CAPÍTULO 1
ANTECEDENTES
El séptimo hijo de un campesino bananero sin tierra, oriundo de la costa Caribe de Colombia, viaja a Bogotá, la capital del país, donde se convierte en un exitoso abogado laboralista, un congresista popular y, en su madurez, en uno de los fundadores y líderes guerrilleros del movimiento revolucionario M-19.
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Poco antes de las siete de la noche del martes 5 de noviembre de 1985, Andrés Almarales entró a afeitarse el bigote en el baño del pequeño apartamento que compartía con su compañera. Sus objetos personales ya estaban empacados: dos mudas de ropa interior, medias y un par de camisas limpias. La vestimenta era importante para Andrés: tenía clara la intención de estar bien presentado frente a las cámaras de televisión en los días históricos que se avecinaban. María e Iván –hijo del primer matrimonio de Andrés– iban camino al parqueadero a traer el automóvil de Iván. En media hora se encontrarían en una esquina detrás de su edificio para dirigirse al lugar donde los compañeros estarían esperándolo. Allí cambiaría de vehículo y seguiría para encontrarse con el resto de la fuerza de asalto del M-19 en la casa que les servía de escondite y donde pasarían la noche antes de la invasión al Palacio de Justicia la mañana siguiente.
Salvo alguna eventualidad, la suerte estaba echada. Ya era demasiado tarde para dudar. No obstante, todavía recordaba la cuchillada de miedo, la sensación de vacío en el estómago cuando Álvaro Fayad, comandante supremo del M-19, le había hablado de su plan de tomar como rehenes a los miembros de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado dentro del Palacio de Justicia, además de pedirle que participara en el asalto. Había sido incapaz de negarse. Fayad le explicó que el M-19 necesitaba de su presencia allí, porque su reputación y su idoneidad como el más importante estadista de la organización serían decisivos en el desarrollo de la acción política más ambiciosa que ningún movimiento revolucionario colombiano hubiera intentado jamás. La operación del Palacio de Justicia requería del peso y la respetabilidad de los mejores cerebros legales y políticos del M-19 –había dicho Fayad–, porque una vez los guerrilleros capturaran y aseguraran el edificio, el éxito de su empresa dependería de la habilidad y la sofisticación de sus abogados y representantes. Todo el mundo sabía que Andrés Almarales era uno de los mejores negociadores, y el M-19 y la nación lo necesitarían para liderar las posteriores conversaciones con el Gobierno.
Por eso Andrés había dicho que sí, a pesar de que cada instinto de su ser le indicaba que la idea estaba condenada al fracaso. Pero se rehusaba a seguir la voz de alerta de su cabeza. Esa voz –se decía– no es más que la cobardía inaceptable de un hombre que envejece. Y fuera lo que fuera, Andrés Almarales no era cobarde. Era un berraco, un revolucionario, un comandante del M-19. Y aunque a veces se sintiera como el abuelo de esos jóvenes a quienes les brillaban los ojos ante la perspectiva de un enfrentamiento cinematográfico con el Gobierno colombiano, en realidad él sí tenía una misión crucial en este asunto. Los compañeros lo necesitaban. La causa a la que había dedicado toda su vida lo necesitaba.
Además, nunca lo puso en duda. Ni siquiera había tratado de jugar el papel de abogado del diablo porque sabía que Fayad y los demás miembros del Comando Superior no lo iban a escuchar. Cinco meses atrás, cuando había tomado partido contra el rompimiento de la tregua y suplicado a sus compañeros por permanecer dentro del proceso de paz y mantener el diálogo abierto con el Gobierno, fue derrotado en la votación. Ahora estaba de acuerdo, porque no tenía otra alternativa. El M-19 estaba contra la pared y, por primera vez en su vida, Andrés había perdido confianza en su propio criterio. No tenía respuestas. La tregua había sido un desastre. El sueño de un diálogo nacional entre el Gobierno y los rebeldes amnistiados del M-19 nunca se materializó. Las reformas prometidas nacieron muertas. Los líderes del M-19 que habían confiado en el hombre que ocupaba el Palacio Presidencial fueron manipulados y traicionados. En el proceso perdieron a algunos de sus miembros más valiosos, asesinados a sangre fría por los escuadrones de la muerte del Ejército cuando salieron de la clandestinidad. También habían perdido una gran parte de sus seguidores, porque –sin importar cómo se disfrazara el hecho– la amarga verdad era que hasta sus partidarios echaban la culpa del fracaso del proceso de paz al movimiento mismo.
Ahora el M-19 tenía que luchar por su supervivencia política y a nadie se le ocurría una idea mejor. Si las cosas salían de acuerdo con su plan –había dicho Fayad–, después del ataque al Palacio de Justicia el M-19 saldría liderando un país nuevo y transformado. Además, Andrés quería a Fayad. Le gustaba su audacia, su coraje y su locura inspirada. Andrés Almarales no podía defraudarlo, no lo defraudaría nunca.
Mientras se afeitaba su bigote negro, estilo Zapata –que lo había acompañado durante tantos años en los cultivos de plátano de su nativa tierra Caribe–, la cara que le devolvía la mirada desde el espejo, despojada de su característica más distintiva, lucía disminuida, como si hubiera una conexión interna entre la mata de pelo agresiva e incontenible y su ostentosa vitalidad, tan características de su personalidad. El reflejo que ahora lo confrontaba era el rostro de un campesino desarraigado de 53 años, perdido hace ya tiempo en la maleza de la política radical colombiana.
Por lo menos eso fue lo que sostuvieron sus amigos y admiradores más tarde, cuando oyeron las noticias. «Andrés perdió contacto con la realidad de este país», se decían con tristeza, al ver la imagen de la cara desnuda que los miraba, desconsolada, desde las primeras páginas de los diarios nacionales. Eso manifestaron todos sus antiguos compañeros, veteranos de organizaciones de campesinos sin tierra y trabajadores urbanos en las décadas del cincuenta y sesenta; también sus colegas parlamentarios que habían compartido pupitre y escuchado pacientemente su retórica apasionada y algo pasada de moda en el Congreso de los años setenta. Todos sacudían la cabeza con doloroso desconcierto ante su comportamiento irracional y luego seguían con sus asuntos. Ante la prueba incontrovertible de que este ex congresista y abogado laboralista había ayudado a liderar uno de los actos de terrorismo político más absurdos y peor concebidos de la historia reciente, se comentaban entre ellos que Andrés había perdido el norte, que se había vuelto incoherente, en fin, que había enloquecido. Esa era la manera fácil de desechar las razones que lo llevaron a participar en la fatal toma del último símbolo del Estado colombiano que él todavía respetaba: el Palacio de Justicia, sede de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado.
