese su estatus, de los que estaban custodiados por los aliados. Muy pronto me vi recompensado. Para el grupo de políticos y generales me serví de los prisioneros en Flensburgo: Keitel, Jodl, Dönitz y Speer. En Berchtesgaden encontré a dos de las secretarias de Hitler, que habían abandonado el búnker el 22 de abril: Fräulein Wolf y Fräulein Schroeder. La guardia policial de Hitler recibía el nombre de Reichssicherheitsdienst Dienststelle I; aproximadamente la mitad de sus miembros habían sido evacuados a Berchtesgaden el 22 de abril, y capturados allí. Los interrogué en sus campos de Ludwigsburg y Garmisch-Partenkirchen. La guardia de las SS de Hitler, la denominada Führerbegleitkommando, permaneció en Berlín, pero uno de sus oficiales, el Hauptsturmführer de las SS Bornholdt, había salido en misión especial el 24 de abril y no regresó. Más tarde fue hecho prisionero por los aliados y así me fue posible interrogarlo acerca de sus compañeros en Neumünster, en el estado de Schleswig-Holstein. De este modo, localicé a miembros representativos de todas las escalas sociales dentro del búnker que se habían marchado alrededor del 22 de abril, los cuales me indicaron quiénes habían permanecido en Berlín. Con sus respuestas elaboré una lista completa de todos los hombres y mujeres que permanecieron en Berlín después del gran éxodo. Si lograba encontrarlos, ellos serían los testigos esenciales del período oscuro.
Pero ¿cómo hacerlo? De nuevo el problema era menos complicado de lo que parecía. Todos estaban calificados como «desaparecidos»; pero en realidad la gente no desaparece ni se esfuma, ni siquiera en un período de catástrofe. O fallecieron o seguían vivos: no hay una tercera posibilidad. La palabra «desaparecido» no se puede aplicar a ellos, sino a las pruebas. Si habían muerto, su valor como testigos era nulo; si seguían con vida, podían estar prisioneros o libres. Si estaban prisioneros, los encontraría en algún campo para prisioneros —al menos si estaban bajo custodia de potencias occidentales—; si estaban libres, alguien tenía que haberlos visto, y lo más probable era que estuvieran cerca de sus lugares de origen, donde sus amigos o conocidos los ayudarían a sobrevivir; pero donde también tenían enemigos (y las enemistades alemanas son profundas) que fácilmente los traicionarían. Al reunir los nombres de los posibles testigos también me ocupé de obtener toda la información acerca de sus lugares de origen, y si sus nombres no aparecían en los registros de los campos de prisioneros aliados, los busqué, y a menudo los encontré, en sus hogares. Gracias a este método, cuando el 1 de noviembre de 1945 presenté el informe de mis conclusiones, había localizado e interrogado a siete testigos presenciales del período oscuro, y asimismo había recopilado gran cantidad de material relevante. Los siete testigos eran los siguientes: Hermann Karnau, un miembro de la guardia policial encarcelado en Nienburg que antes de hablar conmigo había sido interrogado por las autoridades canadienses y británicas; Erich Mansfeld y Hilco Poppen, otros dos policías detenidos en Bremen y Fallingbostel; Fräulein Else Krueger, la secretaria de Bormann, detenida en Ploen e interrogada por mí; Erich Kempka, el chófer de Hitler, capturado en Berchtesgaden e interrogado por oficiales norteamericanos y por mí en Moosburg; Hanna Reitsch, la piloto de pruebas detenida en Austria e interrogada por oficiales norteamericanos, y la baronesa Von Varo, una visitante fortuita del búnker de Hitler, identificada por un periodista británico en Berlín, y localizada e interrogada por mí en el hogar de su madre en Bueckeburg. Otro material relevante incluía el diario del general Koller, publicado más tarde;4 el diario del conde Schwerin von Krosigk, capturado junto a su autor en Flensburgo, y los documentos del almirante Dönitz y su «gobierno». Basándose en las pruebas obtenidas de estas fuentes, la división de inteligencia en Berlín presentó mi informe ante el gobierno británico y el comité de inteligencia cuatripartito en Berlín. Al final del informe sugería otras fuentes de información a las que tal vez aún se podía tener acceso: en particular mencioné al piloto de Hitler Hans Baur, y al jefe de la Reichssicherheitsdienst, el Brigadeführer Rattenhuber —que ordenó la cremación del cuerpo de Hitler—, quienes estaban bajo custodia de los rusos, según un comunicado oficial difundido por ellos mismos; y sugerí que quizá otros testigos importantes habían sido capturados al mismo tiempo. Solicité el acceso a los diarios de los ayudantes del Führer a partir de los cuales el mariscal Zhúkov tenía conocimiento del matrimonio de Hitler y Eva Braun. Los rusos tomaron nota de mi solicitud, pero nunca obtuve respuesta.
Simultáneamente, se facilitó a la prensa una versión abreviada de mi informe.5
La información sobre los últimos días de Hitler creció considerablemente entre la presentación de mi informe el 1 de noviembre de 1945 y la preparación de mi libro durante el verano de 1946. Dado que no varié las conclusiones excepto en dos detalles insignificantes,6 haré aquí una breve pausa para responder a ciertas preguntas y críticas que se hicieron en el momento de su presentación.
Debo advertir que el informe del 1 de noviembre de 1945 no fue recibido por todo el mundo con el mismo entusiasmo, y no porque encontraran en él problemas de lógica o claridad. A lo largo del verano y el otoño de 1945, un gran número de ingeniosos periodistas habían estado persiguiendo el fantasma de Hitler con energía y entusiasmo. Los tranquilos lagos de la frontera suiza, los románticos Alpes tiroleses y los confortables puntos de veraneo del norte de Austria, recibieron frecuentes visitas de fieles investigadores cuyas conciencias escrupulosas les impedían pasar por alto la más mínima pista. En el curso de estas investigaciones se expusieron interesantes teorías; pero a medida que se acercaba el invierno, y las excursiones al aire libre perdían su atractivo, las opiniones empezaron a consensuarse para admitir que Hitler nunca había abandonado Berlín. La resolución al misterio de su destino cambió de escenario: en lugar de tratar el tema durante fatigosas jornadas en un clima duro, pasaron a discutirlo en los bien acondicionados salones de las cafeterías. En consecuencia, mi informe, que establecía la muerte de Hitler en Berlín el 30 de abril, como había dicho Goebbels, y aseguraba que cualquier otra explicación a su desaparición «estaba en contradicción con las únicas pruebas auténticas y no tenía ninguna base real», fue considerado inaceptable por muchos. Los críticos no negaban las pruebas presentadas, pero mantenían que existía alguna posibilidad de evitar una conclusión tan definitiva. Aseguraban que el cuerpo que se incineró no era el de Hitler, sino el de un doble introducido en escena en el último momento, y se hacían eco del sentimiento, o más bien de las palabras, del profesor Hanky en una ocasión similar: «No importa si encajan nueve de las diez piezas mientras quede una por encajar; no seríamos humanos si no soslayáramos esas nueve y nos centráramos únicamente en la décima». Por otra parte, afirmaban que los testigos en los que se basaba el informe habían sido aleccionados; que sus pruebas eran una tapadera deliberadamente acordada y por tanto debían ser desestimadas en su totalidad; y que a falta de pruebas sólidas cualquiera podía inventar una teoría con cierto atractivo.
En mi opinión, tales sugerencias son fácilmente refutables. Tan solo hay que considerar sus consecuencias lógicas. Si se convence a varias personas para que cuenten la misma historia cuando sean interrogadas, se puede considerar que lo harán (suponiendo que la memoria les sea infalible y firme su lealtad), aun cuando las circunstancias del simulacro (en medio de la batalla y los bombardeos) sean en cierto modo molestas y las del interrogatorio (aislados unos de otros y transcurridos seis meses) más bien difíciles. Pero incluso en estas condiciones ideales, los testigos, que coincidirán en todos los detalles siempre y cuando las preguntas se limiten al guion previamente ensayado, se contradecirán inevitablemente cuando el interrogador los presione acerca de cuestiones no preparadas y tengan que inventar las respuestas. Por otro lado, si en la medida de sus conocimientos los testigos cuentan la verdad sobre una experiencia que realmente han compartido, el desarrollo de sus respuestas avanzará en la dirección contraria. Es decir, al principio sus respuestas diferirán, porque han tenido distintas posibilidades para observar y recopilar información; pero en cuanto el interrogatorio separe estas diferencias debidas a las circunstancias, quedarán solamente las concordancias esenciales. Todos los interrogadores se familiarizan enseguida con estos hechos, y si los tienen en cuenta, a menudo pueden detectar si la historia ha sido ensayada previamente o no. En el caso de la muerte de Hitler, estoy convencido de que los testigos que interrogué, directa o indirectamente, no me contaban una historia preconcebida, sino sus propias tentativas de recordar la verdad.
