LA POLÉMICA CATALANA:

LAS MÚLTIPLES CARAS

DE LA INDEPENDENCIA

En noviembre de 2015 recibí un correo de un editor de la editorial británica Hurst que había leído algunas de mis crónicas y me preguntaba si me interesaría escribir un libro sobre Cataluña. Su ofrecimiento me halagó, pero intenté convencerlo de que lo que yo tendría que escribir sería un volumen más amplio sobre España en el que Cataluña fuera un tema importante, en lugar de ser el único de la obra.

Aun así, el editor de Hurst quería tratar específicamente Cataluña, un asunto al que los autores de habla inglesa habían prestado relativamente poca atención. Existía la posibilidad de que semejante libro atrajera el interés de los lectores británicos debido al debate que estaba teniendo lugar en Escocia y que había dado lugar a un referéndum de independencia, que los votantes rechazaron en 2014. Me explicó que la idea de Hurst era realizar un análisis profundo tanto de la historia, la cultura y la sociedad catalanas como de su veleidosa política, teniendo en cuenta asimismo el contexto de la Unión Europea, que se enfrentaba entonces a nuevos retos políticos, entre ellos el auge de los movimientos nacionalistas.

Me convenció. También me pareció que escribir un libro era un hito en la carrera de un periodista y que era un lujo que me ofrecieran una experiencia tan valiosa sin tener que buscarla.

A decir verdad, aunque me había interesado el cambiante panorama político catalán, tampoco es que me hubiera fascinado. Sabía que era un tema que requeriría un arduo aprendizaje por mi parte, ya que tenía la impresión de no conocer Cataluña y sus habitantes sino de un modo superficial. Al fin y al cabo, lo mismo que muchos extranjeros, crecí pensando que la cuestión del nacionalismo en España era más relevante en el País Vasco que en Cataluña. Aunque desde 2010 había escrito sobre Cataluña alguna que otra vez, en ocasiones esto había sido una lucha. Me parecía que había sido incapaz de comprender por qué un asunto como el del Estatuto de Autonomía catalán podía caldear tanto los ánimos y suscitar semejante controversia.

Antes de documentarme y entrevistar a gente, comencé a leer los escritos de Vicens Vives y otros eminentes autores que me habían recomendado. Para mi desesperación, cada vez que pedía consejo a alguien, me daban el nombre de otro historiador o escritor por añadir a mi lista, con la advertencia de que la lectura del antedicho autor era esencial si quería comprender algo sobre Cataluña.

Mientras hincaba los codos para saber más sobre Cataluña, tuve otra conversación con Hurst, cuyos editores querían elegir lo antes posible el título para el libro venidero. Me presentaron tres propuestas, todas y cada una de las cuales eran títulos con gancho, pero no del todo apropiados. Me preocupó que la redacción del título que eligieran pudiera generar una controversia en España, al igual que su decisión de poner una estelada en la portada. Pero yo era nuevo en el mundo del libro y, por supuesto, comprendí que lo que una editorial quería era que su obra captara la atención de potenciales lectores en medio de la amplia oferta de una librería.

Al final resolvimos que el título sería The Struggle for Catalonia [La lucha por Cataluña], matizando un poco su idea original, que era llamar el libro The Fight for Catalonia [La contienda por Cataluña]. Me las había ingeniado para convencerlos de que el término fight1 sonaba demasiado beligerante.

Al volver la vista atrás, creo que esta opción fue premonitoria y, desde luego, no muy fuerte. Ha habido y sigue habiendo una lucha [struggle] por Cataluña. El libro se publicó el 4 de septiembre de 2017, justo unos días antes de que los legisladores catalanes independentistas lograran aprobar en el Parlament unas nuevas leyes con el fin de convocar un referéndum de independencia y hacer caso omiso de los fallos del Tribunal Constitucional español.

No tenía una bola de cristal para predecir el futuro mientras escribía el libro, y lo que tuvo lugar en Cataluña a continuación superó con creces lo que yo había imaginado. También creo que muy pocas personas de las más de 150 a las que entrevisté para aquel libro podrían haber presagiado lo que ocurrió en otoño de 2017. La única certeza es que la publicación del libro fue de lo más oportuna, justo en el momento en que el secesionismo catalán estaba al rojo vivo.