Por ello no habría post mortem dolorosos. Andrés Almarales, sus compañeros de lucha y quienes compartieron el intento frustrado de desarrollar un partido político alternativo, huyeron. Era comprensible; sus propios condiscípulos también habían muerto, víctimas de la represión oficial desatada sistemáticamente durante los últimos treinta años. Las suyas fueron esas «muertes anónimas» cometidas por «asesinos anónimos», esas muertes de «trabajadores humildes» cuyos cuerpos fueron hallados al lado de una carretera y sobre las que casi no se informaba en las páginas de la prensa nacional debido a un «acuerdo de caballeros» fraguado con las autoridades para no alarmar a la ciudadanía. El asesinato anónimo –ese hecho fatídico de la vida cotidiana en Colombia– era un silenciador tanto para los fallecidos como para los que quedaban vivos.
Sólo los más cercanos de Andrés, quienes lo habían amado y conocido íntimamente, se atrevían a hablar del significado de su vida y de su muerte: personas como su esposa Marina, una mujer calmada y reflexiva, aún hermosa en 1986. En ese entonces tenía una modesta vivienda en las afueras de Bogotá, gracias a un empleo burocrático en la Procuraduría. Ella no teme hablar sobre el padre de sus hijos. Para protegerlos se distanció de él a finales de los años sesenta. Pero Andrés no era una persona con quien se pudiera mantener una relación a distancia, y el matrimonio –así interrumpido– se acabó. No obstante, cinco meses después de su muerte en el Palacio de Justicia, y a casi dieciséis años de su separación, ella recordaba su primer encuentro con una emoción tan grande que ni el tiempo ni la zozobra por su incursión final en el campo de batalla equivocado –a favor de una causa condenada al fracaso– pudieron borrar. El día que nos reunimos, Marina Goenaga de Almarales evocó las emociones de una época en la cual las ilusiones de juventud, inspiradas por el ideal de hacer de Colombia un país más feliz, con una sociedad más justa para todos, todavía estaban vivas.
Marina era una joven y atractiva abogada radical, recién egresada de la facultad de Derecho, cuando el minúsculo partido socialista en Bogotá le pidió que ayudara a un joven que languidecía en la cárcel por andar organizando marchas de campesinos desposeídos que protestaban a favor de una reforma agraria en la zona bananera de la costa.
Era –recordaba ella casi treinta años después– como una escena de película. Allí estaba, sentado sobre su ruana en el piso de la celda, acompañado de una admiradora a quien le dirigía discursos sobre sus teorías políticas y sociales. Ese era Andrés. Ese era su cuento. Me anunció que tenía tres días para sacarlo de allí; si no, se iba a escapar.
Marina lo sacó de la cárcel y continuó ayudándole en sus campañas de reforma agraria.
Andrés –dice ella a manera de explicación– tenía una facilidad de palabra extraordinaria; era un educador y un negociador excepcional. Esa era su gran fortaleza. Podía persuadir a la gente de cualquier cosa, incluso a sus enemigos. Si le permitían hablar, podía convencerlos de ver las cosas a su manera. Y lo sabían. Por eso siempre recurrían a la violencia en su contra. Un día, pues, me echó tantos discursos que finalmente le dije, «muy bien, me quedaré y te ayudaré».
Era el año 1957. El lugar: Ciénaga, sitio de la masacre de los huelguistas de las bananeras en 1928 y pueblo que vio nacer a Andrés, el séptimo hijo de un ex trabajador de la United Fruit Company.
Su padre tuvo que huir de ahí para escapar de la persecución a los testigos luego de la masacre. Un año después había participado en la ola de invasión de tierras que asoló la región cuando los campesinos desposeídos y los trabajadores desempleados de las bananeras se tomaron las propiedades abandonadas por la United Fruit Company al retirarse hacia terrenos menos disputados. Andrés nació en 1932 en una finca ocupada ilegalmente y creció a la sombra de esa barbarie tropical, ahora poco recordada por unas gentes que, en realidad, no podrían olvidarlo jamás porque les había trastornado y desfigurado sus vidas para siempre. Desde su más temprana infancia, Andrés era lo que llaman los colombianos un niño «inquieto»; tenía el alma agitada. De chico se rebeló contra el trabajo ingrato del campo y su feroz determinación por educarse llevó a su padre a entregar la finca a sus hijos mayores y regresar con los más pequeños a Ciénaga. Allí, Andrés asistió a la escuela, en una ciudad con calles sin pavimentar, sin acueducto público y con el espíritu destrozado.
Los fantasmas que rondan el agitado medio siglo que abarca la vida de Andrés Almarales son fáciles de identificar: la Ciénaga de 1928; el asesinato 20 años después del gran líder liberal Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá; el sueño de un sindicato independiente lo suficientemente poderoso para crear la base de una tercera fuerza política, destrozado por los primeros escuadrones de la muerte en los años sesenta; las elecciones del 19 de abril de 1970, cuando el candidato a la Presidencia de un movimiento populista, con un millón de votos de ventaja, se dejó sobornar y el candidato del Partido Conservador fue instalado en el Palacio Presidencial por el presidente liberal saliente. Ese día desencadenó la conformación del M-19: M por movimiento, 19 en conmemoración de la fecha de las elecciones robadas; ese día le cerró las puertas a cualquier esperanza de lograr el cambio mediante la política electoral.
Cuando mataron a Gaitán, Andrés cursaba bachillerato, tenía 16 años y desde ese entonces tomó al héroe y mártir asesinado como su modelo. No estaba solo en su devoción por el líder sacrificado. A comienzos de la década de los ochenta, en entrevistas con la prensa colombiana, los líderes del M-19 –en su mayoría niños cuando fue asesinado el líder liberal– señalaron el momento exacto de su despertar político con las palabras: «El día que mataron a Gaitán…».
Como la Masacre de las Bananeras, la muerte de Gaitán es otro hito en la historia nacional del siglo xx. Su impune homicidio el 9 de abril de 1948, perpetuado por «un pistolero desconocido» cuando salía de su oficina a almorzar, produjo, además de motines violentos en Bogotá, la única insurrección espontánea y de carácter nacional en la historia de Colombia. Pero sin líder, la ira y la desesperación que alimentaron la revuelta fueron manipuladas y dirigidas hacia una sangrienta guerra civil entre los seguidores de base de los dos clanes dominantes. Durante nueve años –un periodo conocido simple y gráficamente como La Violencia–, unos 200.000 campesinos pobres, entre liberales y conservadores, se mataron en nombre de pasiones feudales, partidistas, casi religiosas, que nada tenían que ver con las condiciones miserables de sus propias vidas o el futuro de sus niños hambrientos.
En 1953, cuando la dinámica de este desangre indiscriminado amenazaba con adquirir un carácter ideológico al emerger la primera guerrilla de inspiración comunista –los antecesores de la guerrilla campesina de las Farc hoy–, el liderazgo político tradicional se asustó. Entonces, los partidos, los empresarios y la iglesia católica hicieron las paces y enviaron al Ejército a que arreglara las cosas, y siguió el único periodo de Gobierno militar en Colombia: los cuatro años de dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla, quien fue ascendido al poder con el respaldo del establecimiento para aplastar a sus enemigos izquierdistas. Sin embargo, cuando la mezcla de represión y populismo económico, propia de la idiosincrasia de Rojas, se salió del marco de lo que les interesaba, las élites se unieron de nuevo para derrocarlo.