Veamos un pequeño ejemplo para ilustrar este punto. Karnau afirmaba en todo momento que vio cómo los cuerpos de Hitler y Eva Braun ardían repentinamente, como si se tratara de una combustión espontánea. El chófer Kempka aseguraba que Guensche les había prendido fuego. Estas dos versiones parecen contradictorias, pero preguntándoles nuevamente resultó que eran dos aspectos de la misma realidad. Lo que sucedió en realidad fue que Guensche prendió fuego a los cuerpos arrojándoles encima un trapo en llamas; pero lo lanzó desde debajo del porche del búnker, y por lo tanto quedaba oculto a la mirada de Karnau, que estaba en lo alto de la torre. La autenticidad del incidente queda confirmada por la discrepancia racional de la prueba misma. Si Karnau y Kempka hubieran sido aleccionados en cuanto a sus respuestas, nunca habrían estado en desacuerdo en cómo empezó la cremación.
El informe del 1 de noviembre requería cierta información de los rusos. Esta información nunca se obtuvo, pero siguieron llegando evidencias de otras fuentes que contribuyeron a enriquecer, aunque no a alterar, las conclusiones principales. Al llegar esa fecha, la investigación llevaba en marcha tan solo seis semanas, y resultó imposible identificar, localizar e interrogar a todos los testigos presenciales en tan poco tiempo. Entre los más importantes testigos adicionales que fueron arrestados e interrogados después del 1 de noviembre se encontraba Artur Axmann —sucesor de Baldur von Schirach como jefe de las Juventudes Hitlerianas—, que fue detenido en los Alpes bávaros en diciembre de 1945 después de una larga y complicada operación conjunta de los servicios de inteligencia británico y norteamericano. Pero la aportación más significativa y dramática se debió al descubrimiento, en el invierno de 1945-1946, de un legajo de documentos que confirmaba notablemente las conclusiones del informe del 1 de noviembre. Se trataba de los testamentos privado y político de Hitler, y el certificado de su matrimonio con Eva Braun.
A finales de noviembre de 1945, cuando regresé a Oxford de permiso, recibí un mensaje del cuartel general británico en Bad Oeynhausen anunciándome el descubrimiento de un documento que supuestamente era el testamento de Hitler, pero cuya autenticidad no se había probado. Ahora bien, yo ya tenía alguna información acerca de este testamento, pues en el mismo telegrama en que Goebbels informaba a Dönitz de la muerte de Hitler, mencionaba el testamento del Führer con fecha 29 de abril, que contenía algunos nombramientos políticos y que había sido enviado a Dönitz. Este último declaró que había enviado un avión para recoger al portador, pero que el piloto, después de haber avistado al individuo en cuestión en el lago Havel, lo perdió de vista y regresó con las manos vacías. Dado que el documento que acababa de ser descubierto estaba fechado el 29 de abril, y contenía algunos nombramientos políticos, incluidos los mencionados en el telegrama de Goebbels, había buenas razones para considerarlo auténtico. Pero el telegrama de Goebbels, que parecía confirmar la autenticidad del testamento, hablaba también de la existencia de tres copias, dirigidas por separado a Dönitz, al mariscal de campo Schoerner (en ese momento al mando de un grupo del ejército en Bohemia), y a los archivos del partido en Múnich. Por lo tanto era fundamental investigar las circunstancias de este descubrimiento.
En el verano de 1945, un periodista luxemburgués llamado Georges Thiers se había dirigido al gobierno militar británico en Hannover en busca de un empleo. Explicó que estaba muy bien informado acerca de ciertos asuntos y podía proporcionar datos sobre la vida en el búnker de Hitler en Berlín; pero al no poder dar ninguna explicación válida que justificara su pretendida relación con estos elevados asuntos, su solicitud fue rechazada. Sin embargo, más tarde, se sospechó que utilizaba papeles falsos: fue detenido y admitió que en realidad no era luxemburgués sino alemán, y que su nombre no era Georges Thiers sino Heinz Lorenz. Fue encarcelado, y en noviembre de 1945, durante una inspección de rutina, se halló en su poder un legajo de papeles que llevaba cosido en el forro de su ropa. Resultaron ser los testamentos personal y político de Hitler y un documento firmado por Goebbels titulado «Apéndice al testamento político del Führer».7 Al ser interrogado, Lorenz admitió que había estado en el búnker de Hitler hasta el fin y había recibido órdenes de transportar estos documentos a Múnich. Confirmó la declaración de Goebbels de que existían tres copias de los documentos; y explicó que en su huida de Berlín lo habían acompañado otros dos hombres: el comandante Willi Johannmeier, que debía llevar el testamento político de Hitler al mariscal de campo Schoerner, y el Standartenführer de las SS Wilhelm Zander, cuya misión consistía en entregar al almirante Dönitz dos copias de los testamentos y el certificado de matrimonio con Eva Braun. Para completar esta información y verificar la autenticidad de estos documentos más allá de toda duda, era preciso encontrar a Johannmeier y a Zander.
Encontrar a Johannmeier fue fácil: estaba viviendo con sus padres en Iserlohn. Como honrado soldado, de lealtades incondicionales y valor apolítico, al principio negó cualquier conocimiento del búnker; pero después, al comprender que era imposible mantener su actitud, insistió en que únicamente se lo había enviado como escolta militar de Zander y Lorenz, para ayudarlos a cruzar las líneas rusas. Desconocía qué misión se les había encargado y como buen soldado no preguntó. Nada le hacía modificar su actitud, y a pesar de la discrepancia entre su declaración y la de Lorenz, casi convenció a sus interrogadores. Por lo menos quedaba claro que la investigación no avanzaría hasta obtener nuevos datos por parte de Zander.
El hogar de Zander estaba en Múnich, pero todos los indicios demostraban que no había vuelto a ir por allí desde la derrota de Alemania. Su mujer vivía con sus padres en Hannover, y confirmó que no había visto a su marido desde el final de la guerra. Explicó que seguía esperando noticias, y que con gusto nos proporcionaría fotografías de Zander, así como las direcciones de su madre y hermanos, en la confianza de obtener alguna información sobre su paradero. Pero ninguna pista parecía conducir a ninguna parte, hasta que resultó evidente que todo formaba parte de una elaborada estratagema destinada a despistar a los perseguidores. Durante una visita a Múnich en diciembre de 1945, obtuve de casualidad cierta información que me convenció de que Zander estaba vivo, pero escondido, y que Frau Zander, en su celo por ocultarlo, incluso había convencido a la madre y a los hermanos de su marido de que este había muerto. Tras un breve examen de los testimonios locales se pudo averiguar que Zander vivía bajo el nombre falso de Friedrich Wilhelm Paustin, y que se había dedicado algún tiempo a la horticultura en el pueblo bávaro de Tegernsee.
A partir de ese momento, el arresto de Zander era solo cuestión de tiempo. Los archivos locales de Tegernsee pronto revelaron sus movimientos, y tras una incursión fracasada en su supuesta dirección, su pista llevó hasta el pequeño pueblo de Aidenbach, cerca de Passau, en la frontera austríaca. Allí me dirigí acompañado por miembros del CIC norteamericano y, a las tres de la mañana del 28 de diciembre, lo encontramos y arrestamos. Estaba viviendo con la secretaria de Bormann. Al interrogarlo se reveló como un idealista nazi desilusionado que veía cómo su antiguo mundo se desmoronaba, y habló libremente. Su historia coincidía con la de Lorenz: había llevado sus documentos hasta Hannover y una vez allí, al ver que era imposible entregárselos a Dönitz, se había desplazado hasta Múnich y los había escondido en un baúl. El baúl estaba ahora en casa de un amigo en Tegernsee; pero no fue necesario ir hasta allí. Asustado por la incursión previa, el guardián del baúl lo había entregado voluntariamente al CIC local mientras yo estaba en Aidenbach buscando a Zander. Los documentos se hallaban efectivamente en el baúl; como había afirmado Lorenz, se trataba de los dos testamentos de Hitler y su certificado de matrimonio.
Tras el arresto de Zander, el interés volvió a centrarse en el norte de Alemania, es decir, en el irreducible Johannmeier, cuya declaración de que no sabía nada se veía ahora contradicha por el testimonio unánime de sus dos compañeros. No obstante, se mantuvo firme en su versión. Decía que no tenía ningún documento y, por lo tanto, no podía mostrarlo. Era evidente que actuaba así únicamente por lealtad. Había recibido órdenes de no permitir, bajo ninguna circunstancia, que estos documentos cayeran en manos de los aliados, e intentaba cumplirlas a pesar de los hechos. Insensible al miedo, indiferente a la recompensa, parecía que nada le haría cambiar de opinión excepto la razón. Y yo apelé a ella. No iba a darnos nada que no tuviéramos ya; no podíamos aceptar su historia que se contradecía con toda la información de que disponíamos; no nos interesaba retenerlo pero debíamos hacerlo hasta que nos aclarara esta dificultad obvia. Durante dos horas Johannmeier resistió con firmeza a toda petición; incluso las pruebas parecían dudosas ante su firme insistencia. Al final, fue una pausa en el procedimiento lo que llevó a su conversión. En un interrogatorio la presión debe ser continua, pero la persuasión requiere pausas, pues es únicamente durante una pausa cuando uno puede reflexionar y comprender el razonamiento. En esa pausa, Johannmeier razonó consigo mismo y se convenció. Según explicó más tarde, durante el viaje en coche hasta Iserlohn, decidió que si sus compañeros, miembros más antiguos y mejor situados en el partido, podían traicionar tan fácilmente una confianza que para ellos estaba unida a sus presuntos ideales políticos, entonces resultaba quijotesco por su parte, que no tenía tales relaciones con el partido (pues no era más que un simple soldado), seguir sufriendo por este motivo o defender la causa que ellos ya habían traicionado. Así pues, después de la pausa, cuando empezó de nuevo el interrogatorio aparentemente interminable, dijo por fin: «Ich habe die Papiere». No hicieron falta más palabras. Me acompañó en coche hasta Iserlohn, y allí me llevó al jardín trasero de su casa. Había anochecido. Con un pico cavó en el suelo helado y desenterró una botella. Acto seguido, rompió la botella con el pico y me entregó el último documento desaparecido: la tercera copia del testamento político de Hitler, y la enérgica carta adjunta en la que el general Burgdorf comunicaba al mariscal de campo Schoerner que «la demoledora noticia de la traición de Himmler» había llevado a Hitler a tomar esa última decisión.
