
Hay ciertos días en que el pasado parece más lejano y desvaído. Días como este, en el que recorro las callejuelas empinadas y candentes de Capri en busca de un poco de paz entre el barullo de mis pensamientos. Días en los que me pregunto si lo habría podido hacer mejor, prestar más atención, cambiar el curso de los acontecimientos.
Es un enorme error teorizar en el vacío. Sin darnos cuenta, empezamos a deformar los hechos para adaptarlos a las teorías, en vez de ser a la inversa.
Estas palabras no son de mi cosecha, aunque se adaptan perfectamente a lo que siento en estos momentos. Fue Sherlock Holmes quien me las dijo hace mucho tiempo, y acabo de encontrar estas frases en el librito encuadernado en tafilete que contiene todos los relatos del doctor Watson sobre el gran detective. Las he subrayado a lápiz, como si esa marca en grafito pudiese grabar de una forma más clara en mi mente las palabras de quien, para bien y para mal, fue mi mentor. De todos los consejos que me dio, tal vez sea este el más valioso. Y al que menos caso le he hecho.
Incluso ahora, cuando arrecian en Europa vientos bélicos y los ingenuos pronósticos de una guerra relámpago avivan el entusiasmo de los contendientes, prendiendo hogueras que difícilmente se apagarán en breve, paso revista a mis acciones y trato de comprender cuándo y cómo habría podido dar un giro.
Pero la verdad es que quizá ya lo haya hecho.
Esperar nunca ha sido mi punto fuerte, por lo que vago por la isla como un fantasma, vestida con ondeantes prendas blancas que me ayudan a afrontar el fiero sol del Mediterráneo. Ni siquiera llevo sombrero y tengo el rostro oscurecido y salpicado de pecas. Los niños del lugar, que al principio me miraban con distanciamiento y recelo, ahora corren a mi lado cuando paso y me dedican grandes sonrisas. A mí me gustaría llenarme los bolsillos de caramelos y regalárselos cada vez que los veo, pero no sería una buena idea. No quiero que se fíen de mí, de una desconocida que ni siquiera habla su idioma. En estos tiempos hay que tener siempre mucho cuidado con saber quién es amigo y quién enemigo.
Pero ¿acaso no ocurre en cualquier época?
Yo tendría que haberlo comprendido antes, así quizá las cosas habrían marchado de una manera distinta. Sobre todo con Sherlock. Y con Billy. Pero ahora no puedo más que repasar recuerdos intentando sacarlos de los cajones de la memoria sin que se rompan o se arruguen, como ropas ajadas por haberlas usado demasiado. Y, al igual que la ropa muy usada, algunos son increíblemente cómodos. Me encanta envolverme en ellos, saborear cada instante, revivirlos a fondo, olfatear su olor. Como los olores a madera, a cuero, a chocolate y a fuego de la chimenea que me retrotraen veinte años, a la fonda King’s White Horse, donde pasamos una inolvidable Navidad. El sol abrasador de Capri desaparece de repente y vuelvo a ver la nieve, muchísima nieve rodeándonos y atenuando los ruidos, cubriendo el mundo con un manto acolchado.
Y pensar que aquel viaje no estaba en absoluto planeado…
—¿Qué podríamos regalarle a Sherlock? —preguntó Irene en Piccadilly Circus, mirando a todas partes.
Desde los desafortunados acontecimientos del verano cuando, durante una lluvia terrible, un vehículo que circulaba a toda velocidad nos había ensuciado con el barro de un charco, no habíamos puesto el pie en aquel elegante barrio. Pero la Navidad estaba a las puertas, e Irene había decidido arrastrarme a una tarde de compras en busca de regalos. Aquella vez nos acompañaba Billy Gutsby, nuestro mayordomo para todo, que a esas alturas considerábamos uno más de la familia y que en aquella ocasión concreta mi madre había reclutado para que nos echara una mano con los paquetes. Paquetes que, no obstante, por culpa de nuestros titubeos en la elección de regalos, tardaban en materializarse.
—¿Algo para sus abejas? —aventuré dubitativa. No conseguía imaginarme nada que pudiera interesar a nuestro famoso investigador Sherlock Holmes que no fuese un caso misterioso que resolver o sus amadas abejas, a las cuales se dedicaba completamente desde que había decidido retirarse.
—Me temo que ya lo tiene todo para la apicultura, si es que el laborioso Cullycutt logra tener listo el refugio invernal para las colmenas tal como el señor Holmes lo ha proyectado en vista de la tan anunciada nevada.
Hacía días que los periódicos anunciaban una inminente nevada, y Sherlock se había apresurado a preparar un cobertizo de madera para las colmenas.
Irene sonrió divertida y comentó:
—Si es que el mal carácter de Sherlock no lo ha hecho huir en cuanto ha puesto el pie en Briony Lodge…
Billy también sonrió, con un centelleo astuto en sus ojos azules.
—Cullycutt es un jovencito de inagotables recursos.
—Entonces, está en buena compañía —replicó Irene lanzándole una mirada a Billy.
Solo habían pasado unos meses desde que el joven se había presentado en nuestra puerta. Lo había enviado la agencia a la que había recurrido mi madre adoptiva para encontrar personal de servicio. Pero, en esos pocos meses, Billy había sabido demostrar que era más que un mayordomo: era un experto en buenos modales, impecable en cualquier situación, pero también tenía útiles y fiables conocimientos de la working class urbana. No se asustaba ante nada y era capaz de conservar su aplomo en toda clase de circunstancias, desde una recepción importante hasta la frenética caza de un asesino. Y quizá aún más remarcable era que nuestro Billy conseguía llevarse bien con Sherlock, soportaba sus cambios de humor y la falta de templanza de su carácter. Enseguida habíamos comprendido que ya no podríamos prescindir de él.