Esta vez no se equivocaron. Los dos partidos tradicionales terminaron su conflicto tribal y partidista para recobrar el poder, lo que reveló la ausencia de cualquier diferencia ideológica. Bajo la apariencia de luchar contra la «tiranía» del general, liberales y conservadores reafirmaron su control mediante un singular acuerdo: con el fin de alternar el poder entre ellos mismos, declararon constitucionalmente ilegales todas las demás fuerzas políticas desde 1958 hasta 1974, para así permitirse rotar cada cuatro años uno de los dos por la puerta giratoria del palacio presidencial. La democracia colombiana había adquirido una novedosa estabilidad sofocante. Este pacto de las élites, conocido como Frente Nacional, terminó la guerra partidista de las décadas anteriores, pero, al criminalizar toda actividad de oposición, llevó a la clandestinidad y a las montañas a una generación de la disidencia política. Dieciséis años de «democracia cerrada» le dieron a Colombia una cosecha de violentos grupos guerrilleros y un Gobierno que actuó bajo permanente estado de sitio.
Para Andrés Almarales, los años del Frente Nacional fueron los más decisivos de su vida. Los pasó con Marina a su lado, en la lucha por una nueva fuerza laboral urbana en Cali. Para 1961, la represión en aumento sumada a la pasividad de los campesinos aún traumatizados por el legado de 1928 llevaron a Andrés y a Marina a abandonar la batalla por la reforma agraria en la costa Atlántica.
«No había esperanza», dice Marina. «Había que ver el terror de los campesinos para creerlo. Eran totalmente incapaces de cualquier confrontación».
Ella describe la escena del día en que la llamaron para ayudar a un grupo de campesinos arrestados por intentar realizar una marcha:
Había como ochenta personas arrestadas y traídas al pueblo por dos policías. Y resultó que estas ochenta personas no cabían en la cárcel, así que las dejaron afuera, en la plaza. Una delegación me pidió que fuera a ver qué se podía hacer por los prisioneros. Entonces fui y al ver la situación les dije que se fueran para sus casas. Pero me contestaron: «No podemos ir a casa, ¿no ve que somos prisioneros?» Estaban allí, sentados en el piso, frente a la cárcel. Entonces les dije: «¿Qué les pasa? ¡Váyanse para sus casas!», y respondieron: «Pero no, doctora, ¿cómo nos vamos a ir si el señor juez y el señor alcalde nos han dicho que nos quedemos aquí?» No había nada que hacer. Sólo sentarse con ellos a reír o a llorar. ¿Esta era la gente con la que íbamos a hacer la revolución?
En los años sesenta, Colombia, como otros lugares, estaba montada en una montaña rusa de conflicto y esperanza. En 1962, Fidel Castro había repelido la invasión norteamericana de Bahía Cochinos; John F. Kennedy había lanzado la Alianza para el Progreso en el hemisferio sur; el Pentágono se involucraba cada vez más con los Ejércitos latinoamericanos en busca de una nueva doctrina continental de seguridad nacional; las multinacionales de América del Norte establecían subsidiarias en Colombia, en ciudades como Cali y Medellín, donde la creciente población de campesinos migrantes, refugiados de la violencia rural de los años cincuenta, les garantizaba a compañías como Coca-Cola y Goodyear un suministro ilimitado de trabajo barato y no sindicalizado. Así que cuando llegó el llamado para ayudar a organizar a estos trabajadores vulnerables y sin educación, Andrés y Marina hicieron maletas y se marcharon a Cali.
Paradójicamente, por entonces el sistema laboral colombiano contaba con unas leyes que, aunque databan de los años treinta, servían de tabla de salvación y ningún gobierno trataba de hacerlas cumplir. Al comienzo de su participación en la política sindicalista, Marina y Andrés descubrieron con rapidez que el movimiento sindical tradicional hacía parte del problema, puesto que era corrupto, reaccionario y servil con la Iglesia, los políticos y los empleadores; los jefes sindicales a la vieja usanza eran incapaces de proporcionar el liderazgo que el momento histórico y sus miembros reclamaban de manera tan urgente.
«Hablábamos un idioma distinto», dice Marina.
Andrés y ella se retiraron a fundar un sindicato independiente. Con rapidez y efectividad, Marina –encargada de la documentación legal– y Andrés –el más apasionado y persuasivo organizador, educador, líder de huelgas y negociador– lograron atraer el apoyo para el naciente sindicato de una gama de pequeños grupos sociales progresistas. Hubo huelgas, incluso huelgas de hambre, y la solidaridad de los trabajadores se mantuvo. De planta en planta hacían firmar contratos que garantizaban seguridad laboral, pensión, salud, incrementos compensatorios al costo de vida y vacaciones pagadas –todas «innovaciones» ordenadas por leyes existentes. El movimiento sindical independiente crecía en fortaleza, educación y números. Se estaba convirtiendo en catalizador para el cambio.
Y entonces comenzó la violencia. Los líderes sindicales tradicionales, al ver que su poder decaía, acusaron al nuevo sindicato de «comunista». Coca-Cola y Goodyear movilizaron sus departamentos legales internacionales y rehusaron entrar en negociaciones; las compañías locales, con el apoyo del Ministerio de Trabajo, trajeron costosos asesores legales desde Bogotá para ayudarles a evadir la ley; se prohibieron las huelgas; se emitieron nuevas leyes que otorgaban protección especial a las empresas públicas y comenzó la represión física. Las huelgas –en ese momento ilegales– se tornaron violentas; el Gobierno llamó al Ejército para disolverlas y reprimir los paros a la fuerza; surgieron los escuadrones de la muerte de las grandes empresas que comenzaron a eliminar objetivos específicos: activistas laborales, organizadores, docentes.
Habíamos progresado demasiado –dice Marina– y estaban decididos a acabarnos […] Hemos debido usar armas para defendernos, o hacer sabotaje industrial y terrorismo, pero no teníamos ni los medios ni la gente.
Al final de los años sesenta, el movimiento sindical independiente había sido aplastado y muchos de los jóvenes colegas de Andrés habían huido de los escuadrones de la muerte para unirse en las montañas al creciente movimiento guerrillero.
Andrés también fue amenazado de muerte en Cali. Sin dinero ni posibilidades, tuvo que irse solo. Marina y él tenían dos niños pequeños y, por su bien, ella se alejó de Andrés y de la turbulencia que, sabía, estaba destinada a acompañarlo a lo largo de su vida. Presintió la participación futura de Andrés en la violencia revolucionaria y decidió tomar distancia antes de que ésta la sepultara a ella y a los niños.