Tras el descubrimiento de todos esos documentos, los datos acerca de los últimos días de Hitler estaban prácticamente completos; pero las investigaciones que se habían empezado con anterioridad comenzaron a dar sus frutos. En enero, quince días después de la capitulación de Johannmeier, el teniente coronel Von Below fue descubierto estudiando derecho en la Universidad de Bonn. Había sido el último en abandonar el búnker antes de la muerte de Hitler, y el portador de sus últimas recriminaciones de despedida al alto mando. Más tarde, en la primavera y el verano de 1946, se encontró a las dos secretarias de Hitler, Frau Christian y Frau Junge; la primera había estado esquivando el arresto desde el otoño de 1945, cuando se me escapó por pocos días de casa de su suegra en el Palatinado. Estas y otras capturas, y el interrogatorio de numerosos personajes secundarios, añadieron detalles y color a la historia, y resolvieron pequeñas dudas restantes, pero no supusieron ningún cambio significativo: las líneas generales de la historia eran las mismas desde el primer informe del 1 de noviembre de 1945.
Así es la historia de la investigación que llevé a cabo en 1945, a partir de la cual, con el permiso y el apoyo de las autoridades del servicio de inteligencia británico, escribí posteriormente este libro. Cuando el libro se publicó, enseguida despertó una fuerte oposición de aquellos que preferían aceptar otras conclusiones; pero como el mundo ha elegido no recordar a mis críticos, no seré yo quien perturbe este olvido nombrándolos aquí. Pasaré ahora a considerar los nuevos datos obtenidos desde la publicación de mi libro y que han podido confirmar, completar o poner en cuestión mis descubrimientos. En particular, me ocuparé de la información aportada por los testigos que, cuando empecé la investigación, ya habían desaparecido en las prisiones rusas, pero que ahora, diez años después, han sido por fin liberados y han podido contar su historia.
Los principales testigos que intenté pero no pude encontrar en 1945 eran cinco: Otto Guensche, el ayudante de las SS de Hitler, y Heinz Linge, su criado personal, los cuales sin duda vieron a Hitler muerto y tomaron parte en la cremación de su cadáver; Johann Rattenhuber, que dirigía la guardia personal de Hitler y conocía, a mi parecer, el lugar donde fue enterrado; Hans Baur, el piloto personal de Hitler, que estuvo con él hasta el fin, y Harry Mengershausen, un oficial de la guardia personal de quien se dijo estaba al corriente del entierro de los cuerpos. Por supuesto existían otros testigos importantes que no había encontrado, pero eran estos cinco los que realmente me interesaban porque tenía pruebas claras de que seguían con vida. Guensche y Linge habían sido vistos e identificados entre los prisioneros de los rusos en Berlín, y estos mismos incluían los nombres de Baur y Rattenhuber entre sus prisioneros en un comunicado oficial que publicaron el 6 de mayo de 1945. No obstante, nuestras peticiones en este sentido fueron inútiles: los rusos se negaron a responder a nuestras preguntas y al final escribí mi libro prescindiendo de estos testigos desaparecidos. Sin embargo, no perdí totalmente el contacto con ellos. Durante los siguientes años tuve noticias suyas ocasionalmente a través de compañeros de prisión más afortunados que ellos que habían regresado a Alemania. Así me enteré de que algunos seguían vivos en la cárcel Lubianka de Moscú, en la cárcel Vorkuta del Ártico o en el gran campo de prisioneros de Sverdlovsk. A veces incluso me llegaban, de segunda mano, retazos de sus historias de los últimos días en el búnker. Entonces repentinamente, en el otoño de 1955, tras la visita de Adenauer a Moscú, se abrieron las puertas de las prisiones, y en enero de 1956 los cinco hombres estaban de regreso. Si bien es cierto que uno de ellos, Guensche, seguía siendo inaccesible: clasificado aún por los rusos como criminal de guerra, regresó a la Alemania Oriental para desaparecer en otra cárcel comunista en Bautzen.8 Pero los otros cuatro, de vuelta en la Alemania Occidental, pudieron contar su historia al mundo. Una vez en Berlín, Linge no perdió el tiempo y publicó su relato en la prensa.9 Baur, Rattenhuber y Mengershausen respondieron libremente a todas las preguntas que les planteé en entrevistas privadas en sus hogares de la Alemania Occidental.
¿Cuál es el resultado de estas revelaciones? La cuestión esencial es que confirman del todo la historia que yo ya conocía por otras fuentes. En ningún punto la contradicen ni siquiera la modifican.10 Pero ¿acaso la amplían o completan? En concreto, ¿arrojan alguna luz sobre los misterios que me había visto obligado a dejar sin resolver? Para responder a esta cuestión, primero es preciso preguntarnos ¿cuáles son estos misterios? Son dos. Primero, ¿qué ocurrió con los cadáveres de Hitler y Eva Braun después de que fueran quemados en el jardín de la cancillería? Segundo, ¿qué le pasó a Martin Bormann?
Con respecto al destino final de los cuerpos de Hitler y Eva Braun, en 1945 no disponía de ninguna información de primera mano. El mejor indicio que tenía era el del guardia Erich Mansfeld que, en la medianoche del 30 de abril de 1945, descubrió que el cráter de bomba situado cerca de la salida de emergencia del búnker había sido removido recientemente, y dedujo que los cadáveres habían sido enterrados allí. Hubo nuevas pruebas de que miembros de la guardia policial habían enterrado los cuerpos, y Artur Axmann, el jefe de las Juventudes Hitlerianas, afirmó insistentemente, aunque sin alegar que lo había visto, que el entierro fue «en uno de los cráteres de bomba que había alrededor de la cancillería del Reich». Por otra parte, había otras historias que circularon por el búnker, haciendo imposible cualquier certeza; por lo cual, en 1945, terminé por dejar la cuestión sin resolver. A su regreso a Alemania en octubre de 1955, Linge y Rattenhuber declararon que a pesar de no haber presenciado el entierro, les habían informado de que los cadáveres habían sido enterrados en un cráter de bomba. Rattenhuber añadió que le habían pedido que buscara una bandera con la que envolver el cuerpo de Hitler para el entierro, pero que no había conseguido ninguna. Tres meses más tarde, Mengershausen llegó a Bremen, su ciudad de origen, y confirmó estas declaraciones, admitiendo que de hecho él mismo había cavado la tumba. Dijo que los cadáveres no habían sido consumidos por el fuego, con lo que incluso eran reconocibles, y que los había enterrado encima de tres tablones de madera a un metro de profundidad. Al parecer le ayudó un compañero llamado Glanzer, quien, más tarde, murió luchando en Berlín. Así pues, la sepultura de Hitler en la cancillería ha dejado de ser un misterio. Por otra parte, esto no resuelve definitivamente la cuestión, ya que, como se verá, ahora sabemos que el cadáver fue más tarde exhumado y trasladado a otro destino todavía desconocido.
Hasta aquí la primera cuestión. ¿Qué ocurre con la segunda, la cuestión del destino de Martin Bormann? En 1945, la información sobre este tema era conflictiva e incierta. Varios testigos aseguraban que Bormann había muerto en un tanque que explotó al ser alcanzado por un Panzerfaust en el puente Weidendammer, cuando intentaban cruzar las líneas enemigas la noche del 1 al 2 de mayo. Por otra parte, todos estos testigos reconocieron que la escena se había desarrollado en medio de una gran confusión, y ninguno dijo haber visto el cadáver de Bormann. Uno de ellos, Erich Kempka, incluso admitió que él mismo había quedado cegado por la explosión, y por tanto es difícil imaginar cómo habría podido ver la muerte de Bormann ni ninguna otra cosa.11 Además, ya en 1945 tenía tres testigos que afirmaban por separado que habían acompañado a Bormann en su intento de fuga. Uno de estos testigos, Artur Axmann, más tarde declaró haberlo visto muerto. Si creemos o no a Axmann es una simple cuestión de elección, pues su palabra no está respaldada por ningún otro testimonio. En su favor se puede decir que la información aportada por él en todos los demás puntos está justificada. Ahora bien, si lo que pretendía era evitar que siguiera buscando a Bormann, su trayectoria natural debería haber sido aportar pruebas falsas de su muerte. Así las cosas, en 1945 llegué a la única conclusión lícita: Bormann sobrevivió a la explosión del tanque, pero posiblemente murió esa misma noche, aunque no hay modo de saberlo con certeza. Este era el balance de las pruebas en 1945. ¿Cómo le afecta la nueva información de 1956?