De hecho, mi libro desató algunas críticas feroces incluso antes de publicarse, en concreto cuando algunos vieron en internet una vista preliminar de la portada del libro. A través del correo electrónico y las redes sociales, me llovieron toda suerte de lindezas y comentarios infundados, entre ellos afirmaciones difamatorias de que la Generalitat me había encargado escribir el libro y lo había financiado.

Algunos de esos ataques procedían de gente a la que conocía personalmente y a la que tenía en alta estima. En tiempos, había dado las gracias a Martín Ortega Carcelén, que había sido director de uno de los gabinetes del Ministerio de Exteriores, por mandarme un ejemplar de su libro. Pero dos meses antes de la publicación del mío, Ortega Carcelén escribió en Twitter que en breve me disponía yo a «vender un panfleto antiespañol». Decepcionado y atónito, le pregunté por correo electrónico qué le había movido a hacer semejante embate público y le insinué que lo menos que podría haber hecho era tener el rigor intelectual de leerse el libro antes de tildarlo de panfleto. Por aquel entonces él daba clases en diversas universidades, labor que compaginaba con la de investigador senior asociado en el Real Instituto Elcano, en Madrid.

Nunca recibí respuesta alguna de Ortega Carcelén. Eso sí, le agradezco a él y a algunos otros haberme ayudado a prepararme para otras tantas invectivas, aún más vitriólicas, que pronto me lloverían. Su diatriba me sirvió para comprender que el momento de publicación de mi libro era un arma de doble filo.

Por un lado, fue magnífico haber empleado tanta energía en trabajar en un tema que en el pasado me había parecido demasiado oscuro como para atraer a los lectores internacionales, pero que de pronto empezaba a ocupar un lugar destacado en la actualidad periodística mundial, incluida la que cubría The New York Times.

Por otro lado, sin embargo, comprendí que cualquier elogio que pudiera recibir por mi libro desde fuera de España corría el riesgo de verse superado con creces por las arremetidas que recibiría desde dentro, entre ellas las de personas empeñadas en presentarme como una suerte de infame agente secreto implicado en una conspiración internacional para promover aún más agitación en Cataluña. Al fin y al cabo, como me dijo un turbio dirigente español, ¿por qué si no un extranjero perdería el tiempo escribiendo un libro entero sobre Cataluña, de no ser que su esfuerzo estuviera también orientado a servir a la propaganda secesionista?

En el conflicto sobre Cataluña, los bandos en liza se han acusado mutuamente de lavar el cerebro de sus simpatizantes. Sea como fuere, lo que sí es cierto es que, en Cataluña, las pasiones, que siempre tienden a pesar más que la razón, a menudo han ofuscado los cerebros.

La dimensión emocional no siempre se corresponde con lo mucho o lo poco que la gente sabe acerca de un asunto. Algunas de las afirmaciones más arrebatadas sobre Cataluña las han hecho profesionales de gran altura, desde historiadores hasta economistas, que a veces también han soslayado los hechos con el fin de construir un relato acorde con su propia versión de la historia.

En una columna publicada en El País en abril de 2018, el escritor Javier Cercas hablaba del reproche que le hacía «un viejo amigo americano» por escribir demasiado sobre política catalana. «Lo de Cataluña es ahora mismo una cuestión de fe, no de razones», decía Cercas.

Cercas acaba dándole la razón a su amigo, y yo también comprendo muy bien a su amigo americano. En mi libro intenté aclarar muchas de las sombras del debate catalán tras hablar con gente que tenía preocupaciones más importantes que la política o cuyo interés político se limitaba a un tema muy concreto, como la protección de las aguas del río Ebro.

Pero aquello había ocurrido, por supuesto, antes de la agitación de octubre de 2017. Creo que, desde entonces, para cualquiera que esté en Cataluña se ha vuelto muy difícil estar al margen del debate que ha dividido la sociedad en dos. Casi todo el mundo conoce a alguien que en un momento dado ha perdido los papeles en el asunto de Cataluña y se ha dejado dominar por los nervios y las emociones, a veces por pura frustración.

A medida que se recrudecía el conflicto catalán, Josep Borrell volvió a la primera línea de la vida pública en España como uno de los abanderados del movimiento antisecesionista. En cuanto economista respetado, fue el coautor de un libro cuyo objetivo era desacreditar muchos de los argumentos financieros del movimiento independentista. Una semana después del referendo de independencia, fue uno de los principales portavoces en una multitudinaria manifestación en Barcelona para defender la unidad de España. En junio de 2018, Pedro Sánchez lo nombró ministro de Exteriores de su nuevo Gabinete socialista.