Yo sabía que era inevitable que él terminara junto a la guerrilla –dice, y su voz, casi dieciocho años más tarde, está teñida por la tristeza, el desperdicio y la soledad que su decisión le exigió en la flor de la vida–. Ya en Cali, en los sesenta, lo veía venir, porque ya no era posible luchar legalmente. Si se quiere luchar aquí en Colombia, no hay otra forma que la violencia. ¡Ay! Siempre se puede hacer una oposición estéril en algún grupo pequeño y sentarse a hablar interminablemente de la misma cosa. Pero si se quiere actuar para que haya repercusiones, si se quiere una mayor resonancia, no la hay, no existe otra forma.
El día que Andrés se despidió de su familia fue el más negro de su vida. Se llevó con él la imagen de Marina y los niños diciéndole adiós desde la orilla mientras la barcaza viajaba río abajo hacia la costa, alejándose con la corriente. Era una imagen a la cual, más tarde, se referiría con frecuencia, siempre con un dolor renovado. Aunque su separación no se legalizó sino algunos meses antes de la toma del Palacio, su vida en pareja había llegado a su fin. Cali lo había desmoralizado; estaba acabado. No actuaría sobre lo que había aprendido en su confrontación con los industriales caleños y sus cómplices en el Gobierno y la Policía sino algunos años más tarde. Pero, después de Cali, perdió la tenue fe que tuvo en el Estado de Derecho. Marina tenía razón: esa ciudad cambió a Andrés, lo encaminó por la ruta que habría de terminar en el Palacio de Justicia.
Era necesario otro trauma nacional, una última prueba incontrovertible de que ninguna alternativa legal contra el dominio de las minorías disfrazado de democracia sería permitida, para que Andrés estuviera listo a cruzar la línea y tomar las armas. Después de Cali, no se marchó a las montañas para unirse a la insurgencia, como lo hicieron muchos de sus colegas. Cuando Andrés salió de allí, el Frente Nacional iniciaba sus últimos años deprimentes y, bajo la bandera de la populista Alianza Nacional Popular (AnApo), surgió una nueva fuerza de oposición en cuyas filas se incorporó Andrés. La AnApo atrajo a un grupo de profesionales interesantes, médicos y abogados, periodistas y académicos, artistas, músicos y antropólogos. Eran ambiciosos, descontentos e idealistas. Novatos en el campo de la política, los anapistas representaban una generación que no toleraba su ejercicio a la manera de los viejos partidos; creían que el momento estaba maduro para un rompimiento de fondo; sentían que cabalgaban sobre una ola de activismo radical y populista, y previeron un caudaloso apoyo por parte de las «mayorías» sin representación que arrasaría con el «gobierno de las minorías» –baluarte histórico de «los de siempre». Pero en su prisa y su entusiasmo no lograron identificar la falla fatal en el corazón de su movimiento: el fundador de esta alianza populista –y su candidato a la Presidencia– era nada menos que el otrora desacreditado ex dictador militar, el general Gustavo Rojas Pinilla.
En el mejor de los casos, la AnApo representaba una confusión de ideologías en competencia e intereses personales; en el peor, un conglomerado inescrupuloso de intereses conflictivos, en el cual cada uno utilizaba al otro para lograr sus propios fines. El general le proporcionaba al movimiento una figura reconocida en todo el territorio nacional; su papel de víctima en los años cincuenta suscitaba simpatía y su demagogia mediocre llenaba las plazas públicas con esa mayoría de votantes alienados que, al haberse enfrentado por lustros a los resultados electorales preconcebidos del Frente Nacional, había dejado de acudir a las urnas. A la vez, el general tenía una hija que se complacía en posar para el papel mítico de una Eva Perón a la colombiana.
En las elecciones del domingo 19 de abril de 1970, Andrés llegó al Congreso como parte de la bancada anapista, tras en una campaña que vibraba con los temas que había articulado por vez primera su héroe de toda la vida: Jorge Eliécer Gaitán. La ANAPO consiguió la tercera parte de Senado y Cámara, pero en el juego presidencial de ese mismo día, y dado que la alianza aventajaba a sus contendores en el conteo de las urnas por un millón de votos y los anapistas celebraban prematuramente su triunfo en las calles, los informes radiales fueron silenciados y el conteo de los votos se interrumpió abruptamente. El establecimiento se había movilizado para proteger el statu quo.
Nunca nadie supo los detalles del acuerdo que hicieron esa noche el general Rojas y el presidente saliente, Carlos Lleras Restrepo. Pero cuando se reanudó el conteo, la AnApo había perdido la elección por un estrecho margen y el general se había retirado de la contienda. Envió mensajes que llamaban a sus partidarios a mantener la calma; mientras él regresaba a la comodidad de sus propiedades en España, dejó a sus colegas recogiendo los pedazos de su partido. No hubo levantamiento ni movilización de los votantes burlados y desposeídos. Ni en las calles hubo disturbios masivos, destructivos y sin sentido. Represión, bajo el estado de sitio, eso sí hubo, y luego todo siguió como antes. Pero no todo fue igual. El fraude no se lo tragaron todos.
Fue después del fiasco de la elección del 19 de abril que la legendaria figura de Jaime Bateman vino buscar a Andrés Almarales para que le ayudara a fundar un nuevo movimiento político revolucionario. Ahora Andrés estaba listo. Jaime Bateman era un guerrillero de las filas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FArc), de las que había desertado por diferencias ideológicas, estratégicas y de estilo. Jaime observó fascinado la movilización masiva de oposición por parte de la AnApo e interpretó la lección del robo de las elecciones como prueba de la urgente necesidad de integrar una vanguardia armada dentro de ese movimiento masivo, para apoyarlo mediante la fuerza de las armas, mientras que, a su turno, la lucha armada obtenía el respaldo de las masas en las calles. Esa era la teoría.
De acuerdo con el análisis de Bateman, la falta de apoyo popular a la lucha guerrillera era el resultado lógico del sectarismo, el extremismo ideológico y la división dentro del liderazgo comunista existente. El momento, pensó Bateman, era oportuno para lograr la unión. La historia de Colombia probaba de manera concluyente que nada se podía lograr sin las armas. O, como lo expresó otro colega anapista del Congreso, «las masas son fuertes en número, pero débiles y desarmadas y sus muertos caen en las plazas públicas; mientras que el movimiento armado tiene la fuerza de las armas, pero no tiene el número, ni el apoyo del pueblo para darle resonancia a sus acciones».
Un nuevo movimiento –dijo Jaime Bateman ese día de 1972, cuando él y Almarales se reunieron a discutir la situación en el viejo café Metropol, en el centro de Bogotá– tendría que ser distinto a todo lo que había existido hasta la fecha. Debía ser verdaderamente representativo de las mayorías, ese gran grupo de compatriotas marginados de todos los estamentos de la sociedad; debía utilizar la imaginación y el humor para encender chispas de esperanza en los corazones de los hombres; no debía tener nada que ver con ideologías foráneas; debía revivir o, si fuera necesario, reinventar la identidad cultural nacional, robada y devaluada por los oligarcas y los estadounidenses; debía recobrar los ideales culturales y políticos perdidos del gran Simón Bolívar y de los hombres de los siglos xviii y xix que lucharon gloriosamente por la independencia. Además se divertirían como solo los colombianos saben hacerlo, porque «la revolución es una fiesta». Jaime Bateman era el tipo de colombiano que le encantaba a Andrés: un líder impulsivo, cálido, abierto, irreverente y generoso. E igual que él, Bateman era costeño, del Caribe, un verdadero paisano. Andrés lo hubiera seguido adonde fuera.