La respuesta es: de ningún modo. Por una parte, Linge y Baur declaran que Bormann murió en la explosión del tanque; o al menos dicen creerlo así, ya que admiten que la escena era confusa y que nunca llegaron a ver su cadáver. Por otra, Mengershausen afirma con seguridad que Bormann no murió en esa explosión, pues si bien era cierto que iba subido en un tanque, no era el suyo el que estalló en pedazos. Y además, desde 1945 ha aparecido otro testigo que asegura que estuvo con Bormann después de la explosión. Se trata de un antiguo comandante de las SS llamado Joachim Tiburtius, que en 1953 hizo una declaración a un periódico suizo.12 Dice Tiburtius que en la confusión de la explosión perdió de vista a Bormann, pero que más tarde volvió a verlo cerca del Hotel Atlas. «Por aquel entonces ya iba vestido de civil. Avanzamos juntos hacia la Schiffbauerdamm y la Albrechtstrasse. Finalmente lo perdí de vista. Pero tenía las mismas oportunidades que yo de escapar.»
Así pues, la evidencia aún nos lleva a pensar que Bormann sobrevivió a la explosión, y no proporciona el apoyo necesario al relato de Axmann para que podamos creerlo. Si aceptamos que Bormann está muerto, es simplemente porque nadie nos ha aportado ninguna prueba aceptable de que siguiera vivo después del 1 de mayo de 1945.13
Esta es la aportación de los prisioneros recién llegados a la historia reconstruida en 1945. Vista desde la perspectiva adecuada, no resulta de gran ayuda. La conjetura de que el cadáver de Hitler fue enterrado en un cráter de bomba se convierte en un hecho; el destino de Martin Bormann sigue siendo un misterio. Pero si esos nuevos testigos no aportan demasiado a mi historia de los últimos días de Hitler, hay otro tema sobre el que arrojan una luz nueva e interesante: la actitud de los rusos en la cuestión de los últimos días de Hitler. Ahora, con la ayuda de estas nuevas fuentes, creo que puedo completar la historia.
En teoría los rusos no tenían mayor problema, puesto que eran ellos quienes controlaban toda la información desde el principio. El 2 de mayo de 1945 invadieron el búnker en el que había muerto Hitler. Aproximadamente al mismo tiempo, capturaron en una bodega de la Schönhäuser Allee a varios ayudantes principales de Hitler que conocían los hechos, dos de los cuales fueron identificados en cuestión de cuatro días. El jardín de la cancillería que ocultaba los restos de Hitler estaba bajo su control, y todavía lo está. Además, antes incluso de ocupar la cancillería del Reich, habían recibido una declaración formal de la muerte de Hitler y quizá también una explicación informal de las circunstancias de esta. La declaración les fue facilitada por el general Hans Krebs.
Los lectores de este libro sabrán que, en la noche del 30 de abril al 1 de mayo de 1945, el general Krebs fue enviado al cuartel general ruso con una oferta de rendición temporal, en la que Bormann y Goebbels actuaban como sucesores de facto de Hitler. Ahora bien, este general Krebs no era tan solo el último jefe del alto mando de Hitler y uno de los testigos de su última voluntad y testamento: anteriormente había sido subagregado militar en Moscú. Hablaba ruso con fluidez, conocía personalmente a los dirigentes del Ejército Rojo y siempre se lo había considerado un gran defensor de la cooperación ruso-germana. Como símbolo viviente de ella, en cierta ocasión fue abrazado públicamente por Stalin. Así pues, el emisario que se presentó ante el mariscal Zhúkov o ante el comandante local ruso, general Chuikov,14 a primeras horas de la mañana siguiente a la muerte de Hitler no era un extraño. Además, tuvo que explicar su cometido y por qué el mensaje que llevaba estaba firmado por Bormann y Goebbels en lugar de Hitler. Según un informe ruso de la época, Krebs dijo: «Estoy autorizado para informar al alto mando soviético que ayer, 30 de abril, el Führer Adolf Hitler abandonó este mundo según su propio deseo». Naturalmente, este informe oficial ruso es escueto y objetivo; desconocemos si, durante esta primera visita o la que tuvo lugar unas horas después, se pidió a Krebs que lo explicara o justificara. Todo lo que podemos decir es que, de habérselo pedido, podría haberlo hecho fácilmente, puesto que había sido testigo presencial y hablaba perfectamente ruso. De todos modos, el hecho mismo del suicidio de Hitler fue relatado por Krebs a los rusos pocas horas después de haberse producido.15 Lo único que quedaba por hacer era comprobarlo.
No cabe duda de que, en el curso de la semana siguiente, los rusos empezaron a verificar el informe, porque el 13 de mayo mostraron un importante documento a Harry Mengershausen, el guardia que había enterrado el cadáver de Hitler. Mengershausen había sido hecho prisionero la noche del 1 al 2 de mayo, pero durante los diez días posteriores a su captura había negado obstinadamente cualquier relación con Hitler. Sin embargo, frente a este documento comprendió la inutilidad de seguir con su negativa y renunció a su discreción. El documento, fechado el 9 de mayo, era un relato completo y detallado de la muerte de Hitler y de su entierro a cargo de Mengershausen, y había sido recopilado para los rusos por otro alemán que evidentemente había tomado parte en los sucesos, posiblemente Guensche.16 Este documento era (al menos) la segunda prueba que poseían los rusos, y su autenticidad quedaba demostrada por el hecho de que había servido para vencer al hasta ahora obstinado Mengershausen.
Inmediatamente después de admitir que había enterrado a Hitler, Mengershausen fue trasladado al jardín de la cancillería y allí los rusos le ordenaron que indicara dónde estaba la sepultura. Sin ninguna vacilación, llevó a su escolta junto al cráter de bomba, solo para descubrir que ya habían cavado en la tumba y se habían llevado los cuerpos de Hitler y Eva Braun. Sin duda los rusos ya habían actuado al obtener la información anterior, que así se veía confirmada por Mengershausen.
En realidad, ahora es evidente que los rusos habían exhumado los cadáveres el 9 de mayo, el mismo día en que recibieron el documento que hablaba de la muerte y sepultura de Hitler. Ese día dos oficiales rusos, un hombre y una mujer, visitaron la consulta del doctor Hugo Blaschke, en la Uhlanstrasse. El doctor Blaschke era el dentista de Hitler; pero no estaba para recibir a los rusos. Había huido a Múnich, y ahora su clientela la atendía un dentista judío de Silesia que lo había sustituido, el doctor Feodor Bruck. Los rusos le pidieron el historial dental de Hitler. El doctor Bruck respondió que desconocía el trabajo de Blaschke y los remitió a su asistente, Fräulein Kate Heusemann, que él había heredado de su predecesor y que, por una extraña coincidencia, se había refugiado en la cancillería durante el cerco de Berlín y había sido testigo de muchos detalles de los últimos días de Hitler. Fräulein Heusemann dijo a los rusos que Hitler nunca había estado en la consulta de Blaschke; este siempre iba a la cancillería y era en el laboratorio de la cancillería donde debían buscar su historial dental. Ella misma a menudo había acompañado a Blaschke en estas visitas y conocía a fondo la dentadura de Hitler. Según ella, tenía ciertas características peculiares: en particular, puentes identificables en ambas mandíbulas y una corona raramente utilizada en la odontología moderna en uno de los incisivos.17 Por consiguiente, llevaron a Fräulein Heusemann a la cancillería y, al no encontrar allí los archivos que buscaban, la trasladaron al cuartel general ruso en Buch. Una vez allí, un oficial ruso le mostró una caja de puros; dentro había una condecoración —una Cruz de Hierro—, una insignia del partido nazi, y varios accesorios dentales. Al preguntarle si reconocía estos accesorios, respondió que sin duda eran los de Adolf Hitler y —aunque menos segura— de Eva Braun. El 11 de mayo Fräulein Heusemann fue liberada y regresó a la consulta del doctor Bruck para contar su historia. A los pocos días, un muchacho le llevó un mensaje: tenía que preparar sus maletas para una ausencia de varias semanas. Esa fue la última vez que el doctor Bruck la vio. Ocho años después, una prisionera liberada procedente de Rusia contó que en la cárcel de Butyrka había una tal Kate Heusemann, que repitió a sus compañeros de encarcelamiento zum Überdruss —hasta la saciedad— el relato de los últimos días de Hitler y de la dentadura póstuma.18
La historia de Fräulein Heusemann ha sido confirmada por otro testigo al que también se pidió que identificara la dentadura de Hitler. Era un mecánico dental llamado Fritz Echtmann que en 1944 había confeccionado los accesorios para Hitler y algunos para Eva Braun. Fue igualmente emplazado por los rusos, que le mostraron la misma caja con el mismo contenido. También identificó los accesorios como pertenecientes a Hitler y Eva Braun. Y, para su desgracia, también fue llevado a la fuerza a Rusia, a la cárcel Lubianka de Moscú. Más tarde compartió una celda con Harry Mengershausen y ambos pudieron intercambiar viejas historias. En 1954 fue liberado y prestó declaración ante el tribunal regional de Berchtesgaden, que estaba estudiando la posibilidad de declarar a Hitler legalmente muerto.19
Así pues, es evidente que el 9 de mayo, fecha en que Echtmann y Heusemann fueron arrestados, los rusos ya habían exhumado los cadáveres de Hitler y Eva Braun. También es probable que lo hubieran hecho ese mismo día, ya que entonces les fue presentado el memorándum que hizo posible localizar la sepultura. Al parecer la exhumación la llevó a cabo un destacamento especial del servicio de inteligencia soviético, el NKVD; pues un miembro del mismo, el capitán Fjedor Pavlovich Vassilki, contó más tarde al oficial de policía del Berlín Oriental con quien se alojaba cómo habían conseguido los cadáveres de Hitler y Eva Braun.20 Vassilski explicó: «El cráneo y las mandíbulas de Hitler estaban prácticamente intactos»; confirmó asimismo que gracias a los dientes su identidad había sido probada «sin ningún género de dudas». Acto seguido de la identificación de la dentadura, se produjo la identificación de la sepultura por parte de Mengershausen, el día 13 de junio. Por último, a finales de mayo, los rusos dieron otro paso adelante. Mostraron a Mengershausen el cadáver de Hitler.
