«Nunca dudes de que un pequeño grupo de ciudadanos reflexivos y comprometidos puede cambiar el mundo. De hecho, es la única cosa que siempre lo ha hecho.»
MARGARET MEAD
Me llamo Pep, tengo 27 años y no me he sacado el carné de conducir. La verdad es que nunca lo he necesitado. Las pocas veces que he viajado a sitios a los que no se podía llegar en transporte público me han llevado. No obstante, creo que puedo llegar a imaginar la sensación de libertad que provoca en las personas no depender de nada ni de nadie para viajar. Esta sensación la suelo disfrutar en grupo, pues siempre que esto sucede voy con amigos y hay alguien que sí tiene carné. A veces, mis amigos se enfadan conmigo diciendo que soy un comodón. Y la verdad es que siempre me invento una excusa. Últimamente digo mucho que el mes que viene voy a Cuenca a sacármelo, pero es que tener coche es un follón y, en cierto modo, absurdo e irracional. Comprarlo —y eso que ahora existen los renting—. Pagar parking. Echar gasolina. Llevarlo al taller. Multas. Contaminación. Y bueno, si quieres intentar no contaminar, acabas comprándote un coche eléctrico que te cuesta lo que la gasolina de 5 años en un coche «tradicional». Está absolutamente desincentivado comprarte un coche eléctrico, porque si te compras uno que no lo es, lo puedes cambiar (si es renting) o que te lo recompren (si es leasing) cada dos años, mientras que los eléctricos son tan caros que para poder disfrutarlos debes comprometer un montón de años de permanencia y tu vehículo acaba quedándose obsoleto porque al final de tu permanencia quizás vayas dos generaciones por detrás. Cuando yo era pequeño pasaba un poco lo mismo con los teléfonos móviles. Los Nokia de la época eran colocados por los operadores con un préstamo a dos o tres años, lo cual era absurdo porque cada año la tecnología evolucionaba tan rápido que a los 12 meses tu teléfono se quedaba anticuado, y acababas acumulando pagos de cuotas de teléfonos que llevaban meses en un cajón.
Pero volviendo al tema. Para algunos, el hecho de no tener carné de conducir me podría deslegitimar a la hora de opinar sobre movilidad. Puede ser. Quizás. No lo niego. De hecho, me daba bastante reparo escribir este ensayo. Me intimidaba un poco. Lo mismo pasa con infinidad de temas en los que no te ves con autoridad suficiente como para dar tu opinión. Un poco lo que se llama el síndrome del impostor. Pero cuando creamos Reby, la empresa de prevención del cambio climático con la que estamos revolucionando la forma en que nos movemos en las ciudades, me di cuenta con mis socios cofundadores de que debíamos repensar el modo en que nos movemos, tratando de construir algo que fuese útil para gente como yo.
A finales de 2018, estando con Kiran, un amigo al que había conocido un par de años antes, nos cruzamos con Cristina y Guillem, dos apasionados del mundo de la bicicleta, en un encuentro organizado por el emprendedor e inversor israelí Yossi Vardi cerca de Barcelona. Los dos nos contaron que acababan de mudarse a España desde China, donde habían pasado los últimos 12 años fabricando bicicletas eléctricas para uso compartido. Yo había visitado China ese mismo verano y estaba fascinado por Asia, así que les expliqué una tesis de inversión en la que llevaba trabajando varios meses.