«¡Comandante Almarales!»… La risa de Jaime retumbaba en el atiborrado café cuando brindaban por la nueva identidad de Andrés. Adiós al formal «honorable representante». ¡Viva el comandante revolucionario! La frase sonaba bien. Cuando salió del café esa noche, Andrés se sintió en paz consigo mismo por primera vez desde que lo sacaron de Cali.
El M-19 tendría un brazo militar y uno político. Se construiría sobre la base política que ya había desarrollado la AnApo. Otros tres congresistas anapistas siguieron a Jaime Bateman en el lanzamiento del M-19, en enero de 1974. No se le pidió a Andrés que se marchara armado al monte. Su nueva identidad se mantendría en secreto mientras permanecía en la ciudad y continuaba su trabajo político dentro de la AnApo. Se concentraría en lo que sabía hacer mejor: organización de base, talleres, infiltración de grupos comunitarios, preparación para la transformación de Colombia mediante asociaciones de prostitutas, emboladores, estudiantes, empleados, conductores de bus…
La gente tendía a sonreír cuando se hablaba de Andrés Almarales. Las historias que contaban de él –introducido en la conciencia pública con la ayuda de una generación de jóvenes periodistas de oposición, encantados con sus bravuconadas y seducidos por su falta de sectarismo– proyectaban a un hombre considerado excepcional por amigos y enemigos. La persona que describían tenía un gran ego y energía de sobra; personalidad que necesitó para transitar desde la pobreza al reconocimiento nacional, en sus propios términos. Desarrolló una reputación como hombre de izquierda, cuyo enfoque no dogmático dejaba la puerta abierta a un amplio espectro de colombianos. Era gregario, «el alma de la fiesta». Un tipo al que le encantaban las parrandas en las que bailaba toda la noche y que disfrutaba de la buena comida y bebida con sus amigos. Era viril, buen mozo y vanidoso; cuidaba su forma de vestir, y su machismo innato estaba temperado por una ternura sensual que lo hacía muy atractivo para las mujeres.
Pero algo parecía haberle sucedido a Andrés al unirse al M-19. Como no estaba acostumbrado a la disciplina y el movimiento se militarizaba cada vez más, nunca logró sentirse cómodo con la expectativa casi totalitaria e incondicional de obediencia a la jerarquía de la estructura de mando, con su jerga castrense de «oficiales superiores» y «órdenes superiores». Además, él no estaba hecho para la vida en la clandestinidad ni tampoco para la dependencia creciente de las armas y el terrorismo. Era inútil en el manejo de armas de fuego y, pese a la paciencia de los compañeros que trataron de enseñarle, nunca supo en realidad usar una.
«Apenas aprendió a cargar y a disparar», dice su compañera María, «pero en cuanto a estrategia militar, no sabía absolutamente nada».
María, quien también era una veterana desilusionada de una campaña guerrillera desastrosa del Ejército de Liberación Nacional a comienzos de los años setenta, recuerda que cuando Andrés y dos miembros del Congreso fueron enviados a esconderse en el monte en 1980, ella se opuso con vehemencia.
Le dije a Jaime Bateman que me parecía absurdo. Nada justificaba alejar a esta gente de su trabajo político en la ciudad para refugiarse en el monte. Eran las únicas figuras públicas que tenía el movimiento. Pero Jaime dijo que no. Dijo que tenían que irse, aunque fuera por un rato. Entonces, ¿qué hicieron? Se fueron al monte, como pequeñoburgueses y tomaron en arriendo una casa. Si uno se va a esconder en el monte, uno lleva una hamaca y una tienda. O arrienda una casa en un sitio estratégico. Pero no. Ellos arrendaron una casa campesina en un terreno despoblado en la cima de una montaña, y cuando llegó el Ejército, rodeó la casa por todos lados. Un sargento que participó en la operación me contó que los soldados estuvieron en la zona durante dos días y los compañeros ni siquiera se habían dado cuenta.
Para 1980 la mayor parte de los altos mandos del brazo político del M-19 y muchos de sus líderes militares estaban en la cárcel, capturados por el Ejército después de su primer golpe espectacular: el robo de cientos de toneladas de armas del Cantón Norte de Bogotá en la víspera del Año Nuevo de 1979. Los miembros del M-19 estaban orgullosos como gallos de pelea del éxito de su primer ataque frontal a los militares. Actuaban como si al fin hubieran llegado a las grandes ligas, como si hubieran logrado el estrellato dentro de su propio guion revolucionario, pero lo que en realidad lograron con esta humillación pública al Ejército colombiano, perpetrada contra la instalación militar más importante del país, fue más bien dudoso. En pocas semanas el Ejército había recobrado todas las armas y capturado a la mayor parte de la cúpula del M-19, que fue a dar a la cárcel y permaneció allí durante dos años. El golpe también causó terror entre sus amigos civiles y sus partidarios. Cientos fueron arrestados y torturados en la represión que prosiguió. Pero el legado más destructivo del robo de las armas fue el rencor amargo que caracterizaría todo aspecto futuro de las relaciones del M-19 con el Ejército colombiano. Los altos mandos militares lo habían vivido como una herida mortal infligida a su honor institucional; el robo de las armas envenenó el proceso de paz cinco años después e indudablemente alimentó el salvajismo del conflicto dentro del Palacio de Justicia.
El año 1980 también fue el año en que el M-19 logró impacto internacional con la toma de la Embajada de la República Dominicana en Bogotá, durante una recepción diplomática en honor de la independencia de ese país. El ataque a la Embajada, donde casi la mitad del cuerpo diplomático radicado en Bogotá –incluido el embajador de Estados Unidos– estuvo retenido como rehén durante 61 días por catorce guerrilleros ligeramente armados, fue concebido y planeado por Luis Otero. «Lucho», como le decían sus amigos, era un antropólogo que también había combatido en la guerrilla de las FArc en los años sesenta y había desertado con Jaime Bateman, para convertirse en miembro fundador del M-19. La toma de la Embajada hizo historia para el M-19; cuando terminó, luego de dos meses de titulares de suspenso, los rehenes salieron ilesos, el M-19 había aumentado su fortuna en un millón de dólares y logrado un triunfo de relaciones públicas sin precedentes. Las implicaciones de este éxito, como las del robo de las armas, retumbaron más adelante en el Palacio de Justicia.