Borrell conoce la relación entre Madrid y Barcelona como pocos políticos, de ahí que extrañara verlo marcharse durante una entrevista en la televisión alemana Deutsche Welle en marzo de 2019, cuando se produjo un pequeño incidente que, en mi opinión, puso de manifiesto la facilidad con la que se pueden encender los ánimos cuando se debate sobre Cataluña.

El entrevistador británico Tim Sebastian exasperó a Borrell desde el principio con su agresivo y capcioso estilo de preguntas. Al principio de la entrevista, le pidió a Borrell que explicara por qué Carme Forcadell se hallaba en la cárcel cuando esta no había sido «condenada por nada». «¿Por qué dice usted “condenada por nada”? —replicó Borrell—. Empiezo a pensar que usted no tiene ni idea de esto.» A continuación, Sebastian le dijo a Borrell que no era lo mismo estar acusado que estar condenado, pero Borrell no se desdijo. Más adelante, Borrell acusó a Sebastian de estar mintiendo.

Como es natural, Borrell no es el único político que ha perdido los estribos con el asunto de Cataluña. Varios líderes separatistas se han enardecido o han jugado con las emociones de los demás. La referencia a Judas que hizo Gabriel Rufián en un tuit que decía «155 monedas de plata» puso a Carles Puigdemont contra las cuerdas, justo cuando el dirigente catalán estaba decidiendo si arriesgarse o no a declarar unilateralmente la independencia a finales de octubre de 2017.

También he visto romperse amistades por la cuestión de Cataluña, incluso entre algunas de las mentes más brillantes de España.

En calidad de académicos, Luis Garicano y Carles Boix habían llevado a cabo una investigación conjunta en la Universidad de Chicago en los albores de este siglo. Se hicieron amigos y disfrutaban yendo al cine juntos por las tardes.

Con el tiempo, Garicano fue profesor en la London School of Economics, donde adquirió fama de hacer que temas complejos fueran inteligibles para el gran público, una habilidad que luego usó para saltar a la política con Ciudadanos. En 2008 incluso explicó a la reina Isabel II de Inglaterra los orígenes de la crisis crediticia cuando la soberana visitó su universidad en Londres. Según cuentan, la reina se quedó impresionada con el gráfico que Garicano pintó en la pizarra.

Después de Chicago, Boix fue profesor en la Universidad de Princeton. Ha escrito libros por los que ha sido galardonado y es un investigador de renombre en desigualdad económica.

Los dos académicos acabaron en lugares diferentes, pero fue la política catalana la que los separó del todo.

En septiembre de 2017 la directora de la revista Jot Down me preguntó si querría moderar un coloquio entre Boix y Garicano, que sería el primer encuentro de ambos tras varios años.

Sin embargo, la noche de la víspera, Boix resolvió no acudir. Más adelante me explicó que la razón de su giro había sido una propuesta parlamentaria de Ciudadanos, el partido de Garicano. Boix se deshizo en disculpas por retirarse en el último momento, pero sostuvo que habría sido «absurdo» debatir con su antiguo amigo en semejantes circunstancias.

A quien sí vi al día siguiente fue a Garicano, con quien me tomé un café. Este lamentó la situación, pero lo dijo como si casi hubiera sido inevitable. En palabras de Garicano, «el independentismo nos separó». Así pues, se había sacrificado una larga amistad en aras de la política catalana.

En ocasiones yo mismo he sido el blanco de diversas invectivas a causa de lo que he escrito sobre Cataluña, pero a veces me ha alegrado hacer el papel de abogado del diablo, que creo que es un importante elemento del periodismo, pues forma parte tanto del derecho a cuestionarlo todo como de la obligación de hacerlo. Un corresponsal extranjero observa el terreno no solo desde lo alto, sino que en ocasiones también ha de adentrarse en territorios peligrosos. En un conflicto, el corresponsal ha de aventurarse a asomar la cabeza por el parapeto, salir de las trincheras y cruzar la línea de fuego en busca de opiniones diferentes y hechos que se puedan contrastar con aquello que algunos aceptan como única verdad incontrovertible. En los más de veintisiete años que llevo trabajando de corresponsal, algunas veces he tenido que sobrellevar con paciencia entrevistar a alguien que me daba mala espina. Es preciso este esfuerzo para formarse una concepción que pueda convertirse en un artículo periodístico imparcial.