Mengershausen ha descrito el incidente. Fue trasladado en coche hasta un bosque en Finow, cerca de Berlín. Allí le mostraron tres cadáveres calcinados, cada uno en un cajón de madera. Le preguntaron si los reconocía. Para él, a pesar de los estragos causados por el fuego y la descomposición, eran inconfundibles. Eran los cadáveres de Goebbels, su esposa y Hitler. Los dos primeros solo presentaban quemaduras superficiales. El estado del de Hitler era mucho peor. El fuego había consumido por completo los pies, mientras que la piel y la carne del resto solo estaban calcinadas; pero la estructura facial era perfectamente identificable. Se apreciaba un agujero de bala en una sien, pero las mandíbulas estaban intactas. Tras identificar los cuerpos, Mengershausen fue encarcelado de nuevo. No sabe qué sucedió luego con ellos. Tres meses después, al igual que Heusemann y Echtmann, también a él lo trasladaron a Rusia, donde permaneció once años.
Por consiguiente, a principios de junio los rusos ya conocían las circunstancias de la muerte de Hitler y habían identificado su sepultura y su cuerpo, gracias a diversos testimonios coincidentes. Aparte de la declaración de Krebs acerca de la noche del 30 de abril al 1 de mayo, y de las que hubieran obtenido de otros prisioneros del búnker, tenían el documento del 9 de mayo, cuya autenticidad quedaba probada por su éxito al vencer la resistencia de Mengershausen; tenían la declaración de este en cuanto a la sepultura y al cadáver allí encontrado; tenían la declaración por separado de Heusemann y de otros prisioneros sobre los últimos días del búnker, y las declaraciones técnicas de Heusemann y Echtmann acerca de la dentadura de Hitler. Además, los rusos habían requisado —o al menos así lo afirmaba el mariscal Zhúkov— los «diarios de unos ayudantes del Führer», gracias a los cuales supieron del matrimonio de Hitler y Eva Braun. Estos «diarios» podrían haber sido idénticos al documento con fecha 9 de junio, que era claramente una reconstrucción, no un diario auténtico; pero también podrían haber sido documentos independientes que vendrían a engrosar el volumen de las pruebas. Ahora bien, todos estos datos apuntaban claramente en una misma dirección, y aunque en teoría podrían responder a un plan preconcebido, en realidad había suficientes testigos para que resultara imposible una conspiración seria y duradera. En resumidas cuentas, la primera semana de junio los rusos ya disponían de una información mucho más amplia acerca de los últimos días de Hitler que la que yo conseguí para mi reconstrucción cinco meses después.
Podríamos preguntarnos entonces por qué nunca publicaron sus conclusiones. ¿Era porque no querían que se conocieran los hechos? Toda su actitud de entonces —la búsqueda de archivos, el arresto de testigos, las reiteradas identificaciones—21 contradice esta suposición. ¿Sería pues porque en cuestiones de información eran incompetentes? Su investigación en el búnker de Hitler, por ejemplo, fue sorprendentemente incompleta: el diario de Hitler —un volumen sólidamente encuadernado de 35 por 18 centímetros— permaneció encima de su sillón durante cuatro meses hasta que fue descubierto por un visitante británico. Pero nadie puede tachar a los rusos de faltos de inteligencia o de poco sistemáticos a la hora de interrogar prisioneros, y no creo que debamos congratularnos pensando que son menos eficientes que nosotros. Si queremos responder a esta pregunta, debemos abstenernos de hacer este tipo de suposiciones y estudiar atentamente los hechos reales del caso.
No cabe la menor duda de que la primera semana de junio los rusos admitieron en Berlín la muerte de Hitler. El 5 de junio, cuando los comandantes en jefe aliados se reunieron en esta ciudad para establecer la organización del gobierno cuatripartito, «oficiales rusos responsables» aseguraron al estado mayor del general Eisenhower que el cadáver de Hitler había sido recuperado e identificado «casi a ciencia cierta». Dijeron que el cadáver era uno de los cuatro que encontraron en el búnker. Estaba gravemente carbonizado, hecho que por aquel entonces atribuyeron (erróneamente, como ahora sabemos) a los lanzallamas con que las tropas rusas habían despejado el lugar. Añadieron que los cadáveres habían sido examinados por médicos rusos, y que este examen había tenido como resultado una «identificación casi segura».22 Si los rusos no hicieron ningún comunicado oficial sobre la muerte de Hitler, fue simplemente (según los oficiales rusos) porque se resistían a pronunciarse mientras quedara «una sombra de duda». Pero dejaron muy claro que, por lo que mostraban las pruebas, parecía concluyente.23
Cuatro días después, el 9 de junio, el mariscal Zhúkov hizo una declaración pública a la prensa. Describió los últimos días en la cancillería. Habló del matrimonio de Hitler y Eva Braun, a la que calificó equivocadamente de actriz de cine. Según dijo, basaba el conocimiento de estos hechos en «los diarios de los ayudantes de Hitler», que habían caído en manos de los rusos. Pero en la cuestión crucial de la muerte de Hitler titubeó. No mencionó las investigaciones rusas, las revelaciones alemanas, la cremación o el entierro, la exhumación, los dentistas, ni la dentadura. «Las circunstancias son muy misteriosas —dijo—. No hemos identificado el cadáver de Hitler. No puedo decir nada definitivo acerca de su suerte. Tal vez huyó de Berlín en avión en el último momento. El estado de la pista se lo hubiera permitido.»24 A continuación tomó la palabra el comandante militar ruso en Berlín, coronel general Berzarin. Dijo que Hitler podía seguir con vida. «Hemos encontrado varios cadáveres, uno de los cuales podría ser el de Hitler, pero no podemos afirmar que esté muerto. Mi opinión es que está oculto en algún lugar de Europa, posiblemente con el general Franco.» Con eso quedaba cerrada la cuestión. A partir de ese momento, el cuartel general ruso en Berlín nunca volvió a mencionar ese asunto ni las circunstancias de la muerte de Hitler. Un silencio absoluto envolvió al misterio sin resolver, y este aparente rechazo de las confesiones hechas con anterioridad llevó, más que ninguna otra cosa, a la creciente convicción de que Hitler estaba vivo después de todo.25
Este cambio gradual de opinión resultó evidente en la actitud del general Eisenhower. Hasta el 9 de junio, Eisenhower había admitido públicamente la muerte de Hitler. Pero el 10 de junio, al día siguiente de la declaración pública de Zhúkov, este y Eisenhower se entrevistaron en Frankfurt. Cinco días después, en París, Eisenhower dio fe del cambio de doctrina que había seguido a este encuentro. Con anterioridad, dijo, había aceptado el hecho de la muerte de Hitler, pero en fecha reciente se había entrevistado con dirigentes rusos que tenían grandes dudas al respecto.26 Estas dudas eran tan grandes que una semana más tarde, cuando los británicos publicaron la historia de Hermann Karnau, un miembro de la guardia policial de Hitler que había presenciado la cremación de los cadáveres, fue recibida con total desconfianza. En septiembre los rusos llevaron su desconfianza más lejos: acusaron a los británicos de esconder a Hitler y Eva Braun en su zona de Alemania, probablemente para utilizarlos contra sus aliados rusos, y esta es la acusación que motivó mi designación para esclarecer los hechos. El 6 de octubre el general Eisenhower visitó Holanda, y en unas declaraciones a los periodistas en Utrecht dijo que si bien en un principio había creído que Hitler estaba muerto, ahora «existían motivos para creer que seguía con vida». Casualmente, en ese momento me hallaba en el cuartel general de Eisenhower en Frankfurt, y pude explicar que no había ninguna razón para creer que Hitler estaba vivo, cualesquiera que fuesen los defectos de las pruebas a favor de su muerte. A su regreso a Frankfurt, el general Eisenhower modificó su declaración. Dijo que a él mismo le resultaba difícil creer que Hitler estuviera vivo, «pero que sus amigos rusos le aseguraron que no habían sido capaces de descubrir ninguna prueba tangible de su muerte».27
Pero los rusos no solo insistían en que no habían descubierto nada, sino que tampoco mostraban ningún interés en las pruebas obtenidas por los aliados. Al no hallar al doctor Blaschke en Berlín, tampoco pidieron a los norteamericanos que lo buscaran en Múnich. No hicieron ningún caso de Hermann Karnau y su historia. El 1 de noviembre de 1945, cuando presenté mi informe en Berlín, los rusos lo recibieron con absoluta falta de interés. Ni siquiera se hizo mención de él en la prensa rusa. Mi petición para interrogar a algunos prisioneros de los rusos no se tuvo en cuenta. Dieciocho meses después, cuando se publicó mi libro, su actitud seguía siendo la misma. A pesar de que se tradujo a la mayor parte de los idiomas europeos y algunos asiáticos, Los últimos días de Hitler nunca cruzó el telón de acero. Las excepciones aparentes a esta regla son en realidad confirmaciones. La edición checa se publicó antes del golpe de Estado comunista de febrero de 1948; la yugoslava después de la emancipación de Tito en junio de 1948; la edición polaca nunca salió de las oficinas del editor; la búlgara fue destruida por la policía en la fecha de su aparición. Durante años después del 9 de junio de 1945, la teoría oficial rusa siguió siendo la misma, aparentemente inalterable. Nunca admitieron que Hitler pudiera estar muerto. Dieron por supuesto, y en ocasiones afirmaron abiertamente, que seguía vivo.