Yo, con certeza, no podría…
Solo de pensarlo me sonrojé y disimulé mi repentina vergüenza con una tosecilla. No, no era por sus ojos azules y aquel cabello negro siempre perfecto, me dije mintiéndome solo un poquito a mí misma. Durante el verano, Billy se había convertido en mi confidente, la única persona a la que le había revelado un asunto que para mí era motivo de angustia.
Me llevé la mano al bolsillo de la falda, donde me había guardado las dos extrañas cartas que había recibido en verano. Un temor irracional me obligaba a llevarlas conmigo a donde fuera para impedir que Sherlock las encontrara, en el caso de que hubiera empezado a dudar de mí. Por mucho que me esforzara, no lograba comportarme de una manera totalmente normal con él. No después de que el misterioso autor de las misivas, cuya identidad aún me era desconocida, hubiese insinuado que había sido Holmes quien había matado a Godfrey Norton, el difunto marido de Irene, del cual mi madre adoptiva nunca me había hablado. Sherlock, naturalmente, había intuido que algo agitaba mi ánimo, pero Billy había sostenido que era normal en una chica de mi edad… y la misoginia de Sherlock había hecho el resto, logrando que se convenciera de que en el fondo aquella debía de ser la explicación de mi extraño comportamiento.
Habían pasado unos meses y no había recibido ninguna carta más del misterioso informador. De vez en cuando, yo me decía que debía olvidarme de todo, quemar las dos misivas que tenía en mi poder y dejar atrás lo que seguro que no eran más que calumnias de un desequilibrado. Pero luego… Luego algo, todas las veces, me frenaba antes de hacerlo. Algo como la molesta sensación de estar rehuyendo un desafío. Y entonces volvía a leer y releer aquellas odiosas líneas, como si…
—¿Y qué piensas tú, Mila? —se coló la voz de Irene entre mis pensamientos.
—¿Eh? —pregunté mientras me veía reflejada en el escaparate de los grandes almacenes Fortnum & Mason.
—Hoy tienes la cabeza en las nubes —comentó mi madre—. Estamos buscando a la desesperada un regalo de Navidad adecuado para Sherlock, ¿recuerdas? Y, francamente, para el de Arsène tampoco tengo ni la menor idea —añadió abriendo cómicamente los brazos, como si estuviese a punto de rendirse ante aquel enemigo llamado Navidad.
—¿Alguna prenda de vestir? Él adora la elegancia —reflexioné.
—Es lo que estábamos comentando hace unos instantes, pero… —dijo Billy.
—Pero es demasiado banal —concluí yo, y mis dos compañeros asintieron.
—El hecho es que esta es nuestra primera Navidad juntos después de tantos años y no quisiera hacerles un regalo cualquiera —explicó Irene, y su habitual expresión de seguridad se resquebrajó por un instante y dejó traslucir una leve ansiedad.
Le sonreí comprensiva. Mi madre adoptiva era una mujer excepcional. Había llevado una vida ajena a las normas, había sido espía y aventurera, nada podía detenerla, pero la afección era su punto débil. En particular con Arsène y Sherlock, que habían sido sus mejores amigos en los años de la adolescencia y a los que había tenido que abandonar precipitadamente. Ahora que se habían reencontrado y hecho las paces tras cincuenta años de distanciamiento, era comprensible que quisiera recuperar el tiempo perdido.
Miré a mi alrededor en busca de inspiración. En el escaparate de Fortnum & Mason, una espectacular decoración navideña reproducía un paisaje nevado, con su pequeño trineo y sus casitas iluminadas por minúsculas velas. Pese al olor penetrante de la contaminación londinense, casi me pareció percibir el aroma a resina y canela que asociaba a mis Navidades en Estados Unidos. Aquella iba a ser mi primera Navidad lejos de la que había aprendido a considerar mi patria, y por un momento me sentí perdida. De nuevo estaba cambiando de vida, de costumbres, incluso de tradiciones…
—¡Eh, acabo de tener una idea! —exclamé de pronto.
—Oigámosla —dijo Irene con una sonrisa esperanzada.
—Si os digo «típica Navidad inglesa», ¿en qué pensáis?
—Christmas pudding y tarta —respondió Billy.
—Chimenea encendida —dijo Irene—. Frío afuera, un poco de nieve, un viejo cottage de madera en el campo…
—Villancicos y trineos tirados por caballos —añadió Billy.
—Mantas escocesas para arroparse, muérdago, chocolate caliente —enumeró Irene, cada vez más inspirada.
—¿Por qué no les regalamos a nuestros amigos… la Navidad? —sugerí, convencida de que era la mejor idea.
—¿En qué sentido? —dijo perplejo Billy.
—Oh, sería maravilloso… si existiese la manera de hacerlo —dijo Irene fascinada por la idea.
—Pues bien, ¡yo creo que esa manera existe! —declaré con una sonrisa misteriosa.
De hecho, antes de sumergirme en mis cenagosos pensamientos había visto algo que me había llamado la atención. Y aquel algo se encontraba colgado en el escaparate de la agencia de viajes Leighton & Baird.