Por seguir con la analogía militar, el peligro que corre el corresponsal es que puede quedarse desamparado en tierra de nadie, por lo que se convierte en un fácil blanco para ambos bandos. En alguna ocasión he bromeado diciendo que la mejor manera de medir el éxito de mis artículos sobre Cataluña es ver si desatan un descontento y una frustración parejos en ambos bandos.

Para algunos lectores en Madrid, he sido el corresponsal que ha participado en una cruzada para socavar España y que, con ese objetivo, he llegado incluso a escribir un libro sobre Cataluña. Sin embargo, para otros lectores en Cataluña, siempre he vivido en Madrid y he trabado amistad con la clase dirigente española sin ni siquiera dignarme leer la prensa local en catalán.

Una vez recibí un correo electrónico de un lector que me preguntaba por qué había participado en un debate de la televisión catalana a sabiendas de que todos hablarían catalán cuando estaba claro que yo no lo hablaba. Le contesté que, con respecto a los idiomas, siempre hacía lo posible por adaptarme.

Gracias a mi francés y mi español, logro seguir un debate en catalán y respondo en español. Lo del euskera, por desgracia, ya son palabras mayores. También he estado cubriendo la información de Portugal para The New York Times, pero desafortunadamente no he estado allí lo bastante para aprender su lengua. Di algunas clases de portugués nada más llegar a Madrid en 2010, pero enseguida estuve demasiado atareado informando sobre la crisis financiera y tuve que dejarlas.

Por suerte, he sobrevivido en Portugal mezclando sobre todo el inglés con mi propia y patética versión del portuñol. He realizado algunas entrevistas en español en las que me daban las respuestas en portugués, por lo que tenía que pedir al entrevistado que se apiadara de mí y hablara despacio. A continuación, utilizaba la grabación para ayudarme a resolver cualquier duda.

Lo bueno es que la mayoría de los portugueses hablan otros idiomas. Ahora bien, sigo creyendo que mi incapacidad para hablar en portugués con ellos me ha situado en una posición de desventaja a la hora de informar sobre Portugal. Cuando te puedes comunicar con la gente en su lengua materna, la cosa cambia: el intercambio de anécdotas y opiniones no solo se vuelve más humano y vívido, sino también mucho más esclarecedor, por más que la otra persona hable un inglés excelente.

Puesto que soy suizo y me he criado en una familia de políglotas, valoro los idiomas y aplaudo la diversidad lingüística en un país. Pero tampoco me extrañó del todo la queja de aquel lector sobre mi intento de participar en un debate en catalán, pues la cuestión de la lengua ya entonces se había convertido en una de las manzanas de la discordia en la política catalana. Casi todas las semanas he seguido en las redes sociales algún relato de alguien a quien le dicen que no hable castellano en Cataluña o de alguien a quien, por el contrario, la burocracia española le impide hablar en catalán.

Personalmente no he conocido a ningún catalán que se negara a hablarme en español. Por otro lado, he conocido a unos cuantos catalanes que veían con agrado mis esfuerzos por entenderlos cuando me hablaban en catalán, lo mismo que en Madrid o en Sevilla me han dado la enhorabuena por mi español.

España es uno de los países más diversos que conozco, aunque a mucha gente le cuesta reconocer el valor de esta ventaja.

A mi parecer, las lenguas enriquecen una sociedad, aun cuando a veces puedan entorpecer la comunicación. El castellano ha creado un extraordinario legado literario en el que obviamente figura el Quijote, la primera novela de la literatura universal. Debería promoverse y defenderse en cuanto lengua mundial, actualmente también hablada por un mayor número de personas en Estados Unidos que en España.

Pero también soy de la opinión de que los jóvenes españoles saldrían beneficiados con una mejor enseñanza de los idiomas, que debería integrar ver películas en versión original subtitulada (como ocurre en el vecino Portugal). En noviembre de 2019, la princesa Leonor, con catorce años, dio ejemplo a su generación pronunciando en Barcelona su discurso en español, catalán, inglés y árabe.

La política española también saldría ganando si a los parlamentarios se les diera la opción de debatir no solo en español, sino también en sus lenguas catalana, vasca y gallega, y para ello se utilizara la traducción simultánea, como se hace en otros parlamentos nacionales, desde Bélgica y Finlandia, hasta Canadá y Singapur, país este que, como Suiza, cuenta con cuatro idiomas oficiales.