¿Cómo explicar este extraordinario cambio de opinión? Es imposible saberlo con certeza, pero hay algunos datos sugerentes. Para descubrirlos debemos centrarnos no en Berlín ni en ninguna otra oficina secundaria, sino en el centro de la ortodoxia rusa: Moscú.
Durante todo ese tiempo, incluso cuando los rusos estuvieron a punto de anunciar en Berlín la muerte de Hitler, en Moscú Stalin afirmaba tajante que estaba vivo. A primeras horas de la mañana del 2 de mayo, antes de que los rusos entraran en la cancillería del Reich, la agencia de noticias oficial rusa, Tass, afirmaba que la declaración por radio de los alemanes acerca de la muerte de Hitler era «un nuevo truco fascista». Y a continuación añadía: «Al difundir la noticia de la muerte de Hitler, es evidente que los fascistas alemanes están preparando el terreno para que Hitler desaparezca de escena y pase a la clandestinidad».28 El 26 de mayo, cuando los rusos todavía recopilaban y asimilaban datos en Berlín, Stalin, en el Kremlin, dijo a Harry L. Hopkins, representante del presidente norteamericano, que creía «que Bormann, Goebbels, Hitler y posiblemente Krebs habían escapado y permanecían ocultos».29 Esta declaración difícilmente se podía basar en las pruebas obtenidas en Berlín, donde hacía tiempo que se había encontrado e identificado el cadáver de Goebbels, en palabras de los rusos, «sin ningún género de dudas». Parece por tanto un prejuicio personal de Stalin que quería creerlo así, o lo decía simplemente para que los demás lo creyesen. De nuevo, el 6 de junio, mientras los oficiales del estado mayor de Zhúkov aseguraban a los de Eisenhower que habían descubierto, exhumado e identificado científicamente el cadáver de Hitler, Stalin, en Moscú, repetía a Hopkins que no solo no tenía pruebas de la muerte de Hitler, sino que «estaba seguro de que seguía vivo».30 Tres días después, Zhúkov cambió su parecer públicamente. Stalin se mantuvo en el suyo. El 16 de julio se desplazó a Berlín para la Conferencia de Potsdam. Allí, sorprendió al secretario de Estado norteamericano, James F. Byrnes, diciendo que creía que Hitler estaba vivo, probablemente en España o Argentina.31 El almirante Leahy, representante del presidente Truman, también tomó nota de la observación. «Con respecto a Hitler —escribe—, Stalin repitió lo que había dicho a Hopkins en Moscú. Creía que el Führer había huido y se ocultaba en algún lugar. Dijo que tras una cuidadosa investigación no se había descubierto ninguna pista de los restos de Hitler ni ninguna otra prueba positiva de su muerte.»32 Diez días después insistió en que su opinión no había cambiado.33
Ante esta evidencia, es inevitable concluir que durante su estancia en Berlín, Zhúkov fue rectificado desde Moscú: en algún momento, entre el 5 y el 9 de junio, recibió la orden de renunciar a su creencia, basada en la evidencia, de que Hitler estaba muerto y sustituirla por la opinión de Stalin, derivada de algún otro motivo, de que estaba vivo, «en la clandestinidad... posiblemente con el general Franco».34 La credibilidad de esta conclusión se apoya en el hecho de que precisamente por esas fechas Andrei Vishinski, el primer vicecomisario soviético de Asuntos Exteriores, llegó a Berlín procedente de Moscú evidentemente para poner a Zhúkov en su sitio. El 5 de junio, en Berlín, Eisenhower había notado que «Zhúkov parecía poco dispuesto a responder a ninguna pregunta sin antes consultar con Vishinski». Dos días después, Hopkins, a quien Stalin acababa de decir en Moscú que «Zhúkov tendría muy poco poder de decisión sobre los asuntos políticos de Berlín», observó que Vishinski «estuvo hablando al oído de Zhúkov durante toda la conversación». El 9 de junio, cuando Zhúkov declaró que después de todo Hitler podría estar vivo, Vishinski estaba junto a él; y al día siguiente, cuando Zhúkov viajó a Frankfurt y comunicó a Eisenhower su nueva teoría, Vishinski lo acompañaba. Allí Zhúkov, en presencia de Vishinski, pronunció un discurso haciendo hincapié en el deber del soldado de obedecer al político; una teoría que parece haber modificado posteriormente. No hay duda de que en esos momentos, según explicó Hopkins a Eisenhower, «el gobierno ruso se proponía controlar totalmente al general Zhúkov». Meses más tarde, Zhúkov —a quien sus enemigos alemanes consideraban el más competente de los generales rusos— fue trasladado de Alemania y prácticamente exiliado; primero como comandante en jefe de la defensa nacional rusa; a continuación, y para su vergüenza, como gobernador militar en Odesa: un exilio del que únicamente regresó —y lo hizo con cierto éxito— tras la muerte de Stalin.35
¿Por qué Stalin rectificó de este modo a Zhúkov, y sustituyó la «casi segura» y al menos legítima conclusión de que Hitler estaba muerto por la afirmación categórica de que estaba vivo? ¿Por qué necesitaba silenciar las pacientes investigaciones de los oficiales rusos en Berlín, sus interrogatorios, exhumaciones e identificaciones? ¿Por qué rechazó aceptar de sus aliados occidentales pruebas que quizá hubieran resuelto de una vez el asunto si existía auténtica duda?36 ¿Consideraba acaso que la muerte o supervivencia de Hitler era una cuestión «política», es decir, juzgó políticamente necesario, cualquiera que fuese la evidencia, sostener públicamente que Hitler, lejos de haber tenido una muerte heroica en su destruida capital, se había escabullido y permanecía oculto? ¿Temía quizá que la confesión de la muerte de Hitler, en caso de un resurgimiento del nazismo, daría lugar a la generalización de peregrinajes, santuarios y reliquias, que a su vez provocarían posteriores cruzadas antibolcheviques? ¿Temía el poder político de algunos generales rusos y por tanto decidió quitarles el control sobre esta cuestión «política»? El trato que dio a Zhúkov, al igual que su adopción del título de generalísimo, sugiere que desconfiaba de ellos; y los sucesos que tuvieron lugar después de su muerte, cuando los líderes del Ejército Rojo en general y Zhúkov en particular se vengaron con su sucesor y su partido «georgiano» en Rusia, sugieren que existía un enfrentamiento real entre ellos. Posiblemente —cuando recordamos los estrechos y recónditos frentes en los que se desarrollaban las luchas internas de los bolcheviques—, la cuestión de la muerte de Hitler, y la teoría oficial sobre ella, fuera el símbolo de otras tensiones más profundas en el panorama político ruso. ¿O acaso Stalin preparaba un nuevo garrote con que sacudir a su bestia negra, el general Franco?37 ¿O todo esto es un análisis demasiado complicado? ¿No podría ser que Stalin estuviera simplemente equivocado, y su irreflexivo dogmatismo se convirtiera en una verdad necesaria gracias al sencillo mecanismo del poder ideológico? No podemos excluir esta posibilidad. En 1945 Stalin ya era, según su propia visión, el mejor hombre de Estado, el mejor estratega, el mejor filósofo del mundo, el padre y maestro de la humanidad; y gracias a la amplia jerarquía de obedientes pelotilleros sobre los que mandaba, sus observaciones más simples acababan siendo verdades infalibles, ante las cuales debía inclinarse y retirarse cualquier evidencia inconveniente. Es bastante probable que, sin ningún propósito concreto, Stalin declarara que Hitler seguía vivo y que la burocracia de la tiranía ideológica convirtiera estas palabras casuales en un dogma. En todo caso, el dogma prevaleció. Los rusos en Berlín conocían las pruebas en su contra. Para ellos era un dogma difícil de sostener y, sin embargo, imprudente rechazarlo. En tales circunstancias su mejor política era el silencio. Ahora comprendo lo molesto que debió de ser para ellos cuando, en respuesta a su silencio, sus aliados occidentales se ofrecieron a ayudarlos para conseguir lo que menos deseaban: más pruebas.
