JANVIER, 1872
A BORDO DEL CGT ARAMIS

Diferente de lo que parecía

El Aramis debería haber llegado al amanecer, tal como lo hacía en los sueños de Celine.

Ella se despertaría debajo de un cielo iluminado por el sol con la sal del océano en la nariz y la ciudad se elevaría brillante sobre el horizonte.

Llena de promesas. Y de perdón.

En vez de eso, la campana de latón que estaba en la proa del Aramis sonó a la hora del crepúsculo, el momento del día que su amiga Pippa llamaba «el ocaso». Celine creía que eso era algo muy británico.

Había comenzado a coleccionar ese tipo de expresiones al poco tiempo de conocer a Pippa hacía cuatro semanas, cuando el Aramis se había detenido durante dos días en Liverpool. Hasta el momento, su favorita era «de ninguna maldita manera». Celine no sabía por qué esas frases le habían parecido importantes en ese momento. Quizás era porque creía que, en los Estados Unidos de América, esas expresiones muy británicas la beneficiarían más que las expresiones muy francesas que ella era más propensa a usar.

En cuanto Celine oyó el sonar de la campana, se abrió camino hacia babor, seguida de los pasos ligeros de Pippa. El cielo estaba cubierto de zarcillos oscuros como la tinta que se expandían en forma de abanico, y una niebla fantasmagórica envolvía la Ciudad de la Luna Creciente. El aire pareció espesarse en el momento en el que las dos chicas escucharon al Aramis entrar en las aguas del Misisipi y acercarse cada vez más a Nueva Orleans. Cada vez más lejos de las vidas que habían dejado atrás.

Pippa inhaló y se frotó la nariz. En ese instante, parecía tener menos años que los dieciséis que tenía en realidad.

—Después de escuchar todas las historias, creía que sería más bonita.

—Yo creía que sería exactamente así —respondió Celine con un tono tranquilizador.

—No mientas. —Pippa le echó una mirada de reojo—. No me hará sentir mejor.

—Quizás miento tanto para mi beneficio como para el tuyo. —Una sonrisa se asomó en la cara de Celine.

—Sea como sea, mentir es un pecado.

—Al igual que ser molesta.

—Eso no está en la Biblia.

—Pero debería estarlo.

Pippa tosió para intentar disimular su sonrisa.

—Eres terrible. Las hermanas del convento de las Ursulinas no sabrán qué hacer contigo.

—Harán lo mismo que hacen con todas las chicas que no están casadas y desembarcan en Nueva Orleans con todas sus posesiones materiales: me conseguirán un marido. —Celine contuvo el impulso de fruncir el ceño. Ella había tomado esa decisión. Era lo mejor entre lo peor.

—Si les pareces impía, te juntarán con el tonto más feo de toda la cristiandad. No cabe ninguna duda de que será alguien con una nariz bulbosa y una gran barriga.

—Prefiero un hombre feo antes que uno aburrido. Y una gran barriga significaría que es de buen comer, así que… —Celine inclinó la cabeza hacia un lado.

—En serio, Celine. —Pippa rio, su acento de Yorkshire se entrelazaba entre las palabras como si se tratara de un encaje de Chantilly—. Eres la francesa más incorregible que haya conocido.

—Me atrevería a decir que no has conocido a muchas francesas. —Celine sonrió a su amiga.

—Al menos ninguna que hablara inglés tan bien como tú. Es como si hubieras nacido hablándolo.

—Mi padre creyó que sería importante que lo aprendiera.

Celine levantó un hombro, como si eso fuera todo y no apenas la mitad. Con la mención de su padre, un francés respetable que había estudiado lingüística en Oxford, una sombra amenazó con descender sobre ella. Una tristeza cuyo peso aún no podía soportar. Celine colocó una sonrisa torcida en su cara.

Pippa cruzó los brazos como si se abrazara a sí misma. La preocupación parecía acumularse en su frente, debajo de su flequillo rubio, mientras las dos chicas seguían observando la ciudad desde lejos. Todas las jóvenes a bordo habían oído las historias susurradas. En alta mar, los mitos que habían compartido mientras bebían tazas de café arenoso y amargo habían cobrado vida propia. Se habían mezclado con las historias del Viejo Mundo y habían formado relatos más ricos y oscuros. Nueva Orleans estaba embrujada. Había sido maldita por piratas. Era merodeada por bribones. Se trataba de un último refugio para quienes creían en la magia y el misticismo. Hasta había algunas lenguas que hablaban de mujeres que poseían tanto poder y tanta influencia como cualquier hombre.

Eso había hecho reír a Celine. Y, al mismo tiempo, ella se había atrevido a tener esperanzas. Quizás Nueva Orleans fuera algo diferente de lo que parecía ser a primera vista. Afortunadamente, ella también lo era.

Y si había algo que podía decirse sobre las jóvenes viajeras a bordo del Aramis, era que la posibilidad de conocer una magia como esa —un mundo como ese— se había convertido en algo vital. Sobre todo para quienes deseaban deshacerse del fantasma de sus pasados. Quienes deseaban convertirse en algo mejor y más brillante.

Y más que nada era vital para quienes querían escapar.

Pippa y Celine observaban mientras se acercaban cada vez más a lo desconocido. A sus futuros.

—Tengo miedo —susurró Pippa.

Celine no respondió. La noche había teñido el agua, como si fuera una mancha oscura sobre un trozo de organza. Un marinero desaliñado se balanceaba sobre una viga de madera con toda la gracia de un equilibrista mientras encendía una lámpara en la proa del barco. Como si fuera una respuesta, el agua pareció llenarse de lenguas de fuego que cobraron vida y pintaron la ciudad con un tono verde todavía más fantasmagórico.

La campana del Aramis volvió a repicar para avisar a quienes estaban en el puerto qué distancia le quedaba por recorrer al barco. Otras pasajeras subieron a la cubierta y se colocaron junto a Celine y Pippa mientras murmuraban en portugués y español, inglés y francés, alemán y holandés. Eran mujeres jóvenes que habían dado un salto de fe y habían dejado sus tierras en busca de nuevas oportunidades. Sus palabras se mezclaban para formar una dulce cacofonía de sonidos que, en cualquier otra circunstancia, habría tranquilizado a Celine.

Ya no.

Desde aquella noche fatídica entre las sedas del atelier, Celine había anhelado estar rodeada de un silencio cómodo. Hacía semanas que no se encontraba segura en presencia de otros. Ni segura con el alboroto de sus propios pensamientos. Lo más parecido a la sensación de vadear por aguas más bien tranquilas había sido estar en presencia de Pippa.

Cuando el barco ya estaba bastante cerca del puerto, Pippa se aferró de forma repentina a la muñeca de Celine, como si intentara armarse de valor. Celine ahogó un grito de sorpresa. Se estremeció ante el contacto inesperado. Como si hubiera recibido una salpicadura de sangre sobre la cara y la sal hubiera teñido sus labios.

—¿Celine? —preguntó Pippa con los ojos muy abiertos—. ¿Qué sucede?

Celine respiró por la nariz para tranquilizar su pulso y envolvió ambas manos alrededor de los dedos fríos de Pippa.

—Yo también tengo miedo.