A finales de 1982, el nuevo presidente, Belisario Betancur, llegó al poder con promesas de paz, reformas y un diálogo nacional con todos los insurgentes armados. Andrés Almarales y los demás prisioneros del M-19 fueron amnistiados. Después de prolongadas y beligerantes negociaciones, se firmó en agosto de 1984 la tregua entre el M-19 y el presidente Betancur y, otra vez, Andrés tenía un papel que desempeñar. Los primeros días de la tregua fueron embriagadores: días y noches de concentraciones en plazas y calles; programas en los medios, entrevistas con ex guerrilleros por televisión; reuniones y negociaciones con líderes del Congreso y funcionarios del Gobierno. Pero, a la vez, fueron días de extraordinaria confusión. Las multitudes seguían llenando las plazas públicas; los discursos se volvieron más radicales, más estridentes, pero no se agregaba nada al proceso político. Este se había detenido antes de empezar. Ni se vislumbraba siquiera el final de la violencia.
Para entonces el liderazgo del M-19 presentaba un vacío enorme. Jaime Bateman era quien había ideado el concepto de diálogo nacional entre la insurgencia y el Gobierno, y ahora estaba muerto. Su avión había desaparecido sobre Panamá en 1983, cuando viajaba a una reunión secreta sobre diálogos de paz con un enviado del presidente. El M-19 no tenía a nadie tan dotado para reemplazarlo y el presidente Betancur, agobiado por problemas económicos y por sus críticos desde el establecimiento y el Ejército, estaba distanciándose de su propio programa. La guerra sucia se había reanudado casi tan pronto como la guerra oficial terminó, y los militantes y partidarios del M-19 seguían muriendo en las calles. Los jóvenes revolucionarios se sentían engañados. La firma de acuerdos –como inicio de una profunda renovación encaminada a establecer reformas radicales sociales, políticas y económicas– no había traído ni paz ni reformas.
En febrero de 1985, apenas seis meses después de la firma de los acuerdos de paz, el Comando Superior del M-19, compuesto por quince personas, se reunió en Los Robles, paraje rural del departamento del Cauca. Allí, Iván Marino Ospina –quien había reemplazado a Bateman–, al no lograr consenso renunció al cargo de comandante supremo y se creó, como dirección colectiva, el Mando Central. Álvaro Fayad reemplazó a Ospina.
El otro debate interno giró en torno de la guerra y la paz, y si se debería continuar con la tregua o romperla. Se discutió con furor, ampliamente y sin conclusiones; sin embargo, tampoco hubo consenso. Por un lado, estaba la comisión negociadora con el Gobierno o Comando de Diálogo, integrado, entre otros, por Andrés, Vera Grabe, Antonio Navarro e Israel Santamaría – también ex congresista del grupo fundador–, quienes votaron por darle más tiempo al proceso de paz. Carlos Pizarro y Fayad, quienes permanecían comandando los destacamentos rurales y enfrentados al Ejército, estaban poniendo en práctica tácticas aprendidas durante 1983 en entrenamientos militares en Cuba. Junto con Ospina y Luis Otero, buscaban regresar oficialmente y de inmediato a la guerra.
Aunque en el papel el M-19 respetó la tregua cuatro meses más, el futuro del proceso de paz ya se vislumbraba ese febrero en Los Robles. Justo cuando la parálisis de voluntad en el Palacio Presidencial se agudizaba, las visiones enfrentadas en la cúpula del M-19 sobre la paz o la guerra debilitaron la voluntad y la creatividad de su compromiso de buscar sus metas por métodos pacíficos.
Durante los cinco primeros meses de 1985, la situación en el país se deterioró y la sociedad se polarizó. Se intensificó la guerra sucia que cobró nuevas víctimas entre los líderes del M-19; los guerreros de ambos lados continuaron con su vendetta estéril, acusándose mutuamente de traicionar el espíritu y la letra de los acuerdos de paz; el Gobierno civil se negaba a hacer públicos los informes de la Comisión de Verificación, cuyos integrantes de distintas vertientes se veían burlados groseramente por los militares. Para junio, los líderes del M-19 tomaron la decisión de regresar al monte y lanzarse a la «guerra total».
Pero para ese entonces la mayor parte de sus compatriotas estaba tan confundida y desilusionada que a casi nadie le importaba separar los hechos de la ficción, las mentiras de la verdad, los buenos de los malos. En la nación, la gente del común se encontraba luchando por sobrevivir en una economía agónica, con una inflación del 82 por ciento y un 30 por ciento de desempleo. La mayoría opinaba que los muchachos del eme –que habían gozado de una tasa de aprobación del 85 por ciento cuando el presidente Betancur subió al poder tres años antes– habían tenido su oportunidad y la habían malbaratado. Cansados de las arengas de todos lados y enfermos con el conteo diario de los muertos, los colombianos se refugiaron en la apatía y el cinismo.
Los jóvenes líderes del eme estaban desesperados por disipar la percepción del público de su responsabilidad en el colapso de la paz. Pero, aislados del acceso a los medios, ahora que estaban otra vez en la clandestinidad, su marginalización se incrementó. De la noche a la mañana se habían convertido en un elemento alternativo de poca monta, en actores menores en el juego del poder colombiano. En ese momento, como nunca antes, necesitaba un «golpe revolucionario publicitario» espectacular para establecer la verdad e impulsarse de nuevo al centro del escenario político. En agosto, el más reciente comandante supremo del M-19, Álvaro Fayad, concibió la idea de la toma del Palacio de Justicia.
Fue idea de Fayad presentar una «petición armada» al tribunal más alto de la nación. La historia violenta de las guerras civiles del siglo xix en la época posterior a la Independencia ofrecía un precedente histórico para un ataque de tal naturaleza, lo cual utilizó Fayad de manera hábil para vender su idea a los demás miembros del Mando Central del M-19, dirección colegiada surgida en febrero de 1985. Una vez la Corte Suprema estuviera bajo su control, dijo Fayad, los revolucionarios exigirían la presencia del presidente Betancur o su delegado para que enfrentara los cargos de traición a la voluntad popular por la paz y por haber roto las disposiciones de los acuerdos de tregua firmados con ellos por su Gobierno. Un pedido de cuentas público por el colapso de la tregua reivindicaría al M-19 y le probaría al país y al mundo la criminalidad del Gobierno colombiano y sus agentes asesinos. Este juicio histórico, procesado por abogados del M-19 y supervisado y arbitrado por el presidente y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, debía tumbar este Gobierno de minorías y crear una dinámica invencible para un nuevo Gobierno de mayorías liderado por el M-19.
Antes de presentar su plan al Mando Central, Fayad consultó a Luis Otero, el arquitecto de la toma de la Embajada de la República Dominicana. Luis se emocionó. Cuando ocurrió el ataque a la Embajada, aunque él había diseñado cada detalle estratégico de la operación, en el último momento Jaime Bateman le había entregado su esquema a otro comandante para que llevara a cabo la ejecución. Jaime le negó a Otero todo papel en el ataque, argumentando que éste no tenía el temperamento para ser líder cuando había tanto en juego; para Luis fue un golpe que nunca pudo superar. Ahora, al pedirle Fayad que estudiara la factibilidad militar de invadir y sitiar el Palacio de Justicia, vio su oportunidad de probar que el gran Jaime Bateman se había equivocado. Fayad quiso saber cuánto demoraría en elaborar el plan militar del ataque y seleccionar y entrenar la unidad de asalto. Ocho, diez semanas máximo, le respondió Luis.