No obstante, el dogma no duró para siempre. En 1950, cuando se publicó la segunda edición inglesa de mi libro, su dominio permanecía intacto, al menos en público. Pero entretanto, en Rusia, se estaba preparando discretamente el terreno para un cambio. En 1949 se inició el rodaje de un nuevo «documental» en color. En junio de 1950 se estrenó en el sector ruso de Berlín. El título era La caída de Berlín.38 Estaba producido por M. Chiaureli, y su principal característica era una veneración incesante, servil y repugnante a Stalin, quien por entonces seguía vivo y disfrutando la última etapa de su apoteosis en la tierra. Pero en un aspecto el documental se desviaba de la ortodoxia estalinista previa. Ya no se representaba a Hitler huyendo a España o Argentina, sino suicidándose en el búnker de la cancillería; en esencia, como se narraba en mi libro.
¿Qué había sucedido para que se produjera este repentino e injustificado cambio de opinión en Rusia, esta nueva y súbita inversión en la línea del partido? Los interrogatorios a los prisioneros recién llegados de Rusia proporcionan algunas pistas para resolver este problema. Después de la inversión del 9 de junio, todo el escenario, los actores y el attrezzo se trasladaron de Alemania a Rusia. Para finales de agosto todos habían llegado; incluida, al parecer, la figura central del drama: los restos calcinados y descompuestos del Führer.39 Los testigos, que previamente habían sido prisioneros del Ejército Rojo, tenían ahora la clasificación de prisioneros políticos, y como tales se hallaban concentrados en la prisión Lubianka de Moscú, pero no les estaba permitido comunicarse entre ellos. Allí se encontraban Baur, Rattenhuber, Mengershausen, Echtmann, Linge, Guensche y otros. Se los conocía como «el grupo de la cancillería del Reich». Y ahora, una vez recompuesto el escenario, fueron de nuevo interrogados separada y sistemáticamente. Les hicieron escribir el relato completo de sus experiencias durante los últimos días del Berlín nazi. Repitieron cansadamente los hechos que ya habían relatado en Alemania. Durante mucho tiempo no les creyeron. Los rusos acusaban a Baur —el piloto de Hitler— de haber trasladado en avión al Führer, o de haber dispuesto su vuelo, a algún lugar seguro fuera de Berlín. ¿Acaso no estaba ahora en España o Argentina? Acusaban a Rattenhuber —responsable de la seguridad de Hitler— de haber preparado su fuga secreta a bordo de un submarino hasta Argentina. Siempre hablaban de España o Argentina, al igual que Stalin en mayo de 1945. En cierta ocasión, cuando Rattenhuber había repetido la misma historia por enésima vez, el interrogador le dijo: «Vamos, déjese de patrañas y cuéntenos la verdad». Por último, tras casi un año de interrogatorios, Baur al menos tuvo la impresión de que la incredulidad de sus captores empezaba a aflojar. Entonces, en el verano de 1946, se representó una nueva escena en esta lenta y persistente comedia rusa.
Repentinamente, reunieron al grupo de la cancillería del Reich y los sacaron de la prisión. Sin mediar ninguna explicación los subieron a un tren y después a un avión. Al aterrizar vieron que estaban en Berlín. Fueron llevados a la cancillería, y allí, en el escenario original, se les hizo representar toda la escena de la muerte, la cremación y el entierro de Hitler.40 Al parecer, este macabro incidente satisfizo por fin a los rusos. En un momento dado, mientras estaban en Berlín, incluso prometieron a Baur y a los demás mostrarles los restos mortales del Führer; pero esta promesa nunca llegó a cumplirse. Después, una vez convencidos de las conclusiones, los rusos se dispusieron a hacer desaparecer las pruebas. Trasladaron a los prisioneros de vuelta a Rusia y los dispersaron por distintas prisiones: algunos al Ártico, otros a los Urales; devastaron la cancillería, volaron el búnker con explosivos de alta potencia. En cuanto al cuerpo de Hitler, cuya cremación había dispuesto él mismo para que no cayera en manos de los rusos y pudieran deshonrarlo, ellos trataron a su vez de ocultarlo para que los alemanes no lo hicieran objeto de veneración. Tres años después, un prisionero alemán, conducido desde los Urales a la prisión Lubianka, al que preguntaron si podía reconocer una fotografía de los cadáveres carbonizados de Hitler y Eva Braun, fue incapaz de dar una respuesta afirmativa. Para ello, dijo, tendría que ver los cadáveres en persona. «Entonces ¿no cree que los cuerpos estén en Moscú?», preguntó el interrogador. El prisionero admitió que así era. Y entonces le dijeron: «El cadáver de Hitler está mejor custodiado por nosotros que bajo la puerta de Brandeburgo en Berlín. Los muertos pueden ser más peligrosos que los vivos. Si Federico el Grande no hubiera sido enterrado con tanta pompa en Potsdam, los alemanes no habrían iniciado tantas guerras en los dos últimos siglos. Los alemanes adoran a los mártires».41 Pero a este mártir no lo tendrían. A pesar de que la información posterior ha alterado los antecedentes circunstanciales, mi observación original sigue siendo cierta: «Al igual que Alarico, enterrado en algún lugar secreto bajo el lecho del río Busento, el destructor moderno de la humanidad jamás será descubierto».
Así pues, tras un largo período de incredulidad y a pesar de los prejuicios oficiales, los rusos aceptaron por fin la verdad sobre los últimos días de Hitler sustancialmente tal y como la relato en mi libro. Sus métodos y fuentes fueron distintos; su investigación totalmente independiente; y llegaron a regañadientes a sus conclusiones. Pero estas coinciden con las mías. Esta concordancia, en tales circunstancias, me parece el mejor apoyo que podría desear, si en efecto necesitara alguno, para las conclusiones que ya había alcanzado mediante métodos racionales. No pasará mucho tiempo antes de que esta evidencia convenza incluso a los tribunales alemanes, que aún en mayo de 1956 dudan en declarar muerto a Hitler.42
He dicho que la versión rusa es «sustancialmente» igual a la mía, porque debo admitir que discrepamos en un pequeño detalle. Tanto en sus primeras confesiones como en el documental posterior, los rusos sugerían que Hitler se había suicidado ingiriendo veneno. El 5 de junio de 1945, los oficiales del alto mando de Zhúkov declararon que, tras el examen del cadáver de Hitler, los médicos rusos habían establecido su muerte por envenenamiento. En el documental, Hitler aparece tragándose una cápsula de veneno. Por otra parte, yo he declarado que se pegó un tiro en la boca. Dado que los rusos tenían el cadáver de Hitler y yo no, ellos estaban en una posición más favorable para determinar la causa de la muerte. Pero ninguna de sus declaraciones ha sido contundente, razonada ni siquiera circunstancial. Sus primeras declaraciones, anteriores al 9 de junio de 1945, fueron extraoficiales y de segunda mano: en algunos aspectos eran totalmente incorrectas —al menos en la forma en que se relataron—; y su documental no era más que propaganda descarada llena de inexactitudes tendenciosas: no es en modo alguno documentación científica. En estas circunstancias, tal vez sea mejor retroceder hasta sus imprecisas declaraciones y volver a examinar las pruebas disponibles.
El primer testigo que estuvo disponible en 1945 fue Erich Kempka, el chófer de Hitler. Había huido de Berlín y había sido capturado por los norteamericanos. Al ser interrogado declaró que inmediatamente después de la muerte de Hitler, Guensche, que había examinado el cadáver, le dijo que el Führer se había pegado un tiro en la boca. Esto, por supuesto, es información de segunda mano; pero Kempka añadió que después de llevar el cadáver de Eva Braun al exterior para su cremación, él mismo entró en la «sala de la muerte» y vio en el suelo dos pistolas, una Walther 7.65 y una Walther 6.35. Siete meses después, esta información fue confirmada y completada por el jefe de las Juventudes Hitlerianas, Artur Axmann, que había estado oculto en los Alpes bávaros y por lo tanto no había tenido contacto con Kempka. Axmann declaró que había sido uno de los que entraron en la «sala de la muerte» inmediatamente después del suicidio de Hitler. «Al entrar, vimos al Führer sentado en un pequeño sofá, Eva Braun a su lado con la cabeza apoyada en su hombro. El Führer estaba ligeramente inclinado hacia delante y todos nos dimos cuenta de que estaba muerto. La mandíbula le colgaba floja y había una pistola en el suelo. Por ambas sienes le corrían hilillos de sangre y la boca también estaba ensangrentada, pero no había muchas salpicaduras alrededor... Creo que Hitler se tomó primero el veneno y a continuación se pegó un tiro en la boca, y que la conmoción cerebral producida por el disparo explica la sangre en las sienes del Führer.»