Soy un emprendedor, principalmente centrado en el sector tecnológico, apasionado por la automatización de la economía real. A los 18 años —es decir, hace más de una década—, monté mi primera empresa, Fever, la compañía líder en la digitalización del sector de experiencias de ocio. Poco después pasé un par de años viviendo en distintas partes del mundo, analizando distintos sectores donde poder invertir mi tiempo, a la vez que colaboraba en el proceso de digitalización de empresas más tradicionales. Algunas de ellas fueron el Grupo PRISA, que es el mayor grupo de medios de comunicación de contenidos informativos, culturales y educativos en España e Hispanoamérica, con presencia en radio (Cadena Ser, Dial, LOS40), televisión, prensa escrita (El País, AS, Cinco Días) y editoriales (Santillana). También con ASICS, una empresa de material y ropa deportiva japonesa que cotiza en el mercado bursátil de Tokio. Por último, y sin lugar a dudas, la que más me marcó durante esta etapa de descubrimiento fue mi colaboración con la Fundación Mobile World Capital, que impulsa la transformación móvil y digital de la sociedad y ayuda a mejorar la vida de las personas a escala global. Esta fundación está estrechamente vinculada a la organización del congreso Mobile World Congress y su plataforma destinada a compañías tecnológicas emergentes, 4YFN (4 Years From Now), y halló su mayor impulso de la mano de Aleix Valls, un tremendo emprendedor catalán que después se convirtió en amigo. Fruto de esa relación nació mi interés por la colaboración público-privada y el sector de las infraestructuras. El sector privado va por delante del sector público en muchos aspectos, y personalmente creo que la colaboración entre ambos es imprescindible para poder estar a la vanguardia de la innovación. Un libro que me inspiró mucho en este sentido fue The Entrepreneurial State: Debunking Public vs. Private Sector Myths, de Mariana Mazzucato, una economista estadounidense-italiana que desarrolla su actividad docente en el University College London, y me interesó especialmente el sector de la movilidad urbana de uso compartido. Era un sector todavía por regular, donde yo pensaba que las cosas no se estaban haciendo del todo bien porque lo vivía en mi propia piel. Sufría a diario la necesidad de viajar por las ciudades y, en muchas ocasiones, se me hacía incomodísimo tener que tirar de tres líneas de autobús y caminar 30 minutos.
Como decía, la movilidad compartida estaba llegando a Europa, pero los principales y nuevos operadores del mercado la estaban afrontando, en mi opinión, desde el punto de vista incorrecto. La economía funcionaba, y las empresas no pensaban en la rentabilidad a corto plazo. Permitidme que haga un breve inciso sobre este tema. Esta situación es, por desgracia, algo muy habitual en las startups tecnológicas. Cuando la economía va como ha ido en los últimos años y todas las empresas tecnológicas que cotizan en mercados como el NASDAQ han subido como la espuma, aparecen un montón de fondos de capital riesgo pidiendo dinero a inversores en busca del próximo Facebook. Esos fondos, una vez han conseguido el dinero de sus inversores, tienen que invertir en empresas. Es lo que en inglés se llama capital deployment. Esto es perverso, pues no siempre hay suficientes empresas buenas en las que invertir si esperas obtener una buena rentabilidad, pero, por otro lado, si no invierten, no pueden construir track record y ponerse a levantar el siguiente fondo.
Total, que en 2018 se juntaron el hambre con las ganas de comer: la necesidad del sector del capital riesgo de invertir el dinero de los inversores en el mercado lo más rápido posible junto con la creciente demanda de movilidad de uso compartido en las ciudades. El cocktail perfecto para que muchos emprendedores se lanzaran a construir el próximo operador depredador del espacio público. La tesis decía que este tipo de movilidad era como Uber pero sin conductores, donde cualquier empresa podía ocupar el espacio público porque sí, y donde poner «la bandera el primero» en las ciudades iba a ser el secreto del éxito. Nada más lejos de la realidad. La movilidad urbana de uso compartido será necesariamente regulada y altamente restrictiva. La gestión de la escasez, en este caso, del espacio público, es una de las tareas más clásicas del poder público y, por tanto, objeto del derecho público en orden a determinar criterios para guiar las decisiones públicas (eficiencia, mérito/ solvencia, necesidad, maximización de la utilidad) y los procedimientos (las diferentes modalidades de adjudicación administrativa, sorteo, concurso, etc.) para la asignación de derechos sobre recursos escasos, sea el agua, el espectro electromagnético, las vías urbanas...
Si Estados Unidos es liberal y China intervencionista, Europa se encontraría en un punto medio. La densidad demográfica en sus ciudades es mucho mayor que en Estados Unidos y, por tanto, la ocupación de la vía pública de la movilidad compartida iba a estar limitada, estaría regulada y pasaría a ser un utility, igual que la electricidad o los servicios hídricos. La oportunidad era clara: si pudiésemos lograr posicionarnos a la vanguardia de la innovación en el sector fabricando algo barato y seguro ganaríamos la confianza de las ciudades. De esta forma lograríamos que, por primera vez, este sector fuera rentable. Por tanto, en mi opinión, todos estaban equivocados con su estrategia: existía la oportunidad de crear la compañía líder en Europa, concebida pensando primero en el regulador, después en el peatón y finalmente en el usuario de este tipo de servicios. Un utility, una empresa al servicio de la ciudad; en definitiva, una empresa que puede ser aburrida, quizás lenta de construir, pero rentable y útil para la sociedad.