Para informar sobre Cataluña, a veces me he tenido que volver insensible a las críticas. En un momento dado, recibí en Twitter repetidos mensajes de una cuenta inidentificable que, con tono amenazador, me preguntaba si ya había previsto mi salida del país. Por salud mental decidí que lo mejor era darme una ducha por la mañana antes de mirar mi cuenta de Twitter.

De vez en cuando, algunos han cargado contra mí basándose en percepciones erróneas. Una publicación llamada ESdiario escribió en 2018 un artículo en el que se afirmaba que mi propio periódico me había «humillado», porque otro escritor, Daniel Gascón, había publicado un artículo de opinión en la sección en español de The New York Times en el que criticaba a Quim Torra, el presidente de Cataluña. ESdiario insinuaba que Gascón me estaba reemplazando en mi trabajo, a pesar de que yo nunca escribo artículos de opinión. Lo cierto es que, cuantos más artículos decidan publicar sobre España los jefes de la sección de opinión —ya los escriba Gascón o cualquier otra persona, lo mismo si comparto sus ideas como si no—, mejor. Si bien en estos últimos años suelen publicarse más en nuestras páginas en español que en las de inglés, me interesa de todos modos que se hable del país donde vivo y trabajo.

He tenido la suerte de contar siempre con todo el apoyo de mis superiores en The New York Times, que a veces han seguido la actualidad catalana con perplejidad. Alguna que otra vez, los lectores a quienes no les ha gustado mi trabajo han formulado su queja directamente a mis jefes en Nueva York con el fin de que se corrigieran informaciones que ellos sostenían que eran inexactas. Mis jefes quieren corregir de inmediato cualquier error, pero hay ocasiones en las que he tenido que argumentarles que la queja en cuestión estaba motivada por el sesgo político de quien se quejaba. Por desgracia, la lista de quejas sesgadas que exigen tales correcciones en mis artículos ha ido creciendo desde que se exacerbó el conflicto catalán.

A ningún periodista le gusta cometer errores, en especial en un diario como The New York Times, que cuenta con un corrector que hace un seguimiento de los errores y los corrige. Con todo, creo que para la credibilidad de un medio es esencial corregir bien y de manera clara, una práctica que necesita mejorar en España. He leído algunos artículos de la prensa española en los que las modificaciones se hacían en internet sin reconocer la existencia previa de un error, como si los responsables de los medios consideraran su web como una pizarra que pueden borrar del todo. Sin embargo, en internet se deja un rastro, en especial en las redes sociales, que a menudo se extiende muy lejos y a gran velocidad.

Algunas veces, los errores los provocan los protagonistas mismos de la historia y, por lo tanto, no se pueden atribuir al periodista de turno. En noviembre de 2017 The New York Times publicó un artículo de opinión escrito por Oriol Junqueras, que firmaba en calidad de vicepresidente de Cataluña, a pesar de que el Gobierno español lo había destituido de su cargo unas semanas antes. Puesto que el periódico separa intencionadamente los diferentes departamentos, yo no estaba al tanto de que Junqueras publicaría un artículo de opinión, y en Nueva York nadie puso en entredicho el modo en que se había presentado el propio Junqueras. La descripción de su cargo provocó indignación en Madrid, al tiempo que Pedro Morenés, el embajador español en Washington, enviaba una carta de protesta al rotativo. Como es obvio, se hizo la debida rectificación. Puede que este incidente contribuyera a mostrar a los responsables del periódico neoyorquino lo importante que era andarse con pies de plomo en el minado campo del conflicto catalán.

Dada la fecha en que se publicó mi libro, a finales de 2017 me vi en la extraña y difícil tesitura de recibir invitaciones para charlar sobre él a la par que tenía que escribir artículos periodísticos sobre un asunto de vertiginosa evolución. A veces quienes me invitaban no parecían haberse leído el libro y únicamente se nutrían de lo que llegaba a sus oídos.

Dos semanas después del referéndum, hablé en Barcelona en un almuerzo organizado por Sobirania i Justícia, una asociación independentista. Inauguró la charla Antoni Bassas, un veterano periodista catalán que había sido corresponsal de TV3 en Washington. Bassas habló, sin rodeos pero también con vehemencia, sobre la coyuntura en Cataluña y recibió un caluroso aplauso. Me presentó con palabras amables, pero cuando sugerí que los políticos separatistas habían ido demasiado lejos y demasiado rápido, algunas personas se levantaron de la mesa antes de que nos sirvieran el primer plato. Al marcharse, un invitado murmuró que por qué su asociación se había molestado en invitarme. Después, el organizador del acto se disculpó conmigo, pero le dije que me había alegrado mucho hablar para el resto de los comensales.