Con el compromiso entusiasta de Otero, Fayad presentó su plan a los demás miembros del Mando Central. Todos lo acogieron con fervor. Nadie pensó poner en tela de juicio el acierto de elegir a Otero para liderar tal empresa; nadie señaló que había una diferencia fundamental entre la protección internacional de la que gozaron los embajadores de diecisiete países soberanos en el momento de la toma de la Embajada de la República Dominicana y la vulnerabilidad de los magistrados colombianos, cuyos juicios recientes los habían puesto en confrontación directa con los altos mandos militares. Los matices jamás fueron el fuerte del M-19. Evocando a uno de los rebeldes colombianos más populares del siglo xviii, Antonio Nariño, el Precursor, pionero de la lucha por la independencia, apresado por el virrey español de la época por haber traducido y publicado el texto de Los derechos del hombre, Fayad bautizó al asalto Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre. En honor a la memoria de su comandante en jefe recientemente abatido, el grupo de asalto se denominó Compañía Iván Marino Ospina. La planeación del ataque arrancó.
Con Otero al mando de los aspectos militares de la operación, Fayad delegó la responsabilidad de los aspectos políticos y legales de su proyecto a Andrés Almarales y Alfonso Jacquin. Ambos eran miembros de la comandancia del eme, ambos tenían experiencia legal y eran conocidos y respetados a nivel nacional. Jacquin tenía unos cuarenta y pico de años, era moreno, delgado, de cabello ensortijado prematuramente encanecido y gafas. Igual que Almarales, era abogado de la costa y formaba parte del grupo original de congresistas de la AnApo que se habían unido a Jaime Bateman para fundar el movimiento revolucionario M-19. Luego del robo de las armas del Cantón Norte en 1979, Jacquin, junto con Andrés, fue arrestado y permaneció en la cárcel durante los dos años siguientes hasta la amnistía. Igual que Andrés, tenía mínima experiencia en el conflicto armado, pero durante la tregua, su presencia nerviosa e intensa había sido reconocida por los televidentes en Colombia. Durante los meses del debate nacional sobre el proceso de paz, Jacquin surgió como uno de los voceros más elocuentes sobre el programa y los objetivos del M-19. Ahora, explicó Fayad, estos dos antiguos congresistas iban a tener la responsabilidad de preparar el proceso contra el Gobierno.
En las semanas siguientes, mientras los jóvenes competían por el honor de participar en el asalto, Andrés Almarales, Alfonso Jacquin y Álvaro Fayad dedicaron largas horas a estudiar los documentos de los acuerdos de paz con la ayuda de abogados civiles quienes, sin sospechar sus planes, les ayudaron a analizar su contenido para apuntalar el caso legal contra el Gobierno. Los asaltantes del M-19 llevarían consigo al tribunal los documentos de los acuerdos de paz y los textos relacionados con el diálogo nacional con el fin de presentarlos a los magistrados.
También iban a exigir la publicación de los resultados de las investigaciones de la Comisión de Verificación oficial. Ésta había realizado un exhaustivo estudio de cada brote importante de violencia durante la tregua y, hasta la fecha, el Gobierno había rehusado repetidamente publicar sus hallazgos; ahora los publicarían. El M-19 estaba confiado en que esos informes tendrían que fundamentar su caso y su transmisión pública sería lo primero por tratar, una vez el grupo tuviera el edificio del Palacio de Justicia bajo su control.
Cuando el juicio se iniciara, les correspondería a Jacquin y a Almarales llevar el caso del M-19 contra el presidente o su delegado. El país entero, con la participación de los medios, se convertiría en «jurado» de este bizarro evento.
Patriotas –declaraba la proclama del M-19–, desde la honorable Corte Suprema de Justicia, convertida por fuerza de la historia en escenario de un juicio excepcional, el Movimiento 19 de Abril (M-19) convoca a los colombianos todos a dar el paso que corresponde ahora en el proceso de una paz con justicia social. […] Señores magistrados, tienen ustedes la gran oportunidad de presidir de cara al país, en su condición de gran reserva moral de la República, un juicio memorable, que habrá de decidir si estos principios universales por los que luchó y padeció Antonio Nariño en la centuria pasada, empiezan por fin a tener vigencia en nuestra patria…
El folleto que contiene el texto de la proclama del M-19 estaba impreso en papel amarillo con una reproducción mimeografiada del Palacio de Justicia en la carátula. Contenía treinta páginas de análisis político radical del escenario contemporáneo colombiano y se lo debían entregar a la prensa una vez se hubiera lanzado el ataque. «Que los periodistas contribuyan a recoger y difundir estas demandas para que la verdad se constituya en pilar fundamental de la paz, porque derrotar la mentira es también derrotar la guerra». A la vez, se trataba de propaganda. «El golpe revolucionario publicitario», como el M-19 concibió la toma del Palacio de Justicia, pretendía obtener la máxima publicidad para su causa.
Un día a comienzos de octubre los colombianos que sintonizaban una de las principales estaciones de radio de Bogotá oyeron, entre los avisos de las próximas atracciones, el siguiente breve anuncio. «En los próximos días», dijo una voz pregrabada, «el M-19 va a realizar algo tan sensacional, que ¡el mundo entero hablará de nosotros!». El M-19 vivía haciendo escándalo. Los bogotanos, cansados de sus amenazas rimbombantes, simplemente hicieron caso omiso. Al principio estaba planeado hacer coincidir el ataque al Palacio de Justicia con la visita de estado de François Mitterrand, a mediados de octubre, pues la presencia del presidente francés en la capital andina garantizaba un contingente de periodistas internacionales. Al eme le gustaba la idea de realizar su «espectacular» acción ante una audiencia cautiva de medios internacionales. La prensa francesa siempre había sido simpatizante de las guerrillas latinoamericanas y ahora que había mermado el brillo en los medios locales, su entusiasmo era precisamente lo que se necesitaba. Los líderes del M-19 se imaginaban exponiendo sus puntos de vista en las páginas de Le Monde, con fotos de página completa, a todo color, en el Nouvel Observateur y Paris Match. Pero el 16 de octubre, apenas 24 horas antes de la llegada de la delegación francesa, en una redada rutinaria de la casa de algunos partidarios del M-19 en Bogotá el Ejército encontró documentos que describían el plan de Luis Otero para atacar al Palacio de Justicia. Tendrían que esperar. El asalto fue aplazado.
La celebración del día de Todos los Santos el 1 de noviembre significaba una vacación de tres días, «un puente», como se le llama en Colombia. Nadie trabajaría el lunes, y el martes también sería un día lento. Luis Otero escogió la mañana siguiente, el miércoles 6 de noviembre, para lanzar el ataque.
