Un estudio sobre contrastes

Veintitrés pasajeras desembarcaron del Aramis, cada una con un baúl de madera sencillo lleno con sus posesiones materiales. Después de consultar el manifiesto, el oficial de la aduana les permitió pisar suelo estadounidense. Una hora más tarde, siete chicas subieron a un carruaje sencillo y comenzaron a avanzar a través de las calles oscuras de la ciudad hacia el convento de las Ursulinas. El futuro de las demás las aguardaba en el puerto.

El carruaje descubierto rodaba sobre los adoquines. A todo su alrededor, había ramas que colgaban con el peso de las flores coloridas. Las cigarras y los escarabajos sonaban desde las sombras y sus susurros parecían hablar de una historia embrujada. Una brisa tropical se sacudió entre las ramas de un roble que lindaba con una plaza pequeña. Celine sintió de una forma rara la calidez de ese brazo contra su piel, sobre todo en contraste con el ligero frío de una noche de finales de enero.

Pero ella sabía que no debía quejarse. Era muy probable que la calle de París en la que estaba su casa estuviera salpicada de nieve, y faltarían semanas para que pudiera usar el cómodo vestido de muselina que llevaba puesto en ese momento. Celine recordó el junio anterior, cuando lo había confeccionado con los retazos que habían sobrado del elegante vestido que había diseñado para una mujer adinerada conocida por sus encuentros infames. En ese momento, Celine había imaginado cómo sería asistir a una de esas reuniones y mezclarse con los miembros más chic de la sociedad parisina. Los deslumbraría con su amor por Shakespeare y Voltaire. Usaría ese mismo vestido, cuyo tono púrpura intenso contrastaba de forma encantadora con su piel clara y cuya sobrefalda estaba repleta de pliegues y volantes elaborados. Y llevaría sus rizos negros apilados sobre la coronilla, el último peinado en adornar las cabezas de las amantes de la moda en la ciudad.

Celine rio hacia sus adentros divertida por el recuerdo de la chica de diecisiete años que solía ser. Por las cosas que esa chica había soñado con experimentar. Por las cosas que había deseado tener y disfrutar: la entrada a la sociedad de mujeres elegantes para quienes confeccionaba vestidos que ellas desecharían un par de días más tarde. La posibilidad de enamorarse de un joven guapo que le robara el corazón con poemas y promesas.

Ahora la mera idea le parecía ridícula.

Después de varias semanas de viaje en barco durante las cuales había estado enterrado en las profundidades de un baúl de madera, el vestido arrugado que Celine tenía puesto esa noche reflejaba el giro inesperado que había tomado su vida. No era un atuendo apto para la misa del domingo, mucho menos para una fiesta. Al pensarlo, Celine se acomodó sobre el asiento de madera y sintió que el corsé se clavaba en sus costillas. Cuando respiró hondo, las varillas le pellizcaron los pechos.

Y percibió un aroma tan delicioso que la distrajo.

Inspeccionó la plaza en busca de su origen. En la esquina que estaba delante del roble, había una panadería al aire libre que le hizo acordarse de su boulangerie favorita en el Boulevard du Montparnasse. El aroma a masa frita y al azúcar que se derretía con lentitud flotó entre las hojas cerosas del árbol de magnolias. No muy lejos, las contraventanas de varios balcones se cerraron con un golpe y una celosía cubierta con buganvillas de un color rosa intenso se sacudió e hizo que las flores temblaran como si tuvieran miedo. O, quizás, como si anticiparan algo.

Debería haber sido algo bellísimo de contemplar. Pero la encantadora imagen parecía estar teñida con algo siniestro. Como si un dedo pálido se hubiera colado entre las cortinas y la estuviera llamando hacia un abismo oscuro.

La sabiduría le dictó que hiciera caso a la advertencia. Sin embargo, Celine se sintió fascinada. Cuando echó un vistazo a las otras seis chicas que estaban en el carruaje —había cuatro sentadas a un lado y tres, al otro—, notó un conjunto de miradas de ojos bien abiertos y expresiones que parecían ser varios ejemplos de inquietud. ¿O quizás fuera entusiasmo? Al igual que con las buganvillas, era imposible estar segura.

El carruaje se detuvo en una esquina ajetreada y los caballos que lo arrastraban sacudieron sus crines. Un grupo de personas con todo tipo de vestimentas —desde los más adinerados con sus cadenas de relojes de oro hasta los más humildes con sus harapientas prendas de lino— cruzaron Decatur Street con paso rápido y determinado, como si tuvieran una misión que cumplir. La situación parecía rara en ese momento del día, que solía estar marcado por los finales más que por los comienzos.

Como Pippa era quien estaba más cerca del conductor, fue ella quien se inclinó hacia adelante para dirigirse a él.

—¿Hay algún evento importante esta noche? ¿Algo que explique la multitud de personas?

—El desfile —respondió el hombre hosco sin girarse.

—¿Perdón?

El hombre se aclaró la garganta.

—Está a punto de empezar un desfile cerca de Canal Street. Por la temporada de carnaval.

—¡Un desfile de carnaval! —Pippa se giró hacia Celine.

Antonia, la joven que estaba sentada a la izquierda de Celine, parecía estar igual de entusiasmada, y sus ojos oscuros se abrieron y brillaron como los de una lechuza.

¿Um carnaval? —preguntó en portugués mientras apuntaba en dirección al sonido distante de la celebración.

Celine asintió con una sonrisa.

—Es una pena que nos lo perdamos —señaló Pippa.