Tales eran los datos de que disponía en 1946. Ahora están complementados por la información de Linge y Mengershausen, quienes no tuvieron ocasión de confabularse con Kempka o Axmann, dado que habían pasado la década intermedia en prisiones rusas. Linge es un testigo de primera mano: él también entró en la «sala de la muerte» inmediatamente después del suicidio de Hitler, y también fue él quien llevó el cadáver al jardín. Según él, cuando entró en la habitación, «allí estaba el cadáver de Adolf Hitler, en el sofá, casi erguido. En la sien derecha había un pequeño agujero, del tamaño de un marco de plata alemán, y un hilillo de sangre se deslizaba lentamente por su mejilla». Tras esta declaración, que confirma exactamente todo el relato de Axmann, Linge corrobora los detalles dados por Kempka: «en el suelo había una pistola, una Walther 7.65, que le había caído de la mano derecha. A un metro más o menos había otra pistola calibre 6.35».43 A esto hay que añadir la declaración de Mengershausen, quien afirma que cuando le mostraron el cadáver de Hitler casi un mes más tarde, la cabeza presentaba un agujero de bala en la sien. Mengershausen señala que a partir del estado de la cabeza cuando la examinó, piensa que Hitler se disparó en la cabeza y no en la boca como yo había escrito. El agujero en la sien le pareció el de entrada de una bala, no el de salida. Según él, si Hitler se hubiera disparado en la boca la presión del aire habría destrozado las mandíbulas, que sin embargo estaban intactas. No tengo los conocimientos suficientes para juzgar esta cuestión, y los expertos que consulté me dieron respuestas tan distintas que me contentaré con dejarla en el aire. Pero las pruebas demuestran que si bien Hitler pudo haber ingerido veneno,44 según las conjeturas de Axmann, está claro que se suicidó pegándose un tiro.45
En efecto, esto es lo que cabía esperar de un hombre de su naturaleza. A Hitler le gustaba recordar, y demostrar, que era un soldado. Le gustaba aleccionar a sus generales, de los que desconfiaba, acerca del comportamiento correcto de un auténtico soldado alemán. Ya dos años antes había dejado muy claro en qué consistía este deber. Fue en febrero de 1943, cuando le llegó la noticia de que el mariscal de campo Paulus se había rendido en Stalingrado. Al oír la noticia, Hitler se puso fuera de sí y soltó a sus generales una diatriba al respecto. ¿Por qué había hecho mariscal de campo a Paulus en el último momento? ¿Por qué si no para demostrar que su Führer lo honraba a su muerte? Porque por supuesto esperaba que Paulus y sus comandantes se suicidaran. Deberían haber «cerrado filas, formado un parapeto, y haberse suicidado con sus últimas balas». ¿Por qué no suicidarse? Gritó amenazador: «Es el camino que todo hombre debe seguir en algún momento». Hasta en tiempos de paz, «en Alemania entre dieciocho mil y veinte mil personas al año deciden suicidarse, incluso sin estar en semejante posición». ¿Cómo se puede excusar a un dirigente de la guerra derrotado? «Cuando se pierde el control, lo único que uno puede hacer es admitir que no domina la situación y pegarse un tiro.»46 En abril de 1945, Hitler reconoció que se enfrentaba a su Stalingrado particular. No creo que hubiera dejado de seguir al pie de la letra su propio precepto. Sin duda habría elegido la muerte formal del soldado: con una pistola.
Entonces ¿por qué los rusos eliminaron la pistola de su versión acerca de la muerte de Hitler? Existe una explicación perfectamente racional que, aunque simple conjetura, podría ser cierta. Los rusos podrían querer ocultar el modo en que se suicidó Hitler precisamente por la misma razón que él lo escogió: porque era la muerte que elegiría un soldado. Yo mismo sospecho que esta fue la razón. Después de todo, está en la línea de sus costumbres. A lo largo de la historia, muchas tiranías del espíritu han tratado de aniquilar filosofías derrotadas pero peligrosas mediante categóricas ejecuciones públicas: la horca, el tajo, los sanguinarios descuartizamientos exhibidos in terrorem populi. Pero tales liquidaciones espectaculares, por muy efectivas que fueran en la época, a posteriori suelen producir mitos: existen reliquias de los muertos y peregrinaciones a los lugares de ejecución. Los bolcheviques rusos prefirieron por tanto un método en general menos enfático: sus enemigos ideológicos han caído en el olvido en anónimas tumbas y fechas inciertas, y no quedan reliquias suyas para posterior veneración. Ya he sugerido antes que fue por esta razón, y conforme a esta filosofía, que ocultaron las circunstancias de la muerte de Hitler, escondieron sus restos y destruyeron el escenario de su suicidio y de su funeral nórdico. Podría ser que cuando este encubrimiento total resultó imposible y decidieron admitir los hechos, hubo uno que pensaron sería oportuno alterar. La muerte del soldado quizá resultara heroica a ojos de los alemanes. El suicidio con veneno habría parecido a los rusos una versión más conveniente.
En tal caso, surge una interesante cuestión general. Yo escribí este libro también, en primer lugar, por exactamente la misma razón que hizo que los rusos lo desaprobaran: para impedir (en la medida en que este medio puede hacerlo) el renacimiento del mito de Hitler. De este modo, parecería que en esta cuestión los rusos y nosotros buscábamos exactamente el mismo fin con medios diametralmente opuestos: ellos eliminando pruebas, nosotros publicándolas. Es discutible cuál de los dos métodos es más efectivo. Solo diré que personalmente creo en el mío. Porque ¿cuándo la represión de la verdad ha evitado el nacimiento de un mito si se necesitaba uno? ¿Cuándo la falta de reliquias auténticas ha evitado el descubrimiento de otras falsas en el momento que se han necesitado? ¿Cuándo la incertidumbre acerca de un sepulcro auténtico ha evitado la peregrinación a otro falso? Y además, si lo he descrito correctamente, en el razonamiento ruso hay una implicación algo siniestra. Si temen la verdad, ¿no parece que crean en su poder: que el dominio de Hitler fue realmente inspirador, que su fin fue en verdad glorioso, y que el secreto es necesario para evitar que se extienda esta visión? Es una visión que yo no comparto. En mi opinión, y quizá yo tenga una confianza demasiado inocente en la naturaleza y la razón humanas, el dominio de Hitler fue tan funesto, su carácter tan detestable, que nadie puede acabar sintiendo admiración por él al leer la verdadera historia de su vida o de su melodramática y cuidadosamente dirigida muerte.
Porque resulta evidente para mí que los últimos días de Hitler fueron una obra teatral meticulosamente puesta en escena. Hitler no eligió esta forma de morir tan solo porque deseara evitar un juicio público, u ocultar su cadáver de los rusos. Toda su historia previa había sido conscientemente teatral, quizá incluso operística; y hubiera sido contrario a su forma de pensar terminar semejante carrera con un final insípido o chapucero. Mucho antes, durante su época triunfal, a menudo había declarado que la única alternativa satisfactoria a la apoteosis era el aniquilamiento espectacular: al igual que hizo Sansón en Gaza, él perecería sepultado bajo los templos de sus enemigos. Incluso llegó a indicar —mucho antes de pensar siquiera en la derrota— el método ideal para morir. En febrero de 1942 señaló: «En pocas palabras, si uno no tiene una familia a quien legar su casa, lo mejor sería morir quemado en ella con todo su contenido; ¡una magnífica pira funeraria!».47 Poco pensó, en esos meses triunfales, que pronto estaría siguiendo al pie de la letra su propio precepto. Afortunadamente, llegado el momento tenía junto a él al hombre esencial, el empresario del movimiento nazi, Joseph Goebbels, quien durante veinte años ideó el decorado, el acompañamiento y la publicidad de este espantoso melodrama wagneriano. El 27 de marzo de 1945, el ayudante de Goebbels, Rudolf Semler, anotó en su diario los preparativos para este último acto. «Goebbels ha convencido a Hitler de que no abandone Berlín. Le ha recordado el juramento que hizo el 30 de junio de 1933. Esa noche, Hitler le había dicho a Goebbels en la cancillería del Reich: “Nunca saldremos de este edificio por nuestra propia voluntad. Nada en el mundo nos obligará a abandonar nuestra posición”. Ahora se están haciendo todos los preparativos para la verdadera “escena del crepúsculo de los dioses”.»48 Mi libro es la historia de esta escena tan meticulosamente preparada. También es la prueba de su experta dirección. Pero este melodrama tan bien escenificado, ¿suscita respeto o inspira emulación? Le corresponde al lector decidirlo. El futuro lo dirá.