Y es que, al fin y al cabo, estoy convencido de que ningún conflicto puede resolverse debidamente sin un diálogo. Por desgracia, en el debate sobre Cataluña, los canales de comunicación se han cortado, lo que ha hecho que la gente solo pueda dedicarse a soflamar, pero con predicamento exclusivamente entre sus fieles.

La crisis catalana se ha desarrollado, pues, en universos paralelos a través de unos medios de comunicación que compiten entre sí y que con frecuencia repiten la misma cantinela, pero que únicamente cuentan parte de la historia. Escogen sucesos concretos que se avienen con su retórica más general. Me pareció interesante estudiar la disparidad entre los titulares de la prensa tras el referéndum, pues unos hacían hincapié en la ilegalidad del voto, mientras que los otros recalcaban la violencia policial. Consternado, he seguido asimismo la liza sobre si quienes fueron juzgados por el Tribunal Supremo por sedición deberían ser considerados políticos presos o presos políticos (a mi parecer, lo suyo es políticos presos).

Optar por subrayar algunos aspectos de la historia y desatender en esencia los demás no difiere de cómo los medios de comunicación se han dividido en torno a cuestiones controvertidas, desde las restricciones migratorias del presidente Trump hasta el Brexit.

A finales de 2017, el Gobierno español empleó, en virtud del artículo 155, sus poderes constitucionales de emergencia para tomar el mando de Cataluña. Uno de los aspectos más debatidos de dicha intervención era el de asumir el control de la radiotelevisión pública catalana, a la que Madrid acusaba de sectarismo.

Este debate me brindó la oportunidad de escribir un artículo para The New York Times sobre la fractura mediática en España, entre otras cosas, el desarrollo de canales televisivos autonómicos como TV3, que en tiempos había creado Jordi Pujol con la intención de afianzar la autonomía política catalana y revalorizar el idioma catalán.

Hablé con muchas personas sobre qué era lo que había fallado. Pero quizá la conversación más emotiva fue la que tuve con Susanna Griso, quien había dejado su Barcelona natal para trabajar de presentadora de televisión en Madrid.

Un poco antes de que habláramos, Griso, con los ojos vidriosos, había tenido una bronca conversación con una alcaldesa catalana sobre el despliegue de la Policía Nacional en el municipio de Calella.

«Te ves en una tesitura violenta cuando das tu opinión sobre un tema que afecta a tus familiares y seres queridos —me dijo Griso—. Por la cobertura que da la prensa, con frecuencia parece como si ya estuviéramos viviendo en Estados diferentes, pero la vida real es mucho más compleja que eso.»

La controversia sobre Cataluña no solo ha afectado a los asuntos privados, sino que se ha propagado por otros terrenos, como el del deporte. Probablemente Pep Guardiola, el entrenador del Manchester City, haya hecho más que ningún otro político para aumentar la visibilidad mediática del movimiento independentista en el Reino Unido.

En España, como en todas partes, las redes sociales han complicado aún más las cosas recrudeciendo las tensiones. Han creado silos en los que los bulos y las teorías conspirativas se propagan a toda velocidad. Por su parte, los algoritmos los aceleran y los bots los emponzoñan. Los lectores parecen incapaces de distinguir entre la calidad y la intensidad del debate.

Una vez un político catalán me habló jactándose de bloquear en Twitter a todo aquel que disentía de su apoyo al movimiento independentista. Le contesté que no veía la ventaja de vetar las opiniones contrarias, en la medida en que estas no estuvieran expresadas a modo de descalificaciones. De hecho, todos los políticos tienen el deber de oír todos los puntos de vista en el seno de su comunidad, aun cuando este ejercicio de escucha a veces resulte desagradable.

De igual modo, rara vez he conocido en Madrid a alguien que se oponga a la independencia catalana con intransigencia y que, en realidad, haya visto la manifestación de la Diada. Es más, algunos incluso insinúan que es una vergüenza informar sobre una marcha que constituye un acto de deslealtad hacia España. Pero las congregaciones de la Diada también han estado entre las mayores protestas en Europa durante la pasada década. Y, sin intentar al menos comprender el sentir que manifiestan los cientos de miles de catalanes cada 11 de septiembre, es probable que ningún intento de reconciliación entre los pueblos de España llegue a buen puerto.