—Yo que tú no me preocuparía, niña —respondió el conductor, y su lengua parecía formar las palabras con un ligero acento irlandés—. Habrá suficientes desfiles y celebraciones durante toda la temporada de carnaval. Seguro que veréis alguno. Y esperad a ver el baile de máscaras de Mardi Gras. Será el evento más grandioso de todos.

—Una amiga de Edimburgo me ha hablado un poco sobre la temporada de carnaval —exclamó Anabel, una pelirroja esbelta con algunas pecas bonitas salpicadas sobre la nariz—. Antes de la Cuaresma, toda la ciudad de Nueva Orleans se llena durante semanas con el sonido de veladas, bailes y fiestas de disfraces.

—¡Fiestas! —repitieron las gemelas de Alemania al reconocer la palabra, y una de ellas aplaudió con emoción.

El brillo de sus caras provocó algo en Celine. Hizo que algo detrás de su corazón se moviera. Una emoción que no se había permitido sentir desde los eventos de aquella noche espantosa:

Esperanza.

Había llegado a una ciudad en mitad de una celebración. Una que prometía semanas de fiestas por venir. La multitud estaba repleta de ese mismo espíritu de anticipación que había notado en las jóvenes que ahora compartían su destino. Quizás sus expresiones no tenían por qué ser de inquietud. Quizás las buganvillas solo se habían despertado con una sacudida y no temblaban de preocupación.

Quizás Celine no tendría que vivir su vida con temor a lo que podría pasar el día siguiente.

Mientras esperaban a que la calle se despejara de peatones, Celine se inclinó hacia adelante y sintió que su ánimo estaba a punto de levantar el vuelo. Intentó atrapar la punta de una hiedra que colgaba de una elaborada barandilla de hierro forjado. El ruido de los pasos a su izquierda llamó su atención al mismo tiempo que la multitud se apartaba para permitir que el carruaje pasara.

No.

No lo hacían para que ellas pasaran.

Lo hacían por otro motivo.

Allí, de pie bajo la luz tenue y ámbar de una lámpara de gas, había una figura solitaria que estaba lista para cruzar Decatur Street, sus facciones se encontraban ocultas por el sombrero panamá que llevaba inclinado hacia adelante.

El hombre cruzó la calle, moviéndose de la luz a las sombras y de nuevo a la luz, deslizándose de una esquina de la calle a la otra. Se movía de una forma… curiosa. Como si el aire que lo rodeaba no fuera aire, sino agua. O quizás humo. Sus zapatos lustrados golpeaban los adoquines a un ritmo regular. Era alto. Tenía hombros anchos. A pesar de verlo solo como una silueta recortada contra la noche, Celine se dio cuenta de que su traje había sido elaborado con algún material exquisito por manos expertas. Probablemente, por alguien de Savile Row. El entrenamiento que había recibido en el atelier de Madame de Beauharnais —la mejor modista de París— le había otorgado un ojo particular para ese tipo de cosas.

Pero la vestimenta no había intrigado tanto a Celine como lo que había conseguido hacer. Había despejado la calle sin pronunciar ni una palabra. Había dispersado a mujeres con sombrillas, niños con beignets espolvoreados de azúcar y hombres con elegantes sombreros de copa sin ni siquiera dedicarles una mirada.

Ese era el tipo de magia que ella deseaba poseer.

Celine soñaba con la idea de tener un poder semejante, solo por la libertad que eso le brindaría. Observó al hombre subir a la acera y la envidia le nubló la visión, le llenó el corazón y ocupó el sitio de la esperanza que apenas había dejado entrar hacía un minuto.

Después, él levanto la mirada. Sus ojos se encontraron con los de Celine, como si ella lo hubiera llamado sin usar palabras.

Celine parpadeó.

Era más joven de lo que había esperado. No debía de ser mucho mayor que ella. Unos diecinueve o veinte años, quizás, pero no más. Después, Celine intentaría recordar detalles sobre él. Pero sería como si el recuerdo de ese momento se hubiera difuminado, como si alguien hubiera frotado la superficie de un espejo con aceite. Lo único que recordaría con total claridad eran sus ojos. Brillaban bajo la llama de la lámpara de gas como si estuvieran iluminados desde dentro.

Eran gris oscuro. Como el cañón de una pistola.

Él entornó los ojos. Inclinó su sombrero en dirección a ella. Y se alejó.

—Ay, cielos —suspiró Pippa.

Un murmullo de asentimiento, expresado en varios idiomas, recorrió las filas de jóvenes sentadas. Se inclinaron hacia las demás y se sintieron tocadas por un entusiasmo compartido. Una de las gemelas de Düsseldorf dijo algo en alemán que hizo que su hermana soltara una risita nerviosa desde detrás de las manos.

Celine fue la única que siguió con la mirada a la figura que se alejaba, y lo hizo con los ojos entornados, como él los había tenido. Como si hubiera algo que no pudiera creer.

De qué se trataba, no lo sabía.

El carruaje continuó su camino hacia el convento. Celine observó al chico desaparecer entre las sombras mientras sus piernas largas y esbeltas lo llevaban por la noche con una seguridad ajena a este mundo.

Ella se preguntó qué había sido lo que había hecho que todos los que estaban en el cruce se rindieran ante él sin dudarlo. Anhelaba tener aunque solo fuera una mínima porción de ese poder. Quizás si Celine fuera alguien que inspirara tanto respeto, no se habría visto forzada a dejar París. A mentir a su padre.

O a matar a un hombre.