Como ya viene siendo habitual en mí cada vez que monto una empresa, me costó encontrar algún fondo en Europa que comprase mi tesis. En 2014, un emprendedor e inversor al que admiro mucho, llamado Peter Thiel, publicó en el Wall Street Journal un artículo titulado «Competition Is for Losers», que viene a plantearle al lector un análisis sobre las compañías más valiosas del mundo, e invita a los emprendedores a construir compañías que no está construyendo nadie.
Así que, con mis socios y mucha ilusión, cogí mi mochila y me fui a California a tirar de amigos inversores que había conocido en la época en la que vivía allí y algún que otro inversor de mi empresa anterior, Fever. Y montamos Reby.
Os cuento un poco más sobre el tema. En China, dos de mis socios y cofundadores, Guillem y Cristina, no tenían coche. Se movían con DiDi o con cualquier aplicación que agregase a los operadores locales bajo sistemas MaaS (Mobility as a Service), o con el propio WeChat, una plataforma que unifica servicios de todo tipo, desde pagos hasta comunicación y, por supuesto, movilidad urbana.
El sector de la movilidad es muy complejo. En el año 2014, cuando yo tenía 21 años, el entonces alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg, me concedió un premio llamado NYC Venture Fellows, otorgado por la ciudad. En esos premios conocí a varios emprendedores que ya por aquel entonces estaban pensando en cómo solucionar la movilidad compartida de ciudades como Nueva York. De ahí salieron compañías muy valiosas, como, por ejemplo, Via Transportation, creada por dos emprendedores israelíes llamados Daniel Ramot y Oren Shoval, una compañía de Mobility as a Service (MaaS) o Transportation as a Service (TaaS), como lo llaman ellos, que principalmente se dedica al transporte compartido colectivo. Recientemente ha recibido una inversión de 200 millones de dólares por parte de John Elkann, presidente de EXOR, el holding de la familia Agnelli, también uno de los principales inversores de Reby.
De todo este bagaje ha aprendido Reby, un proyecto más que ayudará a contribuir a eliminar los coches y transicionar más rápido a una ciudad más ágil, más verde y más sana. Creo que debemos convertir la ciudad en un espacio donde gente como tú, que conduces cada día coche, moto, patinete o bicicleta, tenga su lugar. Donde haya suficiente oferta para poder hacer una vida normal sin coche. Donde si te debes mover no tengas que estar atado a un horario limitado, no tengas que hacer cola en la empresa de alquiler. Donde tener un coche sea la excepción y por placer, no porque no haya más remedio, como ocurre hoy. Si conseguimos cambiar el paradigma, resolver la ecuación, conseguiremos liberar el espacio público de vehículos innecesarios y podremos dejarlo para los verdaderos protagonistas: nosotros, los peatones.
De esta forma, lo que busco con este manuscrito es, desde el más absoluto respeto a los expertos en la materia, transmitir mi punto de vista como recién llegado, un ciudadano joven que espero pueda hacer su aportación en un debate muy amplio que no creo que resolvamos aquí y ahora. Trataré de hacer un repaso de aquellos conceptos que he leído y me han inspirado en este camino. Desde la sostenibilidad a la movilidad, pasando por las transformaciones culturales, arquitectónicas y tecnológicas a las que nos enfrentamos.
No. No soy Ole Thorson. Tampoco Manuel Castells. Ni Salvador Rueda. Ni Henri Lefebvre. Ellos, personas a las que he estudiado, son expertos en sus ámbitos y auténticos especialistas y estudiosos que nos enseñan, con sus opiniones y conocimientos, hacia dónde podemos ir. Yo, Pep, me limito a ser alguien apasionado en un mundo que, estoy convencido, transformará la forma en la que vivimos. Trato, pues, de poner mi granito de arena en un debate del que todos somos parte.