* * *
A las 7:30 de la noche del martes 5 de noviembre, Andrés Almarales salió de su apartamento. Se dirigió a la cuadra donde su hijo y María lo esperaban en el Volkswagen azul claro de Iván, se subió al asiento delantero y comenzó la primera parte de su jornada hacia el Palacio de Justicia. Era una noche lúgubre y oscura; la lluvia era tan persistente como sus propias premoniciones pesimistas. Mañana a estas horas si todo salía de acuerdo con el plan, el mundo entero sabría del proceso judicial del M-19 contra los lacayos asesinos de ese Gobierno traidor. Mañana a estas horas, el futuro de Colombia habrá cambiado irrevocablemente. Andrés estaba convencido de que ésta era la última, la mejor oportunidad. Si el M-19 ganaba esta vez, ganaba bien –como lo habían hecho en la Embajada de la República Dominicana hacía cinco años. Saldrían a la cabeza de un nuevo país. Este era el sueño al cual estaba aferrado, el que había nutrido todas sus luchas a lo largo de su vida. No podía fallarle a ese sueño ahora. ¿Qué significaba la muerte para un hombre, para un luchador, comparado con lo que estaba en juego en las próximas 24 horas?
Pero la muerte rondaba por su mente.
«Dime, María», le dijo, «si una bala me atrapa entrando mañana, si las cosas salen mal, tú te las arreglas para arrebatarles mi cuerpo de sus garras, ¿no es cierto? Tú sabes con quién puedes contar para que te ayuden».
Era lo que más temía. Que sus enemigos lo echaran como el cadáver de un animal muerto a una fosa común municipal. Cuando llegara el momento, un entierro decente con la presencia de sus amigos era muy importante para Andrés.
El tráfico en Bogotá era suave y llegaron con cinco minutos de antelación a su destino, a la esquina donde la calle 19 intercepta la avenida Caracas. Iván sugirió que condujeran otra vez alrededor de la manzana, pero Almarales dijo que esperaran. Pasados diez minutos de la hora fijada aún no llegaban los compañeros.
–Vayámonos para la casa –dijo María–. Algo debió pasar.
–Todavía no –respondió Andrés–. Démosles cinco minutos más.
Se hizo silencio en el auto. Cada uno estaba sumido en sus propios pensamientos. Entonces, justo en el momento en que Iván iba a arrancar, llegó un segundo auto y casi sin que su familia se diera cuenta, Andrés Almarales se había marchado. Desde esa terrible despedida de Marina y sus hijos en Cali, detestaba decir adiós.
Notas
(Las personas entrevistadas, cuyos nombres se han cambiado para proteger sus identidades, figuran con seudónimos seguidos de un asterisco).
El material para este capítulo y la sección sobre el M-19 y el proceso de paz del presidente Betancur durante los primeros tres años de su Presidencia se basa en entrevistas de la autora con Rafael* [los nombres ficticios llevan asterisco] –miembro de la dirección nacional del M-19 durante las negociaciones que llevaron a la tregua de 1984 y también en el momento del ataque al Palacio de Justicia– en Ciudad de México en abril de 1986, y en Bogotá en abril y mayo de 1986. También está basado en las entrevistas que hizo en abril de 1991 con:
• Marina Goenaga, esposa de Andrés Almarales;
• María, su compañera;
• Iván Almarales, hijo de Andrés y Marina;
• Eugenio Almarales, hermano menor de Andrés;
• Orlando Fals Borda, autor y analista político, antropólogo y editor en la década del setenta del diario Mayorías de la AnApo, para el cual también trabajó Andrés Almarales;
• Germán Castro Caycedo, autor de El Karina (Plaza & Janes, julio de 1985), libro de investigación sobre la más grande y fallida importación de armas de Europa a Colombia por parte del M-19 y el primer periodista secuestrado en Colombia por la guerrilla con el fin de obligarle a hacer una entrevista en televisión con el fundador del M-19 y líder guerrillero Jaime Bateman;
• Juan Guillermo Ríos, periodista investigativo y representante de relaciones públicas para la Alianza Democrática M-19 (1990-1991);
• John Agudelo Ríos, presidente de la Comisión de Paz del presidente Betancur y uno de los principales negociadores con el M-19 en 1983 y 1984;
• Ramón Jimeno, escritor, periodista investigativo, editor de revistas y autor del «Informe sobre las Américas» para el Congreso norteamericano sobre América Latina y dos informes analíticos sobre historia política contemporánea de Colombia, durante el primer año de la Presidencia de Belisario Betancur [«Colombia, Another Threat in the Caribbean?» (sept./oct. de 1982) y «Colombia: Whose Country is this Anyway?» (mayo/jun. de 1983)]. Ramón Jimeno también escribió Noche de lobos (Bogotá, 1988), una primera crónica de la toma del Palacio de Justicia;
• Magdalena*, hermana de un miembro de la fuerza de asalto del M-19 en el Palacio de Justicia.
La información sobre el M-19 y el proceso de paz de 1983-1984, y la tregua está basada en entrevistas con Olga Behar en Ciudad de México en abril de 1986. Behar es autora de Las guerras por la paz (Bogotá, 1985), una historia oral de este proceso de paz y Noches de humo (1989), un recuento de la toma de dos días del Palacio de Justicia, relatado por la única sobreviviente del M-19, Clara Enciso. También está basada en la entrevista con Antonio Navarro Wolf, el último miembro sobreviviente del grupo de fundadores del M-19.
Otra fuente que aportó una amplia y rica visión de esa época fue Historia de una traición (1986), publicado más tarde con el título Historia de un entusiasmo (1998), de la escritora y periodista Laura Restrepo, miembro de la comisión negociadora de aquel esfuerzo por traer la paz a Colombia.
Una fuente importante de información de los antecedentes de Belisario Betancur es Sí se puede (Bogotá, 1982), en el cual el ex presidente afirma su filosofía y su programa político como candidato independiente a la Presidencia.
Las precisiones sobre la reunión de la comandancia del M-19 en febrero de 1985 provienen de entrevistas con el historiador Darío Villamizar y datos recabados a través de dos ex miembros del M-19, así como de una entrevista a un ex integrante de la Comisión de Verificación de los acuerdos de paz entre el Gobierno de Belisario Betancur y el M-19, cuyas identidades se guardan por discreción.
Acerca de la cifra de muertes durante la época de La Violencia, ver Guzmán, Fals, Umaña, La Violencia en Colombia. Estudio de un proceso social, facultad de Sociología, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1962, p. 262. En este texto sostienen que el gran total de muertos sería de 180.000 personas entre 1949 y 1958, y que:
…se puede calcular en 200.000 los muertos hasta 1962. […] No parece, pues, posible la cifra de 300.000 muertos por la violencia entre 1949 y 1958, que ha venido apareciendo en diversas publicaciones dentro y fuera del país. Esta cifra tuvo su origen probablemente en la estimación hecha por las directivas del Partido Liberal y en especial por el ex presidente Alfonso López en 1953, cuando se calculó en 240.000 los muertos por la violencia política entre 1946